Un tema no lo suficientemente tratado es la consabida atracción sexual que las sirenas ejercen sobre los incautos que se acercan a ellas y sus previsibles consecuencias. Supongamos por un momento que esto es así, que te estás dando un baño tan tranquilo en la playa y una de estas arpías se te acerca por la espalda y te engatusa con quién sabe qué artimañas. Tú, hombre de mundo que no le hace asco a nada, te lanzas al asunto. Dado que la sirena tipo carece de piernas, carece, al mismo tiempo, de entrepierna. ¿Qué hacer en tal tesitura? No se sabe y merecería la pena que alguien nos diese una respuesta que aclarase dudas. ¿Debemos limitarnos exclusivamente al sexo oral? ¿La puedes dejar embarazada? ¿Tienen las sirenas la menstruación?
A principios de la guerra fría, vivir en los Estados Unidos suponía estar en juerga permanente. Los medios de comunicación actuaban como suministradores de alucinógenos colectivos que mantenían a la gente entretenida. El pasatiempo principal, ése que ha aparecido en decenas de películas y series de televisión: «Ante la amenaza atómica, protéjase amigo». El norteamericano medio vivía deslumbrado por toda una serie de consignas que le llegaban por los canales más insospechados. Uno de ellos, el entrañable vinilo de toda la vida. Bajo el título de «Si la bomba cae», se reunió un puñado de éxitos con títulos como «Usted morirá», «Refugio casero», «Esté preparado», «Dos semanas o más», «Tranquilizantes» y el hit parade «Esta era atómica». El disco se vendió como rosquillas. Hasta da pena que no cayera la bomba de marras.
Yo soy de los que en casa viste la ropa de casa. A saber, una camiseta de manga corta y un pantalón vaquero ruinoso. En invierno, por eso de las corrientes traicioneras, me echo encima una camisa de cuadros. Y ya está. Hace un rato, viene a casa mi hermana, que es de un pijo que tira de espaldas, y se queda sorprendida de los fantásticos que son mis pantalones. Resulta que, como hacía calor, me los he remangado a la altura en la que uno lo hace, en caso de que lo haga, para darse un romántico paseo por la orilla del mar. A lo que voy: según la pija de mi hermana, esto, unos vaqueros viejos y desenfadadamente remangados es lo que se lleva a día de hoy. Lo fetén, lo total. Vamos, que si ahora mismo salgo a la calle, voy a la última. Pues sí, de ir a mear y no echar gota. El acabóse. Debe de ser por la ciclicidad de la moda: basta con que te quedes quieto, para que la modernidad te alcance. Y así, un tonto viernes por la tarde más.
No me cabe la menor duda de que cualquier policía español, en medio de un interrogatorio a un sospechoso y si se tercia, le cruza la cara al sujeto de un sopapo de agárrate y no te menees. Vamos, casi como poéticamente. Plas, plas. Si eso sucede aquí, donde uno supone que existen ciertos controles y cierto orden, ¿qué no pasará donde estos son simplemente inexistentes? ¿Pero alguien en su sano juicio piensa que los soldados norteamericanos no reparten toda la leña que les da la gana? Yo mismo les tomaría por tontos si no torturasen un rato largo al personal. El hazmerreír de los ejércitos del mundo libre, fíjate tú. Por eso, cuando uno se entera de que el mismísimo Donald Rumsfeld autorizó «contacto físico moderado, pero sin causar lesiones» es que se queda con cara de bobo. Reír por no llorar, que se dice. ¿En qué consiste el contacto físico moderado? Pues en que, por ejemplo, un soldado, en el ardor del interrogatorio, puede presionar con el dedo índice de su mano sobre el pecho del interrogado. Si éste sigue en sus trece, se le permite aumentar la presión del dedo, pero sólo un poco, no vaya a asustar al reo. Y así hasta bajarle la moral. Y como no cambie de actitud y casi a la desesperada, se coge y se le afeita la barba, algo que, ahora sí, consigue doblegar de inmediato al más aguerrido terrorista musulmán.
A fuerza de leer los tebeos de Astérix, no me había yo formado una imagen demasiado optimista de los belgas. Claro que los tebeos de Astérix los creaban dos franceses, así que fíate tú. El caso es que, oye, ahora no me parecen tan torpes: cuando agarran a un verdadero hijo de puta con vida, no lo sueltan jamás. «Así que violando y asesinando niñas, ¿eh?». Pues al trullo y la llave me la trago, mira, chato, habértelo pensado antes. Aquí, en España, sin embargo, cuando trincan a un cabronazo integral, les da por reinsertarlo. Que sí, que los fabulosos psicólogos que Instituciones Penitenciarias tiene en plantilla hacen milagrosos. «¿Pero tú ya te das cuentas de que has hecho mal?». «Sí, señor, me doy cuenta». «¿Pero mal, mal, requetemal?». «Sí, señor, requetemal». Pues hala, rehabilitado. Lo que no consiga la ciencia... ¿Por qué? Pues porque el mal no existe intrínsecamente. La gente no es mala, lo que pasa es que se tuerce. Y claro, lo que se tuerce se puede volver a enderezar, ¿no? «¿Reconoces que violar y asesinar a la gente no nos parece un buen asunto?». «Claro, claro, aquello sucedió en un momento de flaqueza». «Mira que si reincides, se me cae el pelo. Respondo por ti». «Descuide, señor psicólogo, descuide. Estoy rehabilitado. Se lo juro por las pastorcitas de Fátima».
El otro día era el aniversario del fallecimiento de un familiar y fui a la misa que lo recordaba. Creo que es la primera vez que presto atención al sermón. Tiene narices: se hace uno ateo y ahora le empiezan a tirar estas cosas. El cura, que tenía más o menos mi edad, narró al respetable la parábola de la oveja descarriada: dado un rebaño de cien ovejas y dada una que se va a ver mundo por su cuenta, el pastor coge, agarra y se lanza tras ella en la decisión más estúpida que jamás podría haber tomado. Lo sensato habría sido considerar esa pérdida como mal menor y no arriesgar el resto del rebaño a ser pasto de los lobos. Pero no. El pastorcillo es tonto del culo y corre tras la oveja descarriada. Puede que entre ellos hubiera «algo más». El caso es que, cuando la encuentra, se pone tan contento que despierta a todos los vecinos y amigos para darles la buena nueva. Y los otros, pues que sí, que encantados también. Manda huevos que un patán te saque de la cama a las tantas para contarte que «ella» ha vuelto al redil y, tú, idiota de remate, propongas descorchar una botella de champán. ¿Las otras noventa y nueve? Ha anochecido, hace frío y los lobos las están masacrando por momentos. Pero el bien siempre triunfa sobre el mal. Ahí dejo esta reflexión.
Cuando a alguien, en un momento de euforia, le da por mezclar el arte postmoderno con las veleidades pseudoprogresistas, a uno le entran ganas de ponerse a la cola de los voluntarios para irse a arreglar la rueda del Spirit. Unos artistillas del tres al cuarto, a saber argentinos, han desnudado unas cuantas compatriotas en plena calle para pedir la paz. Así, con un par: la paz. Oye, que la solución para los más de cuarenta muertos de ayer en Bagdad son unas cuantas modelos de esas de tirar de espaldas, en bragas. Habría que obligar a los terroristas a que las mirasen de frente. Nada de torturarles hasta la muerte. Que miren a las muchachas, que se alegren la vista y que se imbuyan de la paz como mensaje cósmico. Fabián Pereyra y Luizo Vega se llaman los muy barbianes. De profesión, artistas. ¡Qué cosa más grande es la cultura!
Escucho por la radio a un tipo hablando de la comida biológica. Uno tiene el oído acostumbrado a estas memeces, tanto que suelen entrar por una oreja y salir por la otra, pero ayer la cosa húmeda me hizo tilk y se me alteró el pulso durante un buen rato. He pensado mucho sobre todo «lo natural». Existe mucha gente, alguna de buena voluntad, otra de no tanta, que considera que algunas cosas que hacemos son naturales (es decir, que más o menos se sintonizan con la Naturaleza, así, con mayúscula) pero otras no. Por supuesto, lo natural es bueno y lo no-natural pernicioso. Se trata de gentes que proclaman, en infinitos grados de implicación, una vuelta a lo correcto: no agredir al medio ambiente, comer sano, hacer el bien, ser mejores, trascender, mejorar colectivamente, etcétera. El ejemplo de la comida biológica es claro: se aboga por no utilizar pesticidas porque los pesticidas no son «naturales». Conviene aquí reflexionar un poco sobre lo que el ser humano «ingenia»: qué gran cosa fue el hacha de sílex, que armónica con el entorno, qué, en definitiva, natural. Pues sí, era impresionante. Teníamos que habernos quedado ahí, porque a partir de entonces, el ser humano ha ido cayendo en picado. Pues no hemos ingeniado tecnologías inicuas ni nada... Todo sale malévolamente de nuestra cabecita: los pesticidas, la energía nuclear, la manipulación genética y no sé ni cuántas perversidades que al ser humano se le ocurren. Y que, ojo, quizás lo sean, pero es que, y ahí quiero yo llegar, el mal también es «natural». Somos lo que somos y cada cosa que hacemos es indefectiblemente ecológica y natural, está en consonancia con nuestro medio físico y así lo debemos entender. La destrucción, incluso la propia, mal que les pese a algunos tontorrones, es lo más natural del mundo.
¿Qué han demostrado estas elecciones europeas? Pues que al europeo medio las instituciones europeas le importan un comino. ¿Y por qué? Pues porque no existe una identidad europea en la que reconocerse. Los burócratas europeos pensaban que esto iba a ser coser y cantar: una bandera, un himno, tres o cuatro símbolos más, y asunto resuelto. Pero la verdad desnuda es que sales a la calle, preguntas a cualquiera dónde está el parlamento europeo y no sabe qué responder (¿en Bruselas, en Estrasburgo?). Yo ayer voté, pero porque pasaba por allí. Si hubiese tenido cualquier cosa mejor que hacer, me habría abstenido sin el menor rubor. Y no porque no me importe Europa, sino porque no acabo de verlo. Uno es europeo, claro, pero como se es, por ejemplo, terrícola: sin el menor atisbo de militancia. La europeidad viene con el equipamiento básico que se trae de nacimiento, y ya está. Punto y final. Por mucho que se empeñen, la identidad común no cuaja. Y lo dice alguien que vive en una frontera: estoy acostumbrado a recorrer unos pocos kilómetros para ir a Francia y sigo pensando que ése es otro país, que esos tipos que están ahí a tiro de piedra de mi casa, que comen lo mismo que yo, escuchan la misma música y leen los mismos libros, tienen poco que ver conmigo. Son amables, educados, ricos, encantadores y, sin embargo, siento una mayor identificación cultural con un, digamos, argentino que vive a océanos de mi casa. A un argentino lo entiendo casi siempre; a un francés, sólo a veces. Con el argentino me identifico; con el francés, no. Y si esto me pasa con los vecinos, qué habría que decir de los estonios, de los eslovenos o de los malteses. ¡Pero si al único maltés que conozco es al halcón! Pues eso, que igual habría que dejarse de tonterías y que nos vuelvan a poner la peseta, que al menos, entonces sabíamos lo que costaban las cosas.
Acudo a un acto social y me encuentro con un editor de los de la vieja escuela. Nos conocemos desde hace años y sé que me guarda cierta estima. Charlamos un rato y sale a colación el tema de la edición literaria en internet. Los argumentos, los de siempre en alguien que ha oído campanas pero no sabe dónde: se publica mucha basura porque no existe el filtro editorial. Como la respuesta la tengo preparada, la suelto de inmediato: tanta basura como en las librerías. Es decir, que, por mucho que se empeñen, el filtro editorial no sirve, y a las pruebas me remito, de nada. Como es él quien ha propuesto el tema, le suelto mi rollo inmisericordemente: «La libre y democrática publicación de contenidos, es decir, la democratización de las estructuras comunicativas, es siempre una buena idea. Siempre, sin excepciones. Cuanta más gente haya hablando, mejor». El editor tampoco es tonto y se revuelve: «Con tanta voces, no se oirá nada. Se hace preciso un filtro y ése es el editorial». «No, querido, no, nadie tiene el derecho de arrogarse funciones que no le corresponden. ¿Hemos votado los ciudadanos a alguien para que decida qué podemos leer y qué no? El único filtro valido es el que producimos entre todos, es decir, el filtro colaborativo». «¿Para lo literario?». «Pues sí, para lo literario. Que decida el grupo, la masa, el pueblo, la clientela. Al igual que sucede en las librerías: los libros más vendidos no son los mejores libros, pero es lo que hay y a eso estamos. Abogo, de paso, por el final de todo proteccionismo a la cultura. Se acabó: liberalismo salvaje en la mesa de novedades». «Tus libros, entonces, se quedarán fuera de ella». «Eso hay que verlo. De momento, siguen ahí. Al diablo con los impuestos rebajados, al diablo con la imposibilidad de rebajar los precios». El editor se queda con cara de circunstancias, así que le suelto: «¿Por qué motivo «El código Da Vinci» o las memorias de Aznar han de tener un IVA rebajado? No son cultura. Es más, dudo de que nada de lo que haya en la lista de los diez más vendidos lo sea». «No estamos yendo del tema: en internet no hay nadie controlando la calidad del producto». «Sí lo hay. Todos a una, como en Fuenteovejuna».
Una vez más, a los vascos se nos niega nuestro lugar en el mundo civilizado. Todos están contemplando el tránsito de Venus frente al Sol, menos nosotros: ¡está nublado! Uno trata siempre de pensar bien, pero es que ya son demasiadas casualidades. A nosotros siempre nos toca perdernos lo mejor. No podemos dirigirnos a las instituciones europeas en vasco, vale; nada de acumular más competencias políticas, de acuerdo; ¿selecciones deportivas propias?, ni hablar del peluquín, está bien. Pero, ¿también había que humillarnos con el tránsito? Para una cosa que nos hacía ilusión... ¿Y ahora que hacemos con los niños en las escuelas? Lo teníamos todo preparado y resulta que el día amanece nublado. ¡Oh, maldición! Están empezando a caer unas gotitas. No, la lluvia no. Esto ya pasa de castaño oscuro. Que intervenga el lehendakari de inmediato. Después preguntad por qué se pide un estado libre asociado...
Vengo de pasar el día en una playa francesa: bocadillos, sol y baños de mar aunque el agua aún está algo fría. Hace exactamente sesenta años, bastante más al norte, en otras playas también francesas, las tropas aliadas (Estados Unidos, Gran Bretaña y Canadá) desembarcaban haciendo de la fuerza bruta su principal baza. Llevo casi todo el día leyendo sobre el D-Day. Es cierto, la estrategia militar fue de libro, pero nada de eso podría haber sido llevado a cabo sin la fuerza bruta de los ejércitos que desembarcaban. O sea, tú tienes muchas balas, pero yo tengo más hombres. Cuestión de tiempo saber quién va a ganar. He estado muchas veces en el interior de un bunker nazi. Los franceses jamás los retiraron de sus playas y ahí quedan para que a nadie se le olvide nada. Puedes entrar y fingir que tienes una ametralladora entre las manos apuntando hacia la orilla: cualquiera que desembarque frente a ti, está absolutamente indefenso. Lo matas aunque seas el soldado más torpe del III Reich. Por eso digo lo de la fuerza bruta. Lo consiguieron porque eran más y más persistentes. A esta hora del D-Day (el atardecer) ya habían muerto casi diez mil soldados aliados. Las cosas como son y a cada cual lo suyo: menos mal y gracias.
Ahora que unos cuantos militares mexicanos con varias copas de más vuelven a poner de moda el «fenómeno OVNI», la pregunta se formula de nuevo: ¿Vienen los extraterrestres? Yo, por llevar la contraria, creo que dicha cuestión está esencialmente mal formulada. Habría que decir: ¿A qué demonios vienen? Porque aquí no hay nada que ver, eso está clarísimo. A los alienígenas se les supone listos, no en vano han logrado construir naves que surcan a la velocidad de rayo el espacio interestelar. Tienen una tecnología de padre y muy señor mío, los muy cabrones. Eso se les nota a la legua: cómo giran en el aire en cabriolas imposibles, cómo se quedan quietas las naves en mitad de la atmósfera el tiempo que les dé la gana, cómo vuelan sin dejar residuos, sin que se les note que consumen combustible. La leche. Entonces, sabiéndoles inteligente a más no poder: ¿Qué diablos hacen aquí? ¿Es que no hay planetas más interesantes ahí fuera? ¿Qué piensan hacer? ¿Tomar contacto con George W. Bush y pretender que la conversación sea constructiva? O con ese tarado de Wojtyla y sus recurrentes defensas de la familia tradicional. O con el genocida Sharon. O con el patético Castro. O con el hijo de puta Obiang. Anda que no hay mediocridad en este planeta. Luego si vienen, es que no son tan listos. De ésta no me apeo.
Me escribe un lector medio escandalizado porque me tomo la libertad de emitir opiniones políticas. Que quién me creo que soy, y todo eso. No dice, pero se le nota, que le parece bien que hable de literatura o de arte. Son cosas de las que cualquier desgraciado, a saber, puede opinar. Da lo mismo si se dispone de formación previa o no. Total, ¿a quién carajo le importan los libros o los cuadros? Son tan inocuos que todo en torno a ellos da lo mismo. Pero, ojo, de política no. Un ciudadano emitiendo opiniones por su cuenta, adónde vamos a ir a parar. A ver, ¿cuáles son mis credenciales? ¿Cuál es mi criterio a la hora de opinar? ¿Cuáles mis tendencias? ¿Qué pretendo? Y no digo yo que estas cuestiones no estén bien planteadas, pero, a diferencia de mi amable lector, siento que, oiga, me sale de la entrepierna ejercer mis derechos constitucionales. Con no leerme, asunto resuelto. Pero no, hay que tomarse la molestia de escribirle a uno para llamarle al orden. Mira que hay mala baba suelta. O rémoras tardofranquistas, que ésa es otra.
Pues ya tenemos selecciones deportivas autonómicas. Un gasto más. ¿Y para qué? Pues para distracción de la plebe. Como ni no tuviéramos suficiente con las bodas reales. Porque de eso se trata, ¿no? De tomar el dinero de todos y dárselo a unos cuantos niños pijos sin dos dedos de frente para que le den patadas a un balón. Argüirán ustedes hábilmente que esto es también para los deportes menores: que si el ajedrez, que si la gimnasia rítmica, que si la pesca en aguas dulces, etcétera. ¿Pero es que la gente no puede quedarse tranquilamente en su casa hablando un rato con la familia? O, si no consiguen deshacerse de la afición, pagársela de su bolsillo. O una cosa mucho más sencilla que se me acaba de ocurrir: no nos presentemos a ninguna competición deportiva a la que seamos convocados. Que nos apunten todos los partidos como perdidos. Así, poéticamente. Y con el dinero que nos ahorramos, ya nos daremos un capricho más adelante.
Como cuando yo era chaval, fui educado, qué remedio, en el catolicismo, terminé por creer a pies juntillas en lo que dicha religión advierte (básicamente, que hay un mundo mejor tras la muerte al que se puede acceder siendo un buen tipo en éste). Todo se supone que depende de ellos, así que uno está, lo que se dice, a verlas venir. Pero he aquí que se puede tratar de modificar los designios de Dios y de la tropa que lo secunda: vírgenes, santos, santillos, ángeles, etc. Vas, te arrodillas, enciendes una vela y pides lo que sea menester. Que se te conceda o no, es harina de otro costal. La pregunta aquí y ahora es: ¿cómo se reparten los poderes en el Cielo? Ya digo que yo, de pequeño, era creyente, pero siempre que tenía que pedir algo, se lo pedía directamente a Dios. Qué carajo, puestos a demandar y costando lo mismo, mejor al que lleva el asunto, que de los santos de medio pelo no se sabe ni si van a tramitar bien el expediente. Lo dicho: ¿Cuál es el procedimiento de delegación de los poderes divinos?