NO TE CASES CON UN HOMBRE GUAPO
A la atención de Cristina Ros, abogada.
Cristina, no creo que me recuerdes. Nos conocimos en casa de Marita, la
hermana de tu madre, y me impresionaste. Después de la conversación que
mantuvimos sobre las dificultades jurídicas
en casos de divorcio, llegué a la conclusión de que eres una profesional
magnífica y ese es el motivo por el que te he escogido para defender mi caso.
Espero que no te moleste el tuteo y que tampoco te desagrade el hecho de
que te escriba para ponerte al corriente de las particularidades de mi situación.
Si aceptas representarme ya hablaremos largo y tendido para que puedas preparar
las estrategias de la defensa, pero antes deseo explicarte, con tranquilidad y
sin interrupciones, las causas de la ruptura de mi matrimonio.
¿Eres soltera? Creo recordar que el año pasado, cuando asistimos a aquella
cena en casa de Marita, aún lo eras. Si lo sigues siendo, espero que aceptes un
consejo: no te cases con un hombre guapo. Porque mi marido lo es, es guapo de
verdad, guapo de los que llaman la atención, un hombre de esos que no puede
quitarse de encima las miradas codiciosas de las mujeres de todas las edades y
las miradas envidiosas de los hombres. No es que yo esté mal. No. Ni mucho
menos, pero a su lado: nada. Cuando digo guapo, no quiero decir que sea un
chulo de feria, de esos que andan pavoneándose por la playa y luciendo
musculitos, no, nada de eso. Tiene una mirada inocente, casi desvalida, que
provoca en las mujeres unos grandes deseos de mimo y protección. Él sabe que es
guapo, pero anda por el mundo como si no lo supiera, no es petulante, no hace
chulerías, no va de graciosillo… Te pondré un ejemplo: ir a comprar ropa con
él, eso es para coger una depre de caballo. Entras en una tienda para mirar una
blusita y cuando sales del probador te encuentras a la dependienta sacando
corbatas, americanas y camisas. De pronto, te das cuenta de que ya no es una
dependienta, son tres las que andan encandiladas, apretando el culo y sacando
de las estanterías los azules que van a juego con sus ojos, los tostados que
combinan con su piel y los negros que realzan el color de su pelo. Él se prueba
una americana, se mira en el espejo y con una sonrisa inocente pregunta ¿Qué
tal me sienta esta? Y ves que la dependienta se está meando en las bragas de
gusto. Ir a un restaurante, viene a ser lo mismo; como maîtres y sommeliers
sean mujeres… ya la tienes montada, no hace falta mirar la carta ¿para qué? Si
a nadie le importa lo que vayas a tomar. Ese es el motivo de que te escriba: en
cuanto lo conozcas, quedarás prendada y ya no escucharás ni una de mis
palabras.
Imagino que en estos momentos estás pensando que es un simple caso de
infidelidad. Pues no. Es un caso de infidelidad, pero de simple no tiene nada.
Mi marido me engaña, sí, lo sé, me engaña y yo también le engaño a él. Pero,
vamos a ver ¿quién quiere comer caviar y foie cada día? ¿No te apetece de vez
en cuando una verdurita hervida? Para mí, pegarme un revolcón con un hombre que
tenga algo de tripita, que tienda a la alopecia y que esté dispuesto a admirar
mis encantos, qué quieres que te diga, me gusta. Además, piénsalo bien, ¿no me
pago una asistenta para que me limpie la casa? ¿No pago un jardinero para que
me arregle las cuatro plantas que tengo en la terraza? ¿No pago un entrenador
personal en el gimnasio? Pues también pago una fulana para que se cepille a mi
marido. Así, entre nosotras, supongo que estarás de acuerdo en que los hombres
son pesados como ellos solos, siempre andan buscándote las cosquillas en el peor
momento y se ponen de latosos que no hay manera de quitártelos de encima, por
eso digo que lo mejor es tener un marido que ligue con alguna zorrona, pero sin
llegar a ponerle piso, para entendernos. Además, mi marido ¿o debería decir mi
ex? Ay, que penita me da separarme, de verdad. Pues mi marido, como es tan
bueno y tan inocentón, se cree que no me entero y vuelve a casa diciendo que
está muy cansado, que tiene dolor de cabeza y, como se siente culpable, me trae
un regalito. Ya ves, como si yo no supiera que viene de tirarse a la secretaria
o alguna clienta de esas que le compran coches de lujo solo por ver sus caídas
de ojos.
Todo iba bien, hasta que se estropeó. La culpa fue mía, me equivoqué y
ahora tengo que pagarlo. No fui capaz de prever lo que iba a ocurrir y “tomar
medidas” como dicen los políticos.
No tenía nada planeado, la primera vez se me ocurrió de pronto, fue una
tentación a la que no pude resistirme. Era martes y los martes juego a bridge
en el club. Mi pareja era Mimé, que juega arriesgando al máximo; cumplió una
subasta difícil y les metimos un cero a un par de inútiles marrulleras. Mimé
sonrió. No sé si era una sonrisa de satisfacción o llevaba ya un sentido
oculto. Se levantó de la mesa, cogió su bolso, un birkin impresionante, y salió
a la terraza para fumar. Me levanté y salí detrás, del bolso, acepté un
cigarrillo y me senté frente a ella. Mimé es viuda y su difunto le dejó más
dinero del que yo he visto en mi vida. La vi cerrar los ojos y exhalar un largo
suspiro mientras de sus labios entreabiertos salía un chorro de humo. Mimé, al
sentarse, siempre se arremanga la falda para lucir el principio de un muslo
bronceado y prieto. No está mal, pensé, mientras encendía mi cigarro.
—Tu marido es guapísimo —dijo en un susurro—. ¿De dónde lo has sacado?
Me sentí halagada. Por primera vez yo poseía algo que Mimé deseaba.
—Nos conocimos en la universidad —respondí dándomelas de intelectual. Es
verdad que nos conocimos en la facultad, pero ni él ni yo acabamos la carrera.
Él porque no aprobaba ni las marías y yo porque bastante trabajo tenía en
cuidar que nadie se lo llevara al huerto. Por entonces aún no sabía que no
corría ningún peligro. El niño bonito se iba a casar conmigo, porque buscaba
una mujer que no lo eclipsara y que además tuviera la suficiente manga ancha
como para no andar controlándole la vida.
Mimé dio una fuerte calada al cigarro, se levantó las gafas de sol y me
miró fijamente a los ojos.
—Además es un tipazo —dijo al tiempo que ladeaba la cabeza y sonreía.
Desde mi asiento podía oler las feromonas. Mimé daría cualquier cosa por un
revolcón con mi amorcito. Aparté mis ojos de su codiciosa mirada y deposité la
mía, no menos codiciosa, en el birkin. Mimé es una mujer inteligente y leyó mi
pensamiento. Sin decir una palabra puso el bolso boca abajo, sacó el contenido
de cada uno de los compartimentos y me lo tendió al tiempo que preguntaba
¿Cuándo?
—Ven mañana a comer —dije, mientras cambiaba mis cosas de bolso.
—A la una y media estaré allí.
Tan nerviosa estaba que el resto de la partida no acerté ni una. No quise
quedarme como otros martes a tomar una copa, cogí el coche y me fui a casa.
—Cariño, mañana viene Mimé a comer.
—Mmmmm —respondió mi marido desde el sofá.
—Mimé es mi compi de bridge, una mujer guapísima —dije, intentando vender
la mercancía.
—Sí, ya sé quién es Mimé, y me alegro de que venga mañana, porque yo comeré
fuera.
—No me hagas eso —dije, casi aguantando las lágrimas—. Mimé tiene tantas
ganas de verte…
—Mi marido dejó el periódico y me miró sorprendido. No estaba acostumbrado
a verme angustiada simplemente porque se iba a comer por ahí y yo comprendí que
acababa de meter la pata.
—Es que Mimé está interesada en comprar un coche —le dije, intentando
defender mi birkin.
—Mmmmm, bien, en ese caso intentaré arreglarlo para venir a comer.
Preparé un menú de fiesta romántica, di permiso a la chica, puse mantel de
hilo, cambié las sábanas y las toallas, perfumé el baño y compré flores
frescas. No me atreví a apagar la luz y poner velitas por miedo que se me viera el plumero.
Fueron puntuales. Mimé llevaba las pinturas de guerra y mi marido apareció
con una americana de tweed que le sienta de maravilla y un pantalón ajustadito
que yo le había planchado el día anterior, uno que le marca su maravilloso
culito.
Durante la comida, Mimé habló poco, no repitió de ningún plato y fumó
bastante. Serví el café en la salita, puse un disco y me disculpé por no
quedarme con ellos, pues tenía hora en la peluquería.
Toda la tarde anduve nerviosa, dando vueltas hasta que empezaron a dolerme
los pies y hacia eso de las nueve regresé a casa. Me reprimí para no preguntar
¿Qué tal ha ido? ¿Ha quedado contenta? Sin embargo, algo me decía que sí, que el birkin era mío al fin. Él estaba en el
sillón, leyendo el periódico con cara de inocente, se deshizo en excusas por no
haberme recogido la cocina (lo cual me daba una idea aproximada de cuán
culpable se sentía. Nunca me recogía la cocina y era la primera vez que se
disculpaba por ello). Entré en el baño y noté las toallas húmedas, la cama estaba
impecable, eso me preocupó algo más, ya que si se habían liado en el sofá
tendría que vigilar la tapicería, un chinz blanco que me había costado un ojo
de la cara. Me dije que, la próxima vez que invitara una amiga a comer,
cubriría al sofá con una colcha, en previsión de arrebatos pasionales tan
intensos que no permitieran el trayecto del salón a la cama.
Cuando el martes volví a ver a Mimé no me dijo nada, se limitó a sonreír
con una mirada cómplice, pero en seguida supe que se había ido de la lengua. Al
salir del club mi coche no arrancó y tuve que aceptar el ofrecimiento de Lola
para llevarme a casa. Lola tiene una tienda de ropa en la zona alta, una tienda
de esas que no te atreves ni a mirar el escaparate. Cuando paso por delante
vuelvo la cabeza para no ver, pero veo y me siento desgraciada; una vez has
visto uno de sus vestidos ya no te gusta ningún otro.
—El otro día invitaste a Mimé a comer en tu casa —dijo Lola con una
sonrisa.
No abrí la boca, tenía el pensamiento perdido por entre las estanterías de
su tienda.
—Ven a verme, he recibido la nueva colección de primavera.
Sabía que estaba jugando con fuego, pero si tú vieras lo que hay en aquella
tienda me comprenderías. Además, mi marido me la iba a pegar igual ¿qué podía
haber de malo en que yo sacara algún provecho de ello? Quedamos para el jueves.
Lo monté más o menos igual. Los jueves mi marido sale antes del trabajo
porque va a jugar a squash. Cuando llegó a comer llevaba un chándal rojo, iba
recién duchado, pero sin afeitar y tenía el aspecto de un caradura encantador.
Lola quedó encandilada desde el principio y la vi tan nerviosa que me fui sin
tomar el postre, temía que se lo comiera a besos antes de que yo saliera por la
puerta.
No tardaron en enterarse Helena, Inés, Mary y no sé cuantas más. El
procedimiento era siempre el mismo, con ligeras variaciones, a veces eran
comidas, otras cenas, incluso una vez, cuando Mary me decoró la cocina, me la
llevé de fin de semana; un fin de semana que pasé con una jaqueca tan fuerte
que me impidió salir a navegar y mientras ellos se daban unos buenos revolcones
en el velero yo me encerré en la habitación para escoger el color de las
baldosas.
El problema con los negocios es que al final se convierten en rutina y te
relajas. Nunca debí invitar a Julia.
Julia está casada con un cirujano plástico que debe ensayar con ella,
porque lleva más silicona en el cuerpo que productos naturales. Los encantos de
Julia no se han marchitado con los años: han desaparecido. Algunas veces no
puedo por menos que imaginármela tendida en la mesa de la cocina, mientras su
marido, con un albornoz a modo de bata quirúrgica, empuña con una mano el
bisturí y con la otra sostiene el café con leche del desayuno. Ya hacía tiempo
que me apetecía que alguien me levantara los párpados y cuando Julia me ofreció
la intervención a cambio de encamarse con mi santo y sacrificado marido, no
valoré los riesgos y me dejé encandilar por las promesas de una mirada más
alegre.
Al parecer, mi marido ya se había acostumbrado a la compañía de mis amigas
y no daba muestras de recelar de mis ausencias. Tan solo una vez, recuerdo que
me preguntó si no me preocupaba dejarle solo con mujeres.
—No —respondí—. Confío plenamente en ti, sé que nunca me traicionarías.
Con eso pareció contentarse, mira tú si es bueno.
El día que invité a Julia, mi marido estaba radiante, yo diría que estaba
más guapo que nunca. Cuando le presenté a la Barbie operadita se limitó a darle
la mano con cortesía y se mantuvo callado durante toda la comida. Les preparé
el café y me fui al cine sin sospechar la tormenta que se estaba desatando en
mi casa. Me lo contó más tarde Mimé. Lo explicaba riendo a carcajadas, mientras
mi vida se echaba a perder.
Por lo visto, en cuanto me fui, Julia se lanzó a la batalla, pero él, que
es tonto, pero no tanto, no estuvo dispuesto a liarse con aquella muñeca de
silicona, que en cuanto levanta los brazos se le ven las cicatrices, lleva una
especie de rejilla bajo los pechos y tiene implantes en el vello púbico. Yo
diría que mi marido no llegó a admirar todos sus encantos, porque en cuanto
Julia se quedó en sostenes y liguero, le rogó que se cubriera. Fue entonces
cuando Julia exclamó:
—Pues no pienso pagar a tu mujer.
Me lo imagino. Pobrecillo. Menudo disgusto debió de llevarse. Qué golpe
para su autoestima. Él que se creía que ligaba sin ayudas.
Ahora me ha denunciado, he recibido la citación para el juzgado acusada de
proxenetismo y negocio ilícito. ¿Acaso le obligué yo a tirarse a mis amigas?
¿Le puse unas esposas, lo até a la cabecera de la cama y lo tuve a pan y agua
hasta que accedió a prostituirse? ¿Voy a sentarme en el banquillo de los
acusados como los ucranianos, que engañan a menores haciéndoles creer que
tienen para ellas un contrato de trabajo y después las desperdigan por las
carreteras en ropa interior? ¿Ha recibido golpes? ¿Amenazas?
Mira, Cristina, si tenemos la suerte de que el juez sea mujer, yo creo que
tenemos el caso ganado. Estoy dispuesta a enseñar al jurado el birkin, los
vestidos, el collar, las fotos de la cocina, las fotos del crucero y es más, di
a la juez que si me declaran inocente y consigo que me perdone está invitada a
comer en casa siempre que quiera.
Atentamente: Rosa Aldrich.
Divertidísimo!!!
ResponderEliminarGenial
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
ResponderEliminarMuy original. Y estoy de acuerdo con lo de los hombres guapos: ¡¡son terribles!! Mi hermano es guapo, pero guapo-guapo, y es deprimente hacer cualquier cosa con él: las mujeres aparecen de no se sabe dónde, revolotean a su lado, se muestran super-simpáticas, solícitas, con esa sonrisa que dice "estoy disponible para ti, guapo". Y mientras, ay, yo soy invisible. Supongo que estar casada con un hombre guapo debe ser tanto o más terrible. Aunque, quién sabe, quizá estar casada con un hombre feo, pero feo-feo, sea mucho peor, jajaja!!
ResponderEliminarMercedes, he eliminado tu comentario porque estaba repetido
ResponderEliminarCarme, me he reído mucho con este relato. Creo que es "la joya de la corona". Saludos.
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