Mostrando entradas con la etiqueta el regreso. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta el regreso. Mostrar todas las entradas

martes, septiembre 14, 2010

+ parole, palabras, words...


Cuando tenemos la fortuna de vivir momentos especiales -una fortuna que depende en gran medida de nuestra capacidad para provocarlos- no nos basta con archivar esos momentos en la memoria, siempre olvidadiza, tan frágil y perecedera como nosotros mismos.
Por esto tal vez necesitamos almacenar pruebas; no vaya a ser que con el tiempo los olvidemos, desaparezcan con nosotros o simplemente nadie crea que los hemos vivido.
De allí la proliferación de esos negocios que inventan y venden cientos de objetos inútiles a los que mal llaman souvenirs; estúpidos y ajenos recuerdos para los que son incapaces de crear algunos propios.
Volver de París con una torre Eiffel de plástico en miniatura, es como ir a un banquete palaciego y probar solamente el sabor de los palillos escarbadientes. Si la he observado bien, minuciosa y sensiblemenet, si me he paseado un buen rato bajo sus férreas estructuras, ¿de qué puede servirme la patética réplica enanizada?
Cuando se trata de compartir emociones con aquellos que no nos han acompañado, un boleto cualquiera de metro unido a una anécdota interesante, la narración emocionada de un hecho que nos ha impresionado de forma especial o la descripción de una fugaz visión deslumbradora, serviría para transmitir al menos algo de la experiencia vivida a todos los que no hicieron el viaje con nosotros. Y si no se nos dan bien las palabras o las emociones vividas nos han dejado absolutamente vacíos de ellas, las máquinas fotográficas siempre pueden ayudarnos en nuestros safaris incruentos en pos de inmarcesibles, digitales recuerdos. Basta disparar apuntando bien a nuestro objetivo -más de una vez si no confiamos demasiado en nuestra puntería- y podremos volver a casa con la mochila llena de estupendas muestras de nuestra exitosa cacería.



Como mi alma viaja más lentamente que los aviones de Aerolíneas Argentinas, camino por los alrededores de la casa que habito tratando de reencontrar mi vida bonaerense en la ya otoñal, lluviosa Barcelona.
No hay ningún florista en la esquina fabricando sus ramos multicolores de cada mañana: con la concentrada parsimonia de un artesano minucioso, con la atención suficiente como para levantar la cabeza y lanzarte un saludo acompañado de una leve sonrisa cuando pasas a su lado. En el fragmento de Ensanche que habito hay, eso sí, varias panaderías, pero en ninguna te ofrecen pebetes integrales, suculentos sandwiches de miga ni crujientes galletas de campo. Existen también varios comercios atendidos por familias chinas, pero no se dedican a lavarte la ropa sucia en pocas horas, ofreciéndote además un rociado superficial con un evanescente perfume de rosas. Hay que cambiar el chip, dicen algunos. Estoy en ello, pero mientras tanto me faltan, extraño, un buen puñado de cosas bastante menos anecdóticas, aunque aún no es tiempo para hablar de ellas. Necesito ordenar mis archivos, desarreglados y revueltos por las turbulencias del cruce atlántico.



Mientras tanto, Buenos Aires ha pasado a ocupar otro cajón distinto al que ocupaba hasta ahora en mi memoria; menos caótico, abigarrado y confuso, más ordenado y cercano.
Cuando te enfrentas a tus fantasmas y los vences -o al menos puedes pactar una tregua con ellos- sientes de forma muy clara que eran solamente, ¡y no es poco!, fantasmas de otros tiempos. Entonces, vaya magia inconsciente, se te aligera el pensamiento y el corazón puede permitirse sentimientos nuevos.
Dan ganas de cantar, bailar, abrazar al mundo.
Sin embargo no lo hago. Educado, prudente, juicioso, prefiero sentarme frente al ordenador y escribir este post para los amigos que no viajaron conmigo. Espero que este paisaje aquietado y doméstico no me haya hecho recobrar esa estúpida somnolencia que muchas veces confundimos con cordura.


A propósito: ¿alguien me podría decir si cordura, cordel, cordón, tienen la misma raíz etimológica?


Mi retrato, "dos pavas", por Diana Goldman. Todas las demás fotos (cartel callejero, el bulín de Baires, dos Tigres, Puerto Madero al mediodía) son de Dante Bertini.

viernes, septiembre 10, 2010

de Palermo a l'Eixample: por la vuelta




Llegué a las modernas y bien cuidadas instalaciones del aeropuerto de Barcelona a las 17.45 de ayer, después de un vuelo atroz de casi trece horas. Matizo mi calificación de atroz. Resulta serlo que metan a tantas personas en un lugar tan pequeño y, como si esto fuera poco, te muestren con absoluto desparpajo que gastando unos cuantos miles más puedes viajar como en realidad debería viajar todo el mundo: cómoda y relajadamente.
¿No sería preferible no enterarse? ¿No resultaría menos agresivo que los pobres -no tanto desde ya, teniendo en cuenta que mi pasaje me costó casi 2000 euros- no tuviéramos que pasar por la clase preferente -espaciosa, despejada, mejor mantenida- para hundirnos después en ese otro ámbito de ocho asientos por fila, pasillos donde solamente puede pasar, de estricto semiperfil, una persona por vez y cuartos de baño escasos y no demasiado higiénicos?
¿No temen un motín a bordo? ¿Trabajan acaso para las empresas farmacéuticas, fabricantes y expendedoras de calmantes/dopantes/ansiolíticos?
Desde hace mucho tiempo sostengo que los viajes se han convertido en evacuaciones forzosas en las que el único placer consiste en saberse sano y salvo al final de ellas y donde todos los preparativos previos hasta el ingreso al medio que va a transportarnos, incluyendo manoseos psicofísicos de todo tipo, están perpetrados para que no pensemos en que vamos a volar durante varias horas hacinados como pollos o cerdos rumbo al matadero, y que la seguridad tan asegurada, sólo la pone algún Ser Supremo contratado al efecto.
Varias horas después de mi llegada todavía no he tomado una ducha para sacarme todo ese mal rollo de encima. Temo que al hacerlo me quite también la piel porteña, compañera inseparable de estos dos pasados meses. Tierna, sensible, rejuvenecida, transparente, me ha permitido respirar los viejos aires nuevos de la fascinante Argentina. Volví a ella después de diecisiete años -tengo sobrinos mucho menores que la edad de mi ausencia- sin frentes marchitas ni canas en la sien. Algunos dirán que miento. Me conocen de cerca y saben muy bien que de todo ese maquillaje tanguero hay bastante en mi exterior. Sin embargo yo puedo asegurarles que no hubo ni un rastro de envejecimiento en mi espíritu otro, viajero desconocido hasta para mí mismo, el actual escribiente. Argentina me recibió, como una buena y cariñosa Patria Madre, con una espléndida noticia: la aprobación de la ley igualitaria que permite el casamiento entre personas del mismo sexo. Para corroborar su buena leche, me despidió con otra igual de importante: los vecinos ganaron el pleito que no permitía al intendente Macri convertir el precioso parque de Avenida Las Heras en un aparcamiento subterráneo. Las vallas que anunciaban con absoluto e insensible descaro la próxima destrucción del frondoso lugar, fueron quitadas unos días antes de mi partida y de inmediato la gente volvió a pasear sus perros, sus periódicos, sus libros o simplemente su relajada soledad, bajo lo árboles reverdecidos por la cercana primavera.
Todavía no es tiempo de balances. Necesito dormir más, aclimatarme.
Mi primer encuentro fue con Jorge, compañero leal, infatigable. Mi primera salida fue para devolver las llaves del piso Soho-palermitano donde pasé los últimos dos meses; casi una excusa para charlar con una pródiga e inteligente amiga.
De camino hacia su casa atravesé el pasaje Mercader. Donde antes había un pequeño jardín con gatos, palmeras y plantas diversas, algunas de flor, manos oficiosas han dejado solamente un olivo y tres o cuatro cycas. Previsores, como para ahuyentar también a las hormigas, los hacedores del reordenamiento paisajístico han tapizado el suelo con una moqueta de plástico que imita al antiguo y desaparecido césped.
Espero que los pobres gatos, alimentados por los clientes de la cercana clínica psiquiátrica, hayan podido huir a tiempo.


En mi mismo vuelo, en mi misma clase, viajaba Pascual Maragall, el antiguo alcalde de Barcelona. Tiene a su hija Airy en Buenos Aires, casada con un arquitecto argentino. Si lo acompañaban guardias de seguridad deben ser muy profesionales: parecía ir solo. Lo descubrí cuando estaba en el corralito que armaron los responsables del aeropuerto de Buenos Aires para desahogo de fumadores empedernidos. Dejo constancia con una foto algo movida, tomada con los nervios del viaje, con el cansancio de la espera.



Todas las fotos (autorretrato en vuelo, aeropuertos, Federico me quiere en casa) son de Dante Bertini.