En el momento que
entró a la habitación y lo vió, todo desapareció y volvió a aquel fin de semana
de algunos meses atrás.
A última hora se había
decidido y comprado los pasajes del tren. Ale como siempre tenía trabajo por hacer,
para adelantar. Ella ya no estaba segura que eso le molestase, era mucho tiempo
que ella y Ale no compartían más que silencios incómodos y sexo rutinario. Tal vez fue por eso, o por el
aburrimiento, pero no pensó demasiado cuando se inscribió a esa chat. Sólo
deseaba que alguien la escuchara.
Así fue que lo conoció
a él. Al principio había sido raro, como que ninguno de los dos confiaba en el
otro. Cuando ella le preguntó el nombre, él se limitó a decir: “Puedes llamarme
Sandro” y ella pensó que no sería su verdadero nombre. Entonces tampoco le dijo
el suyo. Pasaron semanas hasta que comenzaron a relajarse y conversar
realmente. Se daban los ‘buenos días’, como un ritual mágico para enfrentar
mejor la jornada. Se contaban desde los detalles más banales hasta las
intimidades más inconfesables. Así y todo, había un límite invisible; sin
decirlo con todas las letras, habían entendido que ambos tenían pareja, que si
bien amaban, algo no estaba funcionando. Por eso ella se sorprendió cuando él
propuso de encontrarse. Se negaba a creer que todo no fuera más que un simple
deseo hacia lo nuevo, lo desconocido, lo prohibido. Pero aquel viernes, cuando
por enésima vez Ale permanecía ajeno a ella, refugiándose en un trabajo que
ambos sabían podría esperar; se decidió y le dijo que sí. Al fin y al cabo era
sólo un encuentro, un café sin compromiso a ninguna continuación que no se
deseara.
Debió admitir que se
desilucionó cuando Sandro no le propuso esperarla en la estación central, sino
hacerlo en un bar anónimo en el centro de aquella ciudad que ella conocía tan
bien. Había optado por el mismo hotel de siempre, y fue allí que se dirigió
primero; dejaría el pequeño bolso y la ansiedad, si era capaz. Tomó el metro
hasta el centro y lo esperó en aquella esquina pensando si lograría reconocer.
Ninguno de los dos había querido enviarse fotos, no las creían necesarias, no
buscaban algo físico por lo cual poco importaba cómo tenía el cuerpo. ¿Sería
verdad eso? ¿Y entonces por qué estaba tan nerviosa? Los minutos pasaban y él
no llegaba. Y, ¿si él la hubiese reconocido y se hubiese marchado? ¿Qué haría?
No quería pensarlo. Pidió un tè, le daría más tiempo para pensarlo, esperarlo.
No llegó. Y ella se
sintió tan tonta. Pagó la cuenta y caminó sin rumbo, por suerte la ciudad
siempre ofrece mil distracciones. Le sonó el móvil en el bolsillo. Un mensaje
de Sandro que le advertía, tarde, que por un contratiempo de último momento no
podría acudir a la cita. Lo remetió en el bolsillo sin siquiera responder. En
un impulso, para no pensar más, entró a una muestra de arte. Y fue
justo cuando se detuvo frente a ese cuadro que la estremeció y serenó a la vez,
que decidió responderle.
Fue su último mensaje.
Luego canceló también su cuenta de chat. Al otro día volvió a casa, a su vida
de siempre pero con la convicción de que algo debía cambiar. No buscó fuera,
reconstruyó dentro. Y ahora, ahora que todo finalmente era como siempre había
deseado, ese cuadro la llevaba a un punto que creía haber olvidado.
Ale... Ale...
Alessandro... –él desde la cocina no la escuchaba.
Eyyy... ¿qué pasa? –preguntó
Ale mientras entraba al cuarto y la abrazaba por la espalda.
¿Y ese cuadro? –tenía miedo
de girarse y verle a los ojos. ¿De dónde ha salido?
¿Te gusta? –susurró.
Hace unos meses me hablaron de él, y cuando lo ví, simplemente me enamoré...
otra vez.
Ninguno de los dos se
movió, ni dijo más nada. No hacía falta.
(Este microrrelato pertenece a los
"Relatos Jueveros"
Te invito a leer el resto de los
participantes aquí!)