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jueves, diciembre 02, 2010

Los sesenta y cinco años de Washington


¿Qué? ¿Un nuevo libro de Saer fue editado primero en inglés? Momento: Washington Noriega cumple 65 años en Glosa... No será que... Oh, no...
Todo esto viene a cuento porque acaba de aparecer la traducción inglesa de Glosa, la novela de Juan José Saer. El libro ha sido sometido a un cambio de título en cierto modo tan radical, que invita a imaginar, como si fuera un juego de crítica ficción, el impacto del nuevo nombre en la lectura de la novela. La edición de Open Letter (Rochester, EE.UU., 2010) se titula The Sixty-Five Years of Washington.
 El artículo de Chejfec sigue acá.

martes, octubre 26, 2010

De la malicia crítica

Leo Ensayos de tolerancia de Carlos Correas, una compilación de artículos y reseñas que Colihue editó en 1999. Empiezo de atrás para adelante, para variar un poco, y me pregunto: ¿Por qué recopilar algunas reseñas de Correas? ¿Qué gracia tendrán? Leo la reseña sobre el libro El concepto de la ficción de Saer y me cae la ficha. La reseña es pura malicia crítica. Me encanta. 

Reseña sobre El concepto de ficción de J. J. Saer (Carlos Correas)

El autor de El concepto de la ficción (Ariel, 1997), Juan José Saer, nació en Serodino. Conozco, por razones de matrimonio con una muchacha rosarina, esos pueblos santafesinos donde, además de anhelar que llueva y del miedo a la sequía, los sucesos notables son las invasiones de mosquitos gordos como abejorros, el embarazo de la hija soltera de quince años del juez de paz, los sospechados y cumplidos sobornos del presidente de la comuna, los adulterios, los chanchos y los chinchulines y las morcillas y los chorizos asados en los mediodías de los primeros de enero. A mí me ha bastado Buenos Aires para huir de esas módicas pesadillas; las de Juan José Saer han sido seguramente más virulentas, ya que se radicó en París.
Justo, según contratapa, tal distanciamiento y la continuada permanencia en Europa lo ayudan al autor. ¿Lo ayudan para qué? Pues para que Saer nos afirme que "el concepto de ficción" reza que "la ficción mezcla... lo empírico y lo imaginario". Como esto probablemente sería mezquino, Saer añade que la ficción es "antropología especulativa", delicada expresión que el autor mismo reconoce que es "tema arduo" y que "conviene dejarlo para otra vez". Bien hecho, en tanto "antropología especulativa" está ubicada ahí, por lo pronto, sólo para que Saer diga algo que haga oír su voz. Y, también, debemos tomar precauciones puesto que Saer a veces habla —según Saer— "metafísicamente".

viernes, septiembre 03, 2010

Gorilas en la niebla (sobre Mono Sacer de Nicolás Arispe)


En 1969, Saer publica Cicatrices, una formidable novela en cuya tercera parte, “Abril, Mayo”, un juez ve gorilas por toda la ciudad:
“Los gorilas estarán a esta hora saliendo de sus guaridas, dejando sus jergones malolientes, observando sus dentaduras carcomidas frente al espejo del baño, deponiendo sus excrementos, mirando por la ventana la niebla, revolviéndose modosamente en las camas donde han copulado con sus hembras de sexo rojizo, entre rugidos apagados y lamentos brutales, las hembras han de estar mirando a los machos desde la cama, oyéndolos moverse por las cocinas mal iluminadas mientras se preparan el desayuno antes de salir a trabajar. Después entornarán los ojos, se harán un ovillo entre las frazadas calientes y volverán a dormirse hasta media mañana. Después se levantarán y saldrán al mercado a comprar alimentos, mientras los machos escriben unos trazos ininteligibles sobre grandes libros de caja en oficinas de techo altísimo y piso de madera. Los veo abrir la puerta de calle, lanzando los primeros eructos pasmados, mirar la niebla, y encorvarse después mientras caminan en la llovizna hasta la primera esquina, para tomar el colectivo. En el colectivo se aplastarán unos contra otros, refregándose los culos carnosos y echándose el aliento sobre la cara todavía hinchada por el sueño. Emitirán unos sonidos roncos, sacudiendo la cabeza, abriendo desmesuradamente los ojos y moviendo las manos en ademanes ininteligibles.” (p. 190; Seix-Barral, 1995)
En 2009, cuarenta años después, Nicolás Arispe publica un libro precioso, Mono Sacer (Casa Nova, 2009), en el que una serie de ilustraciones en blanco y negro recupera esa mirada paranoica para dar cuenta del escenario político argentino y su nueva polarización después de 2008 (que de algún modo resucitó la antigua: peronistas-gorilas; popular-antipopular; etc.).
Así, el libro abre con un “Mapa/Referencias” en el que Nicolás traza la geografía de una ciudad imaginaria dividida (hay un muro, al mejor estilo San Isidro, que separa el “mundo bajoflorense” del “universo gorila”) en la que coexisten el “Polo financiero” con el “Polo industrial abandonado”; la “Escuela privada” con la “Escuela pública”; la “Cancha de golf con césped premiado” con la “Canchita de fútbol”. En este mapa ya se comienzan a mostrar las diferencias que separarán, en las siguientes ilustraciones, a los dos grupos (los gorilas y los bajoflorenses): la arquitectura y los recorridos urbanos muestran distintas formas de vida, distintos mundos laborales, distintas prácticas socio-culturales.

sábado, abril 17, 2010

Saer, al borde del fiasco

Hojeando unos ejemplares de la revista El Porteño en búsqueda de una presentación de Aira a un cuento de Perlongher, me encontré con este artículo que dedica el autor de La liebre a la obra de Saer y a su novela Glosa que se había publicado por aquellos años. Creo que el texto no tiene desperdicio, exhibe ciertas aseveraciones polémicas como siempre (que Saer escribía como se escribe en un experimento de taller literario; que Saer vuelve serio el humor; que, como Puig, vive al borde del fiasco) pero, a su vez, construye en un breve espacio una lectura sagaz de la obra de Saer y de sus características. Disfruten.


Zona peligrosa (César Aira)

Los únicos dos novelistas "presentables" que tenemos hoy por hoy los argentinos, Juan José Saer y Manuel Puig, viven, por una coincidencia quizás explicable, fuera de la Argentina. Es como si hubieran decidido asumir, con el peso simbólico de sus personas mismas, la calidad profesional de su trabajo; o bien, por lo mismo, como si se hubieran propuesto aminorar nuestros motivos de jactancia, que de otro modo podrían aplastarlos y esterilizarlos. Tenemos dos novelistas que mostrar al mundo, pero el mundo retiene como rehenes a nuestros dos novelistas, y nos devuelve, siempre en forma enigmática, el reflejo de su talento.
El caso de Saer es, no menos que el de Puig, intrigante. Hasta Cicatrices (1969) su obra tenía una impronta juvenil, de aprendizaje y vacilaciones. Después, uno y otras se fundieron, sin perderse, en un trabajo que los valorizó. Percibimos en estas persistencias una obstinación peculiar, la de seguir siendo un joven provinciano que trata de escribir novelas, que se esfuerza casi al límite de su potencia, que pretende hacerlo como los novelistas de verdad... Para sostener esta actitud, que tiene algo de heroico en su humildad, hay que hacerlo en París, no en Colastiné.

sábado, marzo 27, 2010

Diálogo Saer-Piglia en foro Gandhi (1994)

Hace algunos años, en un blog que, lamentablemente, ya no se actualiza (todavía más: lo busco y no lo encuentro, supongo que ha desaparecido) llamado El espectro de Broken, me encontré con una gran cita de Saer sobre la teoría literaria y su vínculo con la literatura. Unos meses más tarde, busqué la revista con la entrevista de la que esa cita había sido extraída. 
A continuación, va un diálogo en el foro Gandhi entre Piglia, Saer y el entrevistador que recorre temas como la tradición, el policial y la influencia de la teoría en la literatura. Vale la pena leerlo.  

Diálogo Saer-Piglia

Con motivo de la edición de la novela La pesquisa, de Juan José Saer, se realizó en noviembre de 1994, en el Foro Gandhi, un diálogo del autor con Ricardo Piglia. La coordinación estuvo a cargo de Ricardo Ibarlucía. Transcribimos en estas páginas los pasajes más significativos de esa conversación.

R. Ibarlucía: El tema por el que quisiéramos comenzar creo que tiene su formación más acabada en un título de un famoso ensayo de Borges: El escritor argentino y la tradición. Sabemos que la tradición jamás es algo dado, es una identidad en permanente construcción y reconstrucción. Una generación literaria no se limita a redescubrir a sus predecesores, a veces, los transfigura, otras, los trasciende, generalmente, los inventa. ¿Cuál creen ustedes que han sido sus antepasados literarios?

Piglia: En realidad, un escritor construye una genealogía, una especie de novela familiar, novela familiar literaria con parentescos y exclusiones y conflictos. Yo tengo la sensación de que ese tipo de trama se genera después que se publica el primer libro, digamos, empieza a funcionar a partir de que se publica. En el momento en el qué uno está escribiendo los primeros textos, antes de publicarlos, la relación con la tradición, vamos a llamarla así, tiene más bien el sentido de una exploración y de una memoria, yo diría, como si se tratara de una suerte de archivo, como si fuera una memoria de la lengua, de los textos escritos. Y uno con cierta inocencia, vamos a decir así, empieza a moverse en el interior de ciertas tradiciones, incluso sin saber del todo que, a veces, esas tradiciones son antagónicas, que esos escritores que uno junta, con los que empieza a establecer relaciones y diálogos, entre sí mantienen disputas o tensiones. Entonces, cuando estoy diciendo esto lo que quiero señalar es que, en principio, esta cuestión de la tradición, me parece que tiene bastante que ver con el modo en que un escritor imagina que quiere ser leído, en compañía de quién un escritor imagina que quiere ser leído. Y de qué manera imagina que leído en ese contexto, en esas relaciones de parentesco con ciertos autores sus obras pueden circular más fluidamente. Por eso, me parece que, en principio (esta cuestión retorna siempre), el texto de Borges «El escritor argentino y la tradición» sintetiza un problema que uno puede encontrar a lo largo de distintos momentos de la literatura argentina. Borges en ese artículo está definiendo esta cuestión, me da la sensación a mí, en relación a lo que para él es, en ese momento, la experiencia de la aparición de alguno de los textos que van a provocar ese corte, que son los textos de ficción. Siempre he visto muy ligada la escritura de «La muerte y la brújula» con la escritura de ese ensayo sobre la tradición. Y me parece que «La muerte y la brújula» también es un texto sobre el modo en que Borges está pensando estos problemas de lectura, de traducción, de inserción. Dicho esto, para no extenderme demasiado, en el sentido en que «un escritor construye la tradición cuando tiene una colocación pública», vamos a decir así (no importa qué tipo de resonancia tenga su obra). Dicho esto, digo, me parece que la otra posibilidad de pensar el problema de la tradición tiene que ver con distintos problemas, es decir, hay una tradición con la que uno se relaciona que tiene que ver con ciertos modelos de escritor, modos de ser de un escritor, por ejemplo, modos de ser un escritor en la Argentina, ciertas colocaciones posibles para ser un escritor en Argentina, y, entonces, me parece, que ahí se puede armar una tradición. Me parece que Juan L. Ortíz es, entre otras cosas, no sólo un gran poeta, sino un ejemplo de de qué manera se coloca un escritor como tal, como persona, cómo se ubica, dónde se pone, ¿no?, dónde se va, qué tipo de intervención tiene como figura. Entonces, hay una posibilidad de ver esto que podría ser qué tipo de figura de escritor hay en la construcción de una tradición. Otra posibilidad podría ser la tradición en términos de historia de la lengua, historia de los estilos. Con esto lo que quiero decir es que esta cuestión del escritor y la tradición no es un problema que se pueda considerar de modo único sino que habría que hacer un poco la historia de las relaciones que uno entabla con distintos campos de los pasados literarios.

domingo, octubre 18, 2009

Bonavena y Saer frente a la realidad

Hace un par de años tuve la suerte de descubrir, gracias al artículo de Daniel Link, "Borges, él mismo" (en Cómo se lee, Norma, 2003), el libro escrito por Borges y Bioy Casares titulado Crónicas de Bustos Domecq (1967). En dicho libro, que recopila una serie de artículos críticos ficticios escritos por Bustos Domecq en donde los dos escritores parodian movimientos, estilos y autores, se encuentra una crónica en particular: "Una tarde con Ramón Bonavena". Esta crónica en cuestión se despacha contra el realismo a través de un autor que lo lleva al paroxismo escribiendo una serie de libros con descripciones detalladas de los objetos que ocupan un ángulo de su escritorio.
Ahora bien, cuando lo leía no pude evitar pensar en la obra de Saer y, sobre todo, en un cuento como "La mayor". A continuación van fragmentos de ambos textos. Me pregunto si Borges y Bioy no anticiparon a Saer y sus obsesiones de algún modo con esta crónica...

"[...] El rostro, casi inexpresivo y gris hasta entonces, se iluminó. A poco llegarían las palabras precisas, en aluvión.
—Mis planes, al principio, no rebasaban el campo de la literatura, más aún, del realismo. Mi anhelo —nada extraordinario, por cierto— era dar una novela de la tierra, sencilla, con personajes humanos y la consabida protesta contra el latifundio. Pensé en Ezpeleta, mi pueblo. El esteticismo me tenía sin cuidado. Yo quería rendir un testimonio honesto, sobre un sector limitado de la sociedad local. Las primeras dificultades que me detuvieron fueron, acaso, nimias. Los nombres de los personajes, por ejemplo. Llamarlos como en realidad se llamaban era exponerme a un juicio por calumnias. El doctor Garmendia, que tiene su bufete a la vuelta, me aseguró, como quien se cura en salud, que el hombre medio de Ezpeleta es un litigioso. Quedaba el recurso de inventar nombres, pero eso hubiera sido abrir la puerta a la fantasía. Opté por letras mayúsculas con puntos suspensivos, solución que no terminó de gustarme. A medida que me internaba en el tema comprendí que la mayor dificultad no estribaba en el nombre de los personajes; era de orden psíquico. ¿Cómo meterme en la cabeza de mi vecino? ¿Cómo adivinar lo que piensan otros, sin renunciar al realismo? La respuesta era clara, pero al principio no quise verla. Encaré entonces la posibilidad de una novela de animales domésticos. Pero ¿cómo intuir los procesos cerebrales de un perro, cómo entrar en un mundo acaso menos visual que olfativo? Desorientado, me replegué en mí mismo y pensé que ya no quedaba otro recurso que la autobiografía. También ahí estaba el laberinto. ¿Quién soy yo? ¿El de hoy, vertiginoso, el de ayer, olvidado, el de mañana, imprevisible? ¿Qué cosa más impalpable que el alma? Si me vigilo para escribir, la vigilancia me modifica; si me abandono a la escritura automática, me abandono al azar. No sé si usted recuerda aquel caso, referido, creo, por Cicerón, de una mujer que va a un templo en busca de un oráculo y que sin darse cuenta pronuncia unas palabras que contienen la respuesta esperada. A mí, aquí en Ezpeleta, me sucedió algo parecido. Menos por buscar una solución que por hacer algo, revisé mis apuntes. Ahí estaba la clave que yo buscaba. Estaba en las palabras un sector limitado. Cuando las escribí no hice otra cosa que repetir una metáfora común y corriente; cuando las releí me deslumbró una especie de revelación. Un sector limitado. . . ¿Qué sector más limitado que el ángulo de la mesa de pinotea en que yo trabajaba? Decidí concretarme al ángulo, a lo que el ángulo puede proponer a la observación. Medí con este metro de carpintero —que usted puede examinar a piacere— la pata de la mesa de referencia y comprobé que se hallaba a un metro quince sobre el nivel del suelo, altura que juzgué adecuada. Ir indefinidamente más arriba hubiera sido incursionar en el cielo raso, en la azotea y muy pronto en la astronomía; ir hacia abajo, me hubiera sumido en el sótano, en la llanura subtropical, cuando no en el globo terráqueo. El ángulo elegido, por lo demás, presentaba fenómenos interesantes. El cenicero de cobre, el lápiz de dos puntas, una azul y otra colorada, etcétera.
Aquí no pude contenerme y lo interrumpí:
—Ya sé, ya sé. Habla usted de los capítulos dos y tres. Del cenicero sabemos todo: los matices del cobre, el peso específico, el diámetro, las diversas relaciones entre el diámetro, el lápiz y la mesa, el diseño del dogo, el precio de fábrica, el precio de venta y tantos otros datos no menos rigurosos que oportunos. En cuanto al lápiz —todo un Goldfaber 873— ¿qué diré? Usted lo ha comprimido, mediante el don de síntesis, en veintinueve páginas in octavo, que nada dejan que desear a la más insaciable curiosidad.
Bonavena no se ruborizó. Retomó, sin prisa y sin pausa, la conducción del diálogo.
—Veo que la semilla no cayó fuera del surco. Usted está empapado en mi obra. A título de premio, le obsequiaré un apéndice oral. Se refiere, no a la obra misma, sino a los escrúpulos del creador. Una vez agotado el trabajo de Hércules de registrar los objetos que habitualmente ocupaban el ángulo nor-noroeste del escritorio, empresa que despaché en doscientas once páginas, me pregunté si era lícito renovar el stock, id est introducir arbitrariamente otras piezas, deponerlas en el campo magnético y proceder, sin más, a describirlas. Tales objetos, inevitablemente elegidos para mi tarea descriptiva y traídos de otras localidades de la habitación y aun de la casa, no alcanzarían la naturalidad, la espontaneidad, de la primer serie. Sin embargo, una vez ubicados en el ángulo, serían parte de la realidad y reclamarían un tratamiento análogo. ¡Formidable cuerpo a cuerpo de la ética y de la estética! A este nudo gordiano lo desató la aparición del repartidor de la panadería, joven de toda confianza, aunque falto. Zanichelli, el falto en cuestión, vino a ser, como vulgarmente se dice, mi deus ex machina. Su misma opacidad lo capacitaba para mis fines. Con temerosa curiosidad, como quien comete una profanación, le ordené que pusiera algo, cualquier cosa, en el ángulo, ahora vacante. Puso la goma de borrar, una lapicera y, de nuevo, el cenicero. [...]"

Bioy Casares, Adolfo y Borges, Jorge Luis (1992 [1967]): "Una tarde con Ramón Bonavena" en Crónicas de Bustos Domecq, Buenos Aires, Losada, págs. 24-27.

"Ahora estoy encendiendo, la llama que ha subido, después de una minúscula explosión, hacia la boca, un cigarrillo, y el humo flota, a la deriva, pasando, reapareciendo, desintegrándose, cristalizando en una ondulación continua, ardua, deslumbrante. En la cabeza negra del fósforo que sostengo, vertical, entre el pulgar y el índice, la llama, anaranjada, ondula, cambia, y sigue siendo, si se quiere, la misma, se tuerce, se retuerce, ondula, hacia la izquierda, hacia la derecha, hacia arriba, se enrosca, lenta, en el cabo de madera del fósforo, ennegreciéndolo, consumiéndolo, la llama que ahora baja hacia los dedos, mientras a su paso, arriba, el cabo de madera, negro, se dobla, se desintegra sin, sin embargo, desmoronarse todavía, el cabo negro que se parte, por fin, en dos, cuando la llama alcanza los dedos haciendo, rápidamente, sacudir la mano cuyo movimiento, violento, repetido, la apaga. Queda, entre los dedos, un pedacito de madera de medio centímetro, con la punta negra. Sobre el pantalón gris claro, la ceniza negra, cuya cabeza, dura, está todavía intacta. Mientras el índice y el pulgar de la mano izquierda sostienen, vertical, el cabito de madera con la punta negra, los dedos de la mano derecha recogen, delicadamente, la ceniza, la cabecita negra, del pantalón, desmenuzándola, dejándola caer entre el sillón y la biblioteca, en el suelo. Los pedacitos, las motas, apenas si se ven sobre el mosaico amarillo. Los dedos de la mano derecha han quedado, en la yema el pulgar, en el costado y en la yema el índice, ligeramente en la yema el medio, tiznados por la ceniza: manchas negras. Queda, entre los dedos de la mano izquierda, no más largo de medio centímetro, con la punta negra, mudo, el pedacito de madera: ¿hubo, alguna vez, otra cosa, entre los dedos, que un pedacito de madera, ínfimo, no más largo de medio centímetro, con la punta negra?; ¿hubo, en el aire, moviéndose, viva, anaranjada, brillante, entre los dedos, una llama? El cigarrillo humea, consumiéndose, en el cenicero. Y si hubo, alguna vez, entre los dedos, brillante, en el aire, anaranjada, una llama, fue, por decirlo así, ¿en qué mundo? ¿Estuvo estando, estuvo estando estando, está estando, está estando estando, está todavía estando, está todavía estando estando? Estuvo estando y estuvo estando estando y está estando y está estando estando y está todavía estando y está todavía estando estando. El cabo con la punta negra cae, cuando los dedos dejan de aferrarlo, sobre el mosaico amarillo. Ahora los dedos tiznados recogen del cenicero, llevándolo de un solo movimiento brusco a la boca, el cigarrillo."

Saer, Juan José (1998 [1976]): "La mayor" en La mayor, Buenos Aires, Seix-Barral, págs. 24-25.

domingo, junio 14, 2009

Torcidos y humanos: literatura argentina mutante (Elvio E. Gandolfo)

Tanto en el cine como en la literatura estadounidense, sobre todo por la abundancia de los géneros (fantástico, de terror, etc.) los freaks como fenómenos de feria abundan. Aparte del film de Browning, basado en "Espuelas", un relato de Robbins, cuyo nombre de pila curiosamente ("freakishly") también era Tod, pueden mencionarse La feria de las tinieblas de Bradbury, Amor profano de Katherine Dunn, o El circo del Dr. Lao de Charles Finney en los libros, o numerosos films de terror con dementes deformes en el altillo o en los carromatos de ferias ("carnivals") itinerantes.

Los textos o films directamente relacionados con ese aspecto escasean en cambio en la literatura o el cine argentinos. Más bien hay que buscarlos en los entresijos de obras globales dedicadas a temas menos laterales, a investigaciones menos caprichosas, menos "freakish", sobre el Ser Nacional. Aunque hay excepciones, tanto personales como textuales.

De los deformes

El autor más conectado con el tema es Roberto Arlt. Aún hoy, a más de medio siglo de su muerte (para regocijo de editores en busca de títulos libres de los derechos de autor), sigue siendo una presencia incómoda, típicamente freak dentro de la galaxia de nombres "puestos" de nuestra literatura. Lo es sobre todo por su estilo, y por la forma en que plantó conscientemente su perfil en el momento mismo de aparición de su obra. Aguerrido, brusco, decidido a dejar su marca, a no ser alguien a quien "únicamente leen correctos miembros de sus familias", estaba en los antípodas no sólo del "escribir bien" del momento, sino también de la idea del escritor posterior que subsiste -a la americana- de becas, subsidios o prestigio traducido en adelantos de derechos. Se jactaba de escribir "siempre en redacciones estrepitosas, acosado por la obligación de la columna cotidiana", y transformaba esa presión que muchos tomarían como infierno en una reivindicación de la "prepotencia de trabajo", de un estilo.
Fue además de los pocos en hablar sin pelos en la lengua sobre los freaks en su sentido más tradicional: el de deformes o marcados físicamente. Su posición anímica ante ellos no podía ser más clara. Ya en el comienzo de su primera novela, El juguete rabioso, el narrador en primera persona trabaja para un librero rengo al que define así: "Era cargado de espaldas, carisumido y barbudo, y por añadidura algo cojo, una cojera extraña, el pie redondo como el casco de una mula con el talón vuelto hacia afuera". Después se apresuraba a agregar: "Cada vez que le veía recordaba este proverbio, que mi madre acostumbraba a decir: 'Guárdate de los señalados de Dios'".
El título de uno de sus cuentos evoca de inmediato al freak paradigmático: "El jorobadito". Como el personaje es central, el narrador se siente obligado a explicar un poco más su posición que en la novela: "Recuerdo (y esto a vía de información para los aficionados a la teosofía y la metafísica) que desde mi tierna infancia me llamaron la atención los contrahechos. Los odiaba al tiempo que me atraían, como detesto y me llama la profundidad abierta bajo la balconada de un noveno piso". Para justificar su odio, el jorobadito, al que ha rebautizado Rigoletto, es en su visión un perfecto hijo de puta insolente, que reclama para sí cuidados y mimos dignos de un príncipe. El intento de ponerle límites no funciona: "Inútil era que prometiera zurrarle la badana o hacerle salir la joroba por el pecho de un mal golpe". Increíblemente, previsiblemente, el narrador introducirá al monstruo en el círculo familiar de la novia, para a) humillarla, b) desatar una situación incontenible, c) poder matarlo. Es el proceso que suelen seguir algunos cuentos de Poe, como "El gato negro", donde la gratuidad del odio a otro ser justifica la intensidad feroz, casi cómica, del estilo aún más que de las acciones.

De la mirada social

El freak no es un monstruo de la mitología, no es alguien simplemente "raro", y muchas veces depende de la mirada de otro grupo que comparte rasgos semejantes de "normalidad" para quedar marcado. Arlt adelanta esa mirada en "Las fieras", un cuento donde se sumerge o cae desde su normalidad a un grupo de dejados absolutos de la mano de Dios, las "fieras" del título: "Los hombres perdidos, ladrones y asesinos y mujeres que tienen la piel del rostro más áspera que cal agrietada". Gente que está a miles de kilómetros de la novia a la que se dirige el relato, a quien le pronostica con cariñoso desdén: "Tú te casarás algún día con un empleado de banco o un subteniente de la reserva". Este desdén no es burla, y la burla tampoco cae, como con el jorobadito, sobre "las fieras". Porque el que narra ya es, cuando comienza a hacerlo, una fiera más.
Muy distinto es el caso de Julio Cortázar, cuando en uno de sus viejos cuentos, "Las puertas del cielo", el protagonista visita un bailongo popular. Allí el hombre la ve tan de afuera que hasta lleva registros de cinógrafo: "En mis fichas tengo una buena descripción del Santa Fe Palace", escribe. Pero su actitud es muy distinta a la del científico, cuando comienzan a llegar los asistentes, la pluma, impulsada por el temor y la distancia respecto de la humanidad de lo que ve, se le vuelve tan estremecida como la de un Lovecraft.
Su mirada social transforma a la gente en freaks, en monstruosidades, proceso reconocido con insólita claridad: "Me parece bueno decir aquí que yo iba a esa milonga por los monstruos, y que no sé de otra donde se den tantos juntos. Asoman con las once de la noche, bajan de regiones vagas de la ciudad, pausados y seguros de uno o de a dos: las mujeres casi enanas y achinadas, los tipos como javaneses o mocovíes, apretados en trajes a cuadros o negros, el pelo duro peinado con fatiga, brillantina en gotitas contra los reflejos azules y rosa, las mujeres con enormes peinados altos que las hacen más enanas, peinados duros y difíciles de los que les queda el cansancio y el orgullo". Por un instante, en un paréntesis, trata de recobrar la precisión científica, pero en realidad para privarlos aún más de humanidad, de rasgos de unión con los "normales": "Para una ficha: de dónde salen, qué profesiones los disimulan de día, qué oscuras servidumbres los aíslan y disfrazan". La descripción del baile propiamente dicho admite la fascinación ("Van a eso, los monstruos se enlazan con grave acatamiento, pieza tras pieza giran despaciosos sin hablar"), pero la conciencia de los cuerpos lo devuelve al asco: "No se concibe a los monstruos sin ese olor a talco mojado contra la piel, a fruta pasada, uno sospecha los lavajes presurosos, el trapo húmedo por la cara y los sobacos, después lo importante, lociones, rimmel, el polvo en la cara de todas ellas, una costra blancuzca y detrás las placas pardas trasluciendo".
No se acercan al tono inestable del freakismo, en cambio, el axolotl que intercambia de puesto con el observador humano, ni el muchacho en motoneta que se cruza en el tiempo con un sacrificado en un altar azteca. Son sutiles extrañezas conceptuales, abstractas, cambios de identidades en las que no interviene el cuerpo. En cuanto a "Circe", la siniestra dama de barrio que da bombones repulsivos a los novios, es más una parábola de la histeria o un caso psicológico que una auténtica freak. De hecho, en un enorme porcentaje, la literatura escrita en Argentina, sobre todo en Buenos Aires, tiene como freak mayor, desde lo más grosero a lo más metafísico, a la mujer, un Otro visto como enemigo temible con la misma sistematicidad con que la ciencia ficción suele ver a los alienígenas. Tema demasiado amplio, sin embargo, para los límites de extensión y tono de esta nota.

De la conjunción y el amor.

Otro freak cortazariano aparece sin embargo con claridad en Rayuela: la vieja pianista Berthe Trépat. En un momento de suspensión de actividades Oliveira entra a un teatro y después de una introducción ridícula freak, por parte de un gordo, aparece la dama: "Lo que seguía era rígido y ancho a la vez, una especie de gorda metida en un corsé implacable. Pero Berthe Trépat no era gorda, apenas si podía definírsela como robusta. Debía tener ciática o lumbago, algo que la obligaba a moverse en bloque, ahora frontalmente, saludando con trabajo, y después de perfil, deslizándose entre el taburete y el piano y plegándose geométricamente hasta quedar sentada". Ese semimonstruo cubista es acompañado por Oliveira después del supuesto show, y se establece entre los dos una delicada tensión erótica no resuelta, mientras recorren las calles nocturnas.
Es cierto que podría ser apenas una loca desesperada por una caricia o un contacto: "-Oliveira... Des olives, el Mediterráneo... Yo también soy..." trata de definirla, como un modo de alejarse, imaginando un doble o doppelganger que "andaba por el barrio latino arrastrando a una vieja histérica y quizá ninfomaníaca". Pero es evidente que el patetismo, tono anímico que provoca el freak con frecuencia de Frankenstein en adelante, se basa sobre todo en lo físico: "Por momentos se metía un dedo en la nariz, furtivamente y mirando de reojo a Oliveira para meterse el dedo en la nariz se quitaba rápidamente el guante, fingiendo que le picaba la palma de la mano, se la rascaba con la otra mano (...) y la levantaba con un movimiento sumamente pianístico para escarbarse por una fracción de segundo un agujero de la nariz". Como están solos, como no hay otras miradas, ni grupo (varias gordas como Berthe Trépat juntas espantarían en vez de intrigar a Oliveira), como es noche, está a punto de pasar algo, de establecerse una conjunción, un contacto de cuerpos. Ese tipo de cruces afectivos o sexuales, del humano y del freak distinto, deforme, es menos común aún que con animales, aunque autores argentinos menores, basados en Trépat, los ejecutaron, con torpeza, por no pensar en la dificultad de lo expresado. En uno de sus pocos ejemplos de tratamiento del tema, Adolfo Bioy Casares escribió un relato, "La sierva ajena", que es a su vez un freak literario dentro de su propia obra. Todo el prolongado comienzo parece escrito por un Bustos Domecq un poco más cercano a la ironía social que a la literaria o surreal. Despistes, apuntes costumbristas de la clase alta, apartan del tema, que tarda mucho en llegar. Cuando lo hace, no tiene nada que ver con el carreteo previo. Es un triángulo, pero grotesco, confuso y, en su cierre, infinitamente melancólico. Un "muchacho bien" se enamora de una mujer que vive en el Tigre y no lo deja entrar a su casa. Cuando lo hace (acción precedida por hechos extraños, como un bolso que parece moverse solo) descubre un triángulo. Flora tiene un amante pequeñísimo, casi una rata (incluso por la voz), con un nombre tan determinante como el Rigoletto del jorobadito arltiano: Rudolf.
Lo que sigue al descubrimiento es una descripción trizada, dolida (que fascina justamente por lo inconclusa, irregular, freak), de los engaños a los que lleva no tanto la traición como el amor. Como Urbina, el protagonista, cree en Flora y como Flora con implacable e incomprensible (desde el punto de vista masculino) lógica femenina cree que las "cosas a la larga se arreglarán", el único elemento firme, Rudolf, el pequeñísimo monstruo, actúa y ciega al humano "normal". La imagen final es desoladora: Flora vuelve a engañar (tal vez a engañarse) y envía a Urbina, solo y ciego, a Europa, en un barco donde lejos de todo rencor, madurado por el sufrimiento, el despechado se pregunta si tiene algún derecho a criticar el fervor y la sumisión ajenas (los de Flora por Rudolf). Unas páginas antes de la ceguera y el dolor, más humanamente, había anhelado estar "de vuelta en su casa como en un refugio, a salvo de la cruel intemperie del mundo, donde hay secretos, y enanos horribles, que lo odian a uno, y mujeres nobles, que lo persiguen".


De la paranoia grupal.

El "Informe sobre ciegos" de Ernesto Sábato permite la duda entre la realidad y lo fantaseado. El extenso texto está escrito por Martín, un freak en sí mismo, para hablar de un grupo entero de freaks posibles: los ciegos. De mirada opaca, tanto más siniestros cuando son de nacimiento, los ciegos lo persiguen. En casi todo su transcurso, el discurso es el de la paranoia perfecta. Como el personaje de Cortázar, el obseso y maníaco Martín quiere ser científico: "Me había preocupado siempre y en varias ocasiones tuve discusiones sobre su origen, jerarquía manera de vivir y condición zoológica". Los considera de piel fría, como "los animales de sangre fría y piel resbaladiza que habitan en cuevas, cavernas, sótanos, viejos pasadizos, caños de desagües", etc. La precisión descriptiva, sin embargo, esquiva una y otra vez los momentos cruciales des de un punto de vista "normal".
Martín es un paranoico de manual: todo lo que le parece evidente resulta delirante para el lector y viceversa. Pero su manía es convincente, aunque no su argumentación. No se concentra en alguien sino en un vasto y enorme grupo al servicio del Demonio. Pero cuando al final llega el anunciado "ayuntamiento" con la Ciega, la posibilidad de crear un momento freak memorable queda sepultado por una avalancha de monumentales imágenes arquetípicas (túneles de sangre, volcanes, regresión a los orígenes evolutivos) más explicados o expuestos que transmitidos.

Del mito y la memoria.

Ya se dijo que un personaje mitológico no es un freak porque sencillamente es eso; una sirena, un tritón, una Medusa cumplen con su función de cantar, portar tridente o convertir en piedra a los demás. A Jorge Luis Borges se le ocurrió una buena idea para transformar a un mito en freak: lo humanizó.
Aunque tiene cabeza de toro, en "La casa de Asterión" el Minotauro piensa como un hombre "normal", no capta la condición de laberinto de su casa, ni la condición de monstruo de su ser, y se sorprende junto con el lector cuando Teseo se sorprende a su vez de que casi no se haya defendido. En otras palabras, muere por no hacer lo que le manda su esencia: ejercer la monstruosidad y la violencia.
Más admirable es la hazaña de "Funes el memorioso". Si bien lo intelectual puro no produce freaks aquí el esquive consiste en magnificar una función del intelecto, la memoria tan típica y únicamente humana, hasta volverla infinita, monstruosa, freak. El paisano Ireneo Funes recuerda todo, pero además en todos sus detalles. Casos reales semejantes terminaron en la locura o el aburrimiento definitivo. Como Funes vive en el campo uruguayo, le provoca al principio un subterráneo, retobado orgullo. Esa facultad que le ha dado el azar de un golpe en la cabeza hace que sienta como limitados, ciegos, sordos, abombados y desmemoriados a los "normales".
Pero al fin reconoce: "Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras". En buena medida las impecables metáforas concretas de Borges (que no aluden a otra cosa aislada, sino todas a un mismo fenómeno) parecen prenunciar ese desmadre o desborde freak de información excesiva que caracteriza hoy a las redes informáticas. La suerte de vivir en el campo le ahorra a Funes no sólo la fama sino también la neurosis. Cuando muere, lo hace de una simple congestión pulmonar.

De la inversión.

Hay una manera final de ser freak: creerse el único normal. El paranoico se siente perseguido, y por lo tanto actúa, se aísla, se autodenuncia. Quien invierte en cambio la relación freak normal, lo hace por un procedimiento simple. Puede canalizarse por la mirada (por la traducción interna, simbólica de esa mirada) o por el lenguaje. O por ambas cosas, como ocurre en Cicatrices de Juan José Saer.
Allí nada menos que un hombre de la ley, además traductor en ratos libres, que trabaja en Tribunales, está hundido en la agobiante naturalidad litoraleña: humedad, lluvias, ritos cotidianos repetidos hasta el hartazgo. Su reacción, tal vez su locura (pero que nadie capta ni ve), es simple: es el ser humano que ve o piensa a los demás como "gorilas". Como leemos y no vemos una película, no sabemos si el movimiento es sólo cosa mental (cambiar el término "hombre" o "mujer" o "niño" o "rubio" por el término "gorila"), o también visual. En sus ensoñaciones solitarias, el desplazamiento le permite acceder a la "normalidad" simiesca, animal de salvajismos y orgías alrededor del fuego.
En la vida diurna, cotidiana, en cambio, el simple cambio verbal o visual convierte en esto la aburrida calle de todos los días: "En la primera esquina, un gorila solitario envuelto en un impermeable azul y con su sombrero hundido en el cráneo, de modo tal que apenas si se le ve la cara, se encoge para toser. Después pasó a su lado y queda atrás.
"Doblo por Mendoza hacia donde debiera estar saliendo el sol, y el coche se desliza lento, pasando por delante de la estación de ómnibus. Hay algunos gorilas en los andenes. Se pasean o están inmóviles, junto a montones de bultos y valijas (...). Un gorila envuelto en un capote negro, la cabeza cubierta por una gorra de vigilante, está parado a la puerta de una garita gris. Tiene los ojos finos en la niebla, y está completamente inmóvil. Después desaparece. Queda atrás".
El procedimiento es radical, definitivo. Basta mirar todo lo demás como distinto para recobrar el factor tranquilizante de la dicotomía freaknormal. Aunque la razón, la ley y la naturalidad queden en manos de un solo hombre. Es un sueño freak, mucho más frecuente de lo que se cree en cuerpos nada deformes. Un sueño puramente humano, nada animal, que deja intocada la realidad del cuerpo y las relaciones, a salvo de todo rasgo freak evidente, por mera inversión absoluta.

En Página/30, año 5, nº 68, Marzo 1996, págs. 26-30

domingo, mayo 31, 2009

Angelito no es Ángel Leto: la resurrección del autor

1. El crítico:

"Con Ángel Leto, las cosas son diferentes: el camino hacia su muerte está en Glosa. La muerte, entonces, tiene la necesidad de lo narrado. Si pocos hubieran previsto que el Ángel de Cicatrices iba a recorrer el camino de la violencia política, tampoco este dato estaba ausente de los posibles narrativos: las elipsis en las que se ausenta el tiempo, desde Cicatrices hasta Glosa, pueden ser imaginadas a partir de materiales sociales. Saer podría, mañana, narrarla, pero esa narración no afectaría a Cicatrices, porque allí no podrían estar la huellas de la conversión política de Leto, ni del suicidio frente a la emboscada policial. Leto, muriendo en Glosa, deja casi intacto a Ángel en Cicatrices. Para Leto, entre Cicatrices y Glosa lo que pasó fue la historia de la Argentina." (p. 294)

Fuente: Sarlo, Beatriz: “La condición mortal (1993)” en Escritos sobre literatura argentina, Buenos Aires, Sudamericana, 2007.

2. Un lector:

Cuando terminé de leer Cicatrices, hablé con un amigo fanático de Saer sobre esta magnífica novela y salió el tema de la relación entre Angelito y Ángel Leto. Mi amigo sostenía que Angelito (ese joven con un fuerte complejo de Edipo cuya madre se perfila, en Cicatrices (1968), como una verdadera femme fatale) era Ángel Leto (protagonista de Glosa (1986), muchacho traumado más bien por el suicidio de su padre, cuya madre se perfilaba como una amable viuda que comenzaba a tener un affaire con el mejor amigo de su difunto esposo). Yo, desconfiado, le aseguré que no era posible que fueran la misma persona (en particular, porque la madre de Leto no podía ser la de Angelito; después, porque en ningún momento se mencionaba el apellido de Angelito); él, convencido, me aseguraba que los especializados críticos que se dedicaban a la obra de Saer (Sarlo y Premat, en especial) establecían la relación entre ambos personajes señalando que eran el mismo en distintos momento de la historia (se sabe que ésa es una de las características de la obra del santafesino, algunos personajes (Tomatis, por poner un ejemplo paradigmático) aparecen en varias novelas que transcurren en distintos momentos del siglo XX). En fin, luego de abandonar la discusión, una vez que llegué a mi casa, hojeé incansablemente la primera parte de Cicatrices y la novela Glosa en busca de indicios que pudieran sustentar la afirmación de que Angelito y Leto eran la misma persona. No los encontré. Los críticos estaban alucinando.

3. El autor resucitado:

Piglia
Hay un punto con relación a eso, que es Ángel Leto, porque el Ángel que cuenta Cicatrices ¿es Ángel Leto?
Saer No.
Piglia Ah!, ¡qué macanudo!
Saer ¿Por qué "qué macanudo"?
Piglia Porque no me hubiera gustado que fuera el mismo... El Ángel Leto que tiene una madre...
Saer En La vuelta completa.
Piglia No, en uno de los cuentos de Palo y hueso.
Saer No, ése no es Ángel Leto, es Angelito.
Piglia Los novelistas de Santa Fe les ponen a todos los mismos nombres… Pero tiene una madre parecida a la de Ángel Leto…
Saer Claro, totalmente.
Piglia Porque hay un Ángel que tiene una madre y que aparece en Cicatrices.
Saer Ése es Angelito, que es el mismo Angelito del relato, y es también el mismo Ángel de ese relato inédito que salió ahora en los Cuentos completos que se llama "La relación de oro", el mismo Ángel pero un poco más tarde, un poco mayor.
Piglia ¿De cuándo es ese cuento?
Saer Es un relato de los años sesenta.
Piglia Es un relato que está ligado a En la zona.
Saer Sí, pero también a Cicatrices más bien, es como una pequeña anticipación de Cicatrices.
Piglia Entonces no se debe confundir ese Angelito con el Ángel Leto.
Saer No, eso lo hice como una cosa un poco deliberada, una coquetería del autor a los lectores. Y alguna gente se dio cuenta, pero no tiene mucha importancia porque, por ejemplo, Angelito es periodista (trabaja con Tomatis en el diario), pero está un poco como aparte; en cambio Ángel Leto es contador, tenedor de libros.
Piglia Entonces veamos a Ángel Leto: ¿dónde aparece por primera vez?
Saer Aparece por primera vez en La vuelta completa, cuando acaba de llegar de Rosario. Cuando entra Rey al correo, Ángel Leto está con Tomatis, que se lo presenta a Rey, quien a su vez le dice "¿Usted también es un franciscano de la nueva generación?". Y después, cuando en la primera parte Rey va con Clara -la mujer de Marquito- al amueblado, Leto está ahí, está tomando cognac con Giménez, el dueño del motel, y él lo trae de vuelta. Todo eso está en la primera parte de Cicatrices. Después aparece un poco al final de Cicatrices y después no aparece más...
Piglia Y después aparece como un tipo del ERP.
Saer Sí, aparece en... "Amigos" y aparece en Glosa también, donde es el personaje principal, junto con el matemático.

El diálogo completo entre Piglia y Saer en el que hacen un recorrido por los personajes de la obra del autor de Cicatrices, acá.

martes, noviembre 25, 2008

Las sombras de Borges (Nicolás Rosa)

Leer a Nicolás Rosa siempre me resulta placentero y, a la vez, exigente. Su escritura es opaca y sus ideas suelen ser complejas porque relacionan distintos vocabularios teóricos y distintos planos del conocimiento (Rosa era, sin duda, un crítico erudito). Este texto en particular, Las sombras de Borges, me parece importante para pensar el legado de ese Gran Escritor del que pareciera que todos en el campo literario deberían dar cuenta de una forma u otra, de modo conciente o inconciente. El pedido de Rosa de "empecemos a olvidar a Borges" para plantear otro tipo de literatura, para escapar de la sombra de esa escritura monstruosa, es un pedido desesperado y casi imperativo, la posibilidad de ejercer el derecho al olvido.

Las sombras de Borges

"Se diría entonces que había estado leyendo en Las Mil y Una Noches un relato que se refería a mí mismo. Mil años antes de nacer estuve prefigurado en personajes que habitaron las riberas del Tigris. El terror y el desaliento me infundieron esta idea."


Dos opciones: o este es un texto fraguado por mí, simulacro de la copia borgiana, o si el lector prefiere es un texto de Thomas de Quincey extraído de su Suspiria de profundis, que es copia borgiana de De Quincy o texto borgiano de De Quincy que anticipa a Borges. La teoría de los precursores no implica ninguna relación de certeza, de búsqueda del origen de la verdad, sino más bien culmina en la dehiescencia de la raíz: encrucijada de la genealogía, desorientación del linaje.

Escribir sobre Borges hoy significa escribir con Borges. El problema es saber qué parte le corresponde a cada uno. Toda escritura sobre Borges divide al texto borgiano y opera sobre una parte: el Borges crítico, el Borges poeta, el Borges cuentista, o el Borges del Carriego, o el del Martín Fierro o el Borges de las puras ficciones. Y en cada parte, otra parte más pequeña: parte sobre parte o partes contra partes, toda escritura sobre Borges debe conjeturar—calcular, decimos— un encuentro de bordes —roce— con una parte de la obra de Borges, o presumir una congruencia icónica de un punto del texto escrito —operación de plegado topológico— con el texto a escribir. Este texto tiene como bordura a Funes el Memorioso, otorgándole un final que su oculta disposición propone: una metáfora de la lectura y una versión irrisoria de toda hermenéutica. Que los que se ocuparon de la escritura borgiana hagan del Quijote de Pierre Ménard su victorioso y altivo simulacro, obliga a aquellos que se ocupan de la lectura borgiana a proponer a Funes el Memorioso como una trama axiomática de esas operaciones que llamamos el leer y el escribir. Nadie puede escribirlo todo puesto que Todo no puede ser escrito. Nadie puede leerlo todo, puesto que Todo no puede ser leído. Incertidumbre y olvido pueblan los fantasmas de la lectura.

El objeto Borges (llámese su corpus, su texto, su escritura), que como tal es un objeto, es el texto de Borges más todos los textos que Borges ha leído —sus precursores o quizá mejor sus ancestros textuales—, más las lecturas que sobre el texto de Borges se han operado —lecturas estilísticas, sociocríticas, psicoanalíticas— las más inconsistentes según creemos —desde la izquierda y la derecha, desde el discurso universitario y desde la extra-territorialidad, desde la zona literaria argentina o desde los sistemas literarios y críticos extranjeros—, el objeto Borges, decíamos, se ha convertido en un objeto excesivamente potente, en un artefacto semafórico que marca los caminos, las vías, los derroteros, las fronteras y los límites de las zonas literarias y de los recorridos de escritura. De tanta luz, luz enceguecedora, no podrían negarse las sombras. El objeto Borges se ha vuelto opaco y de esa opacidad nos vamos a ocupar.

Potente, arroja tanto su luz como su sombra de escritura desde hace años sobre los escritores argentinos para fagocitarlos o expulsarlos, someterlos o excluirlos de su circuito. Hijo potente de padres, ancestros y filiaciones poderosas (todo lo que Borges ha leído-recordado en su escritura) se ha convertido en un Padre Textual omnívoro y omnipotente, genera ambivalentemente odio y amor, es el Padre con el que no se puede pactar para la división de los bienes textuales, él lo posee todo y su herencia permanece indivisa. Padre que, regenerándose en una voraz apropiación-desapropiación de los textos y en un consumo ingente de los despojos textuales, no ha permitido —todavía no ha permitido— el intercambio simbólico en la libre circulación textual. La herencia textual borgiana es una marca indeleble, como una marca de fábrica y todavía no nos ha permitido esa traslación, esa transferencia, en el sentido mercantil pero también psicoanalítico del término, propia de los linajes textuales: asentarse sobre la marca para borrarla, convertir la propiedad textual privada, privadísima, en bienes mostrencos. La Biblioteca borgiana —ese imaginario colectivizado en la cultura desde Alejandría y que se confunde con el Laberinto, desde Heliópolis, hasta la Biblioteca Nacional pasando por los palimpsestos medievales—, es una Biblioteca Hermética, no de un saber hermético, sino herméticamente clausurada. Se está siempre o demasiado cerca o demasiado lejos. Dentro de ella o fuera de ella.

Demasiado cerca: se establece con él, con ella, una relación perversa, de perversión textual, que produce copias de copias, imitaciones de la Imitación, pastiches de los pastiches borgianos (que en realidad nunca son tales pues sólo están citados, aludidos pero nunca efectuados), o da lugar a travestismos inconscientes. Los escritores que están ahora entre los 40 y los 50 años, todos han escrito textos borgianos, es decir textos miméticos. Este hecho no es de por sí negativo, es un camino de pasaje, si se quiere, de rito de iniciación a la escritura necesario para el escritor argentino, pero es un camino de alienación sin duda que debe dejar lugar a la separación. Separación que por el momento tiene figura de rito canibalístico, de ingestión del cuerpo textual en el festín de las letras totémicas. Pagada la deuda paterna, de hecho nunca saldada completamente, podrá el escritor establecer un diálogo textual donde su voz pueda llegar a otros.

En otro nivel, en el de la producción —es una comprobación empírica pero válida— la sombra de Borges se ha tendido sobre toda una generación de escritores, de grandes escritores, como Héctor Tizón, Antonio Di Benedetto, Juan José Saer, Daniel Moyano o sobre nuestros grandes poetas que han vivido no de la sombra de Borges (esos son otros, los otros que han hecho valer en el mercado internacional la sombra borgiana) sino que han sufrido la sombra de Borges: o demasiado cerca, Bioy Casares, pongamos por caso, o demasiado lejos, Juan L. Ortiz.

Para la crítica, y prácticamente las últimas generaciones a partir de 1955 no han dejado de escribir sobre Borges, este objeto potente se ha vuelto también opaco: absorbe todos los fulgores y no refleja ninguno. Podría decirse que es, en el caso, una elección de objeto narcisista invertida, donde la crítica sólo puede comprobar su propia especularidad. Este hecho se debe, según entendemos, por lo menos a dos fenómenos:
  • a la elevación a objeto de culto social del texto Borges (texto + personaje + autor + persona), fenómeno que desconcertó siempre al mismo Borges;
  • y al carácter fundamentalmente hiperliterario propio de la escritura borgiana. Literatura de literaturas, sobre literaturas, el acceso crítico, la entrada, si se prefiere, a la obra, queda siempre atrapada en la ficción crítica, que por su propia sustancia, anonada tanto al crítico como a la crítica. Esa excentrización del texto recae sobre la aniquilación del sujeto crítico que puede elegir el argumento de la carta obligada— y sólo elegir los caminos del silencio, los de la repetición o los del goce. Convengamos que estos dos últimos no son sino otras formas del silencio. Reposar-se en el texto y dejar que el texto repose.
Lo sorprendente en Borges no es tanto las múltiples lecturas que puede provocar su riqueza textual (en realidad un imaginario de la crítica) sino su monstruosa ilegibilidad (distinta de la de Sade o la de Joyce) y por ende su in-humanidad. Todo texto legible, aunque esté hipotecado por la estereotipia, es un texto humano: propone sus códigos, sus protocolos de lectura, su gramática ínsita, sus vectores de fuerza, en suma, las reglas de su legibilidad. Pero la obra de Borges, y tal vez allí resida el secreto de su escritura —secreto a voces como el de Polichinella— desanima y desconcierta los protocolos críticos, sólo remite a una experiencia de lectura y reenvía al crítico a esa totalidad imposible del texto borgiano y a esa otra totalidad imaginaria que es el sujeto de la crítica. Estamos siempre o demasiado cerca o demasiado lejos, pero nunca encontramos el centro. Sólo nos queda hacer, en un simulacro de parricidio (es decir, un gesto y no un acto fundacional como los parricidas ideológicos del 55), y es eso lo que está ocurriendo, del corpus borgiano un corpus citacional digamos, remedar al padre: hacer de la cita borgiana la cita de nuestras citas: despedazar el cuerpo del Padre Textual —ahora padre muerto— y proceder a su ingestión por partes, fragmentos de la fragmentación borgiana, negativizar la escritura borgiana, en suma, borrarla para que pueda volver a ser, no repetida, sino escrita.

¿De dónde proviene, ahora más profundamente, esa monstruosa ilegibilidad del texto borgiano? El texto de Borges como el de Sade son in-humanos porque legislan contra la humanidad de la gramática y de los códigos, los imitan a la perfección para socavar sus reglas más profundas: soslayan la distancia del original a la copia, que es la función macabra del simulacro. El texto de Joyce, quizá como el de Artaud, es des-humano: despoja al simulacro ficcional de su sustento subjetivo: en el horizonte ya no hay quien escriba, ya no hay quien lea. En Borges no hay ningún hermetismo (salvo el simulacro del hermetismo), en Borges no hay ninguna filosofía (salvo el simulacro del pensar metafísico), ninguna lógica (salvo el simulacro de una lógica aritmética. Oh! los números en Borges, y no nos referimos a la simulación de juegos cabalísticos), ninguna dificultad del estilo (salvo el simulacro del estilo de otros estilos). Quizá la ilegibilidad borgiana consista en haber realizado el programa de Mallarmé: "Todo en el mundo existe para concluir en un Libro", en el Libro Absoluto mallarmeano, el Libro-Naturaleza como Logos. La escritura de Borges es pulsátil, es un escándalo geométrico, no posee extensión, de allí la imposibilidad de narrar y la convocatoria hechicera de lo inenarrable. El texto borgiano comete el error de infinito, del cual hablaba Blanchot. Todo está en todas partes, en el centro ficticio y en el borde del texto, en el texto y en el co-texto, pero nunca en el contexto. Esa escritura es pura tensión, no ex-tensión, es puro punto y todos sabemos cómo se llama ese punto. Y en ese punto descentrado, en ese centro incandescente pero vacío, el mundo calla, enmudece. El Libro que reemplaza al Mundo. Herejía de la literatura, heresiarca de la escritura, Borges consuma anticipadamente el límite de lo posible escriturario de nuestra época. Es él todo lo posible, agota el imaginario textual y nos deja huérfanos de irrealidad. Sin horizonte, horizonte histórico —también hay una historia de lo imaginario—, no hay posibilidades de escritura ni de lectura. Borges cubre, por el momento, todo ese horizonte y nos condena a la pura legibilidad, a la dura y ascética herencia de ser lectores puros.

Memoria y olvido son los puntos extremos que traman la textura de un texto: inscripción y borramiento son las operaciones que engendran la escritura. Operaciones que convocan la memoria textual y el olvido textual. A medida que leo-escribo, a medida que escribo-leo todo el pasado textual —restos y despojos por momentos deslumbrantes—, pero aquello que todavía no ha sido cuantificado por la crítica es el olvido. A medida que leo-escribo, olvido; a esa fugacidad la hemos llamado des-lectura, aquello que produce el texto des-leído. El olvido-necesario, el olvido-bálsamo, el olvido-protector. Aquel que le faltó a Funes. Eso se llama palimpsesto: al escribir borramos la escritura del otro, de los otros, la cancelamos, pero al mismo tiempo la inscribimos en nuestra propia escritura.

¿Qué es el cerebro humano sino un palimpsesto?, se preguntaba indeciso Thomas de Quincey. Y la respuesta la da Freud, el cerebro humano, permítasenos esta expresión, es un block mágico. Allí donde más se quiere recordar, más olvidamos. Y lo que proponemos es simple y sencillo, pero costoso. Empecemos a olvidar a Borges.

Fuente: Rosa, Nicolás (2003): La letra argentina: crítica 1970-2002, Buenos Aires, Santiago Arcos, págs. 165-170.

miércoles, junio 21, 2006

Cuadernos de Recienvenido

Revolviendo la web, encontré los Cuadernos de Recienvenido, publicación editada por Jorge Schwartz en la Universidad de San Pablo, Brasil.
Hay números para todos los gustos: autores-contraseña al estilo de Ricardo Piglia y Edgardo Cozarinsky; una entrevista a Juan José Saer; un homenaje a Néstor Perlongher en el que participan Glauco Mattoso, Haroldo de Campos y Nicolás Rosa, entre otros; un especial sobre Borges; un ensayo sobre Scalabrini Ortiz; otro ensayo sobre la revistas culturales argentinas (1981-1987) ; y demás números para quemarse las retinas leyéndolos en el monitor (aunque siempre está la costosa opción de imprimirlos ya que varios de los números son cortos). Dénse una vuelta que no se van a arrepentir.

PD.: Todo el mérito del hallazgo se lo debo al link de Link al Google Académico.

 

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