"Al llegar aquí, hace unos meses, afirmaba estar muerta. Desde que alguien se llevó mi equipaje donde tenía guardado un secreto y un cadáver..."

Mostrando entradas con la etiqueta Hipnosis regresiva. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Hipnosis regresiva. Mostrar todas las entradas

07 mayo, 2011

El negocio por horas

parecía de los años en que todo era silencio y se iluminaba con velas o 'quinqués'. La gente cenaba y luego se dormía. [Los clientes todos conocidos y quejándose de la CFE.] Se parecía a eso, cuando la felicidad era sólo una luz pequeñísima al fondo de la cocina, una sensación de sombra y miedo que duraba cuatro horas dentro de un vaso de cristal, o alguna porcelana de héroes o cisnes, que llevaban la espada y las alas llenas de cera por el recorrido del tiempo, que era rojo, verde, blanco, según el color de la vela. El tiempo era un color que se derretía en una figurita que estaba sobre la mesa. Y las manos de papá cortando la comida a tientas. Escuchar juntas la radio del abuelo, tan juntas, como si la radio fuera un bidón lleno de fuego que nos daba calor en un callejón cualquiera. Entonces la noche era más noche, tenía la contundencia de unas rodillas cuando se pide perdón o a la inversa. Y todo se hacía pequeño, exactamente del radio de la iluminación de la vela. Al recorrer el pasillo, la mano naranja para protegerla del viento, todo iba apagándose a nuestras espaldas, ya nada existía detrás, pero tampoco había nada delante, sólo la luz, como un dios diminuto y caliente que nos enseñaba dónde estaba el presente. Comprender la luz -esa del final del túnel-, sólo como alguien que corre -dentro de un apagón- con una vela encendida hacia no sé dónde. Dar igual a dónde. La felicidad era eso, comprobar que el fuego de la vela también quema. Mamá apagando la llama con sus dos dedos mojados en saliva, que la electricidad lo fuera despertando todo de su quirúrgica anestesia: El fútbol en la tele, el salto del resorte de la tostadora, el parpadeo de las lámparas de la sala, el timbre de la puerta, el bostezo de las horas en un reloj eléctrico…Pero, sobre todo, la felicidad era mamá diciendo que la oscuridad es la manta con la que se tapa el mundo para desaparecer del todo.




Echelon-Idaho

05 abril, 2010

Caso omiso



Sé que volverá a suceder. De hecho basta con contar hasta dieciséis para que de nuevo se ponga en rojo y un coche cruce. Pensar infinitamente en el poder de las luces que son, incluso, capaces de parar el mundo. O tú diciéndome “nos prohíben tantas cosas” y yo sólo sonreír a la palabra “prohibido” como sonríen los niños a las palabrotas. Pronunciarlas contra la pared, creyendo que si estás cara a la pared nadie será capaz de verte, por el simple hecho de que tú no los ves a ellos. Decir secretamente y en voz baja: Puta, rojo, joder, prohibido. Mirar de reojo. Me gustan las luces que nadan sobre el mar, toda la ciudad flotando encima del agua, no sería posible sin las luces ¿lo has pensado alguna vez? No sé por qué a Laura le conté que papá siempre me dice que yo espero a que los semáforos maduren para saltármelos –en rojo-, y debe ser así, confieso que a las luces siempre quise manejarlas a mi antojo. Te aseguro que alguna vez, incluso, abrí la boca para intentar morder una luz que se colaba por la ventana de mi cuarto. Atraparla allí, en la oscuridad del paladar, saborearla… pero al cerrar la boca estaba ella sobre los labios, sellándomelos, diciéndome algo así como “calla”. Es hermoso ver la energía de las luces sobre cualquier cuerpo y al encender la luz de la mesa de noche ese ángulo amarillo sobre el libro, pienso de inmediato en las farolas y puedo ver perfectamente mi sombra brincando, reflejada en la pared o arrastrándose por el suelo. Recuerdo el temblor de la luz de tu linterna cuando desde la puerta de abajo parpadeaba, porque significaba “baja” y yo salía disparada por las escaleras del patio. Esas noches, cuando la casa, por fin, estaba iluminada, podíamos ver, en su interior, a los niños jugar con el tren eléctrico, las chispas de su chimenea eran como diminutas bombillas saltando de un lado a otro, nos quedábamos allí hasta que se nos ponían los labios morados del frío -contra el cristal- o alguien apagaba la luz como quien apaga las funciones, y regresábamos con los ojos líquidos a dormir. Echo de menos el líquido de tus ojos, tenía la estructura perfecta de una luz diluida encima de un globo. Pero no me gustan todas esas luces que están metidas en las señales, las que han instrumentalizado del lenguaje concreto de las cosas, no me gustan las luces domesticadas, las que están encerradas en soportes, como si pudieran existir cajas para guardar las luces y convertirlas en tesoros…Y dieciséis. Cruza un coche. El reflejo de la luz mira y mira hacia abajo, centelleante, como una estrella afilada clavada en el asfalto.

28 septiembre, 2009

Susurro

Susurro. Detalle.


Ahora recuerdo el abrazo. Ahora a las siete y media de la tarde, creo las siete y media de la tarde. El olor a tu pubis y mi cuerpo pequeño rodeando tus piernas como si fuera la última vez que rodearan algo. El peine de tus manos en mi pelo con esa ternura última que tienen las uñas al arañar dulcemente un cuero cabelludo. El pasillo largo. Correr a oscuras hasta tu cuarto después del tercer relámpago, mientras te despertaba con mis pasos que eran para ti como la bocina de alguna ambulancia, ya existía el miedo a los cinco años y la seguridad de un abrazo. “¿Cómo es la palabra, cómo se dice eso que sienta tan bien al oído, mi niña?” “No sé qué me quieres decir. Necesitas esa pastilla para recordar mamá, necesitas...” “Que no es nada, que no es nada, el riego nada más, es que quiero titular al cuadro y no sé”. Ver la tele así, con los ojos cerrados, acurrucada en tu regazo, buscando aquel olor que sólo estaba de mañana, cuando se desperezaban los olores y los cuerpos recién levantados. Luego venía el sueño con tu mano; acunándome la cabeza con su ruido de grillo. Pasaba el viento mientras tus manos y lo imaginaba ya como la caricia del mundo para toda esa infancia huérfana de madre. “No sé, dame una pista porque no sé” “Eso, cariño, eso que hace cosquillas aquí”. Se alejaron tus manos mientras me dejaba el pelo largo, el paso del tiempo viene a ser como el crecer del pelo, o la cantidad de veces que han caído al suelo, han pasado doscientos treinta y cinco cortes de pelo desde tus últimas manos. Todos llevamos la peluquería del tiempo abierta en la cabeza, esa vida que se resume en las caricias de diferentes manos sobre el cabello. Es igual, hoy te abrazo fuerte, tomo tu mano y la coloco en mi pelo, ahora soy yo la que se inclina para llegarte, para alcanzarte el olor, que hueles a añil, deslizas tiernamente tu mano, como si yo fuera el cuadro que has pintado, que aún no tiene nombre porque se te ha perdido en algún lado y te lloro al oído la palabra “susurro” mientras recuerdo el abrazo.

21 abril, 2009

El rubor de las manzanas

El mercado era ligero y dulce, dulce como el sabor de una manzana con un gusano dentro. Mi falda tenía bordada, en su orilla, la primavera. Y se enredaba un trozo de bosque con el rojo de mis coletas. El traje azul de mamá era un mar soplado por la brisa, oleaje de flotante seda, una acuarela de movimientos en el despertar del aire. El traje azul de los domingos le olía a naranjas y vapor de plancha. Papá la cogía de la cintura, mientras tú ibas aferrada a la mano de la tata. Yo me quedaba detrás, con el abuelo, que recogía las manzanas del suelo y me enseñaba a pelarlas con su navaja de plata. La sangre de la fruta en mis diminutos dedos, pegajosa y dulce como el beso de un caramelo. Luego me hacía encenderle un cigarro que nunca acerqué a mis labios y que soplaba como quien aviva la diminuta hoguera del pecado. No digas nada. Y mi cabeza flotando de izquierda a derecha desdibujándole el humo al tabaco. Yo soñaba con las nubes rosas del quiosco de Doña Mercedes, mujer giganta a la que imaginaba parida por el quiosco, nacida entre las golosinas, alimentada de ellas; dichosa. Nubes sin tormentas de fin de semana.
Una, dos y tres -en su voz infantil- el escondite inglés. A mi alrededor jugaban las hijas e hijos de los puestos del mercado. La niña del pescado; con sus escamas transparentes adornándole la blusa como brillantes lentejuelas, el niño de la cara verde verdura y nariz de pepino, el niño triste y sucio de las papas, la niña bonita de los colorines con su aire a Mafalda, o el idiota de los discos de vinilo “Oferta 2 x 1” te meto un guantazo que te mato. Un día el puesto de la fruta me cogió de la mano para que jugara sobre los palés, debajo de todas aquellas manzanas, a escondidas por los sacos que colgaban como cortinas de soga. Un, dos, tres, el escondite inglés. El mundo allí debajo era un ruido de zapatos, una mano en la boca y mi primer beso en los labios. El olor a las flores del puesto de enfrente; el perfume de la tarde.

- No salgas, nos van a encontrar – me susurraba.
- Espera aquí, no te preocupes – le decía.

Le robé un tulipán del jardín imaginario del puesto de enfrente, el barreño se quedó con un hueco, como se hubiera quedado el trozo de tierra al que le arrancan una flor y la vida parecía un cuaderno hecho con trazos vacíos que había que colorear con los crayones del ingenio. Me lo agradeció con el segundo beso.

- Abuela se ha caído, abuela se ha caído.

Escuché la voz de mi hermana como quien escucha una alarma de incendios. Corrí hacia ella. La cabeza roja y gris de la abuela en el suelo parecía una fruta partida de las que recogíamos del suelo. Las raíces del árbol que la sostenía el vástago de aquella rota manzana. El abuelo lloraba y la falda de mamá descansaba en el suelo como un cielo rendido desfallece sobre la tierra en los días de verano. Alguien me tapó los ojos y el alma.

Hoy vuelvo al mercado. Papá y mamá se han ido al super que hay cerca de casa. Tú de la mano de ese chico extranjero tan alto. Mi falda es más diplomática; huele como a tintorería, informe y despacho. Los puestos de madera ahora son de plástico. La frutería ha cambiado de lugar, no veo sus besos, como si aún tuviera la mano de aquel extraño vendándome los ojos. Compro un tulipán y un kilo de manzanas. El tulipán lo coloco bajo aquel árbol, me llevo a la boca una de las manzanas y me pregunto cuál de todas ellas estará envenenada.

24 noviembre, 2008

El padre Damián



- ¿Puedo ir al baño padre?
- ¿Vas a volver a clase?
El padre Damián; mi profesor de religión, sabía de sobra que esa pegunta no tenía regreso ni un sí por respuesta. Que si salía por aquella puerta que era la cultura, me iría desvaneciendo directamente en las canchas del instituto para jugar al bádminton con el profesor de dibujo, al que le daba unas palizas enormes, gracias a mi extraño y enrevesado saque zurdo, que le ponía de un humor de perros. Pero él persistía. Un partidito ahí, guapa.

- ¿A que tiene un buen saque? – Le decía Navaja, el de Educación Física, mientras nos miraba jugar-. Me la quiero llevar para el equipo, pero es un poco testaruda.

Por faltar tanto a clase tuve que ir, fuera de horas lectivas, a las tutorías que el padre Damián impartía en su iglesia. Porque al padre Damián le faltaba tiempo y despacho. Así fue como me hice amiga de los chavales del orfanato, que tenían ese olor a sudor y abandono tan propio de los recluidos. El mismo orfanato que había construido el propio padre Damián con el dinero de feligreses y cepillos. Allí dónde acogía a huérfanos e inmigrantes, amén de la Casa Cuna y otros lugares de acogida. Jugaba con ellos al fútbol y era famosa por mis regates, mis canillazos y mis muslos, sobre todo por mis muslos, extrañamente (en una chica) musculados. Yo, al padre Damián, le hablaba de besos y él a mí de pecados e infiernos

- Pero ¿nunca ha besado a nadie, padre?- Le preguntaba.
- Pues claro, uno no nace cura…

Y esas palabras me hacían sentir como una inexperta e ignorante de la vida. Yo que siempre creí que nacemos con un don para un oficio o profesión: Predicador, cura, carpintero, jurista o sastre, lo mismo daba. Yo que hipotetizaba con que los políticos deberían dedicarse a clasificar a las personas según su don. Yo que afirmaba y reafirmaba que el país funcionaría mucho mejor así, porque cada uno haría lo que realmente sabe. Yo que estaba segura de lo poco funcional que era una escritora siendo abogada o un metafísico recluta de la legión. Pero yo no entendía de políticas, ni de religiones, ni de nada. Sin duda mi teoría era demasiado simplista, demasiado niña.
Al final, y después de lo que a mí me parecían unas intensas charlas con el padre Damián, terminaba por comprarle las revistas de la iglesia con las que se financiaba el centro.

- Pero ¿alguna vez te las lees, hija mía?
- Alguna, padre, alguna.
- Eres un caso, chiquilla.

Hasta que un día me leí una de ellas para dejar de mentirle al cura.

Ché la negra, era una de mis mejores amigas del instituto, se llamaba Ché o así era, al menos, cómo sonaba (su nombre es imposible de transcribir) y era negra como el carbón de mi lápiz. Su mote, a esa edad aún era como dulce y trasparente, sin ningún tipo de prejuicios, excepto el que veían los demás padres y el profesorado. Ella a mí me llamaba blanca asquerosa y jamás pensamos que nos faltábamos al respeto. No teníamos conciencia de igualdades ni mucho menos. La gente al oírnos se reía. Nos sentábamos al final de la clase. Para ella ese año fue “una catástrofe”, porque pasaron a César; el amor de su vida, según ella, a primero B. César era un chico alto de moto y ojos azules que provenía de una provincia más industrializada que la nuestra. Todas las chicas estaban locas por él.

- ¿En serio que no te gusta César?- Me preguntaba.
- Pues no…
- Mira que eres rara -, me decía.

Ella tenía la certeza que yo le gustaba a él y le parecía insufriblemente injusto que yo no le correspondiera.
Ché aprovechaba las clases de religión, para reivindicar que César volviera y cada diez minutos gritaba su nombre.

- CésarrrrrrrRRRRRR

Desde el aula se escuchaba el murmullo y la risa de primero B. A mi me daba rabia que le faltara el respeto de aquella manera al padre Damián, y para no escucharla me largaba al baño para no volver. Te veo en tutorías. Tropezaba siempre con mi hermana en los cambios de clase, en ese pasillo más serio y más grande que era el pasillo de tercero.

- ¿Qué haces que no estabas en clase?
- Estaba en el baño.
- Estabas en las canchas que te vi jugando con Carlos el de dibujo. Se lo voy a decir a mamá, vete para clase, anda.

Pero yo sabía que mi hermana no se lo diría a mi madre, porque mi hermana era una hermana, pero no una chivata. Yo volvía a clase, con César esperando en la puerta de la suya, mirándome, y aunque eso la mayor parte del tiempo me molestaba, a veces, yo también le miraba y sonreía, sólo para despertar la envidia de las demás chicas.

Y llegó el fin de curso, las notas y mis tres aprobados: Sobresaliente en Educación Física, sobresaliente en Religión (nunca nadie entendió este último sobresaliente), y el notable de Dibujo. Carlos no se atrevía a ponerme el sobresaliente porque me decía que inventaba ángulos y sombras y que eso, en el resultado final, se notaba mucho.

- No puedo ponerte un sobresaliente ¿lo entiendes? – Y subrayaba un notable azul bic en mi ficha, temblándole el pulso, porque sabía que mis dibujos eran realmente buenos y no se lo merecían – Si entraras más en mis clases…- Se lamentaba siempre.

Y un suspenso en Lenguaje como la copa de un pino. Falele, el profesor de lengua era un hombre, respingón, repeinado, replanchado y retodo, que se pasaba la hora leyendo relatos de no sé qué concursos literarios del que era jurado, mientras el alumnado leía los Tres Sombreros de Copas en voz alta. Cuando me tocaba leer a mí, siempre me inventaba frases que metía en el diálogo o me comía algunos párrafos sin que él se diera cuenta, ante las risas de la clase. Un disimular fácil, porque en realidad, el Mihura tenía gracia. Recuerdo que una vez me acerqué a él.

- Quiero ser escritora -, le dije.
- Tú no sirves para esto.
- Pero, si no ha leído nada de lo que he escrito…
- He leído tus exámenes y con eso me basta para saberlo, vuelve a tu mesa y dile a Ché que lea ella.

Pero el padre Damián sí que los había leído y le gustaban más que la Biblia, eso me decía entre risas. Yo no he dicho esto, yo no he dicho esto, repetía.

César tenía que volver a Barcelona con sus padres, así que el año que viene ya no estaría por aquí, eso le explicaba a Ché, mientras buscaba mi mirada y lloraban todas las niñas. Yo sonreía, porque cuando sonara la campana, y faltaba muy poco para eso, iría a ver al padre Damián para hablar con él de Descartes y sofistas.

Ave María purísima.
Sin pecado concebida.