"Al llegar aquí, hace unos meses, afirmaba estar muerta. Desde que alguien se llevó mi equipaje donde tenía guardado un secreto y un cadáver..."

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09 septiembre, 2014

[Planes]




Foto de Hatepuzzles


Tengo un plan y es este; no llegar a conocerte.


Así que tendría que despedirme  por segunda vez de ti, un dos por cero. 


Debería ser ahora que la noche es perfecta para que parpadees cada 7 segundos, es el tiempo exacto que tardan en secarse tus ojos. No me preguntes como lo sé.  Cronométralo si quieres. Te hablaría despacio, a una palabra cada cinco décimas de segundo, La voz se iría rompiendo con la fragilidad de una tela de araña, apretaría  la mandíbula como si se pudiera atrapar todo el movimiento del universo entre los dientes. Su gravitación.  Es tan fácil así. No habría nada que sumar o que restar.

No te escucharía decir que ya no habrá más sábados si no hay dos tazas de café abandonadas en la cocina, que seguro yo olvidaría fregar la noche anterior, ni enumerarías  cada uno de mis defectos, 1,2,3..., no dirías "No encontraré a nadie como tú". Te digo que todo será más fácil así.



Sólo pronunciaría los verbos que hablaran de la distancia; segmentos numéricos; 4220Km, como si realmente fuera importante que estemos cerca o lejos, como si de verdad no existiera el transporte público, sólo el cielo, estas ganas de volar y que me crecieran las alas de tanto deseo. 


Pero no. Será sólo otro adiós; o marcar con una tiza el final de un cero.


Lo haré así; cerraré todos los círculos para que te marches. Romperás todas las geometrías cuando te hayas ido. Y después, el mundo  se quedará -matemáticamente-,  incompleto.

26 julio, 2011

On time



El aeropuerto llega con retraso; olvido de combustibles y abordajes. El tiempo es el único que vuela sin servicio meteorológico, no despega la niebla, las horas están fuera de servicio, hay aparcamiento para los pasajeros sobre la pista de los asientos, facturamos el cuerpo en la Terminal del olvido donde nadie dice nada, sólo nos informa el silencio salvaje a las dos de la madrugada, algunas chocolatinas duermen en el suelo malheridas por los pies inquietos de niños y niñas. Pasan siete horas en una ciudad desconocida para ella que se sienta a mi lado y me dice “Una gordura de risas” con su vestido azul [y su acento] que es como mirar por la ventanilla del avión el azul del cielo, que es sólo tela, en un día donde sólo la tela puede levantar el vuelo. Te escribo un mensaje, en el cual te explico que duermen a mi lado, que me divierto contando la respiración y el movimiento de sus manos, que juego con todo lo vacío como si fuera una ciudad de principios del XVIII, comunal y esclava, lo domino casi todo, sólo se me resiste el anochecer y el temblor sobre las rodillas de alguna pareja que sale movida en la foto, porque he perdido el pulso, la maleta y el sueño. Ella es de Jaén e inventa con el roller una almohada, un pedal nocturno hacia lo que no está despierto en el mundo, que se hace pequeño y oscuro en sus ojos pequeños y oscuros. Me pregunta si quiero dormir, le respondo: Ya estoy durmiendo. Así queda el aeropuerto, un gigantesco coche-cama compartido, un viaje sin movimientos ni carreteras ni espacios aéreos, sin llegadas ni salidas, sólo ese reloj que va y viene con sus manecillas, el cansancio que nos va doblando muy despacio, imperceptiblemente [el cansancio tiene cuidado de que no nos demos demasiada cuenta y entra dentro de nosotros como las navajas pequeñas]. El aeropuerto duerme, los aviones duermen, ella duerme y yo aún no he recuperado el pulso, ni la maleta, ni el sueño.

13 enero, 2011

Donde




A pesar de los ojos, estás donde las cosas se despiertan cada día; en la promiscuidad del reloj o en la boca grande de un túnel. Cuando pasa un tren con su melena corta. Frenando. Y los raíles se cruzan unos con otros sin llegar a ninguna parte. Donde hay mujeres con trajes de flores, como primaveras atrapadas al borde de los pespuntes. Solas. Con la mirada enterrada en los cristales. La costumbre de maletas abandonadas en el andén bajo los abrazos de los amantes. El humo que desciende con su caligrafía miope, derrotado, en un suspiro de vagones. De vez en cuando los pañuelos buscan una mano. Tristes, blancos. No distingo los carteles de salida de los de llegada, estas en ese punto que es tierra de nadie. De vez en cuando la sensación de haberme ido de algún sitio sin haber estado. Pero tú sigues ahí, donde los destinos son animales hambrientos, entre bosques eléctricos y periódicos que envuelven pescados. En los agujeros de los tickets usados que duermen en el suelo. De vez en cuando el deseo se sube al tren para tocar el botón de alguna parada, al azar. Incluso las máquinas se detienen en los momentos más inesperados. Probablemente tú no me busques al otro lado de nada. Inútilmente corro detrás de tus imágenes, las cabezas de la gente se despiden en el aire hablando de siempre a la velocidad de jamás, se van muriendo remotas como el ruido de antes. Es tarde. Ya los bancos de la estación sólo esperan a que se siente la noche. Es en vano este espacio, aunque sigo necesitándote aquí, donde todo se marcha hacia otra parte.


[Sé de esa chica que me lee desde la peluquería -mientras trabaja- y se pregunta por qué tengo tan mala suerte]




Riverside - Agnes Obel

11 diciembre, 2010

I belong here

La mota de polvo viaja dentro de la luz, flota sobre finísimos hilos de aire, como la pálida sonrisa de un niño enfermo que tras la ventana persigue la vida de afuera, el desorden de adentro, todos los toboganes del domingo, los juguetes jugando solos en el suelo. Sueña/desea. Asomándose con el pelo revuelto en mechones largos/amarillos; el sol -que es otra mota dentro del universo- espera. No escribiré hasta que la mota de polvo caiga al suelo, hasta que sea el segundo de un reloj que marca el comienzo del suelo. Como si los comienzos se pudieran marcar de alguna manera concreta. Con algún movimiento, en algún giro exacto y quieto. Preparados, listos, ya. Pistoletazos del tiempo.

La arena se mueve sobre el calor. Pirámides de soles en los dedos. Juega el lápiz, insisten las letras, que zumban como moscas. Las palabras siempre abandonándome los ojos, ciñéndome las manos con una tonta inteligencia, no escribiré hasta que deje de existir el asfalto; el ruido de los coches, los callejones estrechos, las luces ardiendo en un cielo que no es cielo. Afuera, donde dicen la vida. ¿Qué será la vida para un bebé que permanece dormido dentro de la cuna? Escribir como un bebé que duerme dentro de la cuna. La vida no es más que un tránsito de peatones cruzando pasos de cebra, un fajo de billetes de tiempo en bolsillos ajenos. Robar bolsillos, gastarse el tiempo. Afuera crece el día bajo las miradas de todos los niños enfermos que miran tras el cristal, y se muerden los sueños subido a libélulas gigantes que los transportan hasta donde existen esos pequeños cadáveres de ilusiones colgados como llaveros. Escribir como un bebé que aún no sabe de todo eso, que sólo ve desde la cuna cómo caen las partículas de polvo con su silencio lento, la sonrisa inocente en los labios por los pequeños misterios del mundo, los domingos ciegos que sólo se miran pasar. Porque quedarme callada será perfecto, así el mundo se hará sordo, así utilizará ese silbato para perros –aún oyéndolo-, no le haré caso. Me haré la ciega. Me quedaré dentro de la cuna, porque sólo soy una niña que mira tras el cristal; enferma, doblemente enferma de libélulas y sueños.

27 julio, 2010

Gustav



Para Félix


Mirarte escuchar. El nombre hundido en la piedra, los nombres que ahora son piedras, un escombro de difuntos y de carne que resuena en el centro del tímpano que vive de sonidos ya muertos. Verme mirarte, ver mirar lo que ves, ver mirar lo que escuchas ¿Y qué escuchas más allá de la música? Siquiera imaginar qué criaturas se sostienen en tus manos, qué relámpagos hay en tus oídos ¿Estarán cayendo los árboles como lo hicieron los niños heridos? ¿Hueles la hierba que crece tímidamente debajo de las piedras? Ellas son los seres futuros, los hijos de la naturaleza, los poetas verdes que nacen bajo los nombres de piedra como un intento de infinito, se alargan, se estiran, quieren enredar todos los nombres, quieren tomar todo lo que siempre ha sido suyo. Y tú estás ahí, categórico, como un dios después del séptimo día, con un alma de pluma que sostienen otras manos, oídos, batutas, coros, martillos. Verme mirar ver mirar lo que ves. El sol hoy no se ha dado cuenta de tus huesos o hubiera salido corriendo, pero resulta de él el sudor deslizándose por la cara, pareciera la conciencia que por un momento se derrite al escuchar el final de la segunda, justo en el momento que trepa la hierba por los pies y nos convertimos en una sola piedra.

19 diciembre, 2009

Perturbaciones longitudinales




El sonido es un golpe. Un palo de agua. Me pregunto por el sonido de la lluvia; del agua misma. Me pregunto si realmente existe su sonido en medio de la atmósfera o en la radiación difusa del cielo, no estoy segura de creer que los colores no tengan sonidos y de que la lluvia sí, como no estoy segura de creer que el mundo es correcto de la manera que se percibe cuando me pongo las gafas, que mi curvatura córnea está chata, como si fuera una nariz -my horizontal focus-o si el tacto de las cosas sólo sea un concepto aprendido de esta humanidad que se empeña en explicarlo todo. Será que hoy llueve mucho y alguien a lo lejos dice “atronador” mientras pone gasolina. El sonido es un frasco conectado a una bomba de vacío, eso leí sin entender atronador. Atronador parece el vacío que se cuelga de mi estómago cuando veo un animal muerto, cualquier vacío hace ruido sin ningún tipo de roce, mucho más ruido. Sólo vibran los tejados como diapasones; las ventanas, las paredes, los suelos, los pianos, los saxofones, pero los objetos no tienen sonido, carecen de musicalidad sin el golpe, pronuncio vacío y se oye, se oye el vacío. Se oye. Pienso en el sonido como lo podría explicar un fisiólogo; propagación, presión P, distancia X, módulo de Young, yo no lo sé, yo sólo quiero saber el sonido de la lluvia, por qué el sonido de la lluvia, por qué ese traqueteo de máquina de escribir, qué escribe la lluvia, en el folio del mundo. Amar el sonido de la lluvia es amar algo que no existe, la metáfora del amor, claro que el amor siempre será una metáfora, un sonido, un golpe, un palo de agua, un saxofón. El sonido es un golpe en el silencio de no sé qué púgil en mi cabeza.

Te espero en el coche mientras vas a comprar alguna cosa que luego volveré a preguntarte, llueve tanto, las gotas de deslizan por el cristal como si fueran una mano acariciando el coche, tampoco alcanzo a escuchar nada, me tiemblan los oídos y un poco el corazón, pero no hay perturbaciones longitudinales en el aire y me quedo muy callada mirando el letrero de Repsol.

06 diciembre, 2009




Te dibujé una casa para que metieras tu nombre. Allí, en el recodo de las letras y los kilómetros, como si tirara una barca de la noche, dejando impulso y mecanismo de pantano. Es bajita como una alcantarilla, no tiene calles ni plazas, tan profunda como el otoño, y repleta de cielos por la mañana. Te dibujé una casa por una vela más abundante de luz que una ventana. De allí se regresa al infinito, de donde ya no volvía nadie a la trampa del tiempo, ni a la irrealidad de las horas cuando eran pirañas. Se cae al vacío de los ahogados como vista desde el fondo de la superficie del aire. Te dibujé una casa y era mentira, de la misma manera que la travesía de un río a contracorriente del agua. Y estaba sola, cortándole al invierno un pedazo; la chimenea cansada, los libros lentos, la lámpara gritándole a mi espalda reflejos de cristales verdes y naranjas. Te dibujé una casa con los puños inclinados y los dedos cerrados. Con el gesto duro de los árboles y los ojos en la punta de las manos. Igual. Te dibujé una casa aún pretendiendo ciudades. Y sus paredes –tan inexactas- se derrumbaban al contacto del lápiz.

25 octubre, 2009

Contradecir




Ya nadie contradice los meses de otoño –ni las farolas-, ni el humo de las fábricas, ni las sombras provisionales de los sueños. Vivimos en una acumulación de cosas inservibles, donde el llanto es un vaso a la medida del agua y los silencios son caballos levantando un parapeto. Quizás sea la casa a propósito de los ladrillos, o un bosque de engaños. Lo ignoro, no tengo constancia, como no tengo constancia del futuro y de los relojes que existen sobre el propio cuerpo, o acaso sea el crepúsculo tosiendo un porvenir de viento, con toda su intermitencia. Aquí la vida es un filo de navajas que se hiende en la tenue carne de los días, no hay guijarros de luz que nos sirvan de balizas y cada cosa en la que creí se desvanece en el aire o las decapitó el arma blanca del destino afilada de incertidumbres, con ojos de no saber a dónde y en cuyas pupilas se instala la interrogación de lo desconocido. ¿A dónde ir? Si parece que las calles se estrechan apretadas por los altos edificios, como trituradores de basura que tienden a comprimirlo todo. Y cómo saber ir, porque ningún abismo se mueve sin peligro, al anticipo de la sombra, que desaparece anunciando un reflejo redondo y oscuro. Y cómo llegar, si contigo, aquella vez, ya andaba perdida sobre un carrusel que giraba sobre sí mismo.

19 agosto, 2009

Así como cuando



Cuando los árboles se cambian por una moneda, hay soles de plata y oro, perfiles políticamente correctos, cielos despellejados de ramas, armados de ladrillos, con un alma de acero. Cuando al asfalto le crecen flores que ignoran las muecas prohibidas de la cuidad, le cruje un dolor a las sombras de la calle, y camino. Entonces recuerdo la disposición de mis piernas para bucear entre la gente, batiscafo inmerso en olas de carne, pero no es más que un perro olisqueando la vida en los zapatos ajenos. No hay quien adiestre a la naturaleza, ya no hay quien empuje la vida con la mano de la lengua. En este aluvión de bosques hormigón-armado la inocencia es un pañuelo viejo atropellado por las gomas de un coche nuevo, ya no hay palabras que no tengan sabor a ceros o a tarjetas de crédito, ni una sonrisa vendada, sólo ojos de hierro domesticados en escaparates que venden corazones repletos. Tú no fuiste menos, y yo; supongo, estaré en ello. Camino en mí y en nuestro silencio que es una conversación que me asalta intermitentemente, como todos estos semáforos; rojo, ámbar, verde. Verde carne, verde pelo. Mi espejo por tu sangre. Mi herida por tu duelo. Nos regulan las señales, los pasos de cebra, los servicios policiales, el miedo que siempre fue impuesto, las leyes empapeladas y el cansancio de los vagones de cualquier tren que nos sube y nos baja de la tierra al infierno. Me acerco a un árbol cuando se le mueven las ramas, cuando el sol se desliza por sus hojas abriendo y cerrando sus ojos, el verde es negro, lo marrón sombra, y con un tímido giro descansa en el suelo, iluminando un lugar y oscureciendo el resto, entonces creo que el sol es un pájaro que se posa en la gavilla del cielo. Enredo mis piernas en todas sus ramas, aquí, donde lo único que se desguaza es el viento, siempre pasa el viento, verde viento y las monedas no valen nada, nada más que un brillo que cambia también con una piedra. Somos inútiles para los árboles y para el silencio. Miro la ciudad de lejos, esa ciudad de talleres y relámpagos humanos, de hormigas y paraísos altos, de niños con navajas y madres de trece años, no veo a nadie con un libro en la mano, siguen mis piernas buceando, y todo, absolutamente todo, tiene un desorden, así como cuando yo te amaba---


08 agosto, 2009

Porque es agosto y los pájaros azules




Las cenizas de un estruendo, ese flujo de silencio tras las lenguas es esta ciudad en agosto. Si pudiera escoger, elegiría un ruido infinitivo, porque la acción del infinitivo se genera de lo global, no hay qué, quién, ni cómo, algo de eso nos enseñaban en el instituto. Un ruido sin circunstancia, roto y vulgar, con sus gritos ahí; tirados por el cielo, donde deben estar. Ahora la azotea sólo convive con el ruido de la ropa al secarse, he aprendido de su vaivén algún giro, ir, venir y enredarse si el viento se pone agresivo. Algo así como la libertad. Cuando se recoge la ropa, creo, se recoge el mundo con las manos, una hégira leve y muy doméstica más allá de los tejados. Llega así el verano a la azotea igual que vino a la ciudad. Me pregunto si al recogerme una coleta también se recoge el aire o el humo de las fábricas, si vamos guardándonos a pedazos dentro de alguna parte. Irse recogiendo desde el silencio de unas manos hasta meterse en un cajón donde acaban las cosas que no le sirven a nadie. Que no sirven para nada. A eso, más o menos, llamaríamos pasatiempo o –a saber- efectividad. Aunque tal vez ahora se pudiera llamar jugar al escondite. La vida juega al escondite en medio de todo este silencio. Un silencio de terciopelo. Nos pasamos el tiempo haciendo cosas en silencio, coleccionistas de estatuas o de monedas, de esas que se ahogan en las fuentes públicas. Sin darnos cuenta, tan silentes. Hoy es agosto, un agosto de pájaros azules que pían en las aceras este calor de locomotora. Ya de niña me encantaba aquella frase de “hacerse el agosto” que apenas entendía “Mamá, yo quiero hacerme el abril”, ella siempre reía, y ríe, muy fuerte las cosas mías “Sí mi vida, sí”. Más que hacer meses deberíamos poder repararlos; meterle mano al calefactor de diciembre, a la tubería de octubre o al mes de enero en la noche de reyes. Pero hoy es agosto, simplemente eso, y el silencio es unos zapatos que tengo tendidos en la azotea, además del alma que abandoné en Atocha para que se le aireara la gaviota que aún está de regreso. Porque en agosto siempre se va, jamás se regresa.



[Lo voy a llamar |||| Azul |||| con una mano, para destrozar el cielo inventándome un gesto dentro de la frase “Me dejaba llevar”]

29 julio, 2009

L'inquiétude ou l'insomnie




El mundo gira. Y eso es todo. Se podría decir que el mundo tiene un motor oculto que lo mantiene en movimiento permanentemente. Al final el tiempo es una secuencia donde siempre sucede algo aunque ese algo sea la muerte. Lo ves, en cada luz que se enciende y apaga tras una ventana, en los peatones que se cruzan con la cabeza agachada, casi te rozan, está en esa diminuta turbulencia que dejan al pasar. Ahí, en un coche de música alta y luces azules donde antes habían perros con cabezas dislocadas dóciles al ajetreo. Incrustado, en los dedos sucios de un vagabundo que sostiene un letrero que ya nadie lee. Se mece, en los columpios de todos los parques rotos de tanta inocencia, en los gritos infantiles que suben y bajan del tobogán rosa-azul-morado o negro. Allí, en la puerta entreabierta que alguien ha olvidado cerrar por las prisas del trabajo, en el retozo del perro que ha esperado a su dueña encima de una alfombra que dicta un aforismo “Bienvenido seas”, como si las personas nos quedáramos sólo en el felpudo del universo. Sobre la mesa, cuando el camarero te sirve el café con su cotidiana sonrisa y te acerca el periódico acostumbrado porque con ese gesto proclama “Sé de ti”. Apretado, en el saludo de un extraño que te coge la mano y te deja su olor impregnado, esa sensación de profanar una caricia que querrías haber dado antes a otra mano. Agitado, en las pestañas que te miran y luego se cierran para no volver a verlas. Saltando, entre el asfalto y la suela del zapato, que paso a paso te llevan al teatro. Al otro lado, entre bambalinas, envuelto en un tutú tardo-romántico que gira y gira como una diadema de oro tras un ángel desahuciado. Debajo de la cama, en la estantería del suelo, donde se coloca el libro que has leído hasta llegado el sueño. Apagado, en la bombilla ahorcada de electricidad a través de un interruptor que no deja pasar la corriente sino el silencio. En la oscuridad, cuando la mirada anochece bajo los párpados y ya no te queda nada más por ver, pero sigue caminando de un lado a otro como un transeúnte en una calle pasadas las tres y cuarto. En ti, en la oscilación de tus ojos al leerme, así; tan despacio, hasta la última y absurda palabra que escribo. Aquí, cuando subrayo en Les Cahiers de Emil Cioran “Creerse en trance de inspiración, casi al borde del delirio, cuando en realidad no se trata más que de una fatiga cercana a la fiebre.” Y saber entonces, que mis dedos –y tal vez mis labios-, a pesar de todo, siguen teniendo algún tipo de movimiento.

04 mayo, 2009

¡Oh! Lelian



Para D.



A veces pienso en el sueño como estado o como verbo. Estoy gestando un sueño con el cordón umbilical de la vida. A veces pienso en esas cosas que sólo se piensan a altas horas. Cuando el tiempo se eleva tan arriba. A veces pienso en crêpes de chocolate, o bocadillos de mantequilla y azúcar en el kiosco del Lyceo. A veces, incluso, pienso en los disfraces que nos miraban desde aquel escaparate tan barroco de la calle St. Sulpice ¿era esa la calle? A veces no recuerdo. A veces pienso en la télécarte que tenía que comprar yo porque a ti te daba vergüenza hablar en francés aunque tu vocabulario fuera mucho más extenso que el mío. A veces pienso en el color de las paredes de la casa okupa donde nos quedamos aquel invierno estudiantil y en todos aquellos artistas que nos miraban con celofanes en los ojos. A veces pienso en los abrazos que nos dábamos cuando la habitación se quedaba a oscuras, como protegiéndonos de aquel todo que al final nunca era nada. A veces pienso en aquellas enormes puertas verdes, carentes de cerraduras, que nos traía siempre un miedo más verde. Las sábanas ásperas, casi rotas y la escasez de mantas, también en eso, a veces, pienso. A veces pienso en fines de semana pintándote sobre el lienzo mientras tocabas el violín en la Place du Tertre después de hacer muchos kilómetros y esos bobos que querían comprar todos los cuadros porque les resultaba extrañamente poético que a los dieciséis años estuvieras embarazada –tú nunca tuviste dieciséis años-. A veces pienso cómo pariste a la niña en el suelo ya que se hacía imposible llegar a tiempo con la que estaba cayendo. Y a todos esos artistas paseándose con ella en los brazos y rebautizándola según preferencias artísticas, uno incluso la llamó fauvismo, también en eso pienso. Cuadros de Yvette, canciones de Yvette, esculturas de Yvette y aquella cosa de hierros que era Yvette, la casa se llenaba de ella, se alegraba, se alargaba. A veces pienso en Le Père Goriot –así lo llamabas tú- poniendo orden; Arrête-toi! mientras le ponía aquellos coloridos pañales que previamente habían servido de boceto, luego nos daba mucha pena tirarlos. El viejo Goriot que al principio nos parecía un ogro malhumorado recién salido de las cavernas. A veces pienso en esa frase que le repetía constantemente a Yvette como si ella entendiera ya cómo funcionaba todo esto de la existencia ¿No estará aún castigada esta torpe inocencia? ¡Oh! Lelian. ¡Oh! Lelian. Y cómo todo aquello nos cambió la vida.


Mi madre me ha dicho: Recuerdos de tu amiga. Y yo he sabido, enseguida que se trataba de ti. ¿Sabes que me mandas recuerdos como quien envía un taxi para volver de regreso?

05 abril, 2009

Incapacidad para sentir

Podría ser el sábado o la comida andaluza. El ribera bajando por mi garganta o el ron abordando el sueño entre botellas y luces balanceándose por todo el bar. Un viejo amigo que me pide el teléfono desde detrás de la barra del Blues; me pregunta por mi vida y me habla de geoterapias aplicadas a la psicología. Ella diciendo que no puede beber más, que se va, y tú pidiéndome otra. Ser consciente de que el mundo da vueltas y que sólo lo percibo con un par -de pares- de copas. La fuerza de la gravedad es débil cuando suena la música y hay un chico sobre la mesa bajándose los pantalones. Cuando el ron sabe a agua y te sobra más de media coca-cola al mezclar. Cuando es verano dentro de un local y soy la única con un sueter blanco de cuello alto. Y ese sudor desconocido que me toca la mano, que arrastro por los vaqueros haciendo que la piel se mimetice en azul. No saber cuál de los dos destiñe e ir al baño entre ojos y cuerpos pegados. El humo temblando existía sólo por encima de nuestras cabezas, me hubiera gustado saber el recorrido exacto que se desliza entre los cuerpos, ese que la vista no aprecia, pero es el baile con desgana y el ímpetu de mi mareo lo que frena. El olor a alcohol en el aliento de quien susurra cosas al oído mientras me sumerjo ¿en qué? Los cuerpos acaban en los cuerpos, ofreciendo deseos instantáneos, memorias a corto plazo, brevedad de brazos como remansos de posesión, y hace frío, ese frío que nada tiene que ver con la climatología. Todo es muy asequible, muy comercial. ¿Qué voy a hacer con las cosas que cualquier mano puede coger?, se preguntaba Pessoa, qué hacer con todas esas vaguedades de la vida, tan repetidas, tan de sistema, para qué el sol si sale cada día, ¿qué quiero entonces?, ¿qué? Alguna vez lo intenté, pero resultó que tú no estabas allí y todo fue más de lo mismo. La noche manteniendo esa sonrisa forzada de un payaso cuando su gesto es más serio pero su cara está pintada de alegría. Y es que a veces extraño las sensaciones o a ti. A esa hora el sitio comenzaba a parecer una fábrica de orgasmos y comas etílicos, hasta que nos ofrecimos a la calle y caminamos hacia tu coche que no arrancaba. Luego tú hablándome de sentimientos y yo de mi consistente incapacidad para sentir algo. Me dejaste en casa, el día, ya sin mí, madrugaba.

09 marzo, 2009

La máquina de probar

Aquel verano de taller literario, ya nadie escribe en el pupitre, ya nadie lee en alto, ya nadie nos corrige. Ahora es el ruido sordo de los mezcladores de sonido, de los cristales rotos y el suelo pegajoso, ahora la ciudad se vomita dentro, se bebe una noria de esqueléticas luces, con palabras clavadas en las barras y en las puertas de los retretes. Ya no vienen las palabras, ya no vienen. El taller literario es una sombra sentada sobre la bebida de algún vaso. Ya no suena John Coltrane. Ahora todo es como aquellos lugares a los que iba en ese trabajo de fin de semana -chica Winston Light-, que acepté durante todo un año para pagarme las clases. Éramos tres.

- Te juro que yo no puedo con esto, Sara – Le decía siempre a la otra promotora mientras repartía cigarros.
- Tú bájate la cremallera, no se te nota nada la falta de experiencia – ella me la bajaba y yo volvía a subirla.

Y él siempre gritando “Déjalas en paz o la vamos a tener… La vamos a tener”. Ya nadie contradice los faroles, ya no llegan las palabras, no hay razones, no hay razones.
Ya no queda nada de aquel verano de taller literario donde siempre venía Schopenhauer con nosotros al baño. Quizás era tu manera de cortarla con el carné, la nariz hundida en aquel tubito o los nervios, lo que a mi me hacía tanta gracia o, simplemente, tus palabras “La bestialidad es humana”, ¿una tiradita, rubia? Y yo siempre que no hasta que un día lo amargo y la lengua anestesiada. Entonces las tardes se extendían como las sábanas en una cama.

- Súbete a la burra, rubia, que te voy a dar una vuelta.
- Que no me llames rubia.
- Anda, sube en mi Rocinante – decías golpeando el asiento.
- Te pasas de original, llámala tristeza o prepotente, te pega más.
- Y a ti te encanta.
- Tus ganas.

Luego era tu casa, siempre tu casa porque la mía te olía a humedad y apenas había espacio para ambos, amén de los gatos que se colaban por la ventana de tus alergias. Y a mí me parecía que sólo tu cuarto era más grande que mi casa o que todo el barrio. Así era Dylan en tu equipo, con ese volumen de ruido de campo que llega a ningún oído, cuando me tocabas mucho la cara con tus manos o yo sentía la caricia del sol traspasar la cortina sobre sí misma, era Dylan. Eres una cría, eso me decías y siendo mayor de edad me hacías sentir como una niña. Son diez años de diferencia. También el color negro de las estanterías, con todos aquellos libros que parecían hilos verticales entretejiendo un espacio que jamás había estado vacío y su olor, tan distinto del olor a cocina de los míos. Me leía un trocito de Capote mientras te ibas a buscar algo de comer, cada vez un trocito. Tú lo sabías, siempre lo supiste todo.

- Te lo regalo - , me dijiste una vez.
- No quiero que me regales nada.

Ya no vienen los lápices del dos, ni el ruido de los afiladores que tanto molestaban, hay aquí botellas vacías muriendo sobre las mesas y la música se clava en los oídos como un punzón en una piedra de hielo. Las latas, encorvadas por una mano dura que pretende demostrar su fuerza doblando una hoja seca, caen a los pies de alguien que ni se entera. Ya no queda nada, sólo son los escombros del taller literario. Una ceguera nueva.

Y aquella tarde, entre eres una cría, se diluía el mecanismo de un beso. Más que por placer, por llevarte la contraria.

Ha venido no sé quién a mi casa, dijo que me buscó primero por el barrio, que alguien le dijo. Me habló de ti, de que la vida te había atropellado durante estos años y me entregó un folio doblado en cuatro; tuyo. Se fue rápido, con un abrazo. Y ahora están tus letras temblando en el papel, como una vez lo hiciste tú, en el hueco de mis manos.
Antes de leer recuerdo aquella frase que me dijiste cuando te hice saber que nunca se me ocurría nada que escribir, que no tenía esa capacidad en mi mente. La imaginación, rubia, la imaginación es como una máquina de probar suerte.

[La vida también, Carlos]

02 marzo, 2009

El Principio de Le Châtelier

Disparo a la lluvia; sin paraguas, una bala de nieve. Hay algo que siempre está huyendo en la ciudad de Lisboa, y ahora corre delante de mí, como un animalillo al que le ha mordido la noche, para luego esconderse en clandestinos callejones, en umbrales de plomo. ¿Soy yo? La luna me pide las credenciales de sombra y yo le entrego mi carné de fantasma, mi identidad de insolvencia, mi equivalencia de escoria. Me guiña el ojo, me abre un eclipse, entro, me balanceo en su filo de más negro a más negro. La luna flota como una bola de papel lanzada al cielo por el impulso de una niña o es un agujero pequeño pintado con una tiza de colegio. El animal, asustado, me destroza a dentelladas una pierna que no existe, ese miembro invisible y metafísico que me envuelve, esa presencia que no se desprende porque sólo sabe volar levemente sobre una mentira a modo de alfombra. Podría ser Madrid, pero es Lisboa. La lluvia cae levemente sobre mi cuerpo como una navaja acaricia suavemente un cuello. Sus gotas, sí, son cuchillos afilados que van cayendo como las cortantes agujas del tiempo caen dando las seis y media, clavándose poco a poco en el fondo hasta cerrar una tijera. Entiendo que soy ese animal, asustado, que interpreta el orden de las cosas con el revés de esta violencia. Entiendo mi desorden, extraño para otros, y entiendo que las mordidas no terminarán nunca, que quedarán animales muertos escribiendo sobre los sentimientos a la velocidad del paso de una hoja. Mi animal, claro, es invisible a los ojos que maduran la censura, esos que lanzaría a la hoguera de sus propias variaciones. Mi animal, que tirita, se sostiene en el espacio más incendiado y diminuto de mis deseos, donde respira agónico, donde muere de soledad e indiferencia. Tengo ganas de golpearle la cabeza. De golpearlo todo. Golpear lluvias, su mecanismo de abrazo, golpear el movimiento del agua con su terquedad de orilla, golpear este re-volver frecuente, con su dimensión terrible de fósforo a punto de consumirse en los dedos. Golpear el miedo y tu sombra; sobre todo tu maldita sombra, que está hablando de no sé qué, mientras mi sangre se congela. Podría cortarme las venas y seguir soñando contigo, porque la sangre es tiempo, como dijo el escritor, y el tiempo ahora no tiene movimiento ni fluidez. Podría cortarme las venas, así, como quien se corta el pelo. A trasquilones de tijeras, a imposición de cuchillas, a voluntades de incendios. Hay una inmensa alimaña que se desflora dentro de mis manos dejando direcciones de pétalos, transcripciones mediocres de veranos perversos, la hermosa imperfección de una luz o de tus ojos. Estoy lejos y no te pienso más que ayer, ni menos.

No te espero.

Fuera del barrio de Alfama se enciende una viola, con el mechero gigante de un fado. Hay alguien que canta en medio de un charco y a sus pies un paraguas abierto del revés recoge su llanto. Cada escenario debería tener algún charco, el agua estancada siempre es un equivalente del abandono y se canta mejor con los pies mojados en esa pobre metáfora, no la voz. El agua es el billete con el que paga el mundo, por no tener nada mejor que ofrecerse a sí mismo. ¿Ya he escrito esta boca? Nunca se sabe para dónde tira la democracia de la escritura, si se reitera esta pequeña fermentación que es el hilo narrativo. Pero está aquí porque existe; su boca me golpea como el comienzo de un relámpago en una antena. Su boca, me canta: Nao te quero, eu digo que nao te quero, e de noite, de noite sonho contigo. Hay labios que vibran con el argumento de esa centella, como lo hacen las herida sin heridas que son las cicatrices, y en ese instante existe algo dulce, una brevedad terrible de frío y nieve que se derrite, tan a solas. Ni un perro nos mira, ni un pingüino. Podría parecer que es la afilada guillotina de tu ausencia, podría ser eso lo que noto deslizarse sobre mi pecho, en estas calles rotas de entropía, sobre la cavidad desvanecida de una huella. Fisuras. Así es como la realidad despierta, por rutas abiertas de sabor a yodo y gasas, por abismos de tejados donde mis pies resbalan y comprueban que incluso el aire tiene la capacidad de asesinarme. Abro mi cartera, vierto todo el contenido sobre el orden inverso de su paraguas; que de ese lado recoge pero no protege. Las monedas bucean al fondo, mientras sigo estrangulando la cartera, caen algunos billetes y una mariposa que flota un instante antes de mojar sus alas, la recojo y la meto en la cartera como quien abriga unos hombros con una manta llena de agujeros. La música deja de sonar y la noche se derrama de silencios. Huecos de ti; prevalecias de un embalsamado cadáver, de una mala idea.

- Gracias –, me dice.
- A ti – contesto.

Se despereza mi animal y la lluvia. Creía tenerlo adiestrado y camina cojeándole al universo, fuera ya del planeta, sacralizado por algún tipo de doctrina que lo prefiere ver colgado de una soga. Todos llevamos algo colgado de una soga y es mejor así. A la medida de la sensatez de los tontos y las tontas que le pintan organigramas a la vida y lo llaman sentido común. Yo te llevo a ti. Se revuelve mi animal y mi tacón se traba en los adoquines del mundo. Sigo caminando y el silencio. Sigo caminando y el veneno se encala en las fachadas de los edificios como la cal lo hace en la pared de tus gestos. Sigo caminando y la vida. Sigo caminando y la muerte tira fuerte de mi brazo, tatuándome el cardenal de sus dedos. Has llegado hasta aquí por la carretera manipulada del recuerdo, concluyéndome, todavía con esa densidad terrible del dominio, con ese responder sordo a mis rumores. Estás. Generando poderosas murallas que aún me cercan. Pero no eres tú, es sólo la duda. Es la mano perdida de una víctima que asoma sus dedos por encima de la tierra. No soy yo, es mi animal, que desagua el corazón con la furia de esta lluvia, hasta llegar al estéril fango y besar, una y otra vez, los sedimentos empantanados de tu piel.

Te espero.

La reversibilidad de un paraguas es la reversibilidad del mundo, de un lado te sirve, del otro no, sin saber cuál es el lado que sirve, cuál es el lado que no.

- Espera – Escucho a lo lejos.
- Sí, espero – Me giro.
- ¿Espanhola? – Pregunta.
- Sí…
- Se te ha caído la carteira de identidade en el paraguas – balbucea.
- Se me ha caído la identidad mucho antes. Gracias.
- Te ha hecho llorar mi canción.
- Sí.
- Me gusta eso. Es más fácil esconder lágrimas así – Señala mis ojos.
- La verdad es que no. ¿No se estropea la guitarra?, ¿no se dilata con la lluvia? – Le pregunto.
- Sólo se dilata cuando la tocan mis dedos – gestualiza el movimiento.

La lluvia, en algún momento, despertó con caricias, al animal. Unas zarpas dormidas, la prisa del hambre, la mandíbula de lo extraordinario. Mi animal quiere verterse en una flor, quiere amar la ferocidad del sufrimiento, quiere tener la libertad de una bestia. Ser un animal con correas. Me dieron ganas de acostarme toda la noche a su lado, sin paraguas, a la luz de una guitarra portuguesa y cobrarle; como una puta, una canción.
Le di el número de mi habitación, la 240 del Hotel Drama Box.


[Misia. Drama Box. Bataclan-Paris, a 30.05.05] & [Ni idea de portugués, pero se entiende]

01 enero, 2009

Entre la cognición y el suelo



Yace sobre la cama el vestido rojo, los zapatos negros de satén reposan cansados en el suelo, como si alguien los hubiese caminado un siglo. Recito un poema de Mira Bai mientras escucho a Nina Simone muy bajito, abro una botella de vino francés y noto cómo el frío sube por mis pies descalzos. En una noche así la gente desaparece bajo los colores de sus trajes, excepto ellos que van de luto y se ocultan en sombras. Hay tráfico y ruido de petardos caminando por las calles. Y una luna descorchando el marco de mi ventana. Los años pasan con una suerte de lluvias, la muerte sucumbe cuando las horas se quedan solas y yo me mantengo viva en este coma crónico que insiste en el Fly me to the moon que comienza a acelerar su piano. Brindo con el aire el 2009 antes de que llegue a esta parte del mundo, si estuvieras aquí lo celebraría con doce besos y sin las insolentes campanadas. No cierres los ojos para olvidarme dijo ella, pero el horrible sueño me busca gradualmente los párpados. Me espera Ana y mi maquillaje se ha derretido mientras bailaba este último vestigio que quedó entre la cognición y el suelo. La bocina suena dos veces, debo ir a esa fiesta donde tuvimos que hablar, previamente, con un relaciones públicas que nos concedió un “permiso” para comprar la entrada de cien euros. Apago la música, la casa se queda huérfana de sonidos, el olor del vino es de una textura edulcorante que ha quedado clavada en tu ausencia. Es evidente que algo falta, la difracción de tus manos, la herida del portazo, el adiós como una bola de nieve enrostrándome de baldosas. Cierro la puerta, tengo que darme prisa. Me vestiré en el piso de Ana. Ciao casa. A esta noche, definitivamente, no le queda nada más que beber.

18 noviembre, 2008

Rojo Mahler



Kräftig. Entschienden. La tercera de Mahler ensayaba veranos en El Auditorio. La barra donde te esperaba estaba llena de intentos desesperados por pedir una copa. De pronto se abría una sonrisa que me invitaba a algo. El traje demasiado negro o demasiado corto direccionaba miradas sobre mi cuerpo. Matusalén con un cubito de hielo en la mano y tú sin aparecer. Me lo bebí de un trago. El recinto retenía como una conspiración de melodías pasadas, perezas de violines y rastros de contrabajos. Esperaba, al lado de aquellas esculturas que más que saludar parecía que quisieran atraparme con sus manos. Las saludo por si acaso fueran alguien que conozco. El lugar huele a blanco Calatrava y la ciudad apesta afuera a refinería.
- ¿Estudias o trabajas? – Me preguntan.
- Pues no sabría qué decirte – contesto.
Eras tú y tu sonrisa.

Sehr mäbig. Los trajes embestían como, en las colas de los supermercados, los carros. Nos sentamos.
- Bimm, bamm! – Empezaste a cantar - Bimm, bamm! – Seguías.
- Tú estás muy mal.
- Tengo un subidón. Es sungen drei Engel einen…Me acabo de dar cuenta de que igual éste es un mal sitio.
- ¿Por qué? – Pregunté.
- Porque el sonido rebota en el palco. Eso dicen los expertos.
- Yo no me voy a enterar de eso, lo sabes ¿no? – sonríes cómplice de mi comentario.
Pasearon por nuestros ojos dos chicas, pasamos nuestras miradas desganadas y torpes, sobre la solidez de sus piernas.
- Mira, jóvenes, guapas, y encima Mahlerianas…- Exclamaste.
- Saca el cartel, saca el cartel – te grité.

Ohne Hast. El concertino verificó la afinación de la orquesta. Aplausos. El director saludó. Más aplausos. Luces lentas, que no son más que las luces a medio apagar. La música se alargaba hasta mi oído, una entrada inapropiada del sonido se descifraba en mi rincón, me poseía. Y a penas era la música, a penas el sonido. Un ejército de ángeles o un río venían con tambores y esquinas, girando de butaca en butaca raptando nuestra atención. El mundo de las notas, las obreras de la música, la reconciliación entre la humanidad y los instrumentos. En una nota se escapa un pensamiento traducido, y mejor la paz y la república de su equilibrio que cualquier palabra. Las notas fueron la estructura amortajada de un viejo pentagrama, ahora lúcido, antes incomprendido, porque Mahler no era fácil; su corazón siempre fue ambizurdo como lo soy yo.

Sehrlangsam. Y habló Nietzsche dándole a la palabra una dimensión de caricias. Y tus manos picoteando mis medias en círculos, como pajarillos. Dentro la asistencia de mi piel haciéndose superficie, debajo un placer inmovilizado, cuajado ya en otro fondo, en otras manos. Un inesperado telar en mis ojos me hizo desaparecer por un momento. Me paré a mirarte, ahora sólo el arpa afinada de tu boca. De espaldas a Zaratustra se prodigaba tu emocionada sonrisa y el aire con su música. Ya no poseo la pureza de nada. Sólo momentos, sólo detalles a punto de ser tallados por algún cincel, en alguna puerta que, si se abre, me llevará a alguna parte.

Keck im Ausdruck. Bravo, gritó una de las chicas, bravo. Hay como un bulto de noche en la calle, como un negro que lo ocupa todo en el cielo, difunto de estrellas, estrellas indispuestas por la polución donde existen y cohabitan con fábricas y luces de coches. Ni una nariz en el cielo, ya no se mira hacia arriba, no hay nada que ver allí. No se pierde el tiempo.
- ¿Qué hacemos? – Me preguntas.
- ¿Te apetece tomar algo?
- Mejor te dejo en tu casa, no tentemos a la suerte…
- Es cierto.

Langsam. Ruhevoll. Empfunden. No sé qué necesito, ni lo que quiero, me basta, ahora, con esto; estar sentada a tu lado, ser la que ve las sombras emocionadas de tus sentimientos, las sombras, si, porque se hacen vagas en mis brazos, se quedan en penumbras allí dentro. Quizás algún día te canses de todo y, por fin me mandes a la mierda. O quizá mañana mismo regrese el mundo con sus intervalos de sensatez y nos haga renacer de nuevo. ¿Sabes? Hay un momento en el que caigo, y en ese lentísimo descenso, siempre me aferro a tu mano.


[Lo he tenido que escribir por imposición de tu nube]


13 noviembre, 2008

La indigestión del mar:

El mar tenía como una furia de lobos salvajes, escupía olas en la orilla. El mar tenía una intención de golpe y muerte, de accidentes enterrados en un asfalto licuado. Se oía el quejido de un barco, los cuerpos flotando como bolsas de plástico. El mar era el reverso de sueños que despertaron derramando sangre en una libertad azul y abatida. Las cruces rojas por toda la playa, sus pisadas borrando nombres de piedra, y tus manos agarrando la esperanza con primeros auxilios.

Esta vez llegaron sólo dos pateras, en busca del demonio rugoso de la vida. La mujer que había perdido a su hijo me hablaba en francés, mientras una niña le arrancaba un cristal derretido a mis ojos. Las barcas flotaban del revés, sobre la arena como si un rayo hubiera paseado por encima de ellas. El cielo gris y ciego cayendo; mojaba tu pelo. El agua limpiaba el mundo con la misma utilidad que un cura mojó nuestra frente al nacer. Como si una gota predispusiera a algo.

El tiempo rugía, con un aliento de lunas. ¿Es tu primera vez? No, no es eso, es que jamás he sabido hacer alarde de la distancia emocional que se nos inculcan nada más pisar la facultad. El mar se retiraba como un servicial criado, haciendo una reverencia; concluso y debilitado. El silencio se alejaba tras las sirenas azules de los coches de policía y las mantas que cubrían cuerpos ausentes ya de abrigos, no daban calor sino sepulcro.

La playa era el fuego de una hoguera que se consumía en la dimensión más brutal del turismo. Más tarde, el mar nos ofreció su último trago en vaso de bebé silenciosamente dormido. Y al final, tus ojos, escondiéndose en los míos.

26 octubre, 2008

Sudor de barrio



“Qué asco, tu barrio”. De las líneas de la ropa cuelgan pieles de animales: perros, liebres, bufandas o humanos, no distingo el color del cuero cuando se seca, degollado por pinzas de madera. Lavado a mano, prenda delicada o tiesa. La velocidad arranca retrovisores, despelleja a tiras los coches, tatuajes de llaves y ácido en sus chapas. La venganza es fácil y no molesta a casi nadie. Se pisan jeringuillas inyectadas de sueños y fracasos. Nos comemos el estiércol de algún idiota que se desprende de lo inservible a modo de limosna. ¡Qué generoso! Mientras en la calle de abajo se queman billetes para calentarse las manos, en la gigante chimenea del mundo, donde unos queman y otros arden. “Qué asco, tu barrio”, me decías mirando de reojo la otra calle. Ya, amor, ya, pero si tú vienes esto es oro. En el parque se lanzan de los toboganes jóvenes suicidas con su último chute (no hay dinero para modas) “Vuelo suicida del tobogán kamikaze”, así lo llaman los drogatas. Los niños y niñas ya lo juegan por las mañanas, mientras se escucha la sirena del colegio. Las letras y los números son ese simple sonido lejano que a veces molesta. Se estrenan. Se entrenan. Se colocan un regaliz alrededor del brazo cortando la sangre o se meten un caramelo en la boca, luego se baban convulsionando. Ríen lo que el tiempo les hará llorar. Ruedan los cubos de basura como monopatines atropellando motocicletas. “Qué asco, tu barrio”. Al mendigo que duerme en el suelo se le despierta a patadas o a pedradas. Somos así de delicados. De delicadas. La poesía se escribe en graffitis y con faltas de ortografía. El cartón de vino apurado, estrangulado hasta su última gota es la más terrible de las anomalías. El rumor es noticia. La puta una santa o una trabajadora social, según el favor que te haga. Si estás de mal humor quemas un coche y santas pascuas. “Qué asco, tu barrio”. No aporta nada mi barrio, no, mi amor, nada, sólo un incendio nuevo y un sol menor. No tan alto. No tan astro. No tan sol. Tú no pertenecías a esto, así que saltaste a la otra calle, nunca me has pertenecido (no lo pretendía, pero me hubiera gustado, me hubiera gustado), nunca has pertenecido a nada y sabes que hay otra calle debajo de la otra calle y viceversa o sucesivamente, más calles. Y seguro que las miras de reojo mientras le dices a alguien “Qué asco, tu barrio”. Ahora que lo pienso, igual sí, sí que perteneces a algo. Ciudades.