jueves, 26 de marzo de 2015

ESPLENDOR DE LA CRÓNICA

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Joseph Roth. El juicio de la Historia. Escritos 1920-1939. Traducción, prólogo y notas de Eduardo Gil Bera.  Madrid.. Siglo XXI. 2009.

          Lo primero que uno admira en esta recopilación de crónicas y artículos periodísticos del gran escritor judío de lengua alemana, nacido en la Galitzia polaca, entonces provincia austrohúngara, en 1894, y muerto en prematuras y penosas circunstancias en el exilio parisino en 1939 en una alegal situación de hecho de apátrida, es la soberana libertad e independencia de criterio con que están escritos, algo que me atrevo a suponer no muy común en el periodismo de nuestro tiempo. Pese a algunas erratas, a que no siempre suena a buen español la versión de Gil Bera y a que no le conviene demasiado el algo pomposamente hueco título  ---no sé si debido a los editores o al compilador--de El juicio de la Historia, es lo cierto que aquí resplandece por igual tanto el Roth maestro de la sátira política, de la crítica de costumbres, de la reseña de eventos culturales tal la publicación de un libro o una exposición artística, de lo que hoy llamaríamos crónica parlamentaria, de las páginas de sucesos y del reportaje de trincheras, como el fino observador de tipos y actitudes sociales, siempre desde esa ironía ácida y demoledora que no excluye, antes al contrario, la simpatía y la piedad para con las gentes sencillas, las vidas oscuras que suelen ser las víctimas, en su época y en todas, de las turbulencias de la Historia, casi vale decir de los manejos de los poderes establecidos. Por lo demás, su consideración de los años de la República de Weimar parece adivinar oscuramente, como dibujada en hueco, la tragedia que se avecinaba.

            La primera y breve sección del libro (pp.3-27) va dedicada a cubrir para el Neue Berliner Zeitung la guerra ruso-- polaca de 1920. Dueño de una prosa ágil, nerviosa y acerada, Roth narra las peripecias y maniobras de los dos bandos con aparente objetividad y cierto distanciamiento irónico, aunque no puede disimular del todo alguna debilidad probolchevique, sobre todo cuando insiste en la buena acogida a las tropas soviéticas por parte de la población civil polaca, seguramente para contrarrestar las informaciones de la prensa conservadora que hacia hincapié en matanzas y ejecuciones masivas ---al parecer falsas--- por parte de los rusos. Parece comprobar siempre, en la medida de lo posible, sus fuentes (transcribe en bastardilla las informaciones recibidas de los mandos de uno u otro ejército, como para sugerir que se limita a transcribir literalmente lo que le dicen) y prefiere fiarse solo de lo que ve con sus propios ojos.

           El proceso por el asesinato de Rathenau en 1922 (pp. 23-40) es una memorable reconstrucción del ambiente que rodeó el juicio, celebrado en Leipzig, e incluye agudas descripciones, como en rápida filigrana,  del fiscal, los acusados, los abogados defensores y el público (sobre todo de éste: Me asombran cada día las seiscientas personas que no tienen nada que hacer y viven de escuchar. Su oficio es ser "opinión pública"), aunque Roth carga sobre todo contra la manipulación sensacionalista de la prensa nacional (léase derechista, antisemita o pronazi: Rathenau era judío), esa que a diario sirve mascadas sus sandeces a los entendimientos limitados,  la descarada parcialidad del fiscal y la osadía y seguridad en sí mismos que se desprende de los acusados: uno de ellos se gasta unas maneras y un pathos que para sí quisiera un cura castrense  y otro tiene carita redonda, cabello repeinado a raya, traje bien cosido y una expresión de bebé presumido en la mirada.
             Pero la parte más extensa y sustantiva del libro (pp.43-204), la agrupada bajo los marbetes de Reportajes berlineses y Álbum berlinés, se refiere a asuntos del muy variado tipo que hemos mencionado más arriba y aún de algunos otros. Así, cuando glosa la exposición de arte soviético en Berlín (p.61-2) en que, dice, se nota demasiado que la exposición no muestra de manera descriptiva; muestra lo que hay que describir y no le extraña mucho el hecho de que la ingenuidad virtuosa y santa que habla al alma de los campesinos rusos, ahora, bajo la nueva bandera, lo haga con el mismo paternalismo maniqueo con que le hablaban los zares. O cuando destroza (pp.134-6), con todo fundamento, un libro pretendidamente satírico y revelador, pero que no es en el fondo sino un compendio del más cerrado reaccionarismo y un centón de tópicos manidos, puesto que el burlador por oficio solo se diferencia del filisteo curil en la forma de expresión, del mismo modo que el bohemio se hace filisteo cuando convierte la falta de ley en rígida ley y el satírico se hace patético cuando eleva la burla a principio. La misma clarividente lucidez y brillantez expositiva se halla, pongo por caso, al denunciar el apoltronamiento  e inconsciente megalomanía de la clase política (pp.161-2) que los efectos perversos de la publicidad (p. 157) , la hipocresía burguesa (p.151-2) a propósito del encausamiento de dos jóvenes pintores acusados de  obscenidad , o el monstruo del nacionalismo a propósito de la brutal paliza propinada por un nazi a una mujer hindú en plena calle ante la mirada complaciente de los transeúntes (p.165. Roth apostilla Hubiera sido una fausta ocasión para cantar el Deutschland über alles). La diatriba satírica alcanza a veces cotas notorias de imaginación verbal: el ambiente berlinés de fines de los veinte ya presagiaba lo peor: el aire de la ciudad, escribe, tiene un tufo demencial, huele a viejas barbas germánicas socarradas y a gas venenoso, a remedios caseros hemorroidales y a betún de botas de los tarugos prusianos (p.179)

             Registros distintos, próximos a la fantasía lírica, los hay en Mundo muerto (pp. 116-7), a mi juicio uno de los más logrados fragmentos del libro, aquí con una imaginería vanguardista, vecina de la greguería ramoniana : describiendo el vestíbulo nocturno y desierto de la estación de tren, observa Roth que las taquillas reposan con cerrados párpados enigmáticos, o que el quiosco con su techo de madera simula un ataúd de periódicos difuntos. Imaginería que se ve asimismo en  el fragmento en que se describe la sensación psíquica de ir en avión (104-5). Pero la metaforización puede hallarse por doquier: El dorado del sol es fluido como purpurina derretida (p. 69); los perseguidos se acurrucaban en sus casas como animales en un rodal del bosque tras una batida (193); la chaqueta del tendero exhibía un lamparón de aceite oscuro como una lágrima pintada. Un cuento ejemplar, por la concreción de su anécdota y su bien dosificado desarrollo, lo constituye el relato del aburrimiento y de la sensación de soledad de los domingos vespertinos de la gran ciudad, al salir de los cines (pp. 257-60).

              Un tono diferente, en fin, y una muy disímil coloración política tienen los últimos textos de esta recopilación, los de los años del exilio (pp.280-307), con un Roth mucho menos sarcástico y festivo y como entregado a una especie de escéptica amargura desesperanzada: son los años de su conversión al catolicismo, el abandono del cosmopolitismo republicano, el distanciamiento de cualquier  forma de judaísmo y la cada vez más evidente añoranza del Imperio Austrohúngaro y de un régimen autoritario y centralizador. Sorprende en efecto que se lance a defender al Emperador que con tanto ingenio había zaherido poco antes y que considere al monarca superior y más respetable que un presidente republicano electo  con el peregrino argumento (p. 287) de que hay muchos sombreros de copa, pero solo una corona,  y de que el pueblo observa lo único y lo solitario.


miércoles, 25 de febrero de 2015

ALTA DIPLOMACIA



John Cornwell. El papa de Hitler. La verdadera historia de Pío XI. Barcelona. Planeta. 2006.
                Este libro del historiador británico ---católico, para más señas—John Cornwell viene a demostrar de modo bastante concluyente la ceguera culpable y el disimulo, en el mejor de los casos, y la connivencia, en el peor, entre buena parte de los altos dirigentes de la Iglesia Católica de los años 30 y 40 y el régimen nazi, ante todo en el de Eugenio Pacelli, Pío XII a partir de 1939. Grave injusticia sería, no obstante,  el no reconocer la oposición al nazismo de no pocos sacerdotes católicos ---alemanes y de otros sitios---y de centenares de miles de fieles de esa religión, tal como queda debidamente documentado en el libro que comentamos. Muestra en definitiva, cómo el Poder es sustancialmente uno y el mismo y cómo, por encima de las eventuales diferencias entre Poderes pretendidamente distintos y enfrentados, todos acaban actuando funcional y estructuralmente como si del mismo se tratara. Vaya por delante que por su excelente documentación y por lo razonable y ponderado de sus juicios es por lo que me parece que el libro merece su lectura.

       El texto, publicado originalmente en inglés en 1999, provocó en su día gran polémica e hizo correr mucha tinta no solo en los medios oficiales católicos ---máxime si se tiene en cuenta que por entonces aún estaba muy reciente el proceso de canonización de Pacelli---sino también entre algunas personalidades judías como Pinchas E. Lapide, cónsul israelí en Milán en los años setenta, que escribió un libro en el que trataba de demostrar la ayuda proporcionada por el Vaticano a los judíos durante la guerra. De la aportación de Lapide y de otros, así como del manejo selectivo de fuentes , y de su voluntaria ignorancia y ocultación por parte de apologistas y detractores de la figura de Pío XII, se da cumplida cuenta en el último capítulo del libro (pp. 569-588).

        Los primeros se dedican a narrar, someramente, la infancia y orígenes familiares de Pacelli---varias generaciones de abogados laicos al servicio del Papado---a la consideración de sus escritos de juventud y los rasgos de carácter que estos mismos revelan, ante todo su temprano y fanático antisemitismo  y, con bastante más detenimiento,a sus primeros pasos en la burocracia vaticana y su paulatino ascenso, a lo largo de más de treinta años, de la mano de Monseñor Pietro Gasparri, desde 1901 subsecretario de Asuntos Extraordinarios en la Secretaría de Estado vaticana  y futuro Secretario de Estado, al que Pacelli sustituiría en el cargo en 1930, cuando él mismo empezaba a estar convencido de que le faltaba muy poco para llegar a la silla de Pedro. Ya muy temprano mostró el joven Eugenio su personalidad fría, distante y calculadora, no incompatible con un relativo desprecio por los placeres y comodidades mundanas, y su aguda conciencia del poder y de la misión histórica de la Iglesia o, para decirlo en corto y por derecho, de que el reino de ésta también debe de ser de este mundo.

            Pacelli ya había sido, junto con el antecitado Gasparri, uno de los principales redactores del Código de Derecho Canónico, publicado bajo Pío X, documento que regulaba de modo exhaustivo el aparato administrativo y legal interno de la Iglesia, de cuyo funcionamiento el texto se consideraba unicus et authenticus fons y que entre otras cosas consagraba aún más el modelo piramidal de autoridad  en el Papa, cuya supremacía quedaba consagrada en el canon 218 como  la suprema y más completa jurisdicción, tanto en cuestiones de fe y de moral como en  lo que respecta a su disciplina y gobierno en todo el mundo. Muy pronto se convencería también Pacelli, en lo que coincidía con Pío X, de la inconveniencia de partidos políticos católicos, pues ambos pensaban que la mezcla de política y religión era especialmente peligrosa para la Iglesia (esto es, traducido: resultaba preferible que ésta hiciera su propia política, desde arriba y desconfiando de la iniciativa que pudieran tener las masas católicas, pues al fin y al cabo el rebaño estaba para obedecer ), lo que hizo que 20 años después, siendo ya Secretario de Estado, favoreciera una aquiescente y dócil colaboración con el partido nazi en lugar de apoyar al católico Zentrumspartei , pues este último suponía un nada despreciable obstáculo que Hitler debía eliminar en su camino hacia la dictadura. En otro orden de cosas, las circunstancias de la negociación del Concordato Serbio, en las que la diplomacia vaticana, con Pacelli a la cabeza, se dejó guiar, como no podía ser menos, por su particular política de Estado y por la ambición de querer controlar a los católicos eslavos, contribuyó no poco a agudizar las tensiones que desembocarían en la I Guerra Mundial.


        Los cap. 5 a 9, parte central y más sustantiva del libro, se dedican a historiar la actividad de Pacelli como nuncio en Múnich y en Berlín, en los años de la República de Weimar, donde se vino a   acentuar su visceral antibolchevismo  y su instintiva desconfianza hacia las democracias parlamentarias, y donde  conspiró para desmontar lo que en las leyes quedaba aún de la Kulturkampf bismarckiana (las medidas anticatólicas de ese canciller) y para tratar de imponer al canciller Brüning un concordato global para el Reich  ---que éste rechazó, pese a ser devoto católico, por considerarlo en exceso ventajoso para las escuelas católicas y perjudicial para las protestantes---.  Al mismo tiempo, presionaba al católico Partido del Centro, a través de Ludwig Kaas, cura, ex máximo dirigente de esa organización y colaborador y amigo de Pacelli desde hacía muchos años, para que aquel aceptara una coalición con el partido de Hitler. Hay que decir que por entonces Kaas publicaba un ensayo sobre el Tratado Lateranense en el que razonaba la conveniencia, también para Alemania, de un Concordato integral y sin fisuras, como se demostraba con el buen funcionamiento, beneficioso para ambos, del pacto entre Mussolini y la Iglesia vigente desde 1922. Literalmente: “Nadie podría comprender mejor la reclamación de una ley general, como la demandada por la Iglesia, que el dictador que en su propia esfera ha establecido un edificio fascista radicalmente jerárquico, incuestionado e incuestionable” (p. 207). Defenestrado Brüning y desactivada en gran parte la capacidad de respuesta del Partido del Centro, quedaba el camino allanado para la firma del Concordato. En un escrito al partido nazi de julio de 1933, pocos meses después de la toma del poder, el Führer confesaba que un tratado entre el Vaticano y la nueva Alemania significaría el reconocimiento del Estado Nacionalsindicalista por parte de la Iglesia Católica y que eso sin duda mostraría al mundo la falsedad de la creencia de que el régimen era hostil a la religión. En una reunión ministerial un poco posterior, con una clarividencia que resultaría aterradoramente profética, declaró: “ El concordato entre el Reich y la Santa Sede concede a Alemania una oportunidad para crear un ámbito de confianza que será especialmente significativo en la urgente lucha contra la judería internacional”. (p.208)

              A partir de ese momento, y pese a que la aplicación del concordato no significó el fin del acoso  gubernamental a las organizaciones católicas, allí donde se daba una resistencia al régimen o donde los nazis juzgaban que podría darse, los acontecimientos se precipitaron ya por un camino sin retorno, pues el concordato obligaba a la Iglesia a guardar silencio, por ejemplo, ante la aprobación y puesta en práctica de la llamada Ley para la prevención de nacimientos de individuos genéticamente enfermos,  de julio del 33, que ordenaba la esterilización, cuando no el asesinato, de los que padecían ciertas enfermedades mentales y cognitivas, incluidas la ceguera y la sordera, pese a que contradecía frontalmente  la inviolabilidad de la vida humana consagrada por Pío XI en su  encíclica  Casti connubii de 1930. En abril de aquel mismo año miles de sacerdotes se vieron obligados, por las buenas o por las malas, a implicarse en una investigación burocrática antisemita, pues debieron aportar detalles de pureza de sangre facilitando al régimen datos de bautizos y matrimonios. En suma, la colaboración, forzada o no, del clero católico con el régimen nazi seguiría, impuesta por la aplicación centralizada y exclusiva del Código de Derecho canónico y del Concordato,  por las que tanto batalló Pacelli,  hasta bien entrada la guerra y acabaría implicando a la Iglesia Católica, como en menor medida a las protestantes, en el exterminio y los campos de concentración. A cambio de generosas concesiones en el terreno de la enseñanza, la Iglesia se veía con las manos atadas y en medio de una trampa mortal: reacia a quejarse de manera pública por miedo a violar los términos del concordato y a ofender a Roma ---además de que así podría aumentarse la persecución o suprimirse  las prebendas concedidas por el régimen---la jerarquía, por lo menos la parte de ella no descaradamente pronazi, buscaba en Pacelli normas sobre cómo actuar, pero éste callaba y dejaba pudrirse la situación, cuya demora iba en beneficio  de los nazis, porque los inductores del terror oficial seguían manteniendo que actuaban contra organizaciones políticas y  éstas acababan disolviéndose una tras otra bajo la presión y la violencia.

       En los capítulos siguientes  se refiere el autor a asuntos como el  viaje de Pacelli, en su calidad de secretario del Vaticano, a Estados Unidos, donde consigue sustanciosas donaciones de los católicos ricos de ese país y arranca un principio de acuerdo diplomático con Roosevelt para que éste por fin accediera a nombrar un representante ante la Santa Sede a cambio de que aquél le ayudase  a acallar la voz de un cura ultra  que desde un programa de radio clamaba contra el New Deal. O también a la participación de Pacelli en la pérdida  de la encíclica Humanis generis unitas encargada por un ya moribundo Pío XI a tres jesuitas alemanes y donde se deploraba el tradicional antisemitismo católico. El original del texto en alemán nadie lo ha visto hasta ahora, pero sí el borrador en francés descubierto al parecer por unos investigadores belgas. La cuestión es importante porque era la única ocasión en que un texto papal manifiestaba una inequívoca preocupación por la suerte de los judíos. No hay pruebas de que Pío XI diera instrucciones para su publicación, pero se sabe con certeza que entre la muerte de este Papa y el cónclave, Pacelli, ya con un poder omnímodo en el Vaticano, lo ocultó.   

         Posteriormente se remite Cornwell a las circunstancias de la elección y a la ceremonia de coronación ---digna de la de un Emperador--- de Pío XII y  a su nunca del todo aclarada participación   --dadas los muy contradictorios testimonios de los testigos y supervivientes---en el intento de complot para deponer a Hitler en los primeros días de la Guerra. El plan consistía en que Pacelli consultara a Chamberlain, a través de Neville, embajador  británico ante el Vaticano, para pedirle garantías  de una paz honorable entre las democracias y Alemania, una vez dado el golpe, cuyos principales  dirigentes eran el general Ludwig Beck, antiguo jefe de Estado Mayor del ejército, y otros altos oficiales. Y a cuestiones no menos espinosas, como el poco disimulado apoyo que ya como Papa y en plena guerra prestó Pacelli al sanguinario régimen fascista de Croacia, al silencio que mantuvo sobre el Holocausto, pese a las presiones de los Aliados, y a sus ambigüedades y ocultaciones en la célebre carta de protesta, que acabó permitiendo que se remitiera a Berlín, contra la deportación de los judíos romanos. Carta que fue auspiciada hasta por los jefes militares alemanes en la Roma ocupada, que temían un levantamiento de la población si se seguía con las deportaciones.

        Los últimos tramos del libro hacen alusión a la adecuación o aggiornamento de la política vaticana tras la guerra, ya en el contexto de la nueva relación internacional de fuerzas, a su lucha contra el entonces poderoso comunismo italiano y, en fin,a la hipócrita campaña propagandística que le presentó como Papa de la Paz, en la apoteosis de su poder personal  absoluto y su prestigio  mundial y en el marco de la Iglesia triunfante de la segunda mitad de los cuarenta y durante los cincuenta, hasta su muerte en el 59.

    







jueves, 19 de febrero de 2015

UNA DIVERTIDÍSIMA BOUTADE




















Carlo M. Cipolla. Allegro ma non troppo. Barcelona. Crítica. 2004
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      He de agradecer el haber  tenido noticia de este librito a la buena amiga que el otro día me lo prestó tras hablarme fervorosamente de él. Se trata de uno de los textos más provocativamente turbadores --- sobre todo  para la ingenuidad bien pensante--- y divertidos que a uno le han caído en las manos. Redactado a mediados de los setenta por el que fuera reputado historiador de la Economía, al parecer no con la intención de darlo a las prensas, sino de distribuirlo en edición no venal entre sus amigos, podría parecer una adecuada ilustración ampliada, por hiperbólica ironía, tanto del célebre dictamen de Einstein --- Solo existen dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana. Y no estoy totalmente seguro de lo primero--- como de la convicción de Baroja de que la estupidez humana no tiene remedio  o del aforismo no recuerdo ahora si de Talleyrand o La Rochefoucault  o algún otro moralista francés a propósito de que la única diferencia entre los estúpidos y los malvados radica en que los primeros nunca descansan .












      El primero de los dos ensayos que forman el pequeño volumen, El papel de las especias (y de la pimienta en particular) en el desarrollo económico de la Edad Media,  es una desopilante parodia de los estudios de Historia económica, ---o por lo menos de los más convencionalmente académicos---donde con sostenida  y subyacente ironía, pero manejando hábilmente la máscara de la respetabilidad expositiva, se viene a atribuir a la escasez de pimienta las bruscas oscilaciones demográficas y la eventual  ruina económica de los reinos cristianos de Occidente en la Baja Edad Media. Pero no solo eso: casi me atrevo asegurar que es una burla de la noción misma de causalidad simplificadora que preside la hermenéutica histórica ( pues lo mismo lo podría haberse a tribuido a las oscilaciones del precio del trigo o a la desecación de los pantanos), para lo que el autor se vale de una serie de ingeniosos silogismos y aparentes asociaciones de ideas, amén de algunas formalizaciones matemáticas (ese lenguaje formalizado, el considerado más prestigioso y capaz de dar cuenta  de verdad de los hechos). Así por ejemplo, el obispo de Bremen y Pedro el Ermitaño serían los inventores del imperialismo europeo, el uno por haber excitado a los alemanes contra los eslavos y  haberlos lanzado de ese modo a la colonización del Este y el otro por haber preparado el terreno de las Cruzadas con el secreto objetivo de reabastecer a Europa de pimienta al volver a abrir las rutas comerciales con Oriente. Cipolla hace también responsable a aquella del desencadenamiento de la peste de 1348 ---especie de castigo divino por el excesivo consumo de esa especia, juzgada afrodisíaca--- y de la Guerra de los Cien Años ---esta junto con las tribulaciones matrimoniales y la rijosidad de Leonor de Aquitania y la debilidad de la nobleza inglesa por los vinos franceses---, lo mismo que de la construcción de templos y catedrales, pues los dineros de la Iglesia habrían nacido de las generosas donaciones que le hicieron los mercaderes italianos, movidos por su mala conciencia de sobrevenidos nuevos ricos  por el comercio, ni que decir tiene que sobre todo de pimienta.












         Aún más retranca trasuda el segundo ensayo, Las leyes fundamentales de la estupidez humana, cuya  lapidaria y apodíctica formulación, a modo de axiomas irrebatibles, es sin duda imitación paródica de las de la Termodinámica. Hay cinco de esas Leyes fundamentales aplicables a cuatro categorías (concebidas quizá, aunque él no lo dice, al modo de los Tipos Ideales de Max Weber) de humanos, sin posibilidad de mezcla o componenda entre los rasgos específicos de cada una de ellas: el incauto, el inteligente, el malvado y el estúpido. Puesto que este último se define como una persona que causa un daño a otra persona o grupo sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio (Tercera Ley Fundamental), es fácil imaginar cómo se define a los otros tres.  Al principio parte el autor de que los males y desastres de la Humanidad se deben  al excesivo número de individuos estúpidos, siempre una proporción parecida en todos los grupos profesionales, clases sociales y niveles de cultura. Luego, tras el enunciado de sus Leyes,  se encarga de fabricar  ad hoc una serie de modelos matemáticos que pretenden ilustrar y prever científicamente algo tan resbaladizo e inasible como el comportamiento humano, lo que me parece que solo es posible con la aceptación implícita de cosas  tan volátiles y problemáticas como  una voluntad individual soberana, una racionalidad incondicional e incluso un mito tan siniestro como el del homo oeconomicus, que como se sabe está en la base de la invención de la Economía Política en tanto ciencia, en la medida que presupone una especie de egoísmo innato en el hombre, suposición tan gratuita como interesada....que Cipolla finge aceptar. Del mismo modo ---y valga esto de inevitable corolario y me atrevo a conjeturar que acaso también de moraleja y disimulada intención de la invectiva del autor --- que se nos incita a aceptar  la inanidad y superchería de tantos presupuestos que están en la base de nuestro pretendido conocimiento del mundo. En definitiva: una provocación ingeniosa y brillante.

domingo, 8 de febrero de 2015

TÍTERES CON CABEZA

Portadas del libro El cura y los mandarines




Gregorio Morán. El cura y los mandarines. Historia no oficial del bosque de los letrados. Cultura y política en España 1962-1996. Madrid. Akal. 2014.


            Hay que agradecer a ese francotirador que es Gregorio Morán el que, al igual que ocurriera con sus El maestro en el erial  o con Miseria y grandeza del Partido Comunista de España, donde puso en tela de juicio algunos de los tópicos más por lo común admitidos sobre, respectivamente, Ortega y la militancia comunista bajo la Dictadura, con este desigual y extenso libro (800 páginas de texto más las otras 30 que albergan el copiosísimo índice onomástico, que me atrevo a suponer que son las que algunos lectores se hayan apresurado antes de nada  a consultar)  nos haya ayudado ahora a comprender, quizá  bastante mejor de lo que lo pudiera hacer un ensayo de factura más académica, las relaciones, por lo habitual perversas o non sanctas, entre el aparato de poder y el estamento intelectual en la España de las últimas décadas. Libro que, sobre exitoso ---va por la tercera edición en menos de dos meses, pues que además ha sabido encontrar el autor un título y subtítulo con el suficiente arrastre mediático, por mucho que reconozca haberlos tomado  del de una novela china del XVIII, de un llamado Wu Jingzi, y del célebre ensayo de Simone de Beauvoir ---no ha de poder menos también que, et pour cause, levantar muchas ronchas y herir algunas sensibilidades, como se suele decir de las  imágenes escabrosas y de la pornografía. No ha hecho más que  añadir morbo al asunto la circunstancia de que Planeta rompiera el precontrato de edición cuando el autor se negó, en un gesto que ni que decir tiene que le honra, a retirar las últimas 11 páginas del libro, según exigía la editorial al pensar que lo que en ellas se decía podría perjudicar sus relaciones económicas con la RAE.



            Califiqué antes el texto de desigual, pero se hace de todo punto recomendable. Aunque esté escrito con mucha mala baba y quizá por ello caiga de vez en cuando en cierta frívola  cotillería  y en más de un desmesurado  ataque ad hominem (los aficionados al anecdotario más o menos vitriólico hallarán aquí un fructífero vivero, y algunas de las citas que Morán trae a cuento, salidas de la boca o de la pluma de ciertos personajes, van de lo canallesco a  lo alucinante),  amén de que, en otro orden de cosas, a veces se olvide de los pronombres y del pertinente régimen preposicional --- (...) ahí todos coinciden, más o menos, en ese recordatorio cruel de la Guerra Civil que solo el franquismo se niega a pasar página, p. 221;  (....) el Opus triunfará creando su propia universidad en Navarra a partir de 1960, en dos etapas que ahora no merece la pena detenerse, p. 317; (...) ni los secretarios generales de los partidos dudarían en lo acertadas de estas palabras, igual que en su inanidad, p. 560---, no es menos  cierto que  maneja con criterio, habilidad y nervio narrativo una ingente información que acierta a ilustrar la tesis de fondo del ensayo, la de cómo una parte de la clase intelectual que había hecho carrera bajo el franquismo se convirtió en liberal al acercarse la Transición y cómo otra, que había hecho gala del más desaforado radicalismo gauchiste en el tardofranquismo, se mudó a un cómodo mandarinato bien instalado en las instituciones y las estructuras de poder, sobre todo a partir del triunfo electoral de los socialistas. En este sentido el libro  no va a dejar indiferente a nadie y se entiende que  resulte demoledor, en lo que atañe a ciertas carreras y prestigios, al revelar aspectos del pasado oculto o interesadamente olvidado de numerosos personajes, desde oscuros jefecillos y prominentes jerarcas del régimen hasta franquistas arrepentidos y brillantes intelectuales de la oposición. No hay operación política de camarilla, fundación de revista de importancia , campaña de propaganda oficial o cenáculo conspirador que Morán no demuestre conocer a fondo, tanto en las alcantarillas del franquismo como en la oposición democrática. Por aquí desfilan, es claro que cada uno con su radio de influencia  e interés, desde Arias Salgado, Robles Piquer o Fernández de la Mora hasta Laín Entralgo, Aranguren, Ridruejo, Cela, Juan Benet, Javier Pradera y un larguísimo etcétera.


             Morán se sitúa en el año 1962, el del contubernio de Múnich, las huelgas mineras de Asturias, la ejecución de Grimau y la llegada al poder de los Fraga, López Bravo et alii, por considerarlo significativo tanto de un cambio de tendencia u orientación en la evolución del Régimen como de un giro tímidamente modernizador y revitalizante, dentro de lo que cabía entonces, en el erial cultural del dilatado periodo franquista. Y a partir de ahí considera, para atrás y sobre todo para adelante, tanto las estrategias, movimientos y campañas de propaganda del franquismo como, tal en un orquestado baile de figurantes, la trayectoria de una variadísima gama de  políticos y escritores,  en la que coloca como hilo conductor y maestro de ceremonias a la figura de Jesús Aguirre, el cura, el que siempre, hasta su oscurecimiento final, sabría estar en el momento justo y en la ocasión adecuada, camaleónico e inefable personaje elevado aquí a la categoría de metáfora por antonomasia de mandarín, cuya vida y milagros se reconstruyen pormenorizadamente nada menos que en cinco calas ---una en cada parte de las cinco en que se divide el libro--- y con el que, como digo,  vienen a confluir o interconectar las peripecias de muchos de aquellos.

              Algunos de los 34 capítulos del libro destacan por su agudeza, profundidad de análisis y ecuanimidad. Así por ejemplo La intensa brevedad de Luis Martín Santos, pp.165-199, donde se reconstruye la brillante y exitosa, aunque cortada en plena madurez, trayectoria vital del escritor y la importancia que para la narrativa española tuvo Tiempo de silencio, mucho mayor a juicio de Morán que la que pudo tener la obra anterior de Cela, que se aborda, lo mismo que su peculiar personaje, en pp. 329-353, o la posterior de Benet , pp. 749-760. En Max Aub. Una anomalía pp. 427-455, al hilo de las circunstancias de la redacción de La gallina ciega y del cruel desengaño que le provocó su estancia en España en 1969, se rinde homenaje al gran escritor del exilio, poco leído y peor comprendido, cuya altura literaria e integridad moral son convenientemente resaltadas. Parecida justicia y reparación se lleva a cabo  en  La doble derrota de Manuel Sacristán, pp. 679-709, en que se argumenta convincentemente acerca de la altura de la obra, la honradez intelectual y la atormentada vida del filósofo barcelonés, sin duda el más grande pensador marxista español y uno de los grandes perdedores y olvidados de la cultura española reciente. En El País como parodia del intelectual colectivo pp. 541-585 cuestiona Morán, con bastante razón y considerando las luchas internas en el periódico y el tipo de vinculación con el poder político del momento, el mito de este diario como continuador de la tradición liberal de preguerra, habida cuenta sobre todo de su temprana y muy interesada canonización de la Transición y su no menos interesado olvido  del Régimen del 18 de julio.

jueves, 29 de enero de 2015

TRES POEMAS








           
























                  


              

            Copio aquí tres muestras de un libro de versos que doy casi ya por concluido, Ángulos muertos, y que supone según creo algún cambio, respecto tanto  a la carpintería del verso mismo como a la imaginería que lo sustenta. Ya me gustaría a mí que se acercaran, siquiera fuera un ápice, a ese ideal inalcanzable, o solo al alcance de unos pocos, de que en los versos hable la lengua misma y no las fantasías y los sentimientos del poeta, objetivo que, como digo, parece inasequible en esto tan gratificante, pero al tiempo desesperado e imposible, de la poesía. En fin, ahí van, valgan lo que valieren.

                      I

Mirasteis fascinados:
colgaban como harapos,
como murciélagos de capa blanca,
de moreras enanas.

Tristes, petrificadas y ateridas
en los finos barrotes de una cárcel de nácar,
sus hilos suspendidos en el aire,
como una red patética y vacía,
las telarañas muertas
por la negra rociada,
como malsano aborto de la noche,
más tenebrosa aún cuanto más clara.

Hermosas y siniestras
como la profecía apocalíptica,
como la alegoría
de la muerte por agua.

                 II
¿De dónde vino el barro
que de tan blanda y maleable cera
nos urdió?. ¿De qué umbría
crisálida nocturna, que jirones
desgarrados de un mundo primigenio
nos vino este amasijo
de humores y de nervios,
acuosa linfa y sangre?
¿Qué molde te forjó,
de qué aluvial acopio de melazas,
briznas de polvo astral?.

Hay un vibrar torcido,
hay un espeso resbalar de heridas
en ti, que inmóvil te retraes y te vuelves
hacia tu alba invertida,
divino por mortal,
cuerpo que gritas sordo, que en el fuego
amoroso te abismas y condenas,
cuerpo amigo, crisol, pálpito terco
que cruje encadenado en su angostura.

                      III
En medio de una umbría,
entre hermanos que se alzan
aún y te protegen
bajo el regazo fresco de su fronda,
ahí el despreocupado
caminante te topa,
como carcasa de bestia temible
---húmero de mamut, lomo de diplodocus---
de traza prehistórica,
tú,  muertaviva huella de la materia madre,
astilloso muñón
de torturadas formas,
víctima muda y cifra
fehaciente de cómo el tiempo astroso
sobre la faz de la tierra somete
y ciñe todo a su horma,
cada vez que invernizos
carámbanos y abriles venturosos
van cambiando sus tornas.

Y así, porque la masa
que roble altivo antaño se nombrara,
hoy tan solo cenizas, polvo y sombra,
metáfora de la vida y la muerte
al unísono, déjame
que te cante y acoja.




jueves, 15 de enero de 2015

LA "CRÈME "PARDA





Ferrán Gallego. Todos los hombres del Führer. La élite del nacionalsocialismo (1919-1945) DeBolsillo. Barcelona. 2008




                Tras haber consultado una profusa bibliografía, en inglés y alemán sobre todo, nos brinda el historiador de la Autónoma de Barcelona esta monografía acerca del significado, origen y plasmación del Estado nazi, que tiene el acierto metodológico de integrar en un todo coherente e interrelacionado las perspectivas sociológico-histórica, ideológica y también psicológica del fenómeno, con la gracia además de una prosa literariamente cuidada y nada farragosa ni recargada de citas. El libro, muy lejos de las simplificaciones al uso, bien planeado y documentado, escrito desde el sentido común y la capacidad racional de análisis, se hace en mi opinión de muy entretenida  lectura. Se  trata de un conjunto de doce  ensayos biográficos sobre otros tantos prohombres del régimen, y ni qué decir tiene que no hacía falta dedicar un apartado especial al jefe máximo de la banda, toda vez que aquí  éste se halla un peu partout,  a la manera ---y espero que se me perdone la metáfora--- de un astro central en torno al que brillan los doce satélites. Gallego ha tenido también la ocurrencia de colocar como título de cada uno de los ensayos el de una célebre película, con cuya trama habrá de tener  a su juicio  algo que ver algún rasgo de la psiquismo del personaje estudiado.     
 
                 Ya explica el autor que ha debido hacer una selección, pues el haber incluido a otros personajes también relevantes y directamente responsables en la consolidación del Estado nacionalsocialista hubiese convertido el libro en inmanejable por su extensión. Por lo demás, es obvio que con el nazismo comulgaron millones de alemanes ----pero algunos menos no lo hicieron--- y que, con las convenientes matizaciones, no es menos cierto que en algunos casos solo la casualidad o las circunstancias llevó a más de uno de los personajes aquí analizados, habida cuenta de su mediocridad, a verse ejerciendo posiciones de poder. Gallego estudia con sutileza y detenimiento tanto la peculiaridad psíquica de cada personaje como sus orígenes familiares, su ascenso en el aparato de poder y sus relaciones con el líder máximo, las diferencias, envidias y odios con otros capitostes y en fin, su grado de implicación y responsabilidad ---en todos los casos muy alta--- en el funcionamiento totalitario y criminal del régimen.
           
              ¿Qué pasaba por la cabeza de estos hombres? Pues al margen de los diferentes grados de fanatismo, megalomanía o brutalidad, nada de especial. Quiero decir que es muy de agradecer que el estudio de Gallego no caiga en ese tono ditirámbico y sensacionalista  de emplear alegremente  el motete de monstruos para referirse a los dirigentes nazis--- como viene haciendo buena parte la literatura periodística y de divulgación y cierta historiografía---. Eran muy diferentes entre sí y en este sentido todos ellos representaban algún aspecto de ese espejo perverso y deformante con que la sociedad alemana reflejaba---y al revés---el nazismo. Movimiento poroso, con gran capacidad de adaptación y transversal a todas las capas y estratos sociales, el nazismo, paradójicamente plural, por lo menos hasta antes de la guerra, acertó a integrar y manipular para sus fines ( bajo denominador común de un nacionalismo de tintes fanáticos presente en un alto porcentaje de población que siempre vio en la República de Weimar una interrupción ilegítima, un estado de cosas laico, cosmopolita y modernizador que suponía una continuidad saqueada respecto al imperio guillermino , al segundo  Reich ) un magma  muy variado de sensibilidades, artefactos ideológicos y complejos irracionales.

              Drexler, por ejemplo, cerrajero de profesión y militante völksich de la primera hora, no pasó de ser un burócrata sin carisma y sin imaginación, que jamás osó hacerle la menor sombra a Hitler y que se automarginó de todo cargo ya en 1928, antes de la llegada al poder, amargado por lo que consideraba una falsificación de la pureza ideológica original del partido. Caso muy distinto del de Speer, que venía de un medio social antitético ---la gran burguesía--- y que era un intelectual brillante y ambicioso, un oportunista cínico cuyas artimañas le llevaron incluso a librarse de la horca en Núremberg. El ensayo más interesante y clarificador me ha parecido el dedicado a Goebbels, y el más rico también dada la contradictoria  complejidad  del personaje e incluso la fascinación que como objeto de estudio puede provocar . Acomplejado desde la infancia por su defecto físico, se forjó una voluntad de hierro para coronar sus sueños, que habría de conseguir, de brillar en sociedad y fascinar a las mujeres.Tras fracasar como erudito universitario y escritor propagandista católico en su primera juventud ( cuando, nombrado por Hitler Gauleiter de Berlín en 1926, hubo de trasladarse a esa ciudad, que entonces no conocía, anotó en su diario ---pág. 174---"Berlín de noche. Una charca de pecados. ¿Y aquí debo arrojarme?") dio en una especie de visionario místico y desencajado, pero diabólicamente eficaz en cuanto genial practicante de la propaganda y la manipulación de masas. Lo suficientemente lúcido como para saber que la verdadera guerra se libraba sobre todo contra el bolchevismo, al final, con un Hiller ya amortizado, no dudó en maniobrar desesperadamente en secreto para intentar una paz por separado con los americanos mientras seguía lanzando discursos incendiarios en favor de la continuación de una guerra total concebida casi como un martirio colectivo. Comparados con él, Strasser no pasó de ser un estratega pragmático pero sin capacidades de líder, Himmler un frío organizador, con criterios empresariales, del Estado racial, la esclavitud y el exterminio, Stricher  un vulgar matón de barrio, un antisemita soez y aplebeyado y Bormann un mediocre de medio pelo, cuya  fidelidad perruna al jefe, a pesar de o precisamente por el desprecio que éste siempre le mostró, no es inverosímil que ayude a explicarla algún tipo de oscura atracción erótica hacia el Führer.

                Todas estas formas de aproximación biográfico-psicológicas al fenómeno del nazismo traducen esa paradójica mezcla de arcaísmo y modernización, de ruralismo e industrialización acelerada, de obsesivo sentimiento de identidad y a la vez de brutal exclusión de lo otro, de obrerismo y de sindicalismo, de apariencia de Estado dictatorial de engranajes perfectos y sin fisuras en los primeros años y caos poliárquico, casi un Reino de Taifas, en que acabó degenerando a medida que  se acercaba su hundimiento.


                El texto se abre con la glosa y comentario a una conferencia que Thomas Mann leyera en Berlín en el otoño de 1930, cuando ya oteaba en el horizonte la catástrofe que se avecinaba. Sus recomendaciones, la necesidad de un pacto nacional entre lo menos reaccionario de las clases dominantes y el sector más civilizado,la Socialdemocracia,  del movimiento obrero para salvar al país---, por mucho que incluyeran también una crítica y desmontaje de algunos de los ítems de la nebulosa ideológica nazi, la Comunidad del Pueblo, la Ausmerzen o extirpación de lo estigmatizado como ajeno, la Unidad de Destino que es la  esencia de la patria, y otros, venían a ser ante todo una llamada de atención y una apelación al instinto de sobrevivencia de la burguesía que debería sentirse la clase rectora de la nación y abanderar el movimiento de renovación espiritual de Alemania. Y se cierra con un breve epílogo (pp. 527-536) en el que se examinan retrospectivamente en qué quedaron las buenas intenciones de Mann y las lagunas e imperfecciones, compromisos y pactos de silencio de que adoleció, ya en la postguerra, la Entnazifierung o proceso de desnazificación orquestado por los Aliados.

           
             








martes, 13 de enero de 2015

DESARBOLADO CARNAVAL







Juan Francisco Férré. Karnaval. Barcelona. Anagrama. 2012.



             Acabo de leer esta voluminosa novela (530 apretadas páginas) y he de confesar que si he llegado hasta el final es porque no está entre mis hábitos dejar los libros a medias, salvo si me asalta la tentación muy al principio. En este caso ocurrió ya muy avanzada la lectura. cuando de todos modos me picaba aún la curiosidad por comprobar si el autor era capaz de invertir siquiera un poco el tono de lo que me iba pareciendo demasiado saturador y repetitivo. Casi todo en esta novela es desmesurado ---ya se entiende que no en el mejor sentido de la palabra--- pero no todo resulta fallido o pedestre. La intención del autor está desde luego en los antípodas de lo que podría constituir una crónica o reportaje político, como queda claro desde las primeras páginas. Y así, aunque parta  del caso real --- que en su día llenó los titulares de los periódicos de todo el mundo y que dio lugar a una también desmesurada orgia político-mediática, sin duda por el gratificante morbo que a casi cualquier prójimo brinda el ver caer en desgracia a un poderoso al que en el fondo, y no demasiado en el fondo, casi todos envidian--- de Dominique Stauss-Kahn, director entonces del FMI y dirigente socialista francés que aspiraba a la Presidencia de su país, al que se pilló en un renuncio cuando intentó violar a una camarera negra del lujoso hotel neoyorquino donde se alojaba, se aplica  Ferré a urdir una tupida fábula alegórico-política que sin duda pretende ser metáfora e ilustración del mundo que vivimos, de los mecanismos del Poder, los embelecos del consumo y la publicidad, la crueldad y podredumbre de los poderosos y la docilidad y borreguería de las masas o, para decirlo más sintéticamente-- y así, con mayúscula inicial---el Orden del Capital.


           El relato se estructura en 46 capítulos o movimientos, con mucha variedad de voces narrativas, pues unas veces habla el personaje central (al que se llama siempre el Dios K.),  otras algunas de sus amantes, su mujer Nicole,  el vagabundo negro Hogg,  el espiritista, el Emperador (y en el capítulo 24, pp. 215-276, una larga serie de personajes reales, desde Chomsky hasta Harold Bloom, puesto que esta parte se concibe como una especie de magazine de  plató televisivo donde aquellos  peroran sobre el asunto), y otras en fin, un narrador externo. En cada una de esas partes o fragmentos el Dios K. adopta una máscara o metamorfosis diferente, que va del cínico despiadado al arrepentido masoquista y convulso, del libertino obseso y cruel --con la gélida frialdad analítica de un héroe sadiano-- al intelectual crítico con el sistema, del anarquista místico a lo Tolstoi al consejero áulico de las grandes instancias de poder, o desde  brujo endemoniado a ejemplar marido y padre de familia, pasando por paria callejero que oficia de visionario revolucionario y aún otras muchas más. Delirante concierto polifónico de voces ordenadas de acuerdo a un plan en exceso repetitivo y mecánico, que quizá no saturaría si no aparecieran todas urdidas con los mismos mimbres y el mismo pie, la misma prosa correcta, sí, pero donde se ve demasiado el adjetivo previsible y el epíteto gastado y donde llega a cargar la sobreabundancia de descripciones, aparentemente eróticas pero en realidad parapornográficas, que hubieran quedado mejor (pues hay que reconocer que en este terreno el autor tiene cierta gracia) si se hubiera recurrido mucho menos a ellas. Es como si Ferré, descubierto el método (y el truco) se hubiera aferrado a él repitiéndolo alegremente y llenando  casi por inercia docenas de páginas, cuando a la novela le sobra bastantes .Por lo menos el último centenar y el cap. 14, un flash-back concebido al modo de relato interpolado que recuerda, en el fraseo, en la peculiar crueldad irónica  del tratamiento de los personajes y hasta en expresiones literales,  algunos pasajes de Houllebecq. El que K. acabe al final como acaba poco importa, pues podría haber acabado de otra manera y  el resultado ni había mejorado ni se hubiese mayormente resentido. En  otro tipo de consideraciones, la moraleja política que subyace resulta tan demasiado obvia, chata y consabida que  tampoco va a inquietar en demasía al Orden Establecido.

              Lo más reseñable del libro, y lo escrito con mejor pulso, me ha parecido el desopilante episodio del exorcismo (pp. 301-318), en que un experto jesuita, el Padre Padroni, cura  a K. de su priapismo y sus obsesiones sexuales haciéndole expulsar por el culo unos grandes huevos multicolores que luego el buen padre (que aprovecha,  dicho sea de paso, el alelamiento de la mujer de K, Nicole,  hechizada espectadora del espectáculo, para sobarla a placer, y he de decir que casi no hay pasaje en todo el texto que no concluya con el numerito seudoerótico) da a incubar a unos dragones que tiene encerrados en el sótano de su residencia. Y lo más lúcido  alguna de las cartas que K. escribe desde su prisión domiciliaria a grandes personajes , como la dirigida al papa Ratzinger, donde se argumenta con bastante sutileza acerca de cómo tanto la Religión (cristiana o cualquier otra) como el Orden político-económico se sustentan ambos por la Fe (suponiendo, lo que es mucho suponer, que la primera no sea ya descaradamente un simple envoltorio del segundo).

           Ignoro si al autor le ha costado mucho trabajo escribirla (ya he dicho que a mí un poquitín acabarla). Supongo que sí, pues llenar quinientas y pico páginas no es, en cualquier caso, moco de pavo, y hay que agradecerle el esfuerzo, en aras de la causa de la literatura. Tiene imaginación, solo que focalizada o excesivamente orientada hacia ciertos asuntos No había leído nada antes de él. Un amigo de cuyo criterio me fío bastante me dice que Providence, la anterior novela de Ferré, adolece de lo mismo de que adolece ésta. Esperemos que en el futuro el autor nos obsequie con algo más gozoso y digerible.