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sábado, 19 de mayo de 2012

Demasiado incorrecto para recordar

Parece que vivimos tiempos de depresiones, no sólo económicas, también psicosociales y culturales. La memoria se desinfla, se vuelve fatua y las conmemoraciones pasan al olvido de un sencillo apunte en la agenda personal, o a la esquina de un breve periodístico, o se convierten en fiesta de nostálgicos atrabiliarios. Incluso gobernando las derechas, un Ejecutivo para la economía y por tanto para la ética, la cultura se transforma en mero embellecimiento de una estética siempre tardía, que por no ser, no es ni clásica

Menéndez Pelayo
en el vestíbulo de la BNE
Y en éstas, don Marcelino Menéndez y Pelayo se nos aparece, como si fuera el maestro de la conciencia hispánica y del pensamiento católico. Se manifiesta, nos interpela y nos obliga. ¿Qué queda de don Marcelino en este presente de la historia? ¿Acaso ese virus postmoderno del complejo deconstructor de grandes hombres, de grandes historias, de grandes relatos, de sentido, al fin y al cabo, nos está afectando hasta tal punto que hemos perdido la memoria y, con ella, el verbo en activo de la esperanza? ¿También en la Iglesia, pueblo de la memoria e inteligencia de la fe, la caridad y la esperanza?

Cuando el inquieto afán de la búsqueda de la verdad que propone la Iglesia tiene que recurrir a una Carta pastoral escrita en 1956, por el entonces obispo de Santander, monseñor José Eguino y Trecu, quiere decir que algo pasa. Se cumplían cien años del nacimiento de don Marcelino:
«(...) Nosotros hemos querido detenernos en algunos puntos de aquellas memorables oposiciones, porque así se comprende la importancia del rasgo de Menéndez Pelayo que puso la ciencia, al pisar el umbral mismo de su cátedra universitaria, a la sombra de la Cruz. Mas no por jactancia ni por pedantesca exhibición de una piedad farisaica y vocinglera, sino por convicción íntima, porque lo exigía así la sencillez y firmeza de un joven casi imberbe, que no se pagaba de adulaciones, pero tampoco se asustaba del respeto humano y llevaba en todas partes sentida y honda la fe que aprendió sobre las rodillas de su madre».
El 19 de mayo de 1912 fallecía en Santander un sabio; quisiera ahora escribir: el último hombre sabio de nuestra España. Ahora se cumplen cien años, y nuestra historia muda y hace silencio. ¿Saben los universitarios quién fue don Marcelino, su pasión por la verdad, su amor sincero por la fe? He aquí nuestro pecado, un pecado de lesa ciencia. (...)
¿Quién siembra en las presentes generaciones la pasión por las pasiones que llenaron la vida de Menéndez y Pelayo, por esos amores que nuca se pierden y que pasan por encima de lo que el segundero de la Historia condena? Ya lo dijo Ángel Herrera Oria, que bebió de la obra de don Marcelino y que impregnó toda la suya con esa labia: su vida entera es sólida y de una pieza. «Católico a machamartillo, como sus padres»; españolísimo «de la única España que el mundo conoce»; «admirador de los pueblos que se reconstruyeron ahondando en su propia tradición», fustigó duramente a los españoles que desorientaban a la juventud «corriendo tras los vanos trampantojos de una falsa y postiza cultura, en vez de cultivar su propio espíritu». Porque «un pueblo joven puede improvisarlo todo menos su cultura intelectual. Un pueblo viejo no puede renunciar a la suya sin extinguir la parte más noble de su vida y caer en una segunda infancia próxima a la imbecilidad senil».
José Francisco Serrano Oceja en alfayomega.es

jueves, 1 de abril de 2010

Sócrates según Romano Guardini

Uno de los dogmas de la postmodernidad es que la religión es sólo un mito, una especie de adormidera con la que paliar las aristas de la vida. Por ello, resulta más que interesante el ensayo Sócrates y Platón, un texto inédito del pensador y maestro alemán Romano Guardini, en el que aborda la relación entre mito y verdad, y en el que es fácil observar trazas de la novedad que supuso la entrada de Cristo en la historia de los hombres. Publicamos varios párrafos del prólogo del libro, a cargo del catedrático de Filosofía profesor Berti:

«Nadie ha sentido tanto la muerte de Sócrates como Kierkegaard, exceptuando una sola persona –cabe decir que su antitipo–: Nietzsche. Para Nietzsche, Sócrates fue el disgregador de la certeza, de la seguridad de los instintos, característica del antiguo mundo griego. Para Kierkegaard, en cambio, Sócrates fue el hombre que hizo prorrumpir el espíritu y que estimuló al hombre griego, todavía natural, a encontrar su propio yo»: ésta es la interpretación que Romano Guardini hace de la figura de Sócrates. Para él, Sócrates es el crítico de la religión griega tradicional, que estaba en crisis en su tiempo, debido a la crisis en la que se hallaba inmersa la misma polis, a la que estaba indisolublemente ligada la religión.

Guardini revela cómo Sócrates, con su palabra y con su vida, constituye un peligro para el ordenamiento civil ateniense, fundado sobre aquella misma religión, y que, por tanto, es del todo comprensible el proceso que se llevó a cabo contra él. En este asunto, observa Guardini que Kierkegaard y Nietzsche están, en el fondo, de acuerdo: Sócrates había destruido la vieja Grecia. Lo que para Kierkegaard constituía un motivo de admiración –de tal manera que coloca a Sócrates a la altura de Cristo–, para Nietzsche supuso un motivo para odiarle, como asesino de la espontaneidad y de la vitalidad griegas. Los acusadores de Sócrates fueron, según Kierkegaard, ejecutores de un destino querido por Dios; para Nietzsche, fueron defensores de un mundo resplandeciente pero abocado ya a un trágico declive.

La tesis de Guardini concuerda con tales interpretaciones, pero es del todo original su modo de interpretar el famoso daimonion socrático, esto es, la voz interior que lleva a Sócrates a realizar determinadas acciones; para Guardini, no se trata de la voz de la conciencia –despreciada por Nietzsche–, sino el signo de una misión divina confiada a Sócrates. De este modo, estaría convencido de llevar a cabo una misión confiada por un dios. Por este motivo, su discurso de autodefensa delante de sus acusadores no fue eficaz, sino que provocó a los jueces y, de alguna manera, les indujo a condenarlo.

En este asunto, Guardini está de acuerdo con Nietzsche: Sócrates quiso morir. De este modo, Sócrates contrapone a los viejos dioses de la tradición mitológica una nueva divinidad, más pura, simbolizada por Apolo, que le habla a través de la voz del daimonion. Tanto Sócrates como su acusador Meleto expresan una exigencia religiosa, y ambos, cada uno a su modo, tienen razón: en eso consiste el carácter trágico, inevitable, de la suerte de Sócrates.

«Tenemos aquí –escribe Guardiniuna época de decadencia, pero todavía llena de valores; y frente a ella un hombre llamado a cosas nuevas, pero que con su atrevimiento tritura el pasado. La verdadera tragedia de esta situación es lo irreconciliable de fuerzas y valores contrapuestos».

Enrico Berti

martes, 23 de marzo de 2010

Progreso


Texto de Alfonso López Quintás

Uno de los pensadores más influyentes del siglo XX, Edmund Husserl, fundador de la Fenomenología, solía decir que la tarea básica de la filosofía consiste en llenar de contenido las palabras vacías. Hay palabras vacías y palabras llenas. Aludes, por ejemplo, a «la justicia», y no sugieres una mera idea, una idea sin incidencia en la realidad; estás evocando todo un criterio de vida, un modo de orientar la existencia.

Imagínate que alguien le hubiera preguntado al prodigioso Mozart si, además de instrumentos musicales, partituras y compositores, existe algo así como «la música». Si no se moría de risa ante tal pregunta, diría más o menos lo siguiente: «Pero ¿cómo voy a dudar de la existencia de «la música» si es la fuerza misteriosa que me llena de belleza hasta los bordes, da alas a mi pluma al componer y me hace feliz?»

Subes a un risco de los Alpes y, al contemplar en bloque los macizos encadenados, condensas tu emoción en una breve frase: "¡Qué belleza!". La palabra belleza está aquí desbordante de contenido. Si te pido que me digas lo que entiendes por "belleza", tal vez no sepas sino repetir la observación eterna de Platón: «¡Lo bello es difícil!». Lo es, y a Paul Valéry le desesperaba no poder apresar ese concepto en una definición precisa. Pero no importa demasiado. Lo decisivo es que el vocablo belleza está lleno de contenido y nos enriquece de tal forma que nos permite hablar con pleno sentido.

En cada época existen vocablos que, por méritos propios y determinadas circunstancias, se cargan de un prestigio tal que se evaden a toda revisión crítica pues parecen condensar en sí todos los bienes. Suelo denominarlos «términos talismán». Ejercen en la sociedad función de polos en torno a los cuales se vertebra la vida humana en cuanto a pensar, sentir, querer y actuar.

La palabra «orden», vinculada de antiguo al número, la proporción, la medida y, por consiguiente, a la armonía, la belleza y la bondad, adquirió en los siglos XVI y XVII un alto rango merced a su vinculación con las estructuras cultivadas por la ciencia moderna, entonces en su albor. Pensar con orden equivalía a pensar rectamente. Proceder con orden significaba actuar de modo ajustado, justo, adecuado, eficaz.

El término «orden» producía un hondo estremecimiento en los espíritus que asistieron a la génesis de la gran ciencia moderna, porque era el gozne enigmático entre las estructuras matemáticas y las físicas, entre el mundo que el hombre configura en su mente y el mundo exterior en que está instalado y le supera sin medida. Por su alto significado, el vocablo «orden» se convirtió en término «talismán».

Al cobrar conciencia, sobrecogido, de lo que implica el orden, el hombre del siglo XVIII concedió rango de talismán a la facultad humana destinada a captar el orden existente y crear nuevas formas de orden: la razón, palabra mágica que constituyó el orgullo del Siglo de las Luces.

Esta época de exaltación de la facultad racional humana culminó en la Revolución Francesa. Revolucionario era quien luchaba por romper diques y elevar al hombre a niveles adecuados a su dignidad. El contrarrevolucionario era un ser reaccionario, enemigo de la soberanía de espíritu que nos otorga el libre uso de la razón. El siglo XIX polarizó su vida en torno al término «revolución» y lo elevó a la condición de «talismán».

Las grandes revoluciones modernas tenían como meta alcanzar cotas nunca logradas de libertad. En el siglo XX se impuso como talismán el término «libertad», que convirtió a ciertos vocablos afines («autonomía», «independencia», «democracia», «autogestión», «cogestión»...) en términos talismán por adherencia, términos, por tanto, desbordantes de sentido.

El amor a los vocablos más densos de contenido -esas «joyas» que, según decía Pablo Neruda, caían de la armadura de los conquistadores...- no debe hacernos olvidar que los términos talismán son encandilantes: iluminan y enceguecen al mismo tiempo. Ello nos insta a no dejarnos amedrentar por el prestigio de los términos talismán y someterlos a revisión.

No pocos vocablos adquirieron a lo largo del tiempo condición de «talismán», pese a su pobreza de contenido, merced a su vinculación con el término libertad -entendido de modo borroso, sin la debida matización-. Pensemos en los términos cambio y progreso.

Conforme a su etimología latina, progresar y regresar son términos relativos a un movimiento de ida y vuelta en el espacio y presentan un carácter neutro en el aspecto axiológico: no ostentan un valor peculiar, ni positivo ni negativo. Asimismo, el mero cambiar no implica sino la alteración de algo; no significa un ascenso a una situación más elevada y prestigiosa.

Sin embargo, las expresiones «ir adelante», «adelantar», «salir adelante»... presentan con frecuencia un carácter valioso, por contraposición a los términos «estancarse» y «retroceder». Un conductor que se queda estancado en un terreno pantanoso carece de libertad para cambiar esa situación, proseguir la marcha e ir adelante.

El término estancamiento queda, así, enfrentado al término talismán libertad y adquiere automáticamente un matiz negativo. Recordemos que la manipulación opera siempre con automatismos; rehúye dirigirse a la inteligencia de las gentes. Debido a la «valoración por vía de contraste», la mera oposición a un término desprestigiado -en este caso, «estancamiento»- cubre de prestigio automáticamente a los términos «progreso» y «cambio». Pero se trata de un prestigio ficticio, vacío, iluso, fantasmal, pero temiblemente eficiente si no estamos sobre aviso.

Cuando un político o un intelectual se autodefinen como «progresistas», lo hacen porque estiman que este vocablo encierra una alta significación y los exalta de forma automática. Pero hoy sabemos bien que tal vocablo, como otros afines, puede no estar lleno de contenido sino vacío. Si lo despojamos de ciertas adherencias ideológicas que le quedan del pasado y carecen de toda vigencia en la actualidad, se parece a la cáscara de una nuez que se ha volatilizado.

Hoy día, las palabras «progreso» y «progresista» sólo presentan una alta significación cuando van unidas a una conducta que, por su rectitud y su eficacia, es modelo de excelencia en uno u otro orden. Si queremos darles un sentido muy elevado sólo por el hecho de oponerse a términos opuestos a libertad y emparejarse -al parecer- con este término, nos quedamos en la mano con un vocablo huero. Y ya sabemos que el vaciamiento de los términos y, paralelamente, de los conceptos devalúa la mente y envilece, a no tardar, la vida personal y social.

Una mente española especialmente lúcida, el profesor Manuel García Morente, se enfrentó a este peligro con la mejor de las armas: una definición precisa. A su entender, «el progreso es la realización del reino de los valores por el esfuerzo humano» (Cf. Ensayos sobre el progreso, Dorcas, Madrid 1980, p. 45). Valor es para el hombre todo aquello que le permite desarrollar plenamente su personalidad.

Y este desarrollo se realiza, según la Biología y Antropología más cualificadas actualmente, a través de toda suerte de encuentros. Pero el encuentro exige, para darse, una actitud de apertura generosa, cordial y colaboradora a las realidades que nos ofrecen posibilidades creativas. Vivir creativamente, en todos los órdenes, es encaminarnos hacia la plenitud personal por una vía de excelencia. Caminar por esta vía es un auténtico progresar.

Al volver de Argentina a su pueblo, varios emigrantes gallegos lo dotaron de un centro sociocultural. Desde 1929 hasta hoy reza en su fachada esta inscripción: «Casino progreso de Franza». Suena un tanto pomposa, sin duda, pero es certera, ya que para un pueblo desperdigado por la campiña disponer de un local donde reunirse, celebrar fiestas, leer, cultivar el teatro y la música significa indudablemente una mejora en las condiciones de vida. Aquí la palabra «progreso» desborda sentido, pues alude a un incremento notable de posibilidades.

domingo, 21 de marzo de 2010

Ars y tékne



Por Pablo Prieto

Arte viene del latín ars, que designa toda destreza o habilidad que se atiene a las leyes de un oficio (arte del orador, del alfarero, del soldado, del jurista, del geómetra, etc.). La tradición aristotélica lo define como “disposición racional para la producción” (recta ratio factibilium), es decir, el “saber-cómo” o conocimiento práctico mediante el cual el hombre transforma el mundo a su propia imagen. Este ars se aproxima a lo que actualmente entendemos por “técnica”, palabra que proviene del griego tékne que significa sustancialmente lo mismo que el ars latino.

En la antigüedad ars y tékne se traducían entre sí con facilidad, y esta equiparación perduró hasta la Edad Moderna. Cierto que en la Edad Media proliferaron las distinciones y clasificaciones, por ejemplo según si el arte requería esfuerzo físico (artes manuales o vulgares) o estaba libre de él (artes liberales). Pero lo esencial de la noción permanecía intacto, a saber: arte es la destreza que se ejerce según las reglas del oficio o tarea práctica correspondiente. Conviene notar que esta noción, a diferencia de la que surgirá en la Modernidad, se refiere ante todo a un tipo peculiar de actividad y sólo secundariamente a los objetos derivados de ella: cuadros, estatuas, edificios, etc.

Contemplación e inspiración

Paralelamente a este ars/tékne convive durante siglos la estética platónica, que liga la contemplación con la experiencia amorosa. El eros platónico, en efecto, es aquella pasión despertada en el alma por la contemplación de la belleza, que impulsa tanto a la superación moral como a la creación poética. Inspirada por esta conmoción amorosa el alma se encuentra como fuera de sí (éxtasis), endiosada (entusiasmo), arrebatada más allá de este mundo caduco y efímero, donde reinan las apariencias (1).
Tal planteamiento, como se ve, no es fácil de conciliar con el concepto de ars/tékne. Por un lado no parece que el ars tenga que ver con la experiencia amorosa; por otro, la contemplación platónica aspira a trascender el mundo material, mientras que el ars no sólo no renuncia a él, sino que se aplica con diligente empeño a trasformarlo. El nexo sutil que une ambos conceptos tardó muchos siglos en hacerse patente a la conciencia estética europea, concretamente hasta que en el siglo XVIII surge la noción moderna de arte.

El concepto ilustrado

La idea de arte que nos es familiar hoy proviene de la modernidad ilustrada (2).
En ella se entrelaza, como hemos dicho, la tradición aristotélica del ars/tékne con la platónica de la contemplación/inspiración. Este nuevo arte podríamos definirlo como aquella actividad práctica cuyo principio interno es la contemplación de la belleza descubierta y experimentada en la misma ejecución de la obra. La inspiración viene así a informar todo el proceso desde dentro: suscitándolo, conduciéndolo y culminándolo mediante una suerte de “libre necesidad”.

Al convertirse la contemplación de la belleza en elemento intrínseco de la realización práctica, la persona misma del artista queda implicada en cuanto tal en el proceso, lo que confiere al arte una dimensión ética antes desconocida. Ya no es sólo fácere (la poiesis aristotélica: elaboración, producción, to make etc) sino también ágere o praxis (obrar personal, invención, descubrimiento, compromiso, diálogo, etc). Ello abre posibilidades inéditas para comprender en todo su alcance la dimensión creativa y humanizadora de ese entramado de técnicas (fácere) que llamamos “trabajo ordinario”. La perspectiva artística, en efecto, permite vislumbrar la índole contemplativa de estas tareas, su dimensión dialógica y su virtud para suscitar convivencia. Si bien no podemos llamar “arte” a cualquier producto humano, sí que es posible afrontar su realización con talante artístico, en la medida en se vive como respuesta personal a cierta belleza contemplada interiormente. Y ésta no es otra que la que resplandece en las relaciones interpersonales, a las cuales tiende todo trabajo como su fin y su sentido.

El esteticismo decimonónico

Esta idea típicamente occidental de arte representó sin duda un progreso del espíritu humano de alcance universal. Significaba tomar conciencia del carácter específico de la obra de arte y de su estatuto metafísico peculiar: de ese algo misterioso y único, que la distingue del resto de las creaciones humanas. También es cierto, sin embargo, que llevaba consigo ciertos prejuicios intelectuales propios de la época en que nació, y que han perdurado anacrónicamente hasta la actualidad. Estas adherencias de la modernidad decadente, ajenas a lo genuinamente artístico, podemos englobarlas bajo el nombre genérico de esteticismo. Sus rasgos principales los resumimos a continuación:

A) La contraposición entre lo útil y lo bello.— La Modernidad es utilitarista. Concibe el progreso técnico, avalado por la ciencia positiva, como lo máximamente útil. Ahora bien, se trata de una utilidad para el dominio, la producción, el rendimiento: en definitiva el terreno de la economía y la política. La belleza por el contrario estaría situada al margen de toda aplicación práctica, en el campo del sentimiento subjetivo, el capricho extravagante, el goce privado. Las llamadas “bellas artes” serían las preservadas de la mancha de la utilidad, que las volvería menos “bellas” y en última instancia menos artísticas. Desde entonces el término “arte” comienza a designar por antonomasia a las bellas artes (3). En otras palabras: de afirmar que el arte trasciende la utilidad práctica se pasa a definirlo en oposición a ella. Esto supone abrir una honda brecha entre arte y trabajo ordinario, ya que éste se compone, precisamente, de problemas prácticos y destrezas técnicas.

Ajeno a la poesía, la creatividad y la contemplación, el trabajo se deshumaniza, mientras que las artes se repliegan al olimpo de los museos o a la vida bohemia y excéntrica. Por otro lado la conexión entre arte y hogar, vivida desde los albores de la humanidad, también se desvanece, con el consiguiente empobrecimiento de las relaciones interpersonales: el amor esponsal, la fraternidad, la amistad. Y particularmente perjudicada resulta la dimensión femenina de la cultura, cuyo valor reside, justamente, en la síntesis de lo bello y de lo práctico en el ámbito de lo cotidiano.

B) Las artes plásticas como paradigma.— En las múltiples clasificaciones propuestas en el siglo XVIII la pintura y la escultura van imponiéndose como prototipo de “bellas artes”, que es tanto como decir de “arte”, sin más (4). Las artes plásticas (del griego plastikós, moldeable) se presentan así como regla y medida de las demás, lo que induce a cierta reducción del horizonte artístico. En efecto, otorgando preeminencia a las artes llamadas “del espacio”, aquellas que lo son “del tiempo”, como la música, la poesía, el teatro o la danza, quedan relegadas a un segundo plano. Prueba de ello es su exclusión de la “Historia del Arte”, disciplina que restringe su objeto a las artes plásticas o afines.

Por otro lado, pintura y escultura ya venían considerándose desde el Renacimiento como paradigma de las artes visuales (5). Sin embargo el mundo de la belleza visual es mucho más amplio, como puso de manifiesto la fotografía a partir del siglo XIX. En su confrontación con la pintura, la fotografía (y con ella el cine) planteó serias cuestiones no sólo estéticas sino éticas, pues se trata de lenguajes irreductiblemente diversos (6). Mientras que la pintura crea un objeto material, la fotografía evoca un encuentro visual; la primera trasforma una materia, la segunda asiste a una historia; la primera es una producción, la segunda una re-producción (7). Sometida a categorías pictóricas la fotografía corre peligro de cosificarse, lo cual adquiere perfiles éticos en la fotografía de personas, en particular de la mujer. El oficio de modelo, por ejemplo, de tan larga tradición en las “bellas artes”, presenta un significado netamente diverso en el terreno de la fotografía; la implicación personal en ella es mucho más intensa así como su responsabilidad ética, lo cual se olvida con demasiada frecuencia. El concepto moderno de arte, en efecto, acríticamente asumido, propicia una interpretación fotográfica de la mujer que traiciona su verdadera belleza y no pocas veces ofende su dignidad. Esto ocurre cuando la figura femenina, que es una realidad eminentemente visual es reducida a sus caracteres plásticos, lo cual induce a ser mirada como una cosa más que como una persona. Esta mirada cosificante, característica de la sociedad de consumo y que la publicidad solicita y fomenta machaconamente, podemos llamarla táctil, pues palpa, coge, mide, usa, domina, mientras que la mirada figurativa, propia de las relaciones interpersonales, entrevé y admira a la persona que late en la corporeidad. El esteticismo fotográfico, pues, convierte el auténtico estilo o elegancia en cosas como volumen, tamaño, tersura, talla, epidermis, vellosidad, color, etc., y ello invocando principios supuestamente artísticos. Prueba de ello es el auge desmesurado de la esthéticienne y la cirugía estética, antes llamada (¡precisamente!) plástica. Además, estos caracteres crudamente físicos, como es obvio, están a un paso de los provocativamente sexuales, como sucede en tantas imágenes pornográficas que se intentan pasar por artísticas. Tal plastificación de la figura femenina constituye sin duda el ejemplo más claro del esteticismo moderno.

C) El arte entendido como categoría de objetos.— Según el concepto moderno que estamos describiendo, se llama arte no tanto a un tipo de actividad (pintar, esculpir, modelar) como a su resultado: el cuadro, la estatua, la joya. Tal cosificación del arte está en consonancia con el utilitarismo moderno, que tiende a valorar las cosas sobre las personas. Tipificado socialmente como “producto cultural”, el arte entra así en el sistema consumista como un objeto más para la posesión y disfrute privados (8). Entre otras consecuencias negativas este empobrecimiento cultural oscurece la dimensión artística del trabajo ordinario, que posee un sentido narrativo y dramático del que carecen las artes plásticas. Asimismo se pierde de vista la belleza de lo específicamente personal, lo que compromete seriamente la dignidad de la mujer en el mundo de la imagen. En definitiva se olvida la fuente originaria de toda forma de belleza, que es la comunión interpersonal.

D) En el terreno propiamente filosófico el esteticismo se refleja en la sistemática de programas y manuales universitarios, donde la Estética se reduce a menudo a Teoría del Arte, y la Teoría del Arte a Teoría de la obra de arte, dejando de lado la dimensión estética de la vida cotidiana y privándole del estudio científico que merece.
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NOTAS:
(1) Cfr. PLATÓN, Fedro 224a-257c, Banquete 201a-212c; cfr. también PIEPER, Josef, Entusiasmo y delirio divino. Sobre el diálogo platónico "Fedro", Rialp, Madrid 1965.
(2) Cfr. TATARKIEWIZ, W., Historia de seis ideas. Arte, belleza, forma, creatividad, mímesis, experiencia estética, Tecnos, Madrid 1997 (6ª ed.), pp. 39-103.
(3) Ibídem p. 92
(4) Ya el gran esteta del siglo XVIII Gotthold Ephrain LESSING dedica su obra Laocoonte (Tecnos, Madrid 1989) a distinguir la poesía del arte, reservando este último nombre sólo a las artes plásticas.
(5) Cfr. PANOFSKY, Erwin, Renacimiento y Renacimientos en el arte occidental, Alianza Madrid, 3ª ed, 1981.
(6) Sobre el proceso de distanciamiento de la fotografía respecto de la pintura cfr. JEFFREY, Ian, La fotografía, Destino, Barcelona 1999, pp. 28-47.
(7) Sobre el diverso significado ético de la producción y la re-producción de la imagen artística cfr. JUAN PABLO II, "El respeto al cuerpo en al obra de arte", alocución de 22-IV-1981.
(8) Cfr. FONTÁN DEL JUNCO, Manuel, Sobre la basura (cultural), en Nueva Revista nº60, XII 98; BRIHUEGA, Jaime, “La cultura visual de masas”, en Juan Antonio Ramírez (dir.), Historia del arte, Vol. IV: El mundo contemporáneo, Alianza, Madrid 1997, pp. 395-431
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