Tengo un plan y es este; no llegar a conocerte.
Pero no. Será sólo otro adiós; o marcar con una tiza el final de un cero.
El aeropuerto llega con retraso; olvido de combustibles y abordajes. El tiempo es el único que vuela sin servicio meteorológico, no despega la niebla, las horas están fuera de servicio, hay aparcamiento para los pasajeros sobre la pista de los asientos, facturamos el cuerpo en la Terminal del olvido donde nadie dice nada, sólo nos informa el silencio salvaje a las dos de la madrugada, algunas chocolatinas duermen en el suelo malheridas por los pies inquietos de niños y niñas. Pasan siete horas en una ciudad desconocida para ella que se sienta a mi lado y me dice “Una gordura de risas” con su vestido azul [y su acento] que es como mirar por la ventanilla del avión el azul del cielo, que es sólo tela, en un día donde sólo la tela puede levantar el vuelo. Te escribo un mensaje, en el cual te explico que duermen a mi lado, que me divierto contando la respiración y el movimiento de sus manos, que juego con todo lo vacío como si fuera una ciudad de principios del XVIII, comunal y esclava, lo domino casi todo, sólo se me resiste el anochecer y el temblor sobre las rodillas de alguna pareja que sale movida en la foto, porque he perdido el pulso, la maleta y el sueño. Ella es de Jaén e inventa con el roller una almohada, un pedal nocturno hacia lo que no está despierto en el mundo, que se hace pequeño y oscuro en sus ojos pequeños y oscuros. Me pregunta si quiero dormir, le respondo: Ya estoy durmiendo. Así queda el aeropuerto, un gigantesco coche-cama compartido, un viaje sin movimientos ni carreteras ni espacios aéreos, sin llegadas ni salidas, sólo ese reloj que va y viene con sus manecillas, el cansancio que nos va doblando muy despacio, imperceptiblemente [el cansancio tiene cuidado de que no nos demos demasiada cuenta y entra dentro de nosotros como las navajas pequeñas]. El aeropuerto duerme, los aviones duermen, ella duerme y yo aún no he recuperado el pulso, ni la maleta, ni el sueño.
A pesar de los ojos, estás donde las cosas se despiertan cada día; en la promiscuidad del reloj o en la boca grande de un túnel. Cuando pasa un tren con su melena corta. Frenando. Y los raíles se cruzan unos con otros sin llegar a ninguna parte. Donde hay mujeres con trajes de flores, como primaveras atrapadas al borde de los pespuntes. Solas. Con la mirada enterrada en los cristales. La costumbre de maletas abandonadas en el andén bajo los abrazos de los amantes. El humo que desciende con su caligrafía miope, derrotado, en un suspiro de vagones. De vez en cuando los pañuelos buscan una mano. Tristes, blancos. No distingo los carteles de salida de los de llegada, estas en ese punto que es tierra de nadie. De vez en cuando la sensación de haberme ido de algún sitio sin haber estado. Pero tú sigues ahí, donde los destinos son animales hambrientos, entre bosques eléctricos y periódicos que envuelven pescados. En los agujeros de los tickets usados que duermen en el suelo. De vez en cuando el deseo se sube al tren para tocar el botón de alguna parada, al azar. Incluso las máquinas se detienen en los momentos más inesperados. Probablemente tú no me busques al otro lado de nada. Inútilmente corro detrás de tus imágenes, las cabezas de la gente se despiden en el aire hablando de siempre a la velocidad de jamás, se van muriendo remotas como el ruido de antes. Es tarde. Ya los bancos de la estación sólo esperan a que se siente la noche. Es en vano este espacio, aunque sigo necesitándote aquí, donde todo se marcha hacia otra parte.
[Sé de esa chica que me lee desde la peluquería -mientras trabaja- y se pregunta por qué tengo tan mala suerte]
La mota de polvo viaja dentro de la luz, flota sobre finísimos hilos de aire, como la pálida sonrisa de un niño enfermo que tras la ventana persigue la vida de afuera, el desorden de adentro, todos los toboganes del domingo, los juguetes jugando solos en el suelo. Sueña/desea. Asomándose con el pelo revuelto en mechones largos/amarillos; el sol -que es otra mota dentro del universo- espera. No escribiré hasta que la mota de polvo caiga al suelo, hasta que sea el segundo de un reloj que marca el comienzo del suelo. Como si los comienzos se pudieran marcar de alguna manera concreta. Con algún movimiento, en algún giro exacto y quieto. Preparados, listos, ya. Pistoletazos del tiempo.
La arena se mueve sobre el calor. Pirámides de soles en los dedos. Juega el lápiz, insisten las letras, que zumban como moscas. Las palabras siempre abandonándome los ojos, ciñéndome las manos con una tonta inteligencia, no escribiré hasta que deje de existir el asfalto; el ruido de los coches, los callejones estrechos, las luces ardiendo en un cielo que no es cielo. Afuera, donde dicen la vida. ¿Qué será la vida para un bebé que permanece dormido dentro de la cuna? Escribir como un bebé que duerme dentro de la cuna. La vida no es más que un tránsito de peatones cruzando pasos de cebra, un fajo de billetes de tiempo en bolsillos ajenos. Robar bolsillos, gastarse el tiempo. Afuera crece el día bajo las miradas de todos los niños enfermos que miran tras el cristal, y se muerden los sueños subido a libélulas gigantes que los transportan hasta donde existen esos pequeños cadáveres de ilusiones colgados como llaveros. Escribir como un bebé que aún no sabe de todo eso, que sólo ve desde la cuna cómo caen las partículas de polvo con su silencio lento, la sonrisa inocente en los labios por los pequeños misterios del mundo, los domingos ciegos que sólo se miran pasar. Porque quedarme callada será perfecto, así el mundo se hará sordo, así utilizará ese silbato para perros –aún oyéndolo-, no le haré caso. Me haré la ciega. Me quedaré dentro de la cuna, porque sólo soy una niña que mira tras el cristal; enferma, doblemente enferma de libélulas y sueños.
Mirarte escuchar. El nombre hundido en la piedra, los nombres que ahora son piedras, un escombro de difuntos y de carne que resuena en el centro del tímpano que vive de sonidos ya muertos. Verme mirarte, ver mirar lo que ves, ver mirar lo que escuchas ¿Y qué escuchas más allá de la música? Siquiera imaginar qué criaturas se sostienen en tus manos, qué relámpagos hay en tus oídos ¿Estarán cayendo los árboles como lo hicieron los niños heridos? ¿Hueles la hierba que crece tímidamente debajo de las piedras? Ellas son los seres futuros, los hijos de la naturaleza, los poetas verdes que nacen bajo los nombres de piedra como un intento de infinito, se alargan, se estiran, quieren enredar todos los nombres, quieren tomar todo lo que siempre ha sido suyo. Y tú estás ahí, categórico, como un dios después del séptimo día, con un alma de pluma que sostienen otras manos, oídos, batutas, coros, martillos. Verme mirar ver mirar lo que ves. El sol hoy no se ha dado cuenta de tus huesos o hubiera salido corriendo, pero resulta de él el sudor deslizándose por la cara, pareciera la conciencia que por un momento se derrite al escuchar el final de la segunda, justo en el momento que trepa la hierba por los pies y nos convertimos en una sola piedra.
Para D.
A veces pienso en el sueño como estado o como verbo. Estoy gestando un sueño con el cordón umbilical de la vida. A veces pienso en esas cosas que sólo se piensan a altas horas. Cuando el tiempo se eleva tan arriba. A veces pienso en crêpes de chocolate, o bocadillos de mantequilla y azúcar en el kiosco del Lyceo. A veces, incluso, pienso en los disfraces que nos miraban desde aquel escaparate tan barroco de la calle St. Sulpice ¿era esa la calle? A veces no recuerdo. A veces pienso en la télécarte que tenía que comprar yo porque a ti te daba vergüenza hablar en francés aunque tu vocabulario fuera mucho más extenso que el mío. A veces pienso en el color de las paredes de la casa okupa donde nos quedamos aquel invierno estudiantil y en todos aquellos artistas que nos miraban con celofanes en los ojos. A veces pienso en los abrazos que nos dábamos cuando la habitación se quedaba a oscuras, como protegiéndonos de aquel todo que al final nunca era nada. A veces pienso en aquellas enormes puertas verdes, carentes de cerraduras, que nos traía siempre un miedo más verde. Las sábanas ásperas, casi rotas y la escasez de mantas, también en eso, a veces, pienso. A veces pienso en fines de semana pintándote sobre el lienzo mientras tocabas el violín en la Place du Tertre después de hacer muchos kilómetros y esos bobos que querían comprar todos los cuadros porque les resultaba extrañamente poético que a los dieciséis años estuvieras embarazada –tú nunca tuviste dieciséis años-. A veces pienso cómo pariste a la niña en el suelo ya que se hacía imposible llegar a tiempo con la que estaba cayendo. Y a todos esos artistas paseándose con ella en los brazos y rebautizándola según preferencias artísticas, uno incluso la llamó fauvismo, también en eso pienso. Cuadros de Yvette, canciones de Yvette, esculturas de Yvette y aquella cosa de hierros que era Yvette, la casa se llenaba de ella, se alegraba, se alargaba. A veces pienso en Le Père Goriot –así lo llamabas tú- poniendo orden; Arrête-toi! mientras le ponía aquellos coloridos pañales que previamente habían servido de boceto, luego nos daba mucha pena tirarlos. El viejo Goriot que al principio nos parecía un ogro malhumorado recién salido de las cavernas. A veces pienso en esa frase que le repetía constantemente a Yvette como si ella entendiera ya cómo funcionaba todo esto de la existencia ¿No estará aún castigada esta torpe inocencia? ¡Oh! Lelian. ¡Oh! Lelian. Y cómo todo aquello nos cambió la vida.
Mi madre me ha dicho: Recuerdos de tu amiga. Y yo he sabido, enseguida que se trataba de ti. ¿Sabes que me mandas recuerdos como quien envía un taxi para volver de regreso?