ETERNO RETORNO

Estas historias son como lanitas sueltas que la nona va ovillando en un bollito y una vez que adquiere volumen, las va desovillando para hacer algo con todas como si fueran una sola cosa. Así son estas narraciones, dichos, frases sueltas, conjeturas patinadas por una memoria tenue que -a veces- toman forma en la mano de quien las intenta reunir.
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lunes, 27 de agosto de 2012

Aventurillas 05: Autorreferencias

Nuestras limitadas crónicas, circunscriptas siempre al taquito de Santa Fe, versan acerca de fenómenos que suceden en la fracción de territorio comprendida entre los arroyos Pavón y Del Medio, el río Paraná y una difusa frontera sudoeste. Innecesaria pero ocasionalmente útil información suministrada por un cronista tan local que descree de la existencia de míticos parajes supuestamente santafesinos con inverosímiles denominaciones. Poblados como Chañar Ladeado, Malabrigo, Elortondo, Pozo Borrado, Venado Tuerto, Arroyo Seco, Berabevú, Los Quirquinchos o Godeken, sencillamente no pueden existir.
Valga esto como muestra y advertencia de que todo cuanto aquí se diga tiene validez dentro de los límites arriba descritos. Módica aventura, se dirá, pero vayamos al grano...

Los villenses somos autorreferentes.
El lector notará que la oración anterior es una  desembozada autorreferencia. Esto no es extraño si consideramos correcto el aserto que precede.
Tampoco resultará extraño escuchar en cualquier conversación expresiones de esta naturaleza: "como yo siempre digo...", "vos tenés que hacer como yo, que...", "a mí no me pasa lo mismo que al bobo de tal, yo en su lugar...".
Uno tendrá la oportunidad de oír a respetables políticos invitados a programas de radio manifestar curiosas autorreferencias en tercera persona. El distinguido señor Fulano Fulanetti, verbigracia, dirá: "el Fulo... bueno, el Fulo era un excelente jugador de fútbol, bla, bla, bla... el Fulo se convirtió de pronto en alguien que se sentaba la mesa de reconocidos... y así fue que el Fulo llegó a ser..." Curiosísimo.
Uno verá en la tele a la funcionaria Mengana Menganazzi expresarse más o menos así: "Lo digo para que no se diga que la Menganazzi dijo tal o cual cosa, por lo tanto recurro a ustedes para que se difunda la verdad sobre mi labor al frente de...". Notable.
Consultado sobre el repertorio que desplegará en la peatonal, algún cantante dirá: "el mismo que realicé en mi gira por Paraguay", por las dudas de que el reportero -y la audiencia- no hubiera tomado debida nota en su momento. Cierto pudor del reportero le impedirá seguir haciendo preguntas.
"¡Yo ya lo denuncié! Si me hubieran hecho caso a mí...", exclamará indignado un vecino más preocupado porque quede claro que dijo algo interesante que por el problema que parece referir.
En el ámbito académico, todo trabajo de investigación o informe producido por uno o más villenses se destacará -esto es obvio ya- por las autorreferencias. Qué autor villense se resignará a elaborar un informe que carezca de alguna autorreferencia bibliográfica. Ningún docente o investigador en sus cabales dejará de citarse si ya tiene publicaciones anteriores. Impensable. Y si no las tiene desesperará por publicar un primer trabajo, para poder autorreferenciarse debidamente luego.

Somos autorreferentes. Y nos encanta. No vengan ahora voces foráneas a adoctrinarnos con que reconozcamos que esto pasa en otros ámbitos. Quién va a sugerir que alguien que habite parajes innombrables o de existencia no acreditada haga una autorreferencia... Reclamamos el derecho de ser únicos en esto. Como siempre digo, ya vendrán otros a copiarle -no digan que no les avisé- a este cronista que, como se aprecia con nitidez, odia ser autorreferente.

jueves, 24 de marzo de 2011

La Covacha

Hay lugares que sentimos como propios, existan o ya no. Espacios donde las cosas -aun cuando hayan cambiado sustancialmente- nos abrazan. Nos remiten a tiempos que sin dudas han sido mejores en algún aspecto. Quien esto escribe siente nostalgia por algunos lugares. Unos por distantes y poco accesibles al bolsillo; otros porque ya no son como eran por más que el sepia corazón insista en recrearlos. Haré referencia a uno de ellos: La Covacha.

Es conocido para quienes portan unos años que este término refiere a la casa de la bruja Cachavacha, la simpática villana de Las Aventuras de Hijitus. Tomado de allí, mi hermano, el Gordo Pérez y yo nos dedicamos en aquel tiempo a construir nuestro refugio en el que quedaban en suspenso las reglas familiares y en offside la curiosidad de las vecinas.
Techo de un par de chapas de cinc viejas y corroídas apoyadas de un lado en el resto de pared que hacía de tapial antes del tejido con unos vecinos. Del otro lado apoyadas en el viejo excusado convertido en palomar de monteritas, ese que tenía un ramón de higuera seca para que se posen y hagan nido.
Piso de ladrillos sueltos, que volaban cada vez que mi viejo los necesitaba y pasaba a ser de escombros emparejados. Y lo fundamental, puerta rebatible hacia arriba, que solía rebatirse en la cabeza de quien intentaba entrar desprevenido por su altura de más o menos un metro. Eliminada esa puerta artera luego de un tiempo y varias cicatrices, la cortina de arpillera suplió decentemente la misión de sostener los nimios secretos de La Covacha.

Secretos que consistían en jarro con yerba y una bombilla afanada para el chupe y pase, fumata de cigarrillos de hojas de cuaderno enrolladitas y chistes verdes, no mucho más.
Pero sí hay algo más. Un día decidimos que La Covacha no sería sólo un escondite para travesuras, sino que debía ser un poco más abierto. Empalizada de cañitas que nos llegaban a las rodillas, entrada con cañas altas y cartel con el nombre del recinto daban un aspecto más formal al lugar y más vista para la curiosidad de los vecinos, ya que los terrenos se separaban solamente por  modestos tejidos romboidales de diferente altura según la confianza con los de al lado. Vecinos de edad avanzada confundían covacha con concha y escandalizados hacían comentarios poniendo en aprietos a mis padres quienes tuvieron que dar las explicaciones del caso.

Con la ebullición de las elecciones del setenta y tres, grandes cartelones políticos se podían ver desde todo el vecindario. Frente Covachista de Liberación y Unión Cívica Covachal competirían por el gobierno, con los mismos tres integrantes. El acuerdo era que ganaría la misma lista que en las elecciones y los comicios de marzo llevaron al peronismo al poder.
Los demás chicos del barrio venían a conocer La Covacha, pero pocas veces se les permitía participar de sus ritos iniciáticos. Mostrábamos con orgullo sus prolijas instalaciones. A veces, para evitar a los insistentes de siempre preparábamos trampas. Las trampas solían ser simples agujeros en el piso bastante mal disimulados con agua en su interior, algunas cañas si era para un indeseable y yuyos escondiendo la boca. Una vez el Gordo y mi hermano hicieron la trampa perfecta. Era una especie de batea rectangular en el portal de la empalizada llena con barro chirle y disimulada con fino polvillo. El destinatario era el Jole, un amiguito mío que amenazaba con quedarse a vivir en La Covacha. Resultado: el Jole no vino por una semana y la trampa perfecta terminó por secarse.
Hoy, ese rincón -con algunos escombros y otros materiales para las reformas de la casa- evoca siempre esos recuerdos, unas veces más intensos que otras. Pero esos recuerdos no se remiten siempre a los momentos vividos. Traen acollarados consigo esas huellas profundas que persisten porque nos han dado forma de algún modo. Pibes de diez años que conocíamos los partidos políticos, que hacíamos propaganda. Que compartíamos pequeños secretos sólo para ufanarnos de nuestra lealtad. Mayores escandalizados. Una real fiesta.

Y mis padres, que tuvieron que hacernos desarmar La Covacha porque en el setenta y cinco Villa era un lugar donde cualquier refugio era una posible tumba y donde el miedo se enseñoreaba al ritmo de los fusiles fal, de los falcon asesinos y de los entregadores, esos socios del terrible ensayo de represión para la dictadura posterior que vivió mi ciudad.

Algo me dice que cuando hablamos de la memoria, la verdad y la justicia en nuestro país pocas veces hacemos referencia al dolor de los niños que fuimos y el sentido de libertad y fiesta que nos arrebataron, que dejamos a jirones en algún alambrado de púas de los que tuvimos que atravesar.
Conservo y comparto estos desvaríos con el deseo tan pueril como profundo de que las verdaderas gestas libertarias como la de La Covacha no estén ausentes en las infancias por venir.

viernes, 4 de febrero de 2011

Aventurillas 04: Saludos

Hay gestos, pequeñas situaciones, leves acontecimientos, que en Villa Constitución adquieren ribetes de rareza debido a extraños comportamientos de los vecinos como así también a la necesidad de exageración para acentuar alguna carencia propia o -con más gusto- ajena. El simple expediente de saludarse por la calle constituye en este recoveco del mundo una aventura dado que uno desconoce tanto el final de la misma como lo azaroso de su desarrollo.

Algunos ejemplos ilustrarán la proposición anterior sin pretensión alguna de exhaustividad. Esto no sin antes aclarar que, como un sino fatal, lo antedicho no ocurre sólo en el ejido urbano villense sino que se cuela en la experiencia de todo villense que se cuente entre los que van dejando su huella en otros territorios, incluyendo aquí a quienes han emigrado a latitudes extrañas o sin más inexistentes.

Caso 1: Un villense espera en una parada de colectivo en Rosario. Observa a un transeúnte con el rostro desencajado que se acerca desde la vereda de enfrente. En medio de un saludo plagado de insultos le propina un directo a la mandíbula que lo deja groggy. El transeúnte se aleja -quizá feliz, quizá aún desencajado-; el villense, perplejo, acaricia su mandíbula, cuenta sus dientes y verifica que su sangre no deje manchas inoportunas.

Caso 2: Un villense espera en una parada de colectivos de calle Dorrego para viajar a Arroyo Seco. Otro villense que lo odia visceralmente se baja de su combi, se acerca, le pregunta cómo le va en su trabajo, lo felicita, lo saluda con un apretón de manos y se retira, probablemente cumpliendo con una penitencia asignada por el sacerdote que intermedia en el perdón de sus pecados.

Caso 3: Un villense sale a la calle, las razones son irrelevantes. Todos los transeúntes, peatones o no, utilizan gafas de sol. Nuestro villense saludará a algunos creyendo adivinar a personas conocidas detrás de las gafas -obviamente no le darán respuesta- y no saludará a rostros que se insinúen extraños, ganándose el encono de vecinos, cuñados y favorecedores varios que se ofenderán por el retiro del saludo.

Caso 4: Un villense va de paseo a un lugar relativamente lejano. Invariablemente se acercarán para saludarlo con desmesurada cordialidad otros villenses que ni lo miran en su ciudad de origen. Y hasta tal vez le dirijan la palabra por primera -y única- vez en su vida. Parece que los villenses son gente de morriña fácil. Al volver a su terruño nuestro villense seguirá siendo ignorado, como si el regreso retrotrajera las cosas a un -ya inexistente- estado anterior.

Caso 5: Un villense sale a la calle. De pronto observa que personas a las que nunca ha visto con una pala -u otra herramienta- en la mano y a la vez nunca le prestaron atención, atinan a saludarlo. Consulta la fecha en su reloj o celular, decidido a entender que se acercan fechas de elecciones. Comprueba así que se trata de un político lanzado a la caza de votantes o -en el peor de los casos- de nuevos usureros que inauguraron una mutual solidaria para hacer sus negocios.

Caso 6: Un villense cruza diagonalmente una de las plazas de la ciudad. Una perversa mujer, que presume de ciertas prerrogativas y a su vez lo aborrece, lo saluda demostrando interés y le hace un gesto cómplice con un guiño de ojos. El villense queda contrariado y expuesto a sufrir un accidente al llegar a la esquina a causa de su turbación.

Estos casos, querido lector/a de estas líneas sólo constituyen una pequeña y arbitraria muestra gratis de lo aventurado -y, por lo mismo, riesgoso- que resulta saludar o ser saludado en Villa Constitución. O encontrar villenses en cualquier suelo.
Sirvan estas parrafadas de advertencia para aquellos que se atrevan a transitar el taco santafesino. No queremos los villenses cargar en nuestras conciencias más desdichas que las propias.


martes, 2 de marzo de 2010

Aventurillas 02: Semáforos

La palabra "semáforo" es de origen griego: σῆμα, señal, y foro, llevar, es decir, semáforo es lo que "lleva las señales", según la sabihonda Wikipedia.
Como parece obvio, los semáforos son imperativos categóricos artificiales y constituyen un ordenamiento externo para gente que se verifica incapaz de conducirse respetando su propia integridad y la de los demás. También imponen quizás el primero de los mandamientos del tránsito. No cruzarás semáforos en rojo parece ser la primera consigna enseñada al novel conductor y también la ansiada meta de demostrar la disconformidad con el orden de cosas estatuido cuando se lo cruza en forma prohibida.

En Villa Constitución, como en cualquier lugar más o menos urbanizado, hay semáforos.
Pero, querido lector, a no confundirse. Siniestros designios esperan a quien ose a acercarse a una intersección semaforizada en esta ciudad. Lo primero que percibirá es un tufillo a azufre o, sin más, a basura amontonada al lado de los caños amarillos que puede provenir tanto del horrendo averno como del vecino más negligente en el segundo -y más habitual- de los casos.

Todo conductor avezado e impaciente evitará las esquinas semaforizadas, para sufrir luego una decepción que lo hundirá en la más pasmosa depresión al verificar que el odioso tricolor no funciona. Pero la próxima vez que se acerque esperando la intermitente, el ladino artefacto mostrará un perenne rojo cuyo efecto inmediato será el de ocho uñas clavadas firmemente en la cuerina del volante.

Quien tenga la urbanidad de respetar las normas verá cómo los servidores del orden público sufren de un daltonismo tan pronunciado que no les permite distinguir la señal prohibitiva. Entonces, muy orondos, seguirán camino ante la indignada vista de los incomprensivos conductores o peatones. Aunque, pensándolo bien, todo se deba quizás a esos conocidos hechizos debidos a espíritus inquietos e inquietantes (tengan a bien aquí recordar el famoso Correcordones, que suele hacer de las suyas en estas calles) quienes, en la proximidad de un semáforo, producen una llamada de urgencia al patrullero, el que encenderá sus luces rotativas y tal vez haga sonar un segundo la sirena hasta cruzar el semaforo en rojo, para luego comprobar subrepticiamente que no había tal emergencia y seguir con indiferencia hasta el kiosquito abierto las veinticuatro horas para el oportuno garroneo de cocacola o cigarros.

Los semáforos ubicados en calle San Martín, camino a la zona industrial, han reducido los accidentes en la misma proporción que han reducido el tránsito. No son pocos quienes prefieren tomar un bote a remo en el Puerto de Cabotaje y hacerse unos kilómetros (y buenos tubos) por el Paraná para llegar a tiempo a una cita en Barrio Galotto, antes que aventurarse en coche por la amplia avenida .

Sólo aquilatados valientes se animarán a cruzar a pie en la intersección de Presbítero Daniel Segundo (Saavedra, para inadaptados como el que escribe) y Eva Perón (Corrientes, ídem). Allí, los semáforos ubicados mucho antes de la intersección -quizás con el fin de evitar las aceleradas en amarillo- se confabularán endiabladamente para que el peatón llegado al cordón de la vereda no tenga la menor idea de si debe o no cruzar. Entonces, se encomendará a todos los santos o suplicará inmunidad a los espiritus inmundos que habitan la bocacalle para llegar al otro lado indemnes o con el mínimo roce de un motorrepartidor apurado.

Los detalles de este acotadísimo resumen no pasan desapercibidos para las autoridades. La Secretaría de Turismo -se dice- ha tomado cartas en el asunto. En Villa toda atrocidad troca en excentricidad, amonestan los maledicentes. Tal como personajes serviles a la feroz dictadura se convierten en simpáticos ciudadanos al servicio de la población, así se comenta que se está pergeñando la creación de la CHOCAS (Comisión ad Honorem Orgánica de Caóticas Aventuras Semafóricas), en alguno de los derruidos locales de una galería céntrica, para fomentar el turismo de riesgo local. Un iniciativa más destinada a poner a la ciudad en lo más alto de los sitios de interés del país.

Los esperamos...


[Publicado también en Villeraturas, 02/03/10]