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miércoles, noviembre 30, 2011

Pasión de vivir, La otra cara del amor, The Music Lovers: adiós a Ken Russell


Apenas podíamos mirarnos. Acurrucados en nuestros asientos, las piernas apretadas contra el pecho o retorcidas una sobre otra como en una trenza criolla, llorábamos como si unos segundos antes hubiésemos perdido a un ser querido: intensa, silenciosa, desconsoladamente. El fondo sonoro de la Sinfonía Patética agregaba dramatismo a nuestros sentimientos, que, sin necesidad de corroboración alguna, estábamos seguros de compartir.
Todo nuestro Buenos Aires se había lanzado al estreno de aquella película barroca, delirante, llegada a las carteleras argentinas con gran despliegue publicitario y unos cuantos recortes nada ingenuos en su metraje original y aupada a partes iguales por el escándalo, los abucheos y las infaltables, ¿acaso también inevitables?, censuras papistas (siempre necesitada de carne para sus brasas redentoras) y por los elogios quizás desmesurados de la prensa alternativa más sofisticada.
Aquella noche en aquel cine, uno de los más grandes y lujosos de la calle Lavalle, estaban muchos de los conspicuos representantes de la "bella gente" porteña. Artistas de vanguardia y psicoanalistas de nueva horneada, estrellas consagradas del show business bonaerense y actores y actrices jóvenes, adoradores del Actors Studio, Antonin Artaud, Becket o Ionesco y el método Grotowski, se mezclaban en un caldo espeso, susurrante y ansioso, con varios puñados de jóvenes gays de plumaje colorido, vestuario a la última y ocupación desconocida.
Nuestro grupo -Armandito, Daniel Melgarejo y su nada simpático novio Hugo A. (un artista plástico con mucha teoría y ninguna obra), la eléctrica y adorable Silvia Alvarez de Toledo y yo- sentíamos que nadie, salvo nosotros, se merecía presenciar aquella historia cargada de arte apasionado y amores conflictivos, tan románticos como desoladores. Esos personajes éramos nosotros, esos sentimientos eran los nuestros, y aunque la época fuera otra y el despliegue de lujo lo más alejado a la realidad de nuestras vidas de pobres jovencitos bohemios, hijos descarriados de una clase media siempre amenazada, podíamos entender -más que ninguno de aquellos otros, a los que suponíamos snobs pretensiosos, habitués del Teatro Colón, las doctrinas rompedoras de los antipsiquíatras Lang y Cooper y los carísimos consultorios psicoanáliticos freudianos- el goce doloroso de la creación artística y los vaivenes de las almas hipersensibles, arrastradas a los abismos de la desesperación autodestructiva, a los infiernos más temidos, por sus oscuros, siempre inalcanzables, objetos de deseo.
El desmedido y talentoso Ken Russell, que ha muerto en estos días con notable exceso de peso y 84 años de nada, no sabía que al contar la muerte de "su" atormentado y bisexual Tchaikovsky -casi un suicidio, apurado con un vaso de agua cargado de peste- estaba presagiando una década antes la muerte prematura y atroz de muchos de los allí presentes. El SIDA, una bestia sin piedad ni límites, un allien de diseño al que la ironía, no necesariamente consciente, de sus descubridores de habla inglesa bautizó con la palabra "ayudas", destruiría mucho de esos cuerpos jóvenes de orgullosa belleza, muchas de esas cabezas talentosas y creativas, mucha de esa imaginación en ciernes, llevándose al hacerlo a algunos de mis más queridos, sensibles, divertidos y siempre añorados compañeros de juegos.



miércoles, julio 13, 2011

duele la muerte


Duele la muerte, aunque sea ajena. A veces como una puñalada en el corazón, otras como un golpe que quiebra tu verticalidad y te hace caer de rodillas, orante de un credo que ni siquiera profesas, oficiante de un rito desconocido, esotérico, al que ni siquiera rindes pleitesía. Duele la muerte, sí, y aunque digamos que no duelen menos algunos abandonos, el desamor, las pérdidas, ninguno de estos avatares es tan irreversible, irreparable, desgarrador, como la muerte física.
¿Qué quedará de nosotros? ¿Qué de nuestros orgullos, nuestras hambres y deseos, nuestra vanidad y nuestro egocentrismo?
Alguna vez, en otra década, heredé, comprándola, la casa de un hombre que había muerto lejos de ella. A sus hijos solamente les interesaba el dinero. Fantaseaban con adquirir sus propios deshechos futuros, su propia basura. Tuve que tirar la ropa del finado y limpiar cajones donde guardaba sus cartas y sus fotos, los recibos de ese teléfono que ya no volvería a usar y los pasajes de los autobuses que nunca más tomaría. Encontré gemelos de camisa desparejados, programas de teatros ya desaparecidos, agujas, hilos y hasta algún botón perdido que jamás volvería a ocupar aquel lugar preciso que alguna vez había ocupado; ese lugar que esperaba un regreso que se supone necesario con una desolada, redonda sombra de vacío. También me deshice de un montón de postales ajadas, enviadas por una desconocida que con toda seguridad había sido para él, el hombre muerto, la más amada, la más apetecida.
Otra vez, en otra fecha, esta mucho más cercana, heredé por simple abandono la habitación de alguien que escapó en silencio de la ¿poco gratificante? ¿aburrida? ¿insostenible? ¿simplemente horrorosa? cotidianidad que le ofrecían. En un único cajón de color verde desesperanzado, un montón de tarjetas y folletos que habían sido sueños, proyectos de vida, ilusiones desvanecidas de un posible futuro compartido, se mezclaban de forma por demás promiscua, casi podría decir obscena, con algún documento personal donde el ahora alejado mostraba una juventud aún mayor de la que llevaba encima en el momento mismo en que decidió desandar el camino y volver a su lugar de origen, a sus bien conocidos, quizás protectores, espacios infantiles; a sus, por ajetreados, más tranquilizadores fantasmas familiares.
¿No imitaría yo su huida si todavía pudiera hacerlo? Estúpida pregunta. Hace años que, casi sin darme cuenta, por pura vocación de supervivencia, tuve que elegir el cobijador desamparo del exilio, y por esa elección precipitada, sin ninguna otra elección posible, parezco obligado a quedarme hasta la muerte donde estoy; desprendido de todo lazo familiar, nostálgico y desarraigado.
La muerte duele, sí, pero mientras esperamos su llegada con la secreta y estúpida esperanza de que nos olvide para siempre, de que nunca jamás llame a nuestra puerta, ¡cuánto y qué profundamente duelen algunas despedidas!

viernes, agosto 06, 2010

de Jardines y Gatos



Hoy, y en el Teatro Cervantes, se hace un homenaje a Manuel Mujica Láinez, el autor de Bomarzo, Aquí vivieron, Misteriosa Buenos Aires, como recordatorio del centenario de su nacimiento. El título de este post, parafraseando alguno de los de mi estimado amigo MML, es una pequeña aportación nostálgica a ese homenaje tan merecido.
Lamentablemenet yo no podré asistir porque estoy invitado por el crítico Néstor Tirri al estreno de Tatuaje, obra drámatica de Alfredo Rodríguez Arias sobre la relación, auténtica según cuentan las crónicas de la época, entre Eva Perón y el cantante español Miguel de Molina, desterrado por el franquismo a causa de su manifiesta, nada culposa, desenfadada homosexualidad.







Me cuesta cruzar las calles de esta ciudad. Cada vez que estoy por hacerlo, oigo a mi hermano diciéndome al teléfono:
-Tené cuidado, Quique. Mirá bien a todos lados. Acá te pasan por encima apenas te descuidás...
Quique soy yo en boca de mi familia. Una rareza de mi madre, a la que Tito no le gustaba y Quique, el niño pirata, un antiguo personaje de historieta, sí. No encuentro estas calles mucho más peligrosas que las de Barcelona, a pesar de que poca gente respeta las zonas de cruce y los semáforos me confunden con sus particulares luces de color.
-Es simple, -me dice un amigo-. Cuando está en verde te toca cruzar a vos.
Me cuesta entender que el verde no es tal. Todos los semafóros tienen dos luces: una blanca y otra entre anaranjada y roja. La de cruce preferente es la primera, aunque los porteños, tan afectos a las traducciones y los subtitulados, la llaman de una forma a pesar de verla de otra.






Compro algunas vituallas en el almacén de la esquina: jamón crudo, queso gruyére nacional, matambre de pollo relleno, dulce de mebrillo...
El dependiente me dice:
-Mi abuela era catalana...Busquets de apeyido...
Me hace la cuenta y comenta:
-Cincuenta y tres pesos... Menos de diez euros... No me diga que no es una ganga.
No puedo asegurar que lo sea y se lo digo:
-A mí me asusta la cifra y hasta que hago la traducción a euros, todo, siempre, me parece caro.
Cuando estoy pagando, el nieto de la catalana me mira con una sonrisa ambigua en sus ojos:
-Es verdad que ayá al jamón le dicen poya?
-Vos sabés bien que eso, aunque a veces también se coma, no tiene nada que ver con el jamón.
El porteño suele vivir a dos niveles, el de sus contactos sociales y el suyo interno: burlón, matizador, muy propio.

"Cortá Jerónimo, ¡ya!"
La madre zamarrea al niño, no tan pequeño, que insiste en colgarse de ella.
Bautizar a un niño con nombre de indio y pretender que no lo sea es, como mínimo, ilusorio.

Voy en autobús hasta la casa de David Mulhall, un amigo arquitecto que vive en el barrio de Once. Me prometió un dia D, de Dante, en el que me mostraría algunos lugares emblemáticos de la nueva ciudad de Buenos Aires.
Una señora muy anciana sube al vehículo y yo, que estoy en el asiento más cercano a la puerta de entrada, le cedo mi lugar.
-¡Gracias, caballero!
Nunca me habían tratado así. Siento que esa pequeña reina madre apoya una espada sobre mi cabeza para luego trasladarla parsimoniosamente a uno y otro de mis hombros. ¿O era exactamente al reves?

Los argentinos, caballerosos, caballerescos, caballeros, las prefieren rubias.
Al menos tres de sus inalterables íconos lo son: Eva Perón, Mirtha Legrand, Susana Giménez. Décadas de permanencia en la cumbre de la popularidad, atestiguan esa debilidad por los cabellos claros, auténticos o no, de una población en la que abundan las largas melenas oscuras.

Puerto Madero es una ciudad vertical de límites precisos encerrada dentro de otra ciudad que pareciera no tener ninguno. Sus parques están bien diseñados, casi todos sus rascacielos muestran una sólida e interesante arquitectura y el emblemático Faena Hotel es realmente espléndido. La escenografía de una ópera barroca y cosmopolita con toques de humor británico y la firma inconfundible del parisino Philippe Stark. Hay que saber mucho de todo para colocar los cortinados de pana con semejante gracia.
Los jardines que rodean lo que fuera un antiguo almacén de granos, parecen sacados del mundo alucinado/alucinante de una agrandada Alicia Carroll en versión nativa.
Lamento ser tan categórico como reiterativo, pero no conozco cielos semejantes en ninguna otra ciudad del mundo.





Visito el Jardín Botánico, situado a unos trescientos metros de donde estoy viviendo. Diseñado por Carlos Thays, un francés afincado en Argentina, tiene ejemplares de diversos árboles nativos. Una rareza para la época en que se construyó este lugar, sobre todo para los europeizados pobladores de una ciudad más afecta a los ejemplares exóticos llegados de otras partes del mundo que a los suyos propios.
Por todos los rincones del Botánico se ven gatos. Gordos, limpios, muy civilizados.
Me agacho para tomar una foto y una gran gata tricolor se sube al bolso que llevo en bandolera. Me acompaña durante todo el trayecto y cuando entiende que me dirijo a la puerta de salida, salta de su privilegiada posición para internarse entre los árboles sin siquiera girar la cabeza para decirme adiós.

Todas las fotos (gato vallado en el Botánico; Puerto Madero y el jardín del Hotel Faena; hombre con gatos en el Botánico; ruinas en Avenida Santa Fé; gato en una Boutique; tienda en Palermo Soho; ombú en la 9 de Julio; escultura en el Botánico; anticuario en Plaza San Martín; gato en bolsa; el Abasto gardeliano; Palermo Soho: bistró peruano Bardot) son de Dante Bertini.

martes, julio 27, 2010

los pies en la tierra


Un viaje angélico requiere la presencia de alados y serviciales ayudantes. Alejo y Julián, sobrinos de Monsieur Chapuis, van a esperarme al aeropuerto General Pistarini, el mismo al que todo el mundo conoce como aeropuerto "de Ezeiza".
Son las cinco de la madrugada. Uno de los dos hermanos ha dormido unas pocas horas, el otro llega de un concierto de rock alternativo. Como tienen menos de treinta años se ven tan frescos y rozagantes como si volvieran de unas vacaciones en la playa. No puedo decir lo mismo de mí: trece horas de vuelo dejan marca en el más pintado y yo no suelo pintarme ni para una noche de estreno en la ópera.

Cuando le doy la tarjeta de embarque, el controlador del aeropuerto de Barcelona me dice:
-¿Buenos Aires? Me parece que por allí, ahora mismo no están muy buenos. Hace un frío del copón...
Ya instalado en la magnífica Ciudad Autónoma de los Buenos Aires, la enorme y siempre vanidosa Capital de las Américas, la gardeliana Reina del Plata, todos me previenen:
-¡No salgas desabrigado...Hace un frío que pela!
-¡Tenga cuidado, mire que el frío es insoportable!
-¡Abrigate bien, mirá que la calle está helada!
Para mí el frío bonaerense resulta inexistente. Ni siquiera necesito ponerme jerseys de lana debajo del abrigo; ando con camiseta y alguna otra prenda de algodón y suelo volver de mis largas caminatas bastante acalorado.
¿Será que el calor humano es más poderoso que la tan mentada sensación térmica de los informes metereológicos?
Hoy informan de que, después del supuesto frio polar de los últimos días, se acerca una semana con temperatura primaveral. ¡Y yo que no me traje el bañador ni los bermudas!

Dos señoras de "mediana edad" pasan por mi lado. Van ateridas, cogidas del brazo, con los cuerpos apretados uno junto al otro para darse calor. Oigo como una le dice a la otra:
-Es el colmo de lo superyoico...

Primer desayuno en El Galeón. Sabiendo lo afecto que soy a ritos, enhebramientos y metáforas, este lugar resulta perfecto para el aterrizaje.
Pido un desayuno de café con leche. Los camareros llevan uniforme, son rápidos y cordiales; el lugar conserva todo el estilo de los bares vieneses, el mismo de las confiterías porteñas de toda la vida.
Me traen tres cruasanes -medialunas le decimos aquí-, una copa de zumo de naranjas recién exprimidas y un gran vaso de agua con gas. También un cacharrito de acero inoxidable con azúcares y sacarina. Con mi futuro enfrente, no estoy para observar vidas ajenas, pero puedo ver cómo en las mesas cercanas hay hombres y mujeres leyendo sus diarios con devoción eucarística.

Encuentro con el pasado en la Plaza Cortázar. Noemí, una amiga de mi adolescencia, me espera junto a los tenderetes de productos artesanales.
¿De dónde es este lugar extraño? ¿En qué ciudad me encuentro? Comercios de ropa, de objetos, de comida, de libros y de discos, con muros exteriores de colores fuertes y ambientaciones que van desde el minimal al barroco pasando por el muy recurrido y cosmopolita Shabby Chic. A pesar de la insistencia de algunos medios con el tema de la inseguridad, hay casas con ventanas a la calle que no muestran protección alguna. Paseo bajo los ficus benjaminas hechos árbol, bajo las desparramadas tipas y los enormes plátanos, con más tranquilidad de la habitual, gozando con una siesta de sábado en la ciudad donde nací y viví una parte muy importante de mi ya larga existencia.
Coqueta, variable, femenina, Buenos Aires ahora se muestra ante mí con otras galas: bella como siempre, aunque totalmente irreconocible.

Un detalle curioso. Hay tantos quioscos de flores en esta ciudad como comercios de nail care hay en la de Los Ángeles.
Liliums, crisantemos, junquillos y rosas se recortan limpiamente sobre el verde oscuro, inglés lo llamábamos en otra época, de los abundantes puestos callejeros.

Vienen tres amigos a festejar mi llegada. Compro empanadas en el Cümen-Cümen de la calle Borges. Ofrecen cerca de veinte rellenos posibles. La elección se hace difícil, pero el dependiente ayuda con consejos y caras de diferente calibre. Después de pedir las que me parecen más apetecibles le pregunto cómo haré para saber qué tiene adentro cada una.
-No se preocupe. Todas vienen personalizadas.
Cuando, ya en casa, abro la bandeja, las encuentro agrupadas de acuerdo a su repulgue, siempre diferente, y con tarjetas impresas sobre papel blanco para que no queden dudas en cuanto a su relleno.
Al menos en lo que a comida se refiere, piensan en todo estos argentinos.

Adrián y yo entramos a una de las muchas panaderías de la zona. Buscamos "facturas", pastas, bollería, para la merienda. Una de las dependientas, sonriente y movediza, habla desde atrás del mostrador para el escaso público asistente:
-¿Qué hago yo en una panadería? Soy maestra jardinera y profesora de inglés especializada en niños...pero aquí estoy, ¡vendiendo sandwiches de miga!
Mientras lanza su discurso nos acerca una larga pinza plateada con una pequeña madalena en la punta.
-¡Tomen chicos! ¡No voy a engordar yo sola!
Un minuto después le pregunto por el gusto de una pasta de forma desconocida y sin decir nada me acerca, con el mismo sistema de la pinza, una para que la pruebe.
Toda la gente del barrio conoce el local. Se llama Piccolo y tiene dos puertas: la más grande y evidente está cerrada con cadenas; la otra, la que sirve de entrada, es más estrecha y con dos escalones algo desgastados en los que todo el mundo tropieza.
Esta ciudad es así. Sofisticadamente amable, detallista y absurda, tan deslumbrante como imprevisible.
Ilustra: autorretrato transeúnte de Bertini.