jueves, septiembre 19, 2024
Lejano Oriente y deseo de revolución.
(Presentación
a El movimiento
estudiantil radical japonés y el Zenkyōtō (1945-1970), de Tomás
Pacheco Márquez, Editorial Banzai/Pensamiento & Batalla, 2024).
“La forma
se presta para expresar el movimiento de la revolución la forma es la
revolución” (J.F. Lyotard)
I
La
historia de la revuelta global de los sesenta ha sido hace ya bastante tiempo reducida
a ciertas manifestaciones estudiantiles en el Barrio Latino en París ocurridas en
mayo de 1968. En esta operación de amnesia histórica, se ha logrado hacer olvidar
la dimensión global e internacionalista de un momento revolucionario acéfalo y
multidireccional que logró por un momento poner en jaque al viejo orden del
mundo a ambos lados de la cortina de hierro, en el norte y en el sur del
planeta.
En el
relato que se ha instalado como oficial, jamás se menciona que en Francia los
hechos de mayo gatillaron hacia el mes de junio una huelga general salvaje de
millones de personas en todo el país, de la cual a veces pareciera que nadie se
acuerda, y que fue posible a pesar de la fuerte oposición del aparato sindical
dominado por los estalinistas del P“C” francés. Y a partir de ahí, se suprime también
de la memoria de esos años la centralidad de la lucha de clases, en que por un
breve y hermoso momento el anticapitalismo proletario coincidió con otras
luchas emancipatorias en torno a raza y género, con el movimiento por los
derechos civiles y las luchas de liberación nacional en los antiguos países
coloniales. No por casualidad la chispa que encendió la pradera en muchas
partes del planeta, también en Francia, fueron las acciones en solidaridad con la
resistencia antiimperialista del pueblo de Vietnam.
Pese a
ello, la mayoría de los libros y discursos académicos nos hablan sólo del mayo
de los estudiantes y no del de los obreros, campesinos, dueñas de casa, niños y
niñas, oficinistas y artistas varios que en ese momento se sumaron a esta
crisis total del funcionalismo, en que por varias semanas ya nadie quiso seguir
cumpliendo el rol social asignado. Los situacionistas sabían de eso cuando tan
temprano como en julio de 1968 publicaron su propio relato sobre lo que
llamaron el “movimiento de las ocupaciones” de mayo/junio, anticipando que en
pocos meses se publicarían tantas toneladas de basura sociológica sobre la
“revuelta de los jóvenes” que al cabo de unos cuantos años la dimensión
verdaderamente subversiva del acontecimiento sería prácticamente suprimida de
la memoria colectiva.
La
maniobra fue tan exitosa que hace poco escuché en un conversatorio que cuando
el expositor, un muchacho mexicano que hablaba de las luchas en el Kurdistán,
preguntó a la asistencia qué pasaba en Chile hacia 1968, la repuesta fue clara:
“¡Nada!”. Me retiré luego pensando en que para ese público tan de izquierdas el
crecimiento del MIR, el nacimiento de la VOP, el cúmulo de luchas obreras,
campesinas y estudiantiles que se dieron y la dura represión policial del
gobierno de Frei Montalva no significaban nada de nada: el verdadero y único
acontecimiento para ellos fue la elección de Allende en 1970 y, mil días
después, el golpe de Estado de Pinochet.
Por todo esto
es que recobrar la memoria colectiva de todas esas luchas es una tarea esencial
para quienes nos negamos a sucumbir ante el imperio capitalista de la muerte en
vida, y estamos ya más que aburridos de la mirada ahistórica y derechamente
mitológica de la izquierda tradicional. Este libro de Tomás Pacheco es un
aporte mayúsculo en este sentido, concentrándose en la historia del movimiento
estudiantil desde 1945 (final de la segunda guerra mundial, con la derrota
japonesa e inicio de la ocupación norteamericana), y llegando hasta los momentos
decisivos de la lucha estudiantil en el contexto del “68 japonés”. En efecto,
hasta ahora existen muy pocos libros en español dedicados a analizar el
movimiento revolucionario en Japón de ese período, y predominan visiones acerca
de un exotismo inocente propio de los japoneses y su tendencia a imitar las
formas culturales de occidente, en medio de una sociedad pacífica y conformista
en que no existirían ni revueltas ni
antagonismo social, las que habrían sido totalmente desterradas luego del
destacable “milagro japonés”.
Si hablamos
del “68 japonés” no es de ninguna manera para contribuir a reducir las luchas
de este ciclo solamente a lo que ocurrió en ese año en algunos lugares,
incluyendo la poco conocida historia de lo que pasó en este país asiático. La
denominación “68” funciona para nosotros a estas alturas no tanto como un dato
cronológico sino que más bien como un símbolo que condensa toda la época de lo
que algunos han llamado el “segundo asalto proletario contra la sociedad de
clases”. Este ciclo de luchas que se concentran en el “68” en rigor comenzó
hacia 1965/6, medio siglo después del “primer asalto” de 1917/9 y dos décadas
después del final de la segunda guerra mundial. Alcanzó su punto culminante
entre 1969 y 1971, y ya visiblemente en 1973 genera su propia contrarrevolución,
que comienza muy violentamente con el golpe de Estado en Chile, seguido de la
arremetida global del denominado “neoliberalismo” como fase o modelo actual del
capitalismo occidental, caracterizado en el plano socioeconómico por la
intensificación abierta de las relaciones sociales capitalistas en todos los
planos, y en el plano ideológico y cultural por un “realismo capitalista” que nos
enseña que no hay alternativas a este orden, y que se expresa tanto a nivel de
“sentido común” como en las distintas variedades de posmodernismo academicista
de derecha y de izquierda que hemos sufrido hasta hoy.
En fin: cuando
decimos “68” o incluso “mayo del 68” es un poco en el mismo sentido que las
alusiones que se hacen en Chile a “Octubre del 2019”: un mes y un año cuyo
recuerdo aterroriza tanto a los defensores de este orden que pretenden
conjurarlo condenando al “octubrismo” por todos los medios a su disposición,
que no son pocos. Parafraseando al viejo Debord, jamás volverá a pasar un mes
de mayo (u octubre) sin que se acuerden de nosotros.
II
En mi
caso, siendo un hijo del 71, tuve conocimiento de la intensidad de las
protestas japonesas de los sesenta por dos hechos fortuitos. El primero fue
toparme en la televisión abierta de trasnoche a inicios de los noventa con el
documental “Días de furia”, que dentro de su variopinto y exótico contenido
mostraba imágenes de la lucha de Sanrizuka contra la construcción del
aeropuerto de Narita en las afueras de Tokio, y la violenta resistencia y
represión que se generaban. La voz en off del conductor presentaba el
dramático registro como una confrontación entre el mañana (construir un moderno
aeropuerto) y el ayer (la lucha de los campesinos y estudiantes por impedirlo):
como diría Walter Benjamin, “la catástrofe es el progreso, el progreso es la
catástrofe”.
Poco
después, aún en la primera mitad de los noventa, di casualmente con el librito
de Bernard Beráud sobre “La izquierda revolucionaria en el Japón” (edición mexicana
de 1971), donde entremedio de las detalladas explicaciones sobre las tácticas
de combate callejero y la evolución de los distintos grupos de la
ultraizquierda japonesa me hice una clara idea del tipo de lucha
antiimperialista y a la vez antiestalinista que se llevaba a cabo por allá. Si
no fuera por esos hallazgos, no sé cuándo me hubiera enterado de toda la
expresión nipona de las luchas del segundo asalto, pues no es de extrañar que
en los relatos más conocidos sobre el 68 Japón casi no aparece.
Por ejemplo, a lo largo de las
quinientas páginas del best seller de Mark Kurlansky sobre 1968 como “el
año que estremeció al mundo”, sólo encontramos en el índice temático dos
alusiones a Japón, aunque bastante significativas: en una se explica a grandes
rasgos en qué consistía el movimiento estudiantil de la Zengakuren, y en la
segunda se refiere que el Partido “Comunista” japonés (de los más grandes en
esa época, junto al italiano, francés y chileno) fue uno de los que se opuso a
la invasión rusa de Checoslovaquia (no así el P”C” chileno, que inventó la
pedagógica consigna de “checo, entiende, los rusos te defienden”). Ambos
factores sólo son esbozados en el relato de Kurlansky, pero son fundamentales
para entender el contexto social y político que nos hemos propuesto describir,
pues confluyen en la existencia de una amplia contracultura juvenil de
izquierda radical, a la vez anticapitalista y antiautoritaria (la base cultural
de la llamada “Nueva Izquierda”), que se desarrolló con fuerza en algunos de
los países en que los P”C”s y otras expresiones de la izquierda tradicional
socialdemócrata y/o autoritaria aparecían no sólo como parte del “viejo orden”,
sino que también como culturalmente reaccionarias. Gran parte de este nuevo
movimiento surge de la radicalización de las posiciones en contra de la
intervención imperialista en Vietnam, y en el caso japonés, estas protestas
enlazaban con todo un movimiento previo de oposición a las bases militares que
mantenía Estados Unidos en el archipiélago, desde las cuales ahora se
intervenía directamente en esa guerra.
En este sentido, Kristin Ross -que
tampoco dedica mucho espacio en su excelente libro “Mayo del 68 y sus vidas
posteriores” al contexto japonés-, nos recuerda que gran parte del movimiento
en Francia y el resto del mundo estaba centrado en la oposición a la guerra de
Vietnam, lo cual tres décadas después ya había sido suprimido de la memoria,
junto con todo el contenido anticapitalista de la revuelta, para destacar en
cambio únicamente su aspecto cultural,
de liberación de las costumbres, en tanto movimiento “generacional”. Ross
destaca la influencia que tuvo en el movimiento estudiantil de Estados Unidos y
Francia el ejemplo de la Zengakuren, que había aprendido que “la policía no
siempre gana”. Y en efecto, en un momento sus tácticas fueron replicadas (con
variantes, obviamente) por los estudiantes de varias ciudades del mundo, lo
cual creo que se explica en gran medida por efecto de la circulación de
imágenes televisivas de las protestas, con su efecto contagioso que
posteriormente la prensa y TV oficiales se han cuidado de evitar.
En efecto, la especificidad de la
“escena japonesa” en el contexto del 68 global fue la masividad, creatividad y
combatividad de las luchas callejeras. En rigor, estas ya se habrían expresado
en gran estilo ya desde inicios de la década, pero la novedad tecnológica que
aportó 1968 fue la incorporación en los medios de comunicación de las
transmisiones en directo por televisión satelital, lo que dio al público un
sentido de simultaneidad de los eventos y luchas que se daban en todo el globo.
De esta forma, se pudo apreciar en directo y en todo el mundo escenas como las
que ya en 1960 había registrado el periodista Walter Cronkite y un equipo de la
CBS, cuando el presidente Eisenhower decidió finalmente no aterrizar en japón,
dada la presencia de decenas de miles de manifestantes de la Zengakuren.
Cronkite luego relató que cuando trató de salir del lugar no tuvo más remedio
que acercarse a las filas de los manifestantes, para acto seguido unirse a
ellos tomándose de los brazos y gritando “Banzai! Banzai!”. “Lo estaban pasando
magníficamente” y tras despedirse, recién pudo llegar a su automóvil y
dirigirse al aeropuerto.
No cabe duda de la gran fascinación que
causó en occidente la transmisión televisiva y registros fotográficos de
tácticas como la “danza de la serpiente”, la construcción de fortalezas de
madera para combatir contra la construcción del aeropuerto de Narita, y la
indumentaria propia de los estudiantes radicales japoneses (cascos de colores y
garrotes, que en verdad habían sido implementados primero en las peleas entre
distintas tendencias dentro de los campus universitarios antes de ser usados
masivamente para la lucha contra la policía).
John Lennon y Yoko Ono usaron los
típicos cascos Zengakuren en presentaciones en vivo y fotografiados así mismo
(con casco y puño en alto) aparecen en una famosa entrevista en el periódico
trotskista Red Mole y en el arte de portada del single “Power to the people” de
Lennon, lanzado en marzo de 1971.
Incluso un artista tan aparentemente
poco politizado como Jimi Hendrix, hizo en 1970 comparaciones entre la lucha de
los estudiantes norteamericanos, caracterizadas por la no-violencia al extremo
de “dejarse abrir la cabeza” por las porras de la policía, y las tácticas de
lucha callejera de los estudiantes japoneses. Mientras el comportamiento de los
jóvenes gringos le parecía masoquista, Hendrix lo contrastaba con el de “los
muchachos en Japón” que “se compran cascos, forman escuadrones y van en
bloques, así. Tienen todo lo necesario. Tienen sus escudos. Llevan soportes de
acero. Tienes que tener todas esas cosas”. Y no deja dudas acerca de sus
simpatías cuando remata con un “me gustaría ver a todos esos chavales
estadounidenses con cascos y grandes escudos romanos para hacer lo que van a
hacer. ¡Juntos de verdad! Si te vas a meter en eso, mejor que lo hagas con
otros. Toma nota, porque estoy harto de ver estadounidenses con la cabeza
abierta sin ningún motivo”.
III
Dentro de este escenario, la
investigación de Pacheco parte por explorar el ambiente político a partir de
1945, y la influencia que en ese escenario tiene el Partido “Comunista”
Japonés, la organización política que más peso tiene en el origen del movimiento
estudiantil de posguerra, y que presenta en ciertos momentos de su historia una
deriva a favor de la lucha armada. El
rol del P”C” es realmente importante, y en eso el 68 japonés comparte algunas
características con su equivalente francés, italiano e incluso chileno: países
en que el antiguo partido estalinista tiene una gran influencia política,
social y cultural, a la vez que aparece cada vez más como parte integrante del
“partido del orden”, lo que motiva ya desde fines de los cincuenta el surgimiento
de nuevas corrientes a su izquierda, que oscilan entre el marxismo-leninismo trotskista
o maoísta y las posiciones anti-autoritarias propias de la Nueva Izquierda, y
que terminan fraccionando y disputándose la dirección de la Zengakuren.
El movimiento estudiantil japonés tuvo
un largo proceso de crecimiento y maduración, que no pierde de vista la
vinculación con la lucha de clases, lo que lo constituye en un precursor del
movimiento global que se hace visible a contar del 68, lo cual contrasta notoriamente
con las visiones reduccionistas y eurocéntricas que plantean poco menos que los
movimientos en el resto del mundo imitaban la revuelta del mayo estudiantil francés.
Muy por el contrario, luego de una
larga trayectoria de luchas que incluyó la gran batalla contra la renovación
del tratado de cooperación y seguridad mutua (Anpo) con Estados Unidos en 1960,
a la reactivación de las movilizaciones que se produce desde fines de 1966, las
dos masivas confrontaciones con la policía en las inmediaciones del aeropuerto
de Haneda en octubre y noviembre 1967 (en que se trataba de impedir viajes al
exterior del primer ministro Sato), y las ocupaciones de campus que paralizaron
completamente el sistema universitario durante 1968 y 1969, que fueron en su
momento consideradas como la revuelta estudiantil más grande del mundo. Por eso
es que toda esta historia debería ser bien conocida en un país como Chile, cuyo
movimiento estudiantil ha logrado varias veces sacudir los cimientos del orden
social, tal como destaca Pacheco en su Introducción.
En su detallada revisión, después de
repasar la historia del P”C”J y el surgimiento de la Nueva Izquierda, Pacheco se
concentra sobre todo en el momento a fines de los sesenta en que surge un nuevo
tipo de organización en los campus universitarios. La ya antigua Zengakuren,
desgastada por la lucha de fracciones entre los distintos partidos y sectas de
ultraizquierda, no está a la altura de los nuevos desafíos de la lucha, y en
ese contexto surge el Zenkyoto, un movimiento más asambleario y horizontal organizado
en asambleas de campus, inspirado inicialmente en las ideas de la estudiante
Mitsuko Tokoro, que antes de fallecer prematuramente a inicios de 1968 dejó
escrito el influyente texto “La organización por venir” (1966).
Ferrán de
Vargas, autor del único libro que hasta ahora se ha dedicado en detalle a la
izquierda revolucionaria japonesa en el período que va desde la posguerra a
1972, señala que en ese momento parece haber surgido una “nueva ‘nueva
izquierda’”, que es la que se expresa con fuerza en la llamada “época de la
política” (1966-1971), el momento más álgido de esta historia, cuando la
izquierda revolucionaria movilizaba a alrededor de 300.000 personas en la calle. Y es también en esa época cuando en
vinculación con toda esa agitación social se desarrolla la contracultura
japonesa más interesante, que ha obsesionado a varios melómanos del mundo, como
Julian Cope -que le dedicó el libro Japrocksampler- y a mí mismo -que dediqué
el libro Barricadas a go-go a la escena musical desarrollada en el archipiélago
nipón entre 1968 y 1977. Cuando digo que esta movida era interesante, me
refiero sobre todo a sus formas -y no solo las musicales-, porque John y Yoko
podían ponerse cascos y Hendrix recomendar el uso de escudos y garrotes
mientras los Rolling Stones homenajeaban al “Street fighting man”, pero ¿en qué
otro país un miembro de una banda de rock se unió al Ejército Rojo para
secuestrar un avión?
El final de
esta historia coincide con el inicio de la contrarrevolución neoliberal, cuyo
hito fundacional fue el golpe de Estado en Chile en septiembre de 1973. Para
ese entonces el ciclo de luchas en Japón se había agotado y la nueva izquierda
en sus distintas variedades entró en decadencia, no volviendo a gozar nunca más
del nivel de simpatía y masividad de los tiempos que cubren estas
investigaciones. El “segundo asalto” fue derrotado, y la larga
contrarrevolución con que se le respondió sigue produciendo sus efectos entre
nosotros. Pero esa ya es otra historia.
Julio
Cortés Morales, invierno de 2024
Etiquetas: 68, Ejército Rojo japonés, Japo, lucha armada, lucha de clases, memoria negra
martes, septiembre 10, 2024
Lazzarato sobre Guerra Civil Mundial y poder constituyente
El domingo estuvo Maurizio Lazzarato en la feria del Libro de Recoleta, presentado por mi amigo Mario Sobarzo. La conversación giraba en torno a los temas de su último libro "¿Hacia una guerra civil mundial?" (Tinta Limón/Traficantes de Sueños).
Lamentablemente, mientras hablaba Maurizio avisaron desde la organización de la feria que había que desalojar la sala para dar espacio a otro lanzamiento, así que la experiencia quedó trunca y no se alcanzaron a hacer preguntas. Por lo menos alcancé a obsequiarle una copia de la bellísima edición reciente de "Los gorilas estaban entre nosotros" de Helios Prieto, por Novena Ola.
A continuación, les dejo un fragmento del libro.
¿Poder constituyente?
El spinozismo político puso de
moda el poder constituyente, de modo que incluso la lucha más pequeña sería su
expresión. Pero en la modernidad, el poder constituyente es una consecuencia
directa de las guerras civiles, las insurrecciones, las revoluciones. Toda
apertura del tiempo constituyente no es resultado de una potencia ontológica
genérica de las masas, de la clase, de la Multitud. Más bien, requiere una
estrategia para quebrar el poder establecido, una derrota infligida al enemigo
de clase: el ejemplo más reciente lo proporciona Chile, donde solo las grandes jornadas
insurreccionales de 2019 crearon la posibilidad de declarar abierta una fase
constituyente. La reversión de la fase constituyente contra los movimientos que
la habían producido se debe probablemente a que el período constituyente no fue interpretado como una continuación de
la guerra civil por otros medios (a diferencia del enemigo, no se sostenía
un punto de vista de clase sobre la situación pos-insurreccional).
En la modernidad, todas las
grandes constituciones, todas las grandes transformaciones políticas,
institucionales, jurídicas, sociales y económicas han sido producidas,
paradójicamente, “por el peor flagelo de la polis”, por la “peste” de la
“abominable” guerra civil, una “plaga que acecha la sociedad” (así la definían
los enemigos de la democracia en Grecia, porque guerra civil y democracia
significaban, según Aristóteles, revuelta y poder de los pobres): la “revolución”
estadounidense, la revolución francesa, la soviética, la mexicana, la china, la
vietnamita, la cubana, la iraní, etc. todas ellas son el resultado de la “más
dura de todas las guerras” capaz de producir un cambio radical en el sistema
económico, social, político, y en los valores que lo fundaron.
Las “democracias europeas”
nacieron de las guerras partisanas contra el fascismo. Incluso el gran
desarrollo económico de China surge de una guerra civil más o menos progresiva
y más o menos violenta: la “revolución cultural”. Solo después de la victoria
política de una parte sobre otra, de la afirmación de quienes querían imponer
la producción occidental incluso en un país socialista, el capitalismo se
afirma. Por lo que se podría enunciar una “ley” general: primero la revolución, o la guerra entre Estados o entre imperialismos,
luego la producción; primero la guerra de clases, luego la economía, el
derecho, el sistema político y su gobierno.
La guerra y la guerra civil son
fuerzas económicas, sociales y políticas o, para ser más precisos, constituyen
las condiciones políticas para que estas fuerzas surjan y se desarrollen. De
ellas depende el modo de producción, el sistema político, la forma que adoptará
una sociedad, para bien o para mal. El trágico caso de la Guerra Civil española
nos deja muchas lecciones negativas en este sentido. La victoria de Franco
impuso un capitalismo asfixiado, un sistema político y social radicalmente
reaccionario, diferente al de otros países europeos.
La guerra civil es una formidable
máquina de producción y transformación de subjetividad. Gianfranco Miglio
considera el enfrentamiento fratricida la más “real”, la más “total” de las
guerras: “Esta radicalidad, a su vez, clarifica por qué las guerras ‘civiles’
normalmente producen clases políticas más compactas y mejor equipadas para
contar más adelante en el proceso histórico”, y sistemas institucionales más
duraderos e importantes.
La constitución de nuevos sujetos
políticos, las formas inéditas de acción colectiva, los saltos y rupturas que
se producen en las subjetividades, se configuran dentro de estos conflictos,
algo pasado por alto por las teorías modernas que, paradójicamente, tienen al
“sujeto” en su centro (Foucault), la “producción de subjetividad” (Deleuze y
Guattari) y la “subjetivación de la Multitud” (Hardt y Negri). La
transformación de los modos de sentir y de sufrir, de los afectos y de la
sensibilidad es inseparable de las grandes rupturas políticas de masas.
Foucault, antes de teorizar sobre
la gubernamentalidad, el neoliberalismo y la fabricación del sujeto según
cánones ético-estéticos, lo sabía bien: “La guerra civil no solo pone en escena
elementos colectivos, sino que los constituye. Lejos de ser el proceso por el
cual se vuelve a bajar de la república a la individualidad, del soberano al
estado de naturaleza, del orden colectivo a la guerra de todos contra todos, la
guerra civil es el proceso a través del cual y por el cual se constituye una
serie de nuevas colectividades inexistentes antes de ella”.
Está muy claro que hasta que no
vuelva esta conciencia, la fantasía de las potencias constituyentes será solo
el marco de la reproducción sin fin de nuestra derrota.
La revolución y la guerra civil
tienen una relación problemática entre sí. Toda revolución es también una
guerra civil, pero no todas las guerras civiles son revoluciones. Si la
revolución es fruto de la modernidad, la guerra civil es tan antigua como la
civilización occidental, y también parece haberla originado. Roma, cuya
fundación fue el resultado de una lucha a muerte entre hermanos, puede servir
de emblema de la persistencia de la guerra civil, tanto en Grecia como en Roma.
Hannah Arendt señala una profunda diferencia entre revolución y guerra civil:
las revoluciones “no existían antes de la edad moderna” y constituyen ―a diferencia
de las guerras civiles (“fenómenos más antiguos del pasado que conocemos”)― las
novedades más relevantes de los nuevos tiempos políticos. En el siglo XVIII, la
revolución se concibe como una alternativa a la guerra civil, nos enseña
Kosseleck. La primera se asociaba al avance de la humanidad en todos los campos
(pensemos en Kant y en todo el idealismo alemán) mientras que la segunda se
refería a conflictos religiosos, guerras en las que hermanos matan a hermanos
sin aportar ningún progreso general. Mientras que la guerra civil significaba
“un absurdo dar vueltas en círculos”, la revolución “abría un nuevo horizonte”.
Si más tarde se pasa de la
contraposición a la subordinación de la guerra civil a la revolución, será el
marxismo quien la rehabilite completamente. Primero Marx y Engels, pero
definitivamente los bolcheviques y luego los comunistas chinos, hacen de la
guerra civil (transformada en guerra de partisanos, en guerra de guerrillas, en
guerra irregular) la condición de la revolución. Lenin advierte al proletariado
que no se deje engañar por el patriotismo de las guerras nacionales burguesas,
que “no debe desviar su atención de la única guerra verdaderamente liberadora,
a saber, la guerra civil contra la burguesía en ‘su’ propio país y la de los
países ‘extranjeros’”.
Hoy, en ausencia de toda voluntad
revolucionaria, en ausencia de todo proyecto de ruptura radical, abiertamente
reivindicado por los movimientos sin haberlo sustituido por nada tan poderoso y
eficaz, la guerra civil es asimétrica, dirigida y organizada por los poderes
contemporáneos en conjunción cada vez más estrecha con la guerra entre Estados,
con la guerra total y con el genocidio.
A pesar del despliegue de su gran
fuerza de negación y creación, la guerra civil es la gran ausente de la
renovación teórica de los años sesenta y setenta, con la única excepción,
durante un breve periodo, de Michel Foucault. Pero su voluntad de hacer de ella
una matriz de las relaciones sociales sirve de poco para analizar las guerras y
guerras civiles contemporáneas, porque nunca se enfrenta a las guerras
mundiales y guerras civiles del siglo XX que son su matriz. Para ello, es mejor
recurrir a otros que vivieron el siglo XX de forma más trágica e intensa, a
saber: los revolucionarios y los contrarrevolucionarios.
Etiquetas: guerra social, Lazzarato, nada mas práctico que una buena teoría, tercer asalto proletario contra la sociedad de clases, violencia y control
jueves, agosto 15, 2024
“Receta: meter el pasado en una caja, con muchas mayúsculas”. Entrevista a Furio Jesi (1979).
Pregunta: ¿Qué significa cultura de derechas?
Respuesta: La cultura en la que el pasado es una especie
de papilla homogeneizada que se puede moldear y mantener en forma de la manera
más útil. La cultura en la que prevalece una religión de la muerte o incluso una
religión de los muertos ejemplares. La cultura en la que se declara que existen
valores incuestionables, señalados con letras mayúsculas, sobre todo Tradición
y Cultura pero también Justicia, Libertad y Revolución. En definitiva, una
cultura hecha de autoridad, de certeza mitológica sobre las reglas del saber,
enseñar, mandar y obedecer. La mayor parte de la herencia cultural, incluso la de
aquellos que en la actualidad para nada quieren ser de derechas, es un
remanente cultural de derechas. En los siglos pasados, la cultura custodiada y
enseñada era sobre todo la cultura de los más poderosos y ricos, o para ser más
exactos, no era, o lo era en una mínima parte, la cultura de los más débiles y
pobres. Es inútil y no hay razón para escandalizarse por la presencia de estos
residuos, pero sí es necesario intentar saber de donde provienen.
Pregunta:
¿Existe una tradición cultural de derechas en Italia?
Respuesta: Elementos de la cultura de derechas, en el
sentido que he indicado, se encuentran en toda la cultura desde la Ilustración
hasta la actualidad, no solo en el contexto de orientaciones o regímenes
políticos claramente conservadores. En Italia, tal vez en correspondencia con
un escaso desarrollo de la llamada cultura de la gran burguesía, estos
elementos adquieren a menudo un tono trivial y menos evidente. Pero entre el Risorgimento
y 1979, ciertamente no faltaron ejemplos en Italia de la gran derecha. Me
parecen fundamentales y clarificadoras desde este punto de vista las recientes consideraciones
de Franco Fortini sobre Giaime Pastor, publicadas en los números 70-71 de Quaderni
Piacentini y desarrollado por el Espresso en el número 23.
Pregunta: ¿Es posible distinguir una cultura de derechas
de una cultura de izquierdas en la Italia de hoy?
Respuesta: Tengo algunas dudas sobre la
posibilidad de aplicar la distinción entre derecha e izquierda en Italia hoy,
no porque en abstracto la considere infundada, sino porque no sé exactamente
qué ejemplos de izquierda citar (si la derecha es eso a lo que me refería).
L´Espresso
(número 25, 24 de junio de 1979).
Reproducida en Furio Jesi, Cultura de derechas.
Traducción de Damián Queirolo, Bellaterra edicions, 2024
Etiquetas: 77, comunismo, Furio Jesi, nada mas práctico que una buena teoría
domingo, agosto 04, 2024
Solo la muerte es real: sobre la primera ola del Black Metal (1981-1987)
“SÓLO LA MUERTE ES REAL”: LA PRIMERA OLA DEL BLACK METAL, DE VENOM A CELTIC FROST (1981/1987). Parte 1 (Work In Progress)
“Pensábamos que, a través de esta música y de hacernos más
extremos, podíamos volvernos más puros” (Martin Eric Ain, bajista de
Hellhammer/Celtic Frost).
Finalmente me
atrevo a intentar poner por escrito algo de las profundas investigaciones que
he estado realizando en torno al objeto del “metal oscuro”, o si prefieren,
“black metal”, partiendo por lo que se ha llegado a entender como su “primera
ola”, a inicios de los ochenta.
Si pongo “black
metal” entre comillas para hablar de su primera ola, es porque hasta ahora
tiendo a pensar que el Black Metal propiamente tal, consciente de sí mismo como
un estilo definido y separado de otras variedades de metal extremo, es más bien
propio de la llamada “segunda ola”, de fines de los 80/inicios de los 90, que
hacia 1993/4 se hizo mundialmente conocida por una seguidilla de actos
violentos ocurridos en Escandinavia.
En todo caso,
aclaro de entrada que no tengo el nivel de conocimiento y experiencia necesaria
en materia de metal (entendido a la vez como música y cultura) como para ser
tan tajante en esa afirmación, y tengo presente que distintos exponentes del
metal contemporáneo como el famoso Fenriz de los noruegos Darkthrone hablan
derechamente de un Black Metal de los 80, organizando incluso compilados y exposiciones
que así lo demostrarían.
Hecha esa
advertencia, insistiré en que a mi juicio en los 80 estábamos aún frente a un
proto o ur Black Metal: un conjunto de bandas que de manera pionera que
trabajaron en formas estéticas que ayudaron a definir el estilo que tomaría una
forma ya nítida un poco después, más específicamente a inicios de los 90, afirmando
un retorno a los valores más oscuros, malignos y verdaderos -“true”, o “trve”, es un concepto central en
la cultura y jerga del BM hasta el día de hoy- de las bandas que los habían
precedido, en gran medida como respuesta a la mercantilización del death metal.
Si me excusan
lo arbitrario de la analogía, creo que en cierta forma el surgimiento del BM
como corriente cultural/musical (anti-ética y anti-estética) es similar a lo
que ocurrió en los 60 con el free jazz, que a la vez que abrazaba una estética
de vanguardia que lo emparentaba con formas experimentales de música
contemporánea “docta”, rescataba del pasado más profundo las raíces africanas
del primer jazz, surgido caóticamente en las bandas ambulantes polirítmicas y
multifónicas de los negros más pobres de Nueva Orleans (los de piel menos
oscura conformaban una afrancesada pequeño burguesía que tocaba en orquestas de
tipo europeo). De manera equivalente, a la vez que se reaccionaba contra la
aceptación comercial del estilo (jazz o metal), hurgando en el pasado las
raíces más profundas y “true”, se proyectaba el estilo original hacia
territorios inexplorados para los que no todos estaban preparados.
No resulta
casual que tanto el jazz libre de Albert Ayler como el estilo BM en sus
variedades más “paganas” hayan sido calificados como “revoluciones
conservadoras” (para el caso de Ayler y el free jazz, ver “Conservative
revolution’” de W.A. Baldwin en el Jazz Monthly de septiembre de 1967; para el
caso del BM, ver “El potencial revolucionario-conservador del Black Metal” de Olena
Semenyaka: nada menos que la jefa o más bien vocera del movimiento en torno al
neo-nazi Batallón Azov de Ucrania).
Tampoco me
parece un detalle el que en ambos casos la búsqueda de la pureza estética haya
llevado a formas fascistizantes de negación del otro: por un lado el “racismo
inverso” que innegablemente alimentaba las prácticas y la veta más política del
free jazz, con varios de sus participantes hostilizando a los músicos blancos
(hay varias anécdotas en los libros de Koloda y Wilmer sobre el tema) y acercándose
a variedades de “black power” asociadas a grupos tan poco anarco-comunistas
como la Nación del Islam, con lo cual coronaban filosóficamente su pretensión
de expurgar de su música todos los rastros de la influencia
blanca/europea/occidental.
Dos o tres
décadas después, encontramos una especie de reflejo de lo anterior en la
pretensión racista nórdica de personajes como Varg Vikernes (Burzum) de hacer
del BM una expresión musical “blanca”, sin rastro alguno del blues
afroamericano que había estado en el origen de todo el rock and roll y
especialmente del más pesado (del blues amplificado de Hendrix y Cream en los
60, al pub, glam, punk, hardcore, oi! y la mayoría de las variedades de rock
que conocemos). Black power vs. white power, en una rivalidad o inversión
complementaria, similar a la que existe entre sionismo y antisemitismo (“Para
ser sionista hay que ser un poco antisemita”, decían). Pero me estoy
dispersando demasiado, así que regresemos al objeto de este escrito: el “metal
negro”.
En la
literatura especializada el rol de pioneros suele ser adjudicado a los ingleses
Venom (en rigor, una banda híbrida de fines de los 70, de la que disfrutaban
por igual punks, metaleros, skins, pues le cantaban a todo tipo de juventud
descarriada), agregando por lo general al proyecto sueco Bathory (el proyecto
personal del sueco Quorton, literalmente
un sueco adolescente hijo de su papá productor musical, que gracias a su
inestimable ayuda lanzó su histórico debut en 1984), los suizos de Hellhammer (formados
en 1982, que mutaron o más bien se auto-sustituyeron por Celtic Frost en 1984),
los trabajos iniciales de los alemanes Sodom, y algunos expertos con pergaminos
oscuros incluso agregan incluso al primer Slayer (opción con que no estoy tan
de acuerdo porque ahí tendríamos que agregar tal vez a Possessed y Exodus, y ya
no estaríamos en los territorios específicos del black metal sino más bien en
un cruce con el thrash y el death metal).
Bandas que
quedan como a medio camino entre este proto Black Metal y el Black Metal
propiamente tal serían los noruegos de Mayhem (formados en 1984), los
brasileros de Sarcófago, y los suizos de Samael (de 1987, primeros demos al año
siguiente y álbum debut Worship him en 1991). De hecho, y un poco en contra de
lo que dije hace unos pocos párrafos, la existencia de estas bandas demuestra
que en efecto ya existía un BM autoconsciente antes de 1990, el ur-black metal
ya constituyéndose como una forma subcultural autónoma.
Es sabido que
el “satanismo” de Venom en “In league wih Satan” o su primer álbum Welcome to
hell era más pelusón que serio, una imagen más que una filosofía, que una a
década después los noruegos escogieron conscientemente tomar en serio para
diferenciarse de las versiones más light o meramente decorativas de satanismo
que abundaban en el heavy metal en general, y por eso se podría decir que en
ese momento pasaron a la acción.
De hecho, si
bien está claro que la etiqueta “Black Metal” fue inventada por Venom cuando le
dio ese título a su segundo álbum, lanzado en noviembre de 1982, lo cierto es
que como ellos mismos dijeron a la prensa musical el título era un chiste, lo
primero que se les ocurrió para responder la pregunta acerca de qué clase de
música tocaban: “No significaba nada, pero llamó mucho la atención. Ese fue el
verdadero punto de inflexión”.
Re-escuchando
este álbum cuatro décadas después, concluyo que musicalmente están más cerca de
Mötörhead que del BM de los noventa, con letras entre lumpenescas y fantásticas
propias de la llamada New Wave of British Heavy Metal, y que es la imagen
satánica de portada más el título lo que le da su carácter pionero del estilo o
subgénero. La canción Black Metal es un elogio de la potencia y rebeldía del
sonido: “Negra es la
noche, peleamos por el metal la potencia de los amplificadores esta lista para
explotar”.
“Satán grabó la primera nota, tocamos la campana del caos y
el infierno, metal para maníacos puros”, y en el coro se invita a “rendir su
alma a los dioses, rock and roll” (algunos traducen “dioses del rock and roll”).
La canción “To hell and back” profundiza la imaginería diabólica,
con el relato de un anti héroe que ha va al infierno y regresa, “besando a la
reina satánica, viajando a la velocidad de la luz para ver cosas que nadie más
ha visto”, y nos invita a viajar con él a esa última morada. Excelente rock and
roll en todo caso. Y pegajoso.
El caso de
Hellhammer (martillo del infierno) es digno de destacar porque por primera vez
creo que la estética satánica/ocultista juega un rol más profundo en su arsenal
de demos, portadas, canciones, letras y vestimenta. No en vano varios de los
pioneros noruegos tomaron de los suizos inspiración para sus nombres (en
Mayhem, de Hellhammer a Euronymous), y el demo Satanic Rites constituye a mi
juicio el verdadero modelo para todo lo que vino después.
La banda se
forma en 1982 bajo el nombre inicial de Hammerhead (cabeza de martillo: un
nombre no-satánico), con Tom Warrior (guitarra) y Steve Warrior (bajo), unos
chicos suizos de pueblo, provenientes de la disuelta banda Grave Hill. Entre
1983 produjeron tres demos y un EP, nunca tocaron en vivo, y tras la
masacradora crítica que recibió su única producción oficial -el EP Apocalyptic Raids
de 1984, en Noise records- se disolvieron, para reconfigurarse de inmediato
como un nuevo proyecto de Tom y Martin Ain (el reemplazo final de Steve en
bajo) con la banda Celtic Frost, que a partir de 1984 tuvo una meteórica
carrera que terminó de forma bastante polémica y desastrosa.
Profundizando
la tradición iniciada por sus ídolos Venom, los integrantes de la banda
Hellhammer usaban atractivos seudónimos como Denial Fiend, Satanic Slaughter y
Slayed Necros (son los acreditados en la contratapa del Apocalyptic Raids en la
versión CD digipack del 2020 que tengo en mis manos).
El primer
demo, Death Fiend, fue grabado en el búnker bajo un jardín de infantes en donde
ensayaba Grave Hill. Poco después fue modificado para pasar a ser el demo
Triumph of Death, y en el mismo año de 1983 editaron un demo más, el
emblemático Satanic Rites, mi favorito en toda la obra de Hellhammer.
Lo que define
estos demos es un sonido muy crudo, pionero de toda la estética sonora del
black metal de la segunda oleada, con una fuerte y notoria influencia del punk
rock, que ya se apreciaba claramente en Venom, y que a mi modesto entender ha
sido siempre un elemento clave del sonido black metal, que lo aleja de casi
todas las otras corrientes del heavy metal y sus derivados, caracterizado por
lo virtuoso y sobreproducido. De hecho, en canciones como “Decapitate” la
influencia de los ingleses Discharge y su patentado d-beat es evidente, al
punto que parece una adaptación de “Hear nothing, see nothing, say
nothing”(editada por los ingleses el año anterior), y en los momentos más
primitivos de Death/Fiend/Triumph of Detah, parecen un cruce entre el sonido de
una banda garage punk de los 60 y el de los pioneros californianos del punk que
fueron los Germs de Darby Crash (por ejemplo en las versiones tempranas de su clásico
“Forming”, de 1977) .
Lo que
resultó y sigue resultando atractivo en la fórmula de Hellhammer esa esa
mezcla: voces con efecto, ultradistorsión
y d-beat más riffs diabólicos inspirados en Black Sabbath. Algunos han definido
esta nueva variedad de metal que surge antes de 1985, como un cruce entre la
agresión y velocidad de Mötörhead (una banda que se consideraba más cercana al
punk que al metal) con el tipo de oscuridad ambiental y riffs satánicos propios
de Sabbath. El propio Tom Gabriel se muestra muy satisfecho cuando, tras
referir la avalancha de críticas negativas que recibió el EP de Hellhammer, cierra
su relato en la re-edición 2020 diciendo que pese a ello la banda llegaría
posteriormente a ser etiquetada como “el impuro hijo bastardo de Black Sabbath,
Mötörhead y Venom”.
Entender esta
filiación nos sirve para dimensionar el enorme legado de Hellhammer. Para eso
habría que tener en cuenta que, a pesar de las apariencias, el heavy metal (o
“metal clásico”) de los 70 es también un hijo de la contracultura del 68. Esta evidencia es suprimida tanto por los
propios metaleros, que odian a los hippies y la “revolución de las flores” por
blandengues, como por los críticos musicales y los estudiosos de las
subculturas. Así, mientras desde los estudios culturales de fines de los 70 se
presta mucha atención a rastas, punks, mods, skinheads y góticos, la vulgaridad
masculina proletaria de los metaleros los mantuvo alejados de ser un objeto de
estudio interesante. Este desprecio del metal como “baja cultura” propia de
hombres cerveceros de clase blanca puede haber sido funcional en la deriva
reaccionaria que ha presentado la subcultura metalera hasta nuestros días, con
un odio parido hacia los “social justice warriors” y todo lo políticamente
correcto que ha vinculado a gran parte del metal gringo con la Alt-Right.
Esa visión
más o menos hegemónica pierde de vista que el rock pesado de los 70 (a veces
llamado “heavy metal” o “metal clásico”, pero que a mi juicio es más bien hard
rock y punto) es básicamente blues amplificado y distorsionado, y que recién a
fines de esa década e inicios de la siguiente es la influencia positiva o
negativa del punk, es decir, por contagio o por reacción adversa, la que
termina definiendo el sonido del metal hacia el cambio de década. Desde la New Wave of British Heavy
Metal, que con Iron Maiden (con Paul Di Anno de vocalista, al que una vez
escuché decir que cuando surgió la NWOBHM él estaba bastante entusiasmado con
bandas como los UK Subs) a Mötörhead y Venom, exhibía una notoria influencia
punk, hasta las distintas variedades posteriores de metal extremo, influenciado
evidentemente por la derivación hardcore del punk, que motiva la
evidente aceleración que está tras el surgimiento de todas las esas variedades
de metal ochentero, partiendo por el thrash.
Una vez más,
es Fenriz quien se encarga de remarcar en diversas entrevistas que el supuesto
giro hacia el punk de Darkthrone en el siglo XXI no tiene nada de novedoso,
pues el metal de los 80 proviene del punk, que bandas como Hellhammer/Celtic
Frost se caracterizaron precisamente por trabajar en el límite de ambos
estilos, y que incluso el Kill ‘em all de Metallica (1984) es un álbum bastante
punk.
En el caso de
Hellhammer, la baja fidelidad del sonido y el formato demo en caset con tapa
fotocipada en blanco y negro resulta crucial para toda la estética BM
posterior. Quiero detenerme un poco en ese aspecto.
Bill Peel en
su libro sobre Black Metal y “red politics” dedica el primer capítulo a la DISTORSIÓN,
centrándose en el surgimiento del sonido literalmente reventado de guitarra eléctrica
desde que los Kinks en “You really got me” (primera canción de heavy metal según
Fenriz, y no me cabe duda de que muchos chascones metaleros ni siquiera la han
escuchado o la conocen pero en la versión de Van Halen), los pedales de Jimi Hendrix,
David Gilmour y Carlos Santana. Hasta el noise rock de Sonic Youth y Dinosaur
Jr. En cuanto al BM, señala que “la relación con la distorsión es similar a la de
esas bandas – una combinación de creatividad intencional y circunstancial.
Hellhammer, Bathory y Venom, las tres bandas de lo que ahora es conocido como ‘primera
ola del black metal’, buscaban hacer música lo más anticomercial posible, abandonando
la producción pulida y los tecnicismos en aras de velocidad, crudeza y
brutalidad”. El sonido de la “primera oleada” no era totalmente a propósito: “las
bandas tenían poca plata, conexiones en la industria o talento virtuoso en sus
instrumentos”, lo cual se tradujo en “demos grabados lo más barato que era
posible, con productores que no tenían idea de como grabar y mezclar metal y
con un estilo de ejecución que las propias bandas describían como primitivo”.
De hecho, el
primer álbum de Venom, Welcome to hell, consiste en unos demos que el sello
decidió editar tal cual. La crítica fue implacable, pero así y todo el disco
vendió muy bien. Peel cita al crítico Geoff Barton diciendo que el disco “suena
no tanto como si hubiera sido grabado en un estudio de grabación, sino que
armado en base a trozos de vinilo rayado en la parte de atrás de una estación
de gasolina abandonada”. A su vez, Eduardo Rivadavia en allmusic.com al
comentar el segundo disco los califica de “un trío de visionarios idiotas de
pueblo aferrándose a fuerzas que estaban más allá de su control”. En la medida que la influencia de
Venom propulsó la explosión global del metal extremo en 1983, con el
surgimiento del thrash, el death y luego el black metal, el trío de idiotas desató
fuerzas tan poderosas que en una columna en la revista de música experimental
británica The Wire Joe Stannard señala a
Venom como los verdaderos culpables de que el antiguamente despreciado Heavy
Metal sea ahora cubierto en sus páginas en sus diversas derivas artísticas que
van de Sunn O))) y Khanate a Earth y OM.
La ironía que destaca es que cuando The Wire empezó a ser publicada en 1982, no
se dio cobertura alguna al álbum Black Metal, como tampoco al Number of the
Beast (debut de Iron Maiden con el vocalista Bruce Dickinson). 26 años y 300
números después el segundo álbum de Venom tuvo al fin la cobertura necesaria en
esa sofisticada publicación.
Volviendo a
la cuestión de la “primera ola”, Ian Reyes también es de los sostienen que el
viejo BM no tiene un sonido propio, pues todavía no era un género, y que es
después de esta llamada “primera ola” cuando se da el giro negro (“black turn”),
cuando el BM concibe su propia identidad, separada del thrash/death y también
de sus predecesores. En ese punto, según
Reyes -siguiendo la teoría subcultural de Dick Hebdige- se produce una especie
de invención de sus orígenes, reivindicando precisamente las características
originalmente negativas de la estética primitiva de Venom/Bathory/Hellhammer, y
convirtiéndolas en un objetivo conscientemente buscado. Además, para Reyes este giro constituye un fenómeno
mundial, no sólo noruego o escandinavo. La existencia ya a fines de los 80 de
bandas como los canadienses Blasphemy (formados en 1984 y cuyo influyente primer
demo Blood upon the altar salió en 1989) o los brasileros Sarcófago (con tres
demos editados en 1986 y su también muy influyente álbum debut I.N.R.I en 1987)
parece confirmar ese punto de vista: ambas bandas elevaron los niveles de
brutalidad a crudeza de una manera que impresionó a los metaleros extremos de
todo el mundo.
Reyes explica
la “promesa original” del BM, en su forma más verdadera y cruda, como “una solución
fundamentalista a la crisis de pesadez del metal” que se estaba experimentando
con su comercialización desde los ochenta. Al rechazar los “valores de
producción dominantes”, la nueva subcultura usa sus propios materiales crudos u
originarios, encontrándolos en la obra de los que pasaron a ser vistos como
predecesores de la “primera ola”: a Venom/Hellhammer/Bathory este autor agrega
Mayhem (que también existía desde 1984).
En el caso de
Venom, Reyes insiste que según varios críticos la banda era musicalmente muy pobre,
lo que sumado a la mala calidad de sus grabaciones influyó en su rápida declinación,
tras un éxito inicial que los tuvo entre los números más exitosos del NWOBHM.
Pero esta “mala calidad” era la propia de “artistas punk que rechazaban la
sofisticación de la música mainstream y querían hacer algo que fuera difícil para
el gusto, intentando una verdadera táctica de “pesadización”.
No es causal
que Tom Gabriel Warrior haya pasado de ser un fanático convencido de Venom a
criticarles su “comercialización”. Según relata el argentino Matías gallardo en
Nacidos para arder, una muy entretenida y detallada Historia del Black Metal,
cuando pasaron por Suiza, Tom les preguntó tras una rueda de prensa “¿Por qué
Black Metal suena tan comercial?”, tras lo cual les arrojó a la mesa una copia
del primer demo de Hellhammer.
Entonces, si
Hellhammer es la versión radicalizada y extremista de una banda conocida por su
simplicidad y crudeza…imaginen en qué tipo de territorio sónico ya estamos
entrando. De hecho, si el bueno de Lester Bangs había alcanzado a teorizar a
fines de los setenta identificando los pioneros de lo que llamó “horrible noise”,
entre Venom y Hellhammer solos podríamos en efecto reconocer el panteón de los
precursores de lo que Andy R. Brown llama “ejemplos de de un anti-arte lo-fi avant-garde
noise”.
---
Por supuesto,
no fue eso lo que pensaron los críticos en las revistas metaleras de la época. Si
bien los demos circularon harto y fueron apreciados por los fanáticos del metal
extremo tal cual eran, otra cosa eran las expectativas que generó el ser
fichados por Noise records de Alemania, para sacar lo que terminó siendo el
único EP oficial: Apocaliptic Raids. Sin mucho presupuesto, a inicios de 1984 los
muchachos suizos se trasladaron a Berlín para visitar por primera vez un
estudio de grabación, donde tenían que grabar el mini álbum de cuatro temas y
dos temas adicionales para un compilado del sello llamado “Death Metal”.
Cuando Horst
Müller, el ingeniero a cargo, les preguntó quién iba a producir el disco, los
muchachos orgullosamente y sin tener idea de qué significa eso, contestaron: “¡Nosotros
mismos!”. Actitud sin duda muy punk, pero que incidió negativamente en los
resultados. Tom y Martin se dieron cuenta de inmediato que la habían cagado, como
relata el bajista: “Horst nos hacía sugerencias muy profesionales, pero
nosotros no lo escuchábamos (…) Cuando terminamos de grabar y mezclar, nos
quisimos morir (…) Al final, cuando las canciones estuvieron terminadas y Tom y
yo las escuchamos por primera vez fuera del estudio, nos dimos cuenta de lo que
habíamos hecho: sonaban para la mierda”.
Lo mismo
opinó el sello, que les dijo que no podrían volver a grabar algo así. Además, el
fanzine alemán Rock Power calificó el disco como “lo más terrible, aberrante
y atroz que se le permitió grabar a estos ‘músicos’”, mientras desde Inglaterra
el crítico Mark Rutherford de la revista Kerrang! opinaba que era “el
peor disco que escuché en mi vida”, y Metal Forces le asignó la nota más
baja.
Si me disculpan
esta nueva digresión comparativa, estas reacciones del establishment metalero
me recuerdan las críticas entre airadas y despectivas que generó en los sesenta
en el establishment del jazz y sus prestigiosas revistas como la Downbeat
la irrupción del free jazz, con grandes basureos a discos como el Ascension de
John Coltrane (calificado por un crítico como un “verdadero asalto a mano
armada”) o los primeros de Ayler (calificados por el trompetista Kenny Dorham
con nota cero). Creo que el paralelo es
interesante: en ambos casos una subcultura que genera sus propios valores, medios
impresos y árbitros del gusto excomulga la deriva más radical que convierte al
sector más puro y duro del movimiento en una genuina contracultura, con el
mismo argumento: “¡no saben tocar!”.
Por su parte,
Tom dice en el folleto de la versión CD de Apocalyptic Raids que a pesar de
todo el disco llegó a los rankings de Kerrang! en el número 19 de los singles
de ese año, y que la tienda que los distribuía por allá los promocionaba diciendo
que hacían que en comparación Hellhammer hacía que Venom pareciera Foreigner. Y
que en definitiva su estética de bajo presupuesto anticipaba en una década lo
que iba a ser el sonido estándar de cualquier disco de black metal futuro.
La
explicación que da Martin para esta desastrosa experiencia tiene que ver con la
misma búsqueda que está detrás de estilos considerados extremistas o radicales
como el free jazz o el noise: “Éramos tan extremistas y estábamos tan dedicados
a nuestra música y tan convencidos de que seríamos la banda más extrema y radical
de la historia que, incluso aunque nos dieran buenos consejos, no los
escuchábamos”.
Este es a la
vez el atractivo de la adolescencia, y el límite objetivo a que estas iniciales
formas de metal extremo fueran pulcras o virtuosas: a la manera de los jóvenes
delincuentes y pandilleros estudiados por el teórico norteamericano de las
subculturas Albert Cohen, su actividad es hedonista, no utilitaria, gratuita y
consiste básicamente en apelar a la lealtad del grupo de pares mientras desafían
el orden adultocéntrico, invirtiendo sus símbolos y valores.
Esta sola
explicación “criminológica” o si prefieren, de “sociología de la desviación”,
bastaría para explicar por qué los practicantes del verdadero culto que fue el
Black Metal noruego de los noventa se tomaban la religión cristiana y sus
símbolos más en serio que el grueso de la población de su país, que -según se
dice- a pesar de ser un país oficialmente cristiano, van a misa un par de veces
al año y no se toman dicha religión tan en serio como sus más feroces negadores,
herejes, blasfemos y quemadores de templos.
En el caso de
Hellhammer, una de las primeras bandas genuinamente ocultistas y satánicas, el
propio Martin, adolescente (menor de edad) al momento de ingresar a la banda,
se encarga de explicar que su familia le
dio una estricta crianza católica, leyendo y memorizando fragmentos de la
Biblia. Reaccionando frente a eso, se interesó en Aleister Crowley y en “todas
esas sociedades ocultistas de finales del siglo XIX y principios del XX
inspiradas en la cábala”. Ese conocimiento fue su aporte específico a
Hellhammer, más tarde desplegado en mayor medida aún por Celtic Frost.
Llegados este
punto, damos por cerrada la breve y estimulante historia de Hellhammer. La
noche del 31 de mayo de 1984, casi tres meses después del viaje a Berlin, Tom y
Gabriel decidieron poner fin a la banda, y trabajar en la creación de una
nueva.
Aquí, queridos lectores, comienza entonces la historia de una leyenda de los ochenta: ¡Celtic Frost!
Etiquetas: black metal, free jazz, Loso Chenta, noise
viernes, agosto 02, 2024
Fascismo estético y/o estéticas fascistas: Daudi Baldrs/Filosofem de BURZUM
Burzum, Filosofem (1993/1996)
COMENTARIO A DAUDI BALDRS, por THOM JUREK
Dead Ringer de América ha empezado
a reeditar el catálogo de Burzum, haciéndolo agenciable por primera vez en los
Estados Unidos. Mientras el embalaje es bastante lindo, nada del texto interior
ha sido traducido al inglés.
En cuanto a la música, el quinto álbum
de Burzum, alter ego musical de Varg
Vikernes, Daudi Baldrs, es una continuación de las ideas expresadas primeramente
y con gran éxito en Filosofem, pero realizadas de forma completamente digital
con teclados.
Vikernes ha abandonado musicalmente
la idea misma del black metal aquí y, tal como en el disco recién mencionado (del
cual recrea ciertos modos y temas), está intentando crear una nueva música folk
y clásica que explora sus bastante insanas y misantrópicas nociones de sociedad
y (anti) cultura.
Vikernes está preso por el
asesinato de un ex amigo y se ha convertido en un Nazi declarado que proclama
que su paganismo (la adoración de Odín) es la inspiración para sus posiciones
racistas, anti-judeo cristianas.
Dicho lo anterior, su música no puede
ser meramente descartada como la obra de un villano. Vikernes es un músico muy
serio.
Sus intentos por crear una Nueva música occidental basada en nociones primitivas de melodía y armonía son tan bellos como convincentes en su modo escogido de expresión.
Su uso de la repetición melódica y temática, progresiones dinámicas y
llenas de texturas, desde una progresión de acorde aumentado a otra, siempre organizados
en torno a una gran pero restrictiva estética, ofrece otra visión de la violencia
que su música representa, y que de hecho incluso anhela.
Hay una maldad real aquí pero, como
pasa con otras expresiones artísticas de la rabia, puede ser seductora en su sutileza y muy placentera para los
sentidos, lo que hace a Daudi Baldrs
casi una escucha obligatoria para cualquiera que esté interesado en la
evolución del black metal hacia un seudo clasicismo del siglo XX, comprendiendo
la estética del neo-nazismo que trata de promoverse como una nueva
espiritualidad new age, pero más importante que eso, para saber en qué anda el
enemigo.
Burzum, Daudi Baldrs (1997).
Etiquetas: black metal, fascistología, heavy metal, pomo, rock (no punk)
martes, julio 02, 2024
Último lanzamiento y Entrevista sobre Barricadas a go-go
El lanzamiento de “Barricadas a go-go” en Taller 55/Esqueleto
libros el viernes 28 de junio terminó siendo un gran evento, inolvidable, gracias
al apoyo de tantas personas que me llego a emocionar. La tristeza por el cierre
del local fue sublimada en fiesta y música en vivo (Nawito Seudónica Dúo, Sin
Asilo, y cuatro temas de Disturbio Menor), comentarios (Marisol García, Tomás
Pacheco y Cristóbal Durán), vino tinto a destajo con maní salado, y hasta la
confederación de pinchadiscos. Se asomó la policía en un momento, pero se fue
luego y creo que no regresó. Me fui de ahí a las 3 AM y la fiesta no concluía.
El día anterior los compañeros de Carcaj subieron la
introducción a la cuarta edición, bajo el título de “Cascos, garrotes y bombas molotov: el 68 japonés”, con un collage en que se ve a los Zengakuren, los
Rallizes y Kaoru Abe en medio de un paisaje urbano tomado de las barricadas
parisinas de 1848: ¡notable!
Y el día posterior, apareció en La Jornada de México esta excelente nota/entrevista por Hernán Muleiro.
A continuación los dejo con la entrevista completa con
Hernán.
Banzai!
1. ¿Cómo diste con el tema
del libro? No sé exactamente como fue la historia entre movimientos
revolucionarios y rock en Chile, pero siempre me llamó la atención como en
Argentina rock y revolución, en un contexto de la dictadura de los 70s, fueron
considerados asuntos separados, cuando la versión gringa, también vista a la
distancia de la historia, parece unir a las dos.
La idea de armar un texto dedicado a ese cruce entre
agitación social y cultural, y entre subversión política y musical, provino de
un amigo argentino que me lo pidió para su fanzine Escena Obscena después
de visitarme en Santiago de Chile y escuchar un conjunto de grabaciones de rock
y jazz hecho en Japón.
Pero mi encuentro con el tema tiene una historia más larga,
pues ya desde 1984, al cumplir 13 años en plena dictadura, confluían en mi la
pasión por el heavy metal con la militancia izquierdista y posteriormente
anarquista. Tal como dices, en el Chile de los 70 y los 80 el grueso de los
izquierdistas eran tan anti-gringos que no querían saber nada de guitarras
eléctricas ni canciones en inglés: pura alienación proimperialista según ellos.
Así y todo, y tal como explico en un texto reciente sobre el black metal (1),
una minoría de jóvenes izquierdistas amábamos esos sonidos, y seguimos
explorando otros: progresivo, sicodelia, punk, dub, noise…De todos modos, hay
que destacar que antes de 1973 Víctor Jara alcanzó a grabar “El derecho de
vivir en paz” junto a la banda sicodélica nacional Los Blops y que artistas
como Angel Parra usaron guitarra eléctrica en algunos discos, así que los
prejuicios contra el volumen y la electricidad no los tenían todos sino que
sólo los izquierdistas más amargados.
La música japonesa de ese turbulento período que más o menos
encaja entre 1968 y 1977 la conocí recién a inicios de este siglo, tras leer un
texto de Alan Cummings en la revista The Wire donde se
explayaba en torno a esa escena de Shinjuku, y presentaba a artistas impresionantes
que no conocía, como el saxofonista Kaoru Abe y el guitarrista Masayuki
Takayanagi. De ahí en adelante estuve un buen rato dedicado a descargar discos
japoneses en soulseek.
Las luchas callejeras de los estudiantes japoneses y su agrupación Zengakuren las conocí a inicios de los noventa, por la observación casual en la TV de un curioso documental llamado “Días de Furia”, donde entremedio de varias cosas bien bizarras muestran mostraban imágenes de la lucha en Sanrizuka contra la construcción del aeropuerto de Narita en las afueras de Tokio, hacia 1970, y la violenta resistencia y represión que se generaban (2). La voz en off del conductor presentaba el dramático registro como una confrontación entre el mañana (construir un moderno aeropuerto) y el ayer (la lucha de los campesinos y estudiantes por impedirlo). Poco después di casualmente con el librito de Bernard Beráud sobre “La izquierda revolucionaria en el Japón” (edición mexicana de 1971), donde entremedio de las detalladas explicaciones sobre las tácticas de combate callejero y la evolución de los distintos grupos de la ultraizquierda japonesa me hice una clara idea del tipo de lucha antiimperialista y a la vez antiestalinista que se llevaba a cabo por allá.
2) ¿Qué te interesó particularmente de la historia en Japón
relacionada al Rock? Creo que por un lado está el choque que causaba la figura
del rockero-hippie en la sociedad nipona, era directamente una figura fuera de
la sociedad convencional. Por el otro el quiebre que tienen cuando pasan de los
60s más a-go go a una expresividad más propia.
Claro: la sola posibilidad de que existiera un “rock
japonés”, y lo mismo con el jazz, es el núcleo del problema. Porque es cierto
que al inicio se produce un fenómeno de imitación, primero con la manía que
causan las guitarras eléctricas y su imagen y sonido futurista, ya desde las
exitosas giras de los Ventures y los Shadows a inicios de los sesenta, los
imitadores de Elvis y luego de los Beatles, pero finalmente se aprecia el
surgimiento de una verdadera contracultura japonesa, con mucha fuerza desde el
68, que por un lado incorpora creativamente estas influencias occidentales
generando un material genuinamente nipón, y que al mismo tiempo estaba
profundamente ligado al movimiento estudiantil contra la guerra de Vietnam, y a
un cúmulo de luchas sociales que se dieron en Japón como parte de la revuelta
global de los sesenta. Esa misma adaptación del rock -que a su vez derivaba del
blues- a otros territorios y psicogeografías se da en varios lugares: los
alemanes con su “krautrock”, bandas francesas muy difíciles de encasillar como
Magma y Etron Fou Leloublan, o el movimiento abiertamente político del “Rock In
Opposition”, cuyas principales bandas producían formas totalmente únicas de
“rock”, muchas veces dialogando con el folclore, el avantgarde y lo que ahora
todos llaman “post-punk”.
En el caso de una de las formaciones más famosas del rock
japonés, la Flower Travellin’ Band, se canta en inglés y el vocalista había
participado en la versión nipona de la ópera rock “Hair”, pero la guitarra
eléctrica toca escalas orientales…incluso cuando están versionando a Black
Sabbath o a King Crimson. Por cierto, en el arte del interior de su primer
disco “Anywhere” (1970) se aprecia a dicho vocalista en la calle, tocando
armónica con su pinta de rockero y cabellera afro, mientras es observado con
una gran sonrisa por una señora de aspecto tradicional.
Muchos de los protagonistas del “free jazz japonés” se
preguntaban si era posible crear propiamente “jazz” en esas condiciones, o si
más bien se trataba de una creación propia, imposible de clasificar bajo los
parámetros usuales de la industria musical occidental. Para un detalle de estas
discusiones y actividades (no solo musicales) recomiendo el libro de
Teruto Soejima sobre el free jazz en Japón (disponible en inglés, pero aún no
en español).
3) ¿Cuál es la importancia de Rallizes en esta historia? En
un punto la historia de un grupo de rock que secuestra un avión en nombre del
comunismo revolucionario es la materialización de las pesadillas de los padres
gringos, el mito de un rock que altera las facultades políticas de la juventud
hecha realidad.
Difícil no enamorarse de una banda como Les Rallizes
Denudes…que con su sonido e imagen, mito y leyenda, concentran casi todo lo que
fue la revuelta global del 68 y sus “vidas posteriores” (por usar la expresión
de un interesante libro de Kristin Ross). Junto a la Flower Travellin’ Band son
tratados en mi libro como los ejemplos superiores del rock nipón. Ambas ya han
alcanzado hace rato un merecido estatus de culto, en gran medida gracias al
libro de Julian Cope sobre el Japrock (editado hace poco en español).
Y sí: hoy en día nos resulta difícil imaginar que los
rockeros hippies (o “futen” como se les llamó en Japón) fueron en efecto vistos
como un peligro enorme para el partido del orden, en el momento en que pasaron
a politizarse. Por eso la leyenda dice que la CIA tuvo que intervenir
enérgicamente para lograr desviar el movimiento hacia las drogas y el
entusiasmo por chamanes orientaloides y gurúes de la búsqueda interior.
En Japón, la afluencia de melenudos en las calles fue primero
tolerada, para pasar a ser fuertemente reprimida a contar de 1969. Sus tácticas
de “guerrilla folk”, basados en los Panteras Negras, los estudiantes radicales
alemanes y la experiencia de distintos grupos de acción y teatro callejero como
los Hi-Red Center, fueron demasiado lejos a los ojos de la clase política,
aunque curiosamente contaron con la simpatía de un “tradicionalista” como Yukio
Mishima, que incluso se atrevió a ir a discutir con los estudiantes de
ultraizquierda que mantenía tomado el campus de la Universidad de Tokio (3).
Y unos meses después del secuestro del avión Yogodo en que
participó el bajista de los Rallizes, Mishima intentó tomarse un cuartel
militar para hacer una proclama incitando un golpe de Estado tradicionalista,
fracasando en el intento y siendo decapitado ritualmente por sus acompañantes.
Creo que al escuchar cualquier disco de los Rallizes, toda
esa aura está presente, y por eso su obra es tan poderosa y sigue cautivando
hasta el día de hoy. Parafraseando las últimas clases del malogrado Mark
Fisher, seguimos cautivados por las formas culturales de esa época por “los
deseos no realizados que eran inherentes a esas formas y a los que esas formas
todavía les hablan”.
4) ¿Y cuál la importancia del free-jazz? Siento que está
unido a la música de rock experimental en la historia pero que fueron
movimientos que no siempre se cruzaron, más allá de los paralelos entre la
deconstrucción del jazz y del rock.
Acaba de salir un libro del argentino Mariano Peyrou sobre el
free jazz, al que califica como “la música más negra del mundo”. En esa
perspectiva el free jazz, que considero una auténtica revolución cultural del
siglo XX, aparece como indisociable de la experiencia de vida de los
afroamericanos en Estados Unidos. Pero tal como el rock terminó siendo un
lenguaje universal, el movimiento del jazz libre también se fue adaptando a
distintos contextos que a la vez que lo alejan de su origen afroamericano, enriquecen
esa tradición al hacerla dialogar con otros elementos, tal como ya era posible
apreciar en la música libre hecha en Inglaterra por gente como John Stevens y
Derek Bailey, en Alemania por Peter Brötzmann, y en Japón por una considerable
cantidad de artistas que supieron usar y desarrollar este idioma musical.
Sobre la ligazón (o falta de ligazón) con el rock, diría dos
cosas. Primero, que muchas de las bandas que llevaron el rock a sus límites en
esa época estaban acusando recibo de la poderosa influencia de la obra de
Coltrane, Taylor, Coleman y Ayler: es notorio en los casos de MC5, los Stooges
y Velvet Underground, pero -curiosamente, ¿o no tanto’- esta es algo que no
suele mencionarse al hablar de las influencias directas del punk. Y en segundo
lugar, sólo agregaría que en el caso del guitarrista Masayuki Takayanagi -un
conocido guitarrista que practicaba formas más tradicionales de jazz e incluso
bossa nova- fue el encuentro con el ruidoso y expresivo feedback de
Terry Kath en “Free Form Guitar” (pieza de 6 minutos 50 segundos incluida en el
álbum debut de Chicago Transit Authority de 1969: ¡la muy exitosa banda de
Peter Cetera!) lo que lo llevó a radicalizar su estilo abrazando la forma tan
peculiar y radical de free jazz/noise que pasó a materializar con su New
Direction Unit. Así que en base a todo eso, siempre he creído que el jazz y
el rock deben seguir cruzándose, aunque no en la horrible versión “fusionera”
de los setenta, un pastiche con que la industria lucra bastante, sino que
uniéndolos en torno a la gran marea de “ruido horrible” en que ambos son
capaces de surfear.
5) ¿Hay una continuidad de esta historia en la actualidad?
¿Encontraste historias de grupos de otros lugares que se asemejaran a las
historias de los grupos en Barricadas a go-go?
No mucho en verdad. O sea, en relación a ese período de
tiempo (68-77) creo que la vinculación entre subversión política y estética sí
existía, era propia de la contracultura, y no ha sido muy estudiada. Muchos de
sus mejores productos apenas los hemos conocido o quizás no dejaron artefacto
alguno tras de sí. Pero hablando desde la actualidad, me temo que los dos
planos se han vuelto a separar: los artistas se creen artistas que a veces
opinan de política o apoyan determinadas causas, y los subversivos políticos
parecen poco interesados en el arte en sí mismo. Veo poca conciencia de que,
como decía el poeta Maiakovsky, el arte revolucionario requiere formas
revolucionarias. Por dar un ejemplo, durante la revuelta chilena del 2019 había
muchas expresiones de arte callejero. Con unos amigos, incluyendo a dos músicos
libres mexicanos, fuimos a la calle con saxofones, trompeta y otros
instrumentos acompañando un hermosos viernes de diciembre los enfrentamientos
como “Primera Línea Arkestra” (4). Poco después se organizó la
“Barricada sonora” (5), que se repetía todos los viernes en el centro
de Santiago, pero la convocatoria ya hablaba de “músicos que hablen el lenguaje
de la improvisación” (yo participé al inicio, aunque no me considero “músico”),
y la última vez que los vi (a inicios del 2020) iban tocando mientras marchaban
hacia el Museo de Arte Contemporáneo…¡Y no precisamente para prenderle fuego!
Después se vino la pandemia…
6) ¿Que parte del proceso de escribir el libro te causó más
dificultad?
Aunque parezca paradójico, lo que más me costó fue escribir
sobre los aspectos musicales. No es fácil, y a veces creo que es más difícil
referirse a lo que te gusta, que escribir criticando lo que te disgusta (un
problema que dicen que también sufría el gran Lester Bangs). Recuerdo que
cuando creía que el texto ya estaba listo se lo envié a un buen amigo amante (y
practicante) del noise, que tras leerlo me hizo ver que casi dos tercios del
contenido se referían al contexto sociopolítico…Así que me vi forzado a
trabajar un poco más la cuestión estrictamente musical, que se supone era el
foco de la investigación. Creo que por eso el final queda un poco abrupto, y
hasta anuncia una posible parte dos, en la que recién ahora estoy trabajando.
7) Aún no tengo en mis manos la edición mexicana del libro,
¿Qué es lo que agregaste respecto a las otras ediciones?
¡Debieras conseguirla! Acá en Chile ya se agotó, y hubo que hacer una reimpresión. Diría que esta es la edición definitiva, pues además de correcciones formales del texto original del 2017 se agregaron dos nuevas presentaciones: la de la editorial, que profundiza en aspectos culturales de la relación oriente/occidente, y la mía, donde entre otras cosas refiero el origen de esta combativa construcción que llamamos barricada, y la manera en que se expandieron una vez más por Chile y el mundo en las revueltas del 2019, antes de la pandemia y la tempestad reaccionaria y neofascista que vemos ahora.
Además, esta edición trae una hermosa portada, 12 fotografías
cuidadosamente seleccionadas que cubren desde las protestas callejeras hasta
los principales héroes musicales de esta historia, y un listado de libros,
discos y películas sobre el 68 japonés y su escena musical.
NOTAS:
[1] https://carcaj.cl/el-mundo-que-enterramos-una-mirada-anticapitalista-al-black-metal/
[2] Un fragmento del documental
puede ser visto en Youtube bajo el título de “Siege of the Red Fort!”.
[3] El registro fílmico se creía
perdido, pero apareció y fue editado hace poco como “Mishima: The Last Debate”.
[4] Acá se puede
escuchar un breve fragmento: https://templosagital.bandcamp.com/track/primera-l-nea-arkestra-ataque-sonoro-2-contra-las-fuerzas-especiales-de-carabineros
[5] https://rkrause.cl/web/?page_id=5808
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