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sábado

Relato.Gabardina blanca de recuerdos.

¡Si la culpa la tengo yo! ¡Siempre dejando las cosas para el final!

Por eso me veía ahora, a punto de que cerraran, corriendo para llegar al videoclub y recoger el DVD que había reservado la semana pasada. Tenía unas ganas enormes de ver esa película. Se me escapó en el cine y había planificado verla esa noche en mi habitación, solo, tranquilito pues mis padres habían salido, con unas palomitas, en pijama y chancletas.

Pero iba a llegar tarde. La céntrica calle estaba bastante transitada, y la nube de paraguas me impedía avanzar a buen paso.

Esperando pacientemente en el semáforo a que la figura roja dejara su sitio a la verde que me permitiría pasar, una imagen fugaz, al otro lado de la calle, atrajo mi atención.

"Pero... me había parecido... sí, yo creo que era ella"

Incrédulo, busqué esa sombra entre la gente, pero no conseguía centrar de nuevo la vista sobre la figura. Los paraguas, ya todos cercanos al gris dada la hora, creaban una uniforme pared en la que me resultaba imposible localizar aquella a quien mi imaginación había creído ver.

Al fin, mi turno de tomar posesión de la calzada llegó y me lancé como pude en la dirección que creía que ella había seguido. Empujones, disculpas, gruñidos y algún que otro insulto, coreaban mi avance, nada educado. Espaldas, rostros iguales medio cubiertos por capuchas y difuminados por la lluvia. ¿Dónde estará?

De nuevo, allá, unos metros por delante de mí, localicé su silueta. Sí, esos andares airosos, el trenzado del pañuelo gris en el pelo, la gabardina blanca bien ceñida y altas botas negras. Es ella. Sí, ¡tenía que ser ella!

La había conocido, o mejor, reconocido, un par de meses atrás. Ella salía de la boca del metro mientras yo me disponía a entrar. Nos cruzamos y nuestras miradas se detuvieron un instante en el otro. Avancé un par de pasos… Esa cara… esa cara me suena. Me detuve y me giré hacía atrás. Ella había hecho lo mismo. Nos aproximamos lentamente.

-¿Te conozco?

- Mmm,… si, creo que sí, tu cara me resulta conocida…

Afortunadamente ninguno recordamos, en ese momento, dónde y cuándo nos habíamos encontrado por primera vez. Empezamos a repasar nuestras respectivas vidas y no dábamos con ningún punto común. La situación empezaba a intrigarnos y el fresco de la tarde a dejarse notar.

-¿Tomamos un café? Ambos decidimos, en silencio, aplazar los planes inmediatos y bucear en busca de ese lazo común que por algún sitio debía esconderse.

Era una situación extraña. Dos completos desconocidos tratándose con la confianza de unos viejos amigos. Estábamos relajados, a gusto. Mientras tanto, seguíamos contándonos, a borbotones, nuestras vivencias. Transcurrieron un par de horas y, al fin, el nombre de un lugar casi anecdótico, creó el puente que buscábamos. Aún así nos costó recordar el incidente que nos había puesto, por primera vez, cara a cara.

Afortunadamente, para entonces el presente y la confianza creada en base a unos recuerdos mutuos inexistentes fue más fuerte que un hecho que, de haber aflorado al principio, nos hubiese hecho mirarnos con desagrado.

Continuamos charlando, sonriendo, fumando, mirándonos a los ojos y tomando café, mientras nos conocíamos realmente por vez primera hasta que el camarero, cómplice mudo durante toda la tarde, decidió dar por finalizada nuestra conversación, excusándose en la hora.

Despedirnos nos costó bastante. Seguimos, de nuevo en la boca del metro, conversando y sonriendo, hasta que de nuevo el frío impuso su realidad. Decidimos vernos de nuevo al día siguiente, en esa misma boca de metro.

Supongo que fui yo el que se equivocó. Toda la noche soñando, imaginando, dejando crecer la ilusión. Pero me equivoqué de hora. Cuando llegué a nuestra boca de metro esperé. Primero lo normal. Luego lo prudente. Después extrañado y a continuación, desesperado. Finalmente decidí entrar en la cafetería de la noche anterior, busqué al camarero y le pregunté. Me confirmó que la había visto allí, de pie, esperando. Que había pasado a entrar en calor y se había despedido con los ojos húmedos.

Como yo.

No tenía nada. Ni dirección, teléfono, lugar de estudio. Ni siquiera apellidos. Sólo su nombre, un hermoso nombre, en una ciudad inmensa y hostil.

Hasta hoy, que allí, en algún lugar bajo la lluvia, la había encontrado. Pero se escapaba nuevamente. Seguí corriendo, pero la masa informe, triste y gris de gente, lluvia y paraguas la ocultaba.

Finalmente ya no logré ver la sombra fugaz de su gabardina. ¿Era ella? Estoy seguro de que sí.

Pero la había perdido otra vez.