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Encuentro de los Ministros provinciales de Europa
Lourdes, 20 de noviembre de 2003


EUROPA NOS LLAMA
Fr. José Rodríguez Carballo, ofm
Ministro general

Presentación

Europa ha sido definida «no sólo como un concepto geográfico, sino como una grandeza histórica y moral» (cardenal Ratzinger).

Esta grandeza es fruto de la aportación de diferentes pueblos y culturas. Grecia, Roma, los pueblos germanos, los pueblos eslavos colaboraron profundamente en esa grandeza histórica y moral. Pero, entre todos, sin duda alguna el que más ha colaborado ha sido el cristianismo: «No cabe duda de que, en la compleja historia de Europa, el cristianismo representa un elemento central y determinante, que se ha consolidado sobre la base firme de la herencia clásica y de las numerosas aportaciones que han dado los diversos flujos étnicos y culturales que se han sucedido a lo largo de los siglos. La fe cristiana ha plasmado la cultura del Continente y se ha entrelazado indisolublemente con su historia» (Ecclesia in Europa = EiE 24). Europa no sería Europa sin el cristianismo: «“El cristianismo ha sido en nuestro Continente un factor primario de unidad entre los pueblos y las culturas, y de promoción integral del hombre y de sus derechos”. No se puede dudar de que la fe cristiana es parte, de manera radical y determinante, de los fundamentos de la cultura europea... el cristianismo ha dado forma a Europa» (EiE 108)

Pero Europa vive hoy una profunda crisis de identidad, una «profunda crisis de valores» (EiE 108). Para un observador atento no faltan signos de esperanza, pero tampoco faltan sombras que oscurecen el futuro de nuestro Continente.

Ante esta situación, para la Iglesia, como para otros muchos, una cosa es clara: Europa necesita reencontrar su alma, Europa necesita ser evangelizada. Una evangelización que «en varias partes de Europa» comportará «un primer anuncio del Evangelio» (EiE 46); una evangelización que «por doquier» comporta «un nuevo anuncio incluso a los bautizados» (EiE 47). En cualquier caso, Europa es hoy un país de misión y, en muchos casos, de «misión ad gentes» (EiE 46).

En esta tarea, a la que toda la Iglesia es enviada en misión y que es «un compromiso y una responsabilidad de todos» (EiE 33), los 8.922 hermanos menores que vivimos y trabajamos en Europa no podemos permanecer al margen o «viendo los toros desde la barrera». Europa nos llama y espera de nosotros que nos sintamos protagonistas/fermento en la hermosa tarea de la evangelización de la cultura y de inculturación del Evangelio en nuestro viejo Continente (cf. EiE 58-65); Europa nos llama y espera de nosotros que respondamos anunciando el evangelio de la esperanza, el evangelio de la reconciliación; Europa nos llama y espera de nosotros un proyecto alternativo al que ofrece nuestra sociedad.

En este servicio de evangelización, no partimos de cero. En efecto, Francisco vivió en una sociedad no tan diferente de la nuestra. En una sociedad muy religiosa, pero que estaba muy lejos de vivir los valores evangélicos, Francisco fue testimonio de un Dios cercano, de un Dios amor, de un Dios misericordia, perdón y reconciliación; en una sociedad profundamente dividida, propuso un proyecto de vida en fraternidad, donde todos se sintieran hermanos e iguales; en una sociedad violenta, propuso un proyecto de paz y de reconciliación; en una sociedad herida por las desigualdades, propuso y vivió un proyecto de vida en minoridad donde todos se sintieran «siervos» de todos, incluso de los «enemigos» de entonces, los «sarracenos y otros infieles».

Han pasado casi ochocientos años desde que el Penitente de Asís, Francisco de Bernardone, respondió a la llamada del Señor y a los retos que le planteaba la sociedad de entonces, recorriendo, descalzo y en actitud de radical pobreza y profunda humildad, los caminos de aquella Europa dividida y en proceso de profunda transformación, llevando en su cuerpo y en su alma las inquietudes y esperanzas de los hombres y mujeres de su tiempo y aportando un proyecto de Evangelio, un proyecto de fraternidad, un proyecto de paz, un proyecto de igualdad desde la minoridad y el «sine proprio».

El amor que puso en camino a los discípulos de Jesús y les llevó a anunciar el Evangelio «al mundo entero» y a «toda criatura», nos está empujando a nosotros a anunciar a todos «que no hay otro omnipotente sino él» (CtaO 9). El amor que empujó a Francisco por los caminos de Europa, ese mismo amor nos está llamando a salir de nuestros miedos (motivados muchas veces por el descenso numérico y el envejecimiento progresivo), de nuestras cobardías (motivadas muchas veces por nuestra poca fe), de nuestros claustros reducidos (el provincialismo, la comodidad del propio trabajo, el aburguesamiento...) para denunciar que «el amor no es amado» y «para que de palabra y de obra» demos testimonio de él como «Dios único..., el bien, todo bien, sumo bien..., la hermosura..., la seguridad..., nuestro gozo, nuestra esperanza y alegría..., nuestra riqueza a saciedad» (AlD 1ss).

Para responder a esta llamada de Europa, ¿qué quieres, Señor, que hagamos los hermanos menores que vivimos y trabajamos en este viejo Continente ?


Lo que dice el Espíritu a los hermanos menores de Europa

1. Asumir Europa como un «signo de los tiempos»

Europa, para los cristianos, es hoy un signo de los tiempos, un lugar para la profesión de la fe. El Capítulo nos invitó a escrutar los signos de los tiempos, a reconocerlos, leerlos e interpretarlos a la luz del Evangelio (cf. El Señor os dé la paz = Sdp 6). Esta actitud, que ciertamente exige ojos grandes, como los ojos del búho, que le permiten ver en la noche, nos lleva a descubrir que, contra toda apariencia, el Padre sigue trabajando y actuando en el «hoy» y el «aquí» de nuestra historia y de la historia de nuestros contemporáneos europeos; aunque a veces nos parezca que duerme, él está ahí, en la misma barca que nosotros; y cuando más desfigurado aparezca su rostro y menos visible se haga su presencia, más nos debemos sentir interpelados por él y llamados a dar una respuesta evangélica (cf. Sdp 6).

Leer los signos de los tiempos e interpretarlos convenientemente nos permitirá «ser nosotros mismos signos de vida legibles para un mundo sediento [también el europeo] de un “cielo nuevo y una tierra nueva”(Is 65, 17; Ap 21, 1)» (Sdp 7); lo contrario, en cambio, nos haría correr el peligro de instalarnos, de repetirnos, de anular los sueños más profundos, de perder, poco a poco, la alegría contagiosa de nuestra fe (cf. Sdp 6).

¿No está, tal vez, en esta incapacidad de leer los signos de los tiempos, en la incapacidad de escuchar la voz del Señor en los acontecimientos de la historia y detectar su presencia siempre actuante la razón de tanto pesimismo entre nosotros?

2. Ser custodios de la esperanza

El Continente Europeo, también las Iglesias de Europa, se siente afectado a menudo por un «oscurecimiento de la esperanza». En esta nuestra Europa «tantos hombres y mujeres parecen desorientados, inseguros, sin esperanza, y muchos cristianos [también no pocos franciscanos] están sumidos en este estado de ánimo» (EiE 7). En este contexto, el Espíritu del Señor nos pide, en palabras de Juan Pablo II en su visita al Pontificio Ateneo Antonianum de Roma, ser «custodios de la esperanza». Pero ¿cómo responder a esta vocación si no nos sintiéramos habitados por aquél que es nuestra esperanza (cf. EiE 19)? ¿Cómo trasmitir a nuestros hermanos de Europa valores que han perdido si no fuéramos capaces de «abrir los ojos de la fe y de la esperanza para detectar, en medio de las crisis, los sueños emergentes» de nuestros hermanos en Europa, y «abrirles cauce en nuestra propia vida y anticipar así el Reino de Dios proclamado y vivido por Jesucristo» (Sdp 7).

Queremos ser muy realistas, pero no podemos consentir ser víctimas de un realismo que nos impida respirar y ver nuevas posibilidades; queremos tener muy abiertos los ojos para no caer en falsas utopías, pero no podemos renunciar a custodiar la esperanza en nosotros mismos y a contagiar esa misma esperanza en los demás; queremos pisar tierra firme, pero no podemos renunciar a anunciar un cielo nuevo y una tierra nueva iniciados y consolidados allí donde un hombre o una mujer, allí donde un hermano menor anuncia «con nitidez la posibilidad de un mundo acogedor, justo, tolerante y pacificado» (Sdp 40).

En la Europa franciscana hay muchos problemas; algunos están a la vista de todos: disminución del número de hermanos, aumento de la edad media, pocas vocaciones, poca perseverancia... Esto ciertamente debe preocuparnos, y mucho. También a mí. Pero lo que más nos debe preocupar es la renuncia a la utopía, a pensar en el futuro y prepararlo con confianza, a vivir con verdadera pasión el presente.

Ciertamente, y no hace falta ser adivinos ni profetas, en el futuro nuestra presencia en Europa disminuirá en número. Pero lo que nada ni nadie nos debe quitar es la confianza absoluta en el Señor, el mismo «ayer, hoy y siempre» (Hb 13, 8). La Europa franciscana se verá reducida en los próximos años en cuanto al número de hermanos, pero no podemos renunciar a manifestar «la belleza del seguimiento del Señor» (VC 66). Seremos menos y, con toda seguridad, más avanzados en años, pero no puede venir a menos el compromiso de buscar y de amar a Dios «con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas» (Dt 6, 5) y a los demás como a nosotros mismos (cf. Mt 22, 37-39). Seguiremos disminuyendo y envejeciendo, pero no podemos renunciar a iniciar siempre y con renovado entusiasmo, en cualquier etapa de la vida en que nos encontremos, el camino de crecimiento y de fidelidad dinámica y creativa a Cristo, a la Iglesia, a nuestra Orden y al hombre de nuestro tiempo (cf. VC 37. 71. 110).

Para esto no hace falta ser muchos ni ser jóvenes. Sólo hace falta quererlo y creerlo: quererlo, aunque nos cueste y tengamos que renunciar a ciertas comodidades adquiridas; y creer que vale la pena, creer realmente que el Señor no nos engañó cuando nos invitó a seguirlo más de cerca (cf. CCGG 5). ¡Si iniciáramos a creer! ¡Si osásemos! ¡Cuántas cosas cambiarían en la vida de cada uno de nosotros y en la vida de nuestras Provincias! ¡Cuántos milagros seguiría realizando el Señor en nosotros y a través de nosotros!

Queridos hermanos: es el momento -y no podemos dejarlo para mañana, pues sería demasiado tarde- de echar las redes (cf. Lc 5, 4); no parece ser el más propicio para la pesca, pero sabemos que Pedro y sus compañeros, habiéndose fiado de la palabra del Señor, «cogieron una gran cantidad de peces» (Lc 5, 6). ¿Estamos dispuestos? ¿Estamos dispuestos a renunciar a nuestras seguridades, a ciertas evidencias, para fiarnos un poco más del Señor?

Ser custodios de la esperanza: he ahí una misión hermosa y urgente para todos nosotros, hermanos menores de Europa. Pero para ello lo primero que se impone es renunciar a la lógica de la facticidad: «Hay lo que hay y no otra cosa», se oye decir; o también: «Somos tantos y tales», como respondió malhumorado el portero a Francisco, según cuenta el fragmento de la Perfecta alegría. Yo creo, ojalá me equivoque, que entre nosotros está imperando la exaltación de lo establecido y la aceptación acrítica de la pura facticidad; tantas veces, consciente o inconscientemente, somos víctimas de un arraigado escepticismo que nos impermeabiliza ante cualquier nueva propuesta; a menudo somos víctimas de una declarada alergia a las grandes palabras que nos impide soñar, y cuando un hombre es incapaz de soñar, la cosa es más grave de lo que parece; no raramente somos víctimas también de un resentido desencanto por las grandes promesas que acaba por desacreditar las propuestas que puedan sonar a utópicas. Nos falta audacia y capacidad profética para no dejarnos atrapar por programaciones a corto alcance y domesticar las exigencias de nuestra vocación y misión como si fuera un orden del día más.

Es el momento de recuperar una cierta autoestima para saber «vender» nuestras mejores telas y no convertirlas en simples retales; es el momento de recuperar un optimismo sano y realista, si no en nuestras propias fuerzas, sí, al menos, en el Señor y en tantos hermanos que siguen buscando nuevas respuestas a los nuevos tiempos que estamos viviendo. Es innegable que la santidad y la miseria se dan la mano, como es innegable que al lado de los hermanos que intentan preparar con todas sus fuerzas un futuro distinto hay hermanos profundamente afectados por el desaliento y socavados por las termitas de la falta de perspectiva. Pido a los primeros que no se desanimen aun cuando sean incomprendidos y, a veces, criticados; pido a los segundos que escuchen la exhortación de Francisco: «Comencemos, hermanos»; o, mejor todavía, que escuchen al Señor, que en esta situación concreta en que vivimos nos invita a «remar mar adentro» y a «echar de nuevo las redes».

Tendremos futuro en la medida en que todos los hermanos, cada uno según sus posibilidades, nos sintamos en búsqueda y en camino; tendremos futuro en la medida en que seamos capaces de nombrar los desafíos por su nombre, abordarlos con hondura e inteligencia y darles respuestas adecuadas. Subrayo lo de todos, sin excluir a nadie. Nadie tiene derecho a situarse en la barrera para ver los toros desde una cierta distancia, por miedo a resultar herido en el encierro. Menos aún se justificaría el estar al acecho para ver cómo se equivocan los demás. Todos hemos de sentirnos implicados en esta tarea y a todos debe dárseles la oportunidad de buscar nuevos campos de reflexión, nuevas modalidades de relacionarse, nuevas ofertas de vida franciscana, nuevos desafíos a los que responder.

3. «Examinadlo todo y quedaos con lo bueno (1 Ts 5, 21)»

Vivimos en un momento de búsqueda y, para muchos, de incertidumbre y desorientación (cf. EiE 7ss), un tiempo que, para algunos, dura demasiado. Sin embargo, no se debe olvidar que en momentos de cambios rápidos y profundos como el nuestro no hay respuestas definitivas. Cuando hemos aprendido la respuesta nos han cambiado la pregunta.

Ante la inestabilidad que esto comporta, corremos el riesgo de buscar la estabilidad, el acomodo. Y eso, debemos reconocerlo, no va con la forma de vida que hemos abrazado. La vida religiosa, y si se quiere la franciscana todavía más, ha de estar siempre en búsqueda para poder situarse en sus lugares preferidos: en los lugares inestables, en los lugares de «fractura», como recuerda el documento final del Capítulo, allí donde falla el pie de la humanidad por el acoso del sin sentido, la falta de justicia y la presencia de la violencia..., para dar una respuesta desde la fe y trasmitir un mensaje que sea alternativa a cualquier tipo de «fractura» (cf. Sdp 20). En este sentido, es necesario recuperar la «itinerancia», sobre todo la itinerancia interior, aunque no sólo ella, como expresión de una disponibilidad absoluta a ponernos en camino (cf. Sdp 33). Es necesario «remar mar adentro», «lanzar la jabalina cada vez más lejos», en continuos éxodos, búsquedas y discernimientos, sin que a nadie se le permita detenerse ni «fijar la morada».

En este contexto, veo como desafío urgente para nuestra presencia en Europa el discernimiento de las nuevas situaciones que se avecinan o que ya estamos viviendo. Discernir y buscar son la nueva forma de fidelidad que nos piden la Iglesia y la Orden, la fidelidad creativa. Hemos de optar por Provincias en camino.

4. Autenticidad

Estamos en una sociedad del «celofán», de la imagen, de la apariencia, de la exterioridad. ¡Cómo se cuida la envoltura! La cultura de la imagen y de la apariencia refuerza el fenómeno de la inmediatez. No hay tiempo para ahondar, no hay lugar para los grandes valores. De entrada, bueno es lo que aparece como bueno. Esto provoca con frecuencia una fuerte crisis de verdad: se dice y se predica una cosa y se piensa y hace otra que nada o muy poco tiene que ver con lo que se dice o defiende.

Nuestra vida franciscana, en cambio, no pertenece a la cultura de la apariencia, sino de la hondura. Aunque el hermano menor «no debe despreciar ni juzgar a los que se visten de prendas muelles y de colores» (cf. Rb 2, 17) y, por ello, no debe juzgar ni despreciar esta cultura del celofán, su vocación y misión las sitúa siempre más allá de las apariencias, en el hondón de la vida, donde están en juego los valores. Es urgente apostar por la autenticidad, que no significa ser perfectos sino intentar con todas nuestras fuerzas adecuar nuestra vida de cada día a la forma de vida abrazada por la profesión religiosa. Es urgente «no domesticar las palabras proféticas del Evangelio para adaptarlas a un estilo de vida cómodo»; al contrario, es imprescindible «sentir la urgencia evangélica interior de “nacer de nuevo” (Jn 3, 3), tanto a nivel personal como institucional». Es urgente «volver a lo esencial de nuestra experiencia de fe y de nuestra espiritualidad para nutrir desde dentro, con la oferta liberadora de Evangelio, a nuestro mundo fragmentado, desigual y hambriento de sentido, tal como hicieron en su tiempo Francisco y Clara» (Sdp 2). Es necesario y urgente encarnar en nuestra vida de cada día las Prioridades de la Orden, que no son otras que las de la Regla que prometimos observar fielmente: espíritu de oración y devoción, comunión de vida en fraternidad, vida en minoridad, pobreza y solidaridad, evangelización y formación. ¿Cómo hacer que los hombres nos sientan cercanos y comprometidos con su causa, pero sin que esta cercanía y compromiso nos hagan caer en sus contradicciones? ¿Cómo superar la crisis de verdad en la que tantas veces vivimos? ¿Cómo ser signos proféticos en esta sociedad del celofán y del culto a la exterioridad, sin alejar a los hombres y sin sentirse lejos de ellos? Serán preguntas que deberemos hacernos constantemente si no queremos «dar respuestas a preguntas que nadie nos hace».

5. Testigos de Dios en una sociedad sin Dios

Vivimos en un mundo que se gloría de haber «endiosado» el más acá, los bienes, lo que se toca... Como religiosos y como franciscanos, estamos prestando buenos y muchos servicios a nuestros hermanos los hombres. Pero no podemos olvidar que lo más valioso que podemos regalar a los hombres y mujeres de nuestro tiempo es un suplemento de espiritualidad, de trascendencia. Lo demás lo pueden comprar: todo se vende y todo se compra; la espiritualidad y la trascendencia, no.

Como Francisco, debemos ser hombres apasionados y cogidos por el Dios Todo (bien, bondad, riqueza, seguridad...) (cf. AlD). Gozar de la visión de Dios: ésa es nuestra meta; hacer participar a los hombres de las promesas de Dios: ésa es nuestra misión; adorar, alabar, orar, entregar el corazón y la mente a Dios: ésa es la vocación y tarea fundamental del hermano menor. Nada nos debe distraer de lo único necesario; nada, ni siquiera el trabajo apostólico más encomiable, puede justificar el que Dios pase a un segundo lugar. Sin dejar de ser Martas, empeñados en servir a tiempo y a destiempo, hemos de sentirnos igualmente Marías, a los pies de Jesús, y esto no por facilidad, sino porque es lo que más necesitan los hombres de hoy y lo que realmente nos están exigiendo. Si nuestras fraternidades no se transforman en «escuelas» de búsqueda de Dios, en «mesas» donde cotidianamente se comparte el pan de la Palabra, en «lugares privilegiados» de espiritualidad, de oración y de adoración..., no seremos referentes para el mundo.

Pero esa espiritualidad no puede ser sólo individual; para ser auténtica y significativa ha de ser también fraterna. Con razón, el documento final del Capítulo general habla de «santidad fraterna» (cf. Sdp 42-45), que se vive en fraternidad y redunda en beneficio de la fraternidad. En efecto, la fraternidad que ora, que adora, que bendice... es una fraternidad que crece día a día en la estima y la aceptación recíprocas, una fraternidad en la que las críticas dejan lugar al diálogo y a la confrontación serena, una fraternidad que se apoya en un afecto profundo de unos a otros, una fraternidad en la que el individualismo deja paso a la colaboración, una fraternidad en la que lo que se busca no es sacar adelante el propio proyecto, cueste lo que cueste, sino, por encima de todo, discernir y realizar el proyecto de Dios.

Queridos Ministro provinciales de Europa: ¿Qué se nos pide cambiar a nivel personal y fraterno, para ser testigos de Dios en una sociedad que eclipsa a Dios? ¿Cómo invocar el nombre de Dios si el hombre postmoderno sólo sabe invocar la inmanencia, la tierra, lo que se toca y se palpa? Los hermanos menores de Europa no podemos desentendernos de preguntas tan acuciantes.

6. Llamados para llamar


«El problema de las vocaciones es un auténtico desafío que interpela directamente a los Institutos [también a la Orden franciscana], pero que concierne a toda la Iglesia» (VC 64). El cuidado pastoral de las vocaciones es una tarea urgente para la Iglesia, para la Orden y, particularmente, para las Provincias de Europa. Permitidme que en este contexto recuerde algunos principios que sin duda conocemos pero que no siempre ponemos en práctica.

* El cuidado pastoral de las vocaciones (= CPV) es tarea de todos los hermanos, pues está unido a toda acción pastoral. Hemos de terminar con la mentalidad, demasiado extendida, de «delegación». El CPV es una misión que no admite delegación. Quien está contento de ser franciscano transmite este gozo, invita explícitamente a compartir esta forma de vida y lleva a cabo una catequesis adecuada para favorecer una respuesta generosa. ¿Cómo respondemos los hermanos menores de Europa a este exigencia de nuestra vocación?
* El CPV encuentra su humus más adecuado en la pastoral juvenil abierta a la dimensión vocacional. ¿Están abiertas nuestras casas al trabajo con los jóvenes? ¿Se abre explícitamente nuestro trabajo con ellos a la dimensión vocacional?
* La oración ocupa un lugar esencial en el CPV, es el primer e insustituible servicio que podemos y debemos ofrecer a la causa de las vocaciones. ¿Cuántas veces oro/oramos por las vocaciones? ¿Cuántas veces invitamos a orar por las vocaciones?
* La regla de oro del CPV es «Venid y veréis» (Jn 1, 39). ¿Qué ofrecemos, a nivel personal y a nivel de fraternidad, a los jóvenes que quieren experimentar la vida evangélica de Francisco? ¿Estamos dispuestos a cambiar para ofrecer algo distinto a los jóvenes que vienen a nosotros o pedimos simplemente que se acomoden?

Queridos hermanos, de la respuesta a estas y otras preguntas semejantes depende no sólo nuestro futuro, sino también nuestro presente. Estoy convencido de que, como nos recordó Juan Pablo II en su Mensaje al Capítulo, «el atractivo de San Francisco y Santa Clara de Asís es muy grande para los jóvenes y hay que utilizarlo para proponer también a las generaciones del tercer milenio “una reflexión atenta sobre los valores esenciales de la vida, los cuales se resumen claramente en la respuesta que cada uno está invitado a dar a la llamada de Dios, especialmente cuando pide la total entrega de sí y de las propias fuerzas para la causa del Reino” (NMI 46)» (Mensaje al Cap. gen., n. 5). Esta reflexión ha de proponerse a todas las edades, particularmente en el momento en que se suelen hacer las opciones de vida: el período que corresponde al final de los estudios universitarios. ¿Qué estamos dispuestos a hacer en este sentido?


Para concluir

Hermanos Ministros: Europa nos llama. Nos llama a escuchar y a tomar conciencia de sus desafíos, de los desafíos que nos vienen particularmente de la secularización que estamos viviendo y de los intentos de hacer de Europa una «casa común» donde haya un lugar para todos, en el respeto de las diferencias.

Europa nos llama. Nos llama a ser testigos de la trascendencia en un mundo en el cual «muchos europeos dan la impresión de vivir sin base espiritual y como herederos que han despilfarrado el patrimonio recibido a lo largo de la historia» (EiE 7). Nos llama a ser testimonios de fraternidad en una sociedad dividida. Nos llama a ser testimonios de igualdad en una sociedad que vive y, en muchos casos, fomenta la exclusión.

Europa nos llama. Nos llama a salir de nuestras grutas para ir al encuentro del otro, de quien es distinto, para acompañarlo humildemente, recorriendo su mismo camino de búsqueda.

Europa nos llama. Pero la Orden nos llama también. No podemos encerrarnos en nuestras fronteras; no podemos encerrarnos en nosotros mismos. No podemos no escuchar la llamada que nos viene de otros Continentes. No podemos ser nómadas que giran en torno a ellos mismos: hemos de ser peregrinos en búsqueda de una meta común no sólo a los hermanos de Europa, sino a los del mundo entero. Nuestro claustro es el mundo.

Europa, el mundo, la Orden nos llaman. ¿Encontrarán en nosotros una respuesta adecuada? Escuchemos, acompañemos, pongámonos en camino. El Señor hará lo demás.


Designed, created and updated by John Abela for © Communications Office - Rome (26/11/2003)
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