Cuando tenemos la fortuna de vivir momentos especiales -una fortuna que depende en gran medida de nuestra capacidad para provocarlos- no nos basta con archivar esos momentos en la memoria, siempre olvidadiza, tan frágil y perecedera como nosotros mismos.
Por esto tal vez necesitamos almacenar pruebas; no vaya a ser que con el tiempo los olvidemos, desaparezcan con nosotros o simplemente nadie crea que los hemos vivido.
De allí la proliferación de esos negocios que inventan y venden cientos de objetos inútiles a los que mal llaman
souvenirs; estúpidos y ajenos recuerdos para los que son incapaces de crear algunos propios.
Volver de París con una torre Eiffel de plástico en miniatura, es como ir a un banquete palaciego y probar solamente el sabor de los palillos escarbadientes. Si la he observado bien, minuciosa y sensiblemenet, si me he paseado un buen rato bajo sus férreas estructuras, ¿de qué puede servirme la patética réplica enanizada?
Cuando se trata de compartir emociones con aquellos que no nos han acompañado, un boleto cualquiera de metro unido a una anécdota interesante, la narración emocionada de un hecho que nos ha impresionado de forma especial o la descripción de una fugaz visión deslumbradora, serviría para transmitir al menos algo de la experiencia vivida a todos los que no hicieron el viaje con nosotros. Y si no se nos dan bien las palabras o las emociones vividas nos han dejado absolutamente vacíos de ellas, las máquinas fotográficas siempre pueden ayudarnos en nuestros safaris incruentos en pos de inmarcesibles, digitales recuerdos. Basta disparar apuntando bien a nuestro objetivo -más de una vez si no confiamos demasiado en nuestra puntería- y podremos volver a casa con la mochila llena de estupendas muestras de nuestra exitosa cacería.
Como mi alma viaja más lentamente que los aviones de Aerolíneas Argentinas, camino por los alrededores de la casa que habito tratando de reencontrar mi vida bonaerense en la ya otoñal, lluviosa Barcelona.
No hay ningún florista en la esquina fabricando sus ramos multicolores de cada mañana: con la concentrada parsimonia de un artesano minucioso, con la atención suficiente como para levantar la cabeza y lanzarte un saludo acompañado de una leve sonrisa cuando pasas a su lado. En el fragmento de Ensanche que habito hay, eso sí, varias panaderías, pero en ninguna te ofrecen pebetes integrales, suculentos sandwiches de miga ni crujientes galletas de campo. Existen también varios comercios atendidos por familias chinas, pero no se dedican a lavarte la ropa sucia en pocas horas, ofreciéndote además un rociado superficial con un evanescente perfume de rosas. Hay que cambiar el chip, dicen algunos. Estoy en ello, pero mientras tanto me faltan, extraño, un buen puñado de cosas bastante menos anecdóticas, aunque aún no es tiempo para hablar de ellas. Necesito ordenar mis archivos, desarreglados y revueltos por las turbulencias del cruce atlántico.
Mientras tanto, Buenos Aires ha pasado a ocupar otro cajón distinto al que ocupaba hasta ahora en mi memoria; menos caótico, abigarrado y confuso, más ordenado y cercano.
Cuando te enfrentas a tus fantasmas y los vences -o al menos puedes pactar una tregua con ellos- sientes de forma muy clara que eran solamente, ¡y no es poco!, fantasmas de otros tiempos. Entonces, vaya magia inconsciente, se te aligera el pensamiento y el corazón puede permitirse sentimientos nuevos.
Dan ganas de cantar, bailar, abrazar al mundo.
Sin embargo no lo hago. Educado, prudente, juicioso, prefiero sentarme frente al ordenador y escribir este post para los amigos que no viajaron conmigo. Espero que este paisaje aquietado y doméstico no me haya hecho recobrar esa estúpida somnolencia que muchas veces confundimos con cordura.
A propósito: ¿alguien me podría decir si cordura, cordel, cordón, tienen la misma raíz etimológica?
Mi retrato, "dos pavas", por Diana Goldman. Todas las demás fotos (cartel callejero, el bulín de Baires, dos Tigres, Puerto Madero al mediodía) son de Dante Bertini.