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martes, 20 de mayo de 2014

MORADA AL SUR / Aurelio Arturo


I

En las noches mestizas que subían de la hierba,
jóvenes caballos, sombras curvas, brillantes,
estremecían la tierra con su casco de bronce.
Negras estrellas sonreían en la sombra con dientes de oro.

Después, de entre grandes hojas, salía lento el mundo.
La ancha tierra siempre cubierta con pieles de soles.
(Reyes habían ardido, reinas blancas, blandas,
sepultadas dentro de árboles gemían aún en la espesura).

Miraba el paisaje, sus ojos verdes, cándidos.
Una vaca sola, llena de grandes manchas,
revolcada en la noche de luna, cuando la luna sesga,
es como el pájaro toche en la rama, "llamita", "manzana de miel".

El agua límpida, de vastos cielos, doméstica se arrulla.
Pero ya en la represa, salta la bella fuerza,
con majestad de vacada que rebasa los pastales.
Y un ala verde, tímida, levanta toda la llanura.

El viento viene, viene vestido de follajes,
y se detiene y duda ante las puertas grandes,
abiertas a las salas, a los patios, las trojes.

Y se duerme en el viejo portal donde el silencio
es un maduro gajo de fragantes nostalgias.

Al mediodía la luz fluye de esa naranja,
en el centro del patio que barrieron los criados.
(El más viejo de ellos en el suelo sentado,
su sueño, mosca zumbante sobre su frente lenta).

No todo era rudeza, un áureo hilo de ensueño
se enredaba a la pulpa de mis encantamientos.
Y si al norte el viejo bosque tiene un tic-tac profundo,
al sur el curvo viento trae franjas de aroma.

(Yo miro las montañas. Sobre los largos muslos
de la nodriza, el sueño me alarga los cabellos).

II

Y aquí principia, en este torso de árbol,
en este umbral pulido por tantos pasos muertos,
la casa grande entre sus frescos ramos.
En sus rincones ángeles de sombra y de secreto.

En esas cámaras yo vi la faz de la luz pura.
Pero cuando las sombras las poblaban de musgos,
allí, mimosa y cauta, ponía entre mis manos,
sus lunas más hermosas la noche de las fábulas.

Entre años, entre árboles, circuida
por un vuelo de pájaros, guirnalda cuidadosa,
casa grande, blanco muro, piedra y ricas maderas,
a la orilla de este verde tumbo, de este oleaje poderoso.

En el umbral de roble demoraba,
hacía ya mucho tiempo, mucho tiempo marchito,
el alto grupo de hombres entre sombras oblicuas,
demoraba entre el humo lento alumbrado de remembranzas:

Oh voces manchadas del tenaz paisaje, llenas
del ruido de tan hermosos caballos que galopan bajo asombrosas ramas.
Yo subí a las montañas, también hechas de sueños,
yo ascendí, yo subí a las montañas donde un grito
persiste entre las alas de palomas salvajes.

Te hablo de días circuidos por los más finos árboles:
te hablo de las vastas noches alumbradas
por una estrella de menta que enciende toda sangre:

te hablo de la sangre que canta como una gota solitaria
que cae eternamente en la sombra, encendida:

te hablo de un bosque extasiado que existe
sólo para el oído, y que en el fondo de las noches pulsa
violas, arpas, laúdes y lluvias sempiternas.

Te hablo también: entre maderas, entre resinas,
entre millares de hojas inquietas, de una sola hoja:
pequeña mancha verde, de lozanía, de gracia,
hoja sola en que vibran los vientos que corrieron
por los bellos países donde el verde es de todos los colores,
los vientos que cantaron por los países de Colombia.

Te hablo de noches dulces, junto a los manantiales, junto a cielos,
que tiemblan temerosos entre alas azules:

te hablo de una voz que me es brisa constante,
en mi canción moviendo toda palabra mía,
como ese aliento que toda hoja mueve en el sur, tan dulcemente,
toda hoja, noche y día, suavemente en el sur.

III

En el umbral de roble demoraba,
hacía ya mucho tiempo, mucho tiempo marchito,
un viento ya sin fuerza, un viento remansado
que repetía una yerba antigua, hasta el cansancio.

Y yo volvía, volvía por los largos recintos
que tardara quince años en recorrer, volvía.

Y hacia la mitad de mi canto me detuve temblando
temblando temeroso, con un pie en una cámara
hechizada, y el otro a la orilla del valle
donde hierve la noche estrellada, la noche
que arde vorazmente en una llama tácita.

Y a la mitad del camino de mi canto temblando
me detuve, y no tiembla entre sus alas rotas,
con tanta angustia, una ave que agoniza, cual pudo,
mi corazón luchando entre cielos atroces.

IV

Duerme ahora en la cámara de la lanza rota en las batallas.
Manos de cera vuelan sobre tu frente donde murmuran
las abejas doradas de la fiebre, duerme.
El río sube por los arbustos, por las lianas, se acerca,
y su voz es tan vasta y su voz es tan llena.
Y le dices, repites: ¿Eres mi padre? Llenas el mundo
de tu aliento saludable, llenas la atmósfera.
Soy el profundo río de los mantos suntuosos.

Duerme quince años fulgentes, la noche ya ha cosido
suavemente tus párpados, como dos hojas más, a su follaje negro.

No eran jardines, no eran atmósferas delirantes. Tú te acuerdas
de esa tierra protegida por una ala perpetua de palomas.
Tantas, tantas mujeres bellas, fuertes, no, no eran
brisas visibles, no eran aromas palpables, la luz que venía
con tan cambiantes trajes, entre linos, entre rosas ardientes.
¿Era tu dulce tierra cantando, tu carne milagrosa, tu sangre ?

Todos los cedros callan, todos los robles callan.
Y junto al árbol rojo donde el cielo se posa,
hay un caballo negro con soles en las ancas,
y en cuyo ojo líquido habita una centella.
Hay un caballo, el mío, y oigo una voz que dice:
"Es el potro más bello en tierras de tu padre".

En el umbral gastado persiste un viento fiel,
repitiendo una sílaba que brilla por instantes.
Una hoja fina aún lleva su delgada frescura
de un extremo a otro extremo del año.
"Torna, torna a esta tierra donde es dulce la vida".

V

He escrito un viento, un soplo vivo
del viento entre fragancias, entre hierbas
mágicas; he narrado
el viento; sólo un poco de viento.

Noche, sombra hasta el fin, entre las secas
ramas, entre follajes, nidos rotos —entre años—
rebrillaban las lunas de cáscara de huevo,
las grandes lunas llenas de silencio y de espanto.

***


AURELIO ARTURO Colombia , 1906-1974

jueves, 1 de mayo de 2014

No es tiempo de crecer, cuentos de John Agudelo García


Sigue siendo el cuento, pese a la creencia común de que sea la novela, el territorio donde se prueba de manera contundente la calidad de un escritor. Como en la poesía, la narración corta no afloja —esa es su condición–, el nivel de exigencia que desde Chejov, Kafka, Joyce, Musil, Katherine Mansfield a Hemingway, Bashevis Singer, Salinger, Yourcenar, Cheever, Carver, Onnetti, Cortázar, Borges, Lispector, Ribeyro, Auster o Bolaño, la modernidad ha consagrado. En Colombia los nuevos escritores vuelven a repasar la lección de estos maestros y continúan abriendo su propio camino, desentrañando a través de ellos su propia voz.

John Agudelo García, joven poeta y narrador antioqueño, ha publicado el año pasado un libro de cuentos cuyo título parece advertirnos de la índole dramática oculta tras la máscara de la cotidianidad y asuntos aparentemente ingenuos, como la infancia o la adolescencia: No es tiempo de crecer, libro que fue, en su momento, proyecto ganador de la 2a. Convocatoria de Estímulos al Talento creativo, en el área de literatura, cuento joven, del Instituto de Cultura y Patrimonio de Antioquia en 2013 y que se editó en el mismo año por La Carreta Ediciones.

Once cuentos componen la obra que, como parece entonces, tienen como leit motiv el asunto de la infancia, esa época mítica del ser humano, padecida o soñada por muchos. No obstante, no es la infancia como niñez idílica lo que en el fondo motiva en John Agudelo la escritura de estos cuentos. Hay algo más inquietante que desde el comienzo, entre líneas, va deslizándose tras la voz del narrador en primera persona, la voz del muchacho que en tono de confidencia va revelándonos sus sueños, sus temores, sus fantasías tanto como el horror silencioso que cohabita con él esa realidad, ese territorio indefinible entre el misterio y la ordinariez, la imaginación y la tristeza. No es exactamente de esa niñez manida y falsa de la que nos hablan estas historias. En ellas los chicos maduran rápidamente a fuerza de costumbres y adulteces impuestas, a golpes de realismo crudo y urgente que en cada gesto, cada pequeño juego o búsqueda, cada manifestación de goce o de amor se introduce sin avisar, invade el corazón, la mínima esperanza de felicidad con la que sueñan. De eso en esencia nos hablan estos textos. Eso que oscuramente crece hoy dentro del corazón de ciertos muchachos y los apura, los lanza a la vida sin concesiones, sin mediaciones, sin ternuras gratuitas. Eso que explica de alguna manera también el origen de nuestras violencias.

Claro que es el ambiente del barrio, la casa, la calle de todos los días el escenario, el mismo en el que hemos vivido y crecido a nuestra vez quizá en un tiempo menos difícil. Allí se sitúan estas pequeñas historias que un lector desprevenido juzgaría un tanto simples, tal vez anecdóticas. Pero no. Como en los buenos poemas, la ausencia de énfasis, de dramatismos vacíos, y la voz casi tranquila, coloquial con la que va diciéndose hasta lo más cruel, lo más terrible, es lo que acaba conmoviéndonos profundamente.

Desde el comienzo hasta el final de estas páginas, la muerte es una presencia tutelar, junto al despertar de la conciencia, del erotismo y aun junto a la propia alegría de vivir que desde luego también hace parte de ellas, en el juego, en el asombro, la soledad contemplativa, en el sueño que acompaña las horas de esa edad indefinible. Pero es esa presencia a veces velada o explícita de la muerte la que tensiona de algún modo los hilos de la narración, aunque por momentos, la destreza del autor para involucrarnos secretamente en un ámbito de extraña serenidad, logre equilibrar la dureza con el tono ingenuo del narrador. Los sueños adolescentes, las fantasías eróticas respiran muy cerca de la pesadilla en este libro donde el juego más inocente vira de golpe hacia el vacío, la sombra, la violencia directa y sin ambages que después se reabsorbe en ese estado de indiferencia aprendida que denominamos “normalidad”. El cuento “Parqués” trae, por ejemplo, este pasaje revelador:

De todas formas él quiere cerciorarse. Me pide que lo acompañe pero me niego. No es necesario, ya he visto muchos muertos. Antes sí me daba un poco de curiosidad. Y al acercarme, miedo. Pero ya no siento nada. Ya me parece tan normal como comerme un ficho del parqués, y meterlo en la cárcel, aunque esté a punto de llegar”. —Parqués. Pág. 22.

O en "El cuerpo de mi hermanito", este otro:

El señor de la emisora dijo que había cadáveres regados por las calles. Y se atrevió a decir, para él, quiénes eran los culpables. Luego puso a hablar a un reportero que empezó a leer listas de desaparecidos. Y mi hermanito no estaba en las listas. Nunca estuvo en ninguna lista. Solo hoy alguien llamó a decir dónde estaba”.—El cuerpo de mi hermanito. Pág. 35

Aquí identificamos un lugar muy particular, muy reconocible y próximo para quienes hemos tenido ocasión de pasar parte de la niñez y la adolescencia en uno de esos barrios populares, compartiendo la existencia de una familia humilde, a veces fallida, sobreviviendo a toda clase de dificultades pero también, disfrutando la vida sin melindres en ese espacio de sencillez desprevenida tan vulnerable empero. En estos cuentos la voz narrativa del niño involucra directamente al lector en un mundo personal, en el que no hay distancias ficcionales, y cada historia se sustenta en la observación minuciosa, la memoria viva de espacios, emociones, rostros, palabras, sentimientos cuya raigambre se extiende más allá de la anécdota familiar. Es evidente la claridad y la eficacia de un lenguaje coloquial que no obstante, elude, repitámoslo, el simplismo y logra crear, recrear una atmósfera, unos personajes verosímiles pero poéticamente bellos, conmovedores, profundos. Desde el primer cuento: “Detrás del cerro”, con el chico que sueña explorar el mundo fantástico imaginado del otro lado de la montaña de su barrio, el niño al que su madre le “inventa” un padre con cartas que ella misma se escribe, hasta el muchacho que llega al rito iniciático del amor en “Ser hombre”, hay una parábola textual de hermosas resonancias que diríamos, conforman casi una pequeña novela en la que voces, diálogos, ritmos, imágenes van y vuelven alrededor del lector envolviéndolo, atrapándolo en su discurrir. No voy a detallar las incidencias de cada relato, como se acostumbra. Sólo diré que más allá de eso tenemos aquí un libro que da cuenta de un momento crucial en la grande o pequeña historia de una sociedad, una ciudad, un pueblo en el que bien o mal podremos reconocer nuestros gestos, nuestras distintas o semejantes maneras de ser, de hablarnos, de sentirnos, de abordar ese innominado territorio de extrañezas visibles e invisibles que por defecto terminamos llamando “realidad”, lo que deviene entonces en literatura, pero en este caso, literatura verdadera

No es tiempo de crecer, es un libro en la línea de una literatura que elude los clichés oportunistas de cierto “realismo sucio” en boga pero alcanza a expresar, desde un ángulo intimista, la silenciosa o silenciada tragedia de nuestras frustraciones, resentimientos, miedos, y tempranas desesperanzas. No obstante, no caben en él las lamentaciones banales, los reclamos retóricos ni las protestas de corte socio político porque ante todo esta obra se nos entrega como hecho estético, como verdad poética que da cuenta de un mundo en el lenguaje, la imagen, la transparencia del sentido y la forma que, a la postre, y más allá del asunto dramático, permite experimentar al lector en tiempos tranquilos o aciagos, lo que Barthes denominaba ese elusivo y cada vez más complejo “placer del texto”.

***
NY. Abril de 2014


miércoles, 29 de diciembre de 2010

El abrazo de la mirada / Tomo 3 / Samuel Vásquez



Recientemente se presentó en la Casa museo Fernando González, el tercer tomo de la obra El abrazo de la mirada, ganadora del Premio de Ensayo Ciudad de Medellín 2005, cuyo autor es el reconocido escritor, artista plástico, dramaturgo, ensayista y poeta Samuel Vásquez. Aquí un comentario de la misma escrito por Lucía Estrada y un fragmento de la obra por su autor:

*

El impulso que sostiene toda creación artística es vertical. Exige una tensión cifrada en el deseo, en la necesidad de abrir el universo de las percepciones y la poética de una nueva mirada.

Este libro deja de ser un documento histórico y referencial para convertirse en presencia luminosa, realidad tangible, sustancia viva que nos ofrece un vínculo verdadero con el arte y nos acerca, dura y amorosamente, a los momentos claves de tres grandes maestros de la escultura del siglo XX: Pablo Picasso, Henry Moore y Eduardo Chillida.

Su lenguaje nos lleva de la mano hasta ese instante de absoluta extrañeza en el que el artista incorpora al mundo una nueva conciencia de las formas que pugnan por encontrar su piedra de origen, su memoria más antigua, su fuego, su aire, su resistencia a la muerte y a la banalidad de nuestro tiempo. Samuel Vásquez nos descubre cómo estas obras son materia sensible, un rito, un llamado, una rebelión, una ruptura, una comunión secreta con el hombre mismo, con la vida.

Uno se detiene gozoso en estas piedras de intuición y lucidez. Un hilo de Ariadna las une diestramente hasta formar el camino que hoy recorremos emocionados y perplejos. No se trata, pues, de una visión retórica del arte contemporáneo, sino más bien de un hallazgo, de un movimiento permanente de la sensibilidad crítica de quien ha visto. No impone concepto alguno. Muestra. Enciende una luz sobre lo que no es costumbre mirar cuando se aprecia una obra de arte. Y esta luz nos insta a recrear lo señalado, nos exige un verdadero abrazo de la mirada. Y todo esto es posible porque más allá de un lenguaje académico y taxonómico, Samuel Vásquez recurre a la poesía, es decir, al lenguaje de la Creación.

Samuel Vásquez arriesga en su palabra y propicia en nosotros la experiencia vital de estas obras, nos ofrece las razones de su amor y uno comprende. No les roba misterio al diseccionarlas en una reflexión intelectual o académica. No. Él nos señala ese acontecer artístico respetando su esencia prodigiosa. No intenta clasificar lo que sabe desde siempre inclasificable, más bien nos entrega cuidadosamente la visión de ese universo cerrado, vuelto sobre sí, sobre su origen —que es la nada—, y recorre con nosotros cada uno de sus bordes, nos lleva a la contemplación de su totalidad.

Lucía Estrada

*














Elogio del horizonte-Eduardo Chillida, Gijón, España


NO CONOZCO EL CAMINO, PERO CONOZCO EL AROMA DEL CAMINO

1

La recepción artística no constituye un rito por el cual se reafirma una fe que custodiamos como verdad única, definitiva e indivisible, cuyo adviento hemos anhelado y preparado, sino que se abre como un abrazo de solidaridad con lo que la obra es. La doctrina mata el diálogo, y lo que propone la obra de arte es un diálogo invencible, donde no hay dominio del artista sobre la obra sino convivencia amorosa, y es ese mismo comportamiento amoroso el que se exige al espectador para acceder a ella.

No se trata, pues, de una experiencia que nos someta, que se nos imponga convirtiéndonos en apenas elementos pasivos de su acontecer, de su “fuerza histórica”. No. La recepción es una experiencia que genera conciencia, y ésta a su vez determina el tipo de experiencia.

La recepción artística no es una actividad notarial, no es una verificación de lo que tenemos delante. No es una actividad objetiva, es un acto crítico y escéptico, intuitivo y anárquico, y sobre todo vivencial, porque la obra de arte no es, está siendo. No puede reducirse a un simple acto de comunicación, porque aquí la comunicación es apenas uno entre muchos otros fenómenos como la transubstanciación, la transfiguración, la comprensión, la sublimación, la significación. Parece más una comunión.

“No hay hechos, sólo interpretaciones” ha dicho Nietzsche. Pero la interpretación se ha convertido en el espacio privilegiado e impune de los intermediarios: traductores, curas, actores, críticos, profesores. A pesar de las interpretaciones, la obra continúa hablándonos directamente. Las manos del artista están antes que los ojos del espectador. ¿Qué haría el intérprete si el artista se obstinara en callarse? ¿Haría mutis por el foro? ¿Hablaría sin parar sobre la no-obra del artista?
El lenguaje de la interpretación es razonable, y la obra de arte no tiene consideración alguna con la razón.

Críticos y curadores interpretan: el crítico de arte describe, da una idea, narra alrededor, pretende reemplazar la obra misma; el curador prescribe, receta, se arroga la interpretación anticipada, se pretende anterior a la obra, germen de ella misma. No es la especialísima visión del intérprete la que inaugura toda posible relación o acercamiento con el espectador, sino que la obra hace ver. Es que la obra no es un objeto, como dicen los teóricos, sino que es primordialmente sujeto. Sujeto-objeto.

Si la recepción de la obra de arte es diversa, la interpretación también lo será, y por tanto, lo único aceptable es la obra misma, fuente de múltiples percepciones y hontanar de diversas interpretaciones. Por más que la interpretación quiera canalizar esa fuente primigenia para conducir razonablemente sus aguas, será desbordada por el decurso vivo de su corriente.

Pero si bien es verdad que las exégesis que motiva la obra son múltiples y diversas, no deberán ser arbitrarias, pues el campo lo delimita la obra misma. Ella contenía ya, calladamente, esas interpretaciones. La teoría está subyacente en la obra. Pero es mejor ensillar la obra y viajar a lomo de ella, que viajar a lomo de crítica.
El arte es un hecho. La estética, una idea.

La estética acude cuando la percepción se agota. Sin embargo, siempre se da una relación imbricada entre la estética participada y el nuevo hecho artístico que introduce un estado de crisis, un conflicto, poniendo en entredicho la estética establecida. La obra de arte nueva cuestiona los modelos existentes y se niega a disolverse en la sociedad, manteniéndose como la única utopía invencible a través del tiempo, entendiendo utopía como “la belleza irrenunciable” (María Zambrano).

La obra de arte es una respuesta que pregunta, y esta pregunta no es forzosamente la adecuada: a veces resulta impertinente, arrogante, pregunta que incomoda.
La obra de arte rompe la cadena congruente de preguntas que una sociedad quiere, que una cultura espera, que una comunidad acepta para no ser perturbada. Rompe con la estructura cósmica de lo establecido e introduce un pedazo de caos que nos mueve y nos conmueve. Rompe el universo de sentido compartido e instalado, y genera un sentido-otro.

La inteligencia se manifiesta en el orden de las respuestas. La creación en el desorden de las preguntas. El arte no es, irremediablemente, un proceso de identificación; es, además y sobre todo, una andadura incierta para alcanzar la otredad.

Ante la algarabía de los medios masivos, el imperio de lo espectacular y el ruido ambiente, el arte se atrinchera en la poesía de lo precioso o de lo precario:
“Van Gogh padeció lo que ha padecido para que los hombres pudiesen ver el cielo un poco más azul y el trigo maduro un poco más amarillo, y para llenar con ese pequeño aporte el vacío de sus almas, evitando a sus semejantes todo lo que él, Van Gogh, había padecido” (G. C. Argan).

La obra de arte atraviesa desnuda la selva de palabras que la acecha. ¿Sale ilesa de este viaje?
Críticos, curadores, historiadores, filósofos, gritan en coro que la obra no es otra cosa que la suma de relatos que se hacen de ella, que la obra está constituida por la descripción a varias voces que se hace de ella. Pero la obra no es apenas un objeto físico que ocupa un espacio determinado y que se agota en su fisicidad, como tampoco es sólo una idea inmaterial que en su meta-fisicidad no se deja asir.
Siempre se ha escindido la obra de arte entre forma y contenido, entre materialidad y espíritu, entre apariencia y esencia, favoreciendo las segundas en detrimento de las primeras. ¡Ah, olvidamos cuánto hay de misterio en las apariencias!
En la obra de arte la forma hace parte del contenido como el danzante hace parte de la danza y son indiscernibles.

La obra de arte no es una proclama, no es una declaración de principios, no es un manifiesto, no es siquiera una afirmación, no. La obra de arte es un documento contra el olvido, es una rebelión contra la mediocridad. Es un testimonio de haber estado aquí, como el que dejó Van Eyck en la pared del cuarto de los esposos Arnolfini.

Ella es realidad agregada a lo dado real, no apenas un comentario sobre el mundo.
El arte es un acto de amor que lleva implícita “la belleza, promesa de felicidad” como dice Stendhal, y como acto de amor exige una relación personal, sólo lo entregamos a unos cuantos elegidos. Es totalmente falaz el “amor a la humanidad” y el “amor al pueblo” que dicen profesar líderes religiosos y políticos. Así mismo, el “amor al arte” es una falacia.

2

El vacío no está dado de antemano.
El vacío no existía antes de que el hombre llegara.
El vacío es creado.
Ha sido necesaria una desocupación del espacio, una deconstrucción de toda imagen, de toda forma.
El vacío se crea de manera análoga a como se crea el silencio.
No es solamente un silencio en los ojos, una presencia invisible en el espacio, en las cosas... en la escucha.
Lo que estaba allí, antes, era espacio.
Espacio aún no limitado, aún no medido, aún no formado.
En la hoja en blanco todavía no está el vacío.
En la sala de conciertos todavía no está el silencio. El silencio hay que crearlo.
Lo opuesto de la música no es el silencio. Lo contrario de la música es otra música.
El silencio lo crea el músico, la música. La música crea el silencio con tanto amor como éste oye la música. El silencio no es ocultamiento de lo que uno no sabe decir. No es imposibilidad de lo no comunicable. Ni siquiera es lo que uno calla. El silencio habla, es una afirmación, es una propiedad potente del arte.
Es función primera del artista crear la nada, es decir, el espacio propicio para la creación.
Es en esta nada donde la obra nacerá.
Es en ese aire donde respirará.
Es en esa atmósfera donde existirá.

Así emerge una forma de lo informe, se hace orgánico un pedazo de caos sin renunciar a su vocación caótica, surge de lo callado un canto y del canto emerge la palabra (fue esa la promesa de los pájaros), y la velocidad del espacio se detiene adquiriendo cualidad de lugar. Allí, la huella de los sueños del hombre deja una hendidura más duradera que la huella de sus pies.

La nada es una impresencia. Es el espacio donde puede expresarse algo. Es ése el lugar del acontecimiento, de la epifanía. La nada es el espacio dispuesto a recibir, a contener, a ser ocupado, a que suceda algo. Espera con paciencia a la forma, a la imagen, al movimiento.
El vacío, en cambio, es espacio ocupado por el silencio. El espacio ya no espera, está pleno. El vacío es una presencia, no padece compañía. Trabaja a favor de la espacialidad, de la quietud, de la soledad. “Vacío es el espacio en exilio continuo de sí mismo”, dice José Ángel Valente.
La nada es un espacio cóncavo=receptivo.
El vacío es un espacio convexo=expresivo.

“Espaciar es dejar libres los lugares donde un dios se deja ver, los lugares de los que los dioses han huido, los lugares en que la aparición de la divinidad se demora largo tiempo”, dice Heidegger. Todo es espacio. Con forma o sin ella. Pero lugar es exclusivamente humano. No existía el lugar antes de que el hombre llegara. Dios carece de sentido del lugar. Por eso se desparrama, incontinente, por todas partes.

El lugar lo marca el hombre, transformando espacio en sitio, en paraje.
La escultura había operado siempre en un espacio plástico —no real— y sólo a partir del Constructivismo la escultura adopta el espacio real, el espacio del árbol, del pájaro, del hombre. Y el tiempo de la obra es, entonces, un tiempo estético, un tiempo sin horas ni estaciones. Si comparamos el tiempo de la pintura de Cezánne con el tiempo historicista de su época, comprendemos que su pintura vive otro tiempo.
Nota al margen: En su antropocentrismo, Octavio Paz esperó inútilmente a que el hombre apareciera en la escultura de Chillida: “Por esto, sin duda, la figura humana no aparece todavía en su obra. Dogo todavía porque estoy seguro de que, en su momento, aparecerá”, nos dice. No se dio cuenta Paz de que la figura humana era él mismo.

3

Ya Eiffel había levantado su torre semilla del constructivismo (1889), ya Endell había hecho el Taller Elvira (1897), ya Guimard había diseñado las rejas del metro de París (1900).

Ya Picasso había realizado su guitarra de chapa (1912) iniciando la nueva técnica constructivista de hacer escultura, diferente a las tradicionales: la talla, el modelado y el vaciado.

Ya Tatlin había visitado a Picasso en París (1914) y había regresado a Rusia a construir sus esculturas revolucionarias anteriores a la revolución social de su país, y que motivaron y acompañaron el trabajo de Rodchenko.

Ya Picasso había experimentado con figuras hechas en alambre (1928) que Kanhweiler llamó “dibujos en el espacio”.

Ya Picasso había trabajado con Julio González sus esculturas en hierro: “Nos divertimos como cosacos”, comentaría después.

Sólo al retornar al país vasco (1951) Eduardo Chillida recibe el legado que le es legítimo y familiar: la fragua, la forja. Hay tradición herrera en el país vasco, en Hernani que es donde se instala a su regreso de París, desilusionado de la escultura de bulto que hacía allí, bajo la evidente influencia de Henry Moore.

A su regreso definitivo a Euskadi vive en casa de una tía, cerca a la fragua de Manuel Illaramendi, a quien le pide que le deje trabajar allí. “Mire, señor Chillida —le dice Illaramendi—, yo le puedo dejar la fragua cuando no esté haciendo cosas serias. Yo trabajo de nueve de la mañana a ocho de la tarde. Para cosas que no sean útiles, si usted puede venir aquí a las seis de la mañana, yo le dejo la llave”. Chillida trabaja allí durante un año, y después de ese tiempo monta su propia fragua.

Cada vez más escasos y más costosos, los mármoles y las maderas han dado paso a la era del metal en la escultura moderna. Aparte del bronce fundido (de altísimo costo) que viene de antiguo y determina una mixtura de procesos técnicos que incluyen modelado, moldeado y vaciado, el hierro, el acero y el aluminio han llegado a reemplazar a la madera y a la piedra por sus menores precios, por su facilidad de consecución y por las nuevas técnicas constructivas.

Estos nuevos materiales artísticos pueden ser cortados, soldados, martillados, fundidos, pulidos, atornillados, forjados, patinados, pintados y oxidados, enriqueciendo así su superficie y facilitando la construcción de las nuevas esculturas.

Chillida adopta el material más fuerte entre los duros —el hierro—, y el más fuerte entre los blandos —el fuego—. “La materia incandescente, el mundo de los dioses, el flujo original” (J. A. Valente).

Si se vuelve atrás, es inocuo volver apenas unos pasos, habrá que regresar suficientemente atrás hasta algún origen. El hierro le asigna antigüedad a su obra. Antigüedad, no vejez. Lo viejo es de polvo, lo antiguo de piedra. Lo antiguo salta de hoy a un tiempo sin tiempo. La antigüedad es ese pasado que excede nuestra memoria. La antigüedad todavía oye el murmullo de los dioses. Chillida llega a algo tan antiguo, que es una novedad.

Pero el material no sirve únicamente de soporte a esta escultura. Aquí el material es inseparable de su expresión, tal como la palabra en el poema no es sólo sonido físico.

Y es que no podrá envejecer una obra hecha de hierro y viento, de hierro y horizonte, de hierro y sueño, de hierro y silencio. Chillida introduce materiales intemporales en obras como “Peine del viento”, “Elogio del horizonte”, “Rumor de límites”, “Yunque de sueños”. Con esta reunión de opuestos, de dureza e invisibilidad, de pesadez y liviandad, de cosa al alcance de las manos y lejanía, Chillida logra su síntesis poética.

Escultura hecha de interrogantes, estos garabatos al aire son signos de interrogación: “Yo me ubico en un terreno donde todo es desconocido [...] ¡yo no sé nada! pero me gustaría saber, entonces, ando ahí rascando, [...] yo no represento, yo pregunto”. Entonces este grafismo metálico raya el espacio, buscando. Sin embargo, el hierro se resiste: él también tiene sus preguntas. Al fin escultor y materia llegan a un acuerdo, y la escultura alcanza la fuerza y la suavidad de la pregunta, el deseo y la exigencia de la interrogación.

La escultura es de práctica lenta. Aquí no se da la inmediatez de realización que puede alcanzar la pintura, ni es posible su espontaneidad técnica y expresiva. Aquí no es posible decir como decía Pollock, “cuando estoy en mi pintura, no me doy cuenta de lo que estoy haciendo”.

Dada su práctica lenta, la escultura ha estado casi totalmente ajena a lo gestual. Pocos antecedentes se podrían mencionar: Rodin con su Balzac, Daumier, Picasso, la escultura africana.

Y a pesar de su factura paciente, la escultura de Chillida es gestual. ¿Cómo congelar el gesto sin que pierda su carácter expresivo? Agregándole viento.


Samuel Vásquez

***

Fuente:

Vásquez, Samuel. El abrazo de la mirada / Picasso, Moore, Chillida, Premio de Ensayo Ciudad de Medellín, Fondo Editorial Ateneo Porfirio Barba Jacob, Medellín, septiembre de 2010, p.p.: 33 - 44. - (Reproducido del archivo virtual de Otraparte, Casa museo Fernando González- Envigado, dic 14 de 2010)

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Umberto Senegal / Selección de Haikús



*

Perdón, hermanos
pájaros, por tanto
poema escrito.

*

Madrugada.
Dos capullos se abren
al canto del gorrión.

*

Desnudo árbol,
perduras en el aleteo
de las aves.

*

Atardece. Sobre la flor,
el colibrí último
rayo de sol.

*

Libélulas
sobre el chamizo.
Ardoroso verano.

*

Atardeció. Tantos
hombres y no lograron
ensuciar el día.

*

La oscura noche
tampoco se compadece
de mis violetas.

*

Floreció el cafetal.
Sólo mi haikú se repite,
se repite.

*

Saliendo de la nube
se introduce sin ruido
la luna en el charco.

*

El viento.
Una araña muerta
pende de su hilo.

*

Sobre la cuerda
recupera su humildad
la ropa.

*

Cada hoja, éxtasis.
Cada trino, satori.
¿Cómo caminar?

*

Gotas. Se parece
tanto a la vida este
repentino aguacero.

*

Luna entre niebla.
A mi soledad
canta la rana.

*

A la orilla del camino
el viejo zapato
sin dueño.

*

Esa hoja, que cae del árbol,
sabe y nada dice
de la vida que me resta.

*

En la rama
del naranjo
madura la luna.

*

¿Mi corazón?
Algo así como la montaña
nublándose.

*

Silénciate, avecilla,
se te adelantó
la luna.

*

Sentado en un rincón
del mundo
observo la flor.

*

Del aguacero
solo charquitos
que salta el grillo.

*

Inútil preguntar
y responder:
todo se desvanece.

*

Otro día más.
Otro menos. ¿Quién sabe?
Llegué a la noche.

*

Esplendorosa
madrugada. En la punta
de la rama, una flor.

*

¡Tanta dignidad
en la mirada
del perro callejero!

*

Sólo lamentaré
los árboles
que no he mirado.

*

Cubierto de bruma.
Así deseo
terminar mis días.

***

(Tomados del libro Blanco sobre blanco,Colección Poesía, Nro. 10, de Cuadernos Negros, Editorial. Fundación Pundarika, Calarcá-Colombia, 2008)

*

Umberto Senegal - (Seudónimo de Humberto Jaramillo) Poeta, narrador, educador y editor, nacido en Calarcá, Colombia. Entre sus libros publicados figuran: Desventurados los Mansos (cuentos); Ventanas al Nirvana (poesía); Pundarika (poesía Zen ); Dejé las flores en el sueño; Sunyata; Cuentos atómicos y Haikuentos. Fundador y presidente de la Asociación Colombiana del Haikú.

lunes, 1 de noviembre de 2010

A la muerte de Fernando Garavito / Homenaje


*
Mi amigo, el poeta León Gil, me ha enviado este texto dolido y solidario ante la noticia infortunada que se conoció en el país la semana pasada: la muerte trágica del poeta, escritor y periodista Fernando Garavito (Colombia, 1944-Estados Unidos, 2010). Comparto aquí como sentido homenaje a este compatriota nuestro, sus palabras, y el poema que de él nos envía:

*

Acabo de enterarme de la muerte del escritor y poeta bogotano Fernando Garavito, ocurrida en un accidente de tránsito éste 28 de octubre en el estado Nuevo México de Estados Unidos, país donde se había exiliado desde comienzo de 2000 por amenazas en su contra. Es una muerte que lamento; no sólo por lo que representó para el periodismo y la literatura, sino porque con gran pena deberé borrar de mis contactos a una persona que siempre tenía palabras amables para los textos que por este medio le compartía.

Como un sencillo homenaje a su memoria, anexo un poema suyo dedicado a las vacas, junto con otro dedicado a las mismas “artistas”, del excelente poeta de Guyana, John Agard; con quien tuve el honor de compartir mesa de lectura en el último Festival Internacional de poesía de Medellín. Asimismo, adjunto un archivo con una selección de artículos de este hombre honorable, valiente y lúcido, a quien la parapolítica del último gobierno condenó a vivir lejos de su tierra, de sus amigos y de los suyos.

Buen día.

León Gil

*


LAS VACAS

Por Fernando Garavito

Una vaca no es sólo un animal de cuatro patas y con cuernos:
yo creo que ella es la obra maestra de la naturaleza.
Cuando en su potrero se dedica a mirar silenciosamente el horizonte
la vaca es una poesía que come pasto y piensa.
Así deberían ser todas las poesías que se escriban.
Comer pasto y pensar, bien puede ser el secreto ideal del género humano,
sólo que entre nosotros las cosas se dan de otra manera:
las poesías se escriben para plantear temas trascendentales,
pero, pregunto yo, ¿qué puede ser más interesante que una vaca, con sus gruesos labios verdes y su cola,
hecha a propósito para espantar moscas y sacudir la modorra de las tardes de invierno?
En estas, cuando todos queremos sentarnos frente a la chimenea a hablar de lo que hubiera podido ser si tal cosa o tal otra
o a oír cómo crepita el fuego mientras forma derrumbes de catedrales y ciudades
que consume con una voracidad implacable y sin tregua
(derrumbes a los que asistimos con el sorprendido secreto encanto
de quienes hubieran querido participar en esas demoliciones),
comprendemos de pronto por qué las vacas no son memorialistas ni filósofos,
sino unos simples paréntesis de blanco y negro en los brillantes colores del paisaje.
Lo más encantador de las vacas es que sencillamente sean vacas, sin pretender nada más.
¿Para qué quisieran ser hombres o caballos,
o inclusive empleados de ferrocarril que llevan de un lado a otro sus
gusanos de luz noche tras noche,
mientras exigen los tiquetes y los perforan con sus precisos ruidos
metálicos,
que nos separan de lo que amamos y nos impiden volver cuantas veces quisiéramos, donde quisiéramos,
para estar con quien nos gusta estar porque nos gusta?
Entre tanto las vacas pertenecen a sus potreros
y nada las agita ni las saca de su parsimonia.
Ellas se inventaron la auténtica sabiduría del silencio.
Cuando las llevan al abrevadero o las cruzan con los sementales
no están obligadas a mostrar ningún entusiasmo,
simplemente van porque no tenían nada mejor qué hacer en ese momento
y mientras los toros se agitan sobre ellas en estertores ridículos,
continúan con su distendido cuello mustio debajo de las orejas
hasta que, cuando todo termina, se limitan a sacudirse la molestia con un trotecito.
Ah, pensar en las vacas es sentirse un poco como ellas,
sentir que uno nació para algo muy distinto que para convertirse en bife,
pero es triste estar irremediablemente hecho de trozos que terminarán por distribuirse en platos de restaurante
y que se dejarán al fuego según el gusto de los señores comensales que es siempre distinto,
de tal manera que algunos piden su porción término medio y otros un cuarto y otros bien asada,
y, mientras esperan, sienten una cierta ansiedad en la saliva y en el
vientre.
Pero no se trata de utilizar a la vaca como una herramienta para pensar.
Se trata de llegar a tener pensamientos de vaca sin llegar a ser vaca,
lo cual no es difícil porque ellas sólo piensan en el pienso,
pensamiento en el que algunos las pondrían en el peligro de ubicarlas al comienzo de una nueva gramática.
Las vacas, supongo, son seres sin ortografía ni melindres.
Van por el camino dejando sus bostas donde menos se espera,
sin necesidad de detener al rebaño para un oficio tan secundario,
que a ellas las deja indiferentes aunque, para qué negarlo, levemente satisfechas y descansadas.
Las vacas son pésimas para subir escaleras y para avisar que están perdidas.
De ahí que los cencerros suenen con esa tristeza encerrada
en la que muchos seres urbanos creen ver cierta poesía de las cosas del campo.
Cuando a las seis de la tarde vuelven a los establos
después de un día de agruparse debajo de los árboles, fuera de los
sembrados,
a las vacas lo que menos les interesa es perderse de la sal que las espera en la batea común bajo las lámparas de kerosene.
Es entonces cuando recogen las experiencias de la jornada,
que las van preparando para saber en qué momento les llegará la hora de tenderse,
si quieren evitar que el porrazo de la muerte sea tan estruendoso
que sobresalte el sosegado rumiar de las demás y las distraiga de su oficio
de hacer el horizonte a punta de miradas.

*

LENGUAJE VACUNO

Por John agard


Date un paseo por los esplendidos campos matinales
del verano
Fíjate en las vacas en el pleno esplendor
de su cuero blanco y negro

Y recuerdo que hubo un hombre que dijo una vez yo
tengo un sueño
pero un día lo abalearon a sangre fría porque tenía un sueño elevado
de blanco y negro tomados de la mano

Camina hacia los espléndidos campos matinales del
verano

mira a las vacas en el verdor de la meditación
una horda de armonía blanca y negra
Tal vez las vacas intentan decirnos algo

pero nosotros carniceros humanos no podemos
comprender
el lenguaje vacuno
mucho menos su vacuno silencio
para interpretar el vacuno silencio hay que recurrir a
un poeta no a carniceros ni políticos

las vacas en la gloria entretejida
de su cuero blanco y negro
tienen su propia historia misteriosa
las vacas en su gloria entretejida de su cuero blanco y

negro
nunca supieron del apartheid
nunca practicaron el genocidio
nunca parecen preocupadas
que la hierba sea más verde del otro lado
las vacas calmadamente se casan entre ellas


las vacas en su gloria entretejida
de su cuero blanco y negro
las vacas en su gloria entretejida
de la integracion del blanco y negro
no pueden deletrear integracion
las vacas nuncafueron a la escuela
por eso es que las vacas son tan relajadas tan super
relajadas
y sobretodo las vacas nunca le imponen

su lengua
a otras naciones


¿Muges mi mensaje, lo muges?

***

viernes, 6 de agosto de 2010

Elkin Restrepo / Poema



COMPOSICIÓN

Las usuales cosas de siempre.

Nadie daría un peso por ellas.

Su brillo de latón
ahogado en el trivial
episodio de cada día.

El beso que hoy sumamos
al beso de ayer.

Su inhumano porvenir.

La loza que se acumula
en el fregadero.

El rosedal
que cunde en el jardín
opaco.

Nadie hablaría aquí
de salvación.

Y sin embargo
son ellas,
las usuales cosas,

el beso, el fregadero,
el jardín,

los sueños
que apenas te llevan
a alguna parte,

las que
en su destello,
en su paciente desventura,

elevan al cielo
el coro

que hace volver la cabeza
a los mismos ángeles.

***

Elkin Restrepo - Medellín, 1946. Poeta, cuentista, pintor. Algunos de sus libros: "Retrato de artistas" (1983); "Absorto escuchando el cercano canto de sirenas" (1985); "La Dádiva" (1990); "Lo que trae el día" (2000); "Luna blanca" (2005). Este poema pertenece a "La visita que no pasó del jardín" (2006).

***

martes, 3 de agosto de 2010

Poema


CRÓNICA

I

Esa mañana
no hubo suficiente sol en la mesa
El periódico se deshizo en las manos
con lo que no pudimos saber
si era ya la fecha señalada

Afuera
nada parecía suceder sin embargo

II

Pero
en verdad ya estábamos a merced
sin que lo hubiéramos notado a tiempo

No hubo estruendo
disparos
gritos

Sólo oscura resignación
cuando entendimos
al término del día
que aun muertos
nada ni nadie daba cuenta de ello

III

El miedo entonces
siguió siendo
no ya la muerte
sino
volver a vivir
y no saberlo
incluso al despertar
la mañana siguiente
con sol
y el periódico nuevo
en las manos


***

(Del libro inédito, Morir al sur)