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miércoles

“Va por ti” Relato

Dime.

Sí, tú, contéstame…

¿Será posible que, al fin, mis esbozos, mis dubitativos trazos realizados en el aire sin pincel ni papel, hayan cobrado forma, voz, cuerpo?

Desde siempre supe que existías, que tenías que existir. Que en algún sitio, en algún día de mi futuro, me estarías esperando con esa sonrisa contagiosa, simpática, cálida, amable, con esos ojos socarrones, brillantes y profundos.

Conocía tu aroma, aunque no supiera la marca de tu perfume. Saboreaba el dulzor de tu boca, la frescura de tus labios sin saber dónde encontrar ese manjar. Ya te deseaba, desde siempre, y ocupabas el papel protagonista de mis más ocultas fantasías. Te conocía aunque no pudiera describirte. Me conocía tu piel, suave, fina, y cada uno de tus poros sin haberte tocado jamás. Había participado en nuestras conversaciones, en nuestras risas comunes, en nuestras cómplices confidencias, sabía de tu vida ignorándolo todo.

Pero ahí estarías, esperándome. Ineludible, inevitable. Yo quemaba las semanas  y los años buscándote inútilmente entre las grises multitudes que me rodeaban, esperando ese destello de color luminoso que te delataría. Tenía la inquietud de no saber verte, de no reconocerte a pesar del convencimiento de la inexorabilidad, de la confluencia forzosa de nuestros caminos, determinada eones atrás por fuerzas inmensas y divinas.

¿Eres tú, al fin?

¿Ya ha llegado nuestro momento?

Dime, contéstame. Cuéntame si eres aquella a quien busco desde antes de nacer, ese ser maravilloso, etéreo hasta ahora, que me está predestinado y con el que nos complementaremos y completaremos de una manera perfecta.

Dime, contéstame. ¿Eres la mujer a quien, al fin, podré hacer feliz? ¿Aquella a la que podré adorar, admirar, amar, mimar? ¿Eres tú quien corresponderá a esos gritos de demanda hasta ahora sin eco?
Dime ¿eres tú?

Publicado originalmente en El Blogguercedario por Aspective el 1/2/12

viernes

Un padre divorciado.

Esta semana, en el blogguercedario, el tema era "Es todo un reto". Este fue mi post:

Un padre divorciado

Hace unos años me divorcié.

La decisión la tomé yo. Nadie me animó ni la asumió en mi lugar. No hubo terceras personas, ni gritos, ni peleas. El amor, que supongo existió alguna vez, no residía ya en ningún rincón de mí. No había proyectos comunes, ni gustos compartidos, ni ratos de intimidad. Yo notaba que estaba mucho más a gusto sólo que con ella. Y después de mucho dudar, de infinitas horas de pensar, de vencer miedos y reticencias, me decidí. Pensé, ingenuo de mi, que lo que hacía era separar mi vida de la de hasta entonces mi mujer, pero no.

Fue en ese momento cuando, por una letra, por una simple consonante, pasé a ser un ciudadano de segunda categoría. Yo no era madre. Sólo era padre. Y aunque no es lo mismo, evidentemente, desde un punto de vista físico, había creído con candidez, con inocencia, que para mis hijos, para su crecimiento, su educación, su madurez, un padre sería algo valioso. Tengo capacidad y deseo darles amor, cariño, mimos. Educarles.

Pero no. Como divorciado varón soy automáticamente encasillado en varios grupos indeseables: soy un potencial maltratador, aunque la última vez que pegase a alguien tenía 12 años y además me sacudieran a mí. Soy también un posible pedófilo en potencia, lo que imposibilita que mis hijos, sobre todo las niñas, vengan a despertar a su padre en la cama o se queden dormidas en mis brazos. Evidentemente soy moroso seguro y para ello se han dictado unas normas que me llevan directamente a la cárcel, solo con la denuncia, si un mes se ha dado mal y me retraso en el pago; soy autónomo y no gano siempre lo que quiero, sino lo que puedo. Cuando estaba casado eso se entendía y ese mes se apretaba uno el cinturón. Cuando se daba bien, pues algún extra caía. Pero ahora no. Sea buen mes o mal mes, se dé como se dé, tengo la espada de Damocles sobre mi cabeza. Sólo puedo ser educador de fines de semana alternos y de alguna hora perdida entre meriendas y deberes, un par de días laborables, anodinos, de entre semana.

Ándate además con cuidado, pues si se te ocurre hacerles cualquier regalo, como te gustaba hacer antes, te acusan de intentar comprar el cariño de los niños. Piensa todo lo que haces o dices pues todo será escrutado milimétricamente y podrá ser usado contra ti, donde sea.

Y te has ido. Con una mano delante y otra detrás, a empezar de cero. Porque todo lo que se compró con tu sueldo, trabajando las horas que hiciera falta, se queda en la casa. Y la casa se la queda tu ex mujer. Da igual que tú aportaras mucho más a la economía familiar. Da igual que ella decidiera tomarse un par de años sabáticos cuando nacieron los hijos siendo tú el único soporte económico. Ya nada es tuyo. Con la excusa de que debe de quedar para las niñas, no te puedes llevar nada. Como si en tu nueva casa, que intentas encontrar con lo que te resta de sueldo, no lo fueran a disfrutar también. Y que la casa sea “digna” pues sino lo consideran así también te podrán negar los derechos de visita de los niños. Porque eres sospechoso. De todo.

Buscas un nuevo trabajo, pero ¿quién te va a contratar si adviertes que martes y jueves y los viernes alternos te tendrás que ir como un reloj a recoger a tus hijos? Si haces como todos los matrimonios normales, si haces como tu ex, y encargas que los recojan quien pueda (abuelos, vecinos…) no ves a tus hijos y además te pueden quitar el derecho de visita, porque es un deber para con ellos, no un derecho tuyo, pese al nombre. Y no hay nuevo trabajo.

E intentas encontrar una nueva casa digna, subsistir con el trabajo que por fuerza te ha de dejar esas tardes libres, y convertir en hogar un sitio nuevo, desconocido y vacío.

Poco a poco te enteras de tus derechos. Ninguno. Alguien decide por ti a que colegio irán, si necesitan o no ortodoncia, hablarán con el profesor de turno que a ti ni te conoce, las notas las sabrás si te las cuentan. Ya no eres nadie. No sabrás siquiera si han ido al médico porque nadie tiene porqué informarte. Si has tenido suerte y algún mes se da económicamente bien y decides que puedes hacer una escapada de dos días a Eurodisney aprovechando una oferta, te enteras de que tienes que pedir permiso por escrito para sacarlos del país. Pedir permiso por escrito porque también eres un potencial secuestrador de tus hijos.
Y como no decides, cada temporada recibes una nota de gastos. De gastos extraordinarios que tienes que pagar aunque no estés de acuerdo con ellos. Alguien también ha decidido por ti, sobre su vida y sus necesidades y tú, simplemente, cotizas.

Es cierto. Hay padres lamentables, deleznables e incluso peligrosos. Pero si dijera que todas las mujeres son putas porque existen las prostitutas, me lapidarían. Si expusiera que todos los inmigrantes son ladrones porque alguno hay, me llamarían racista y me condenarían. O si osara decir que los vascos son terroristas porque existe el terrorismo, sería insultado y condenado al ostracismo. Pero ser padre cae fuera de esta regla. Como alguno hay, todos podemos ser y como más vale prevenir que curar, todos al paredón.

Yo sólo quería una nueva oportunidad para ser feliz. Pero volver a levantarse, siendo un padre divorciado, casi un apestado, es un verdadero reto.
-oOo-
Quiero aclarar que esta historia, que estos sentimientos y sensaciones fueron, son, los míos. Son reales. Mi separación tuvo lugar en 1997. Es posible que hoy algunas cosas sean distintas. No lo sé. El tiempo ha pasado, los niños han crecido y la mayor hoy vive conmigo. Ha sido su decisión, tomada cuando la ley se lo ha permitido. Vuelvo a estar casado. Afortunadamente, las cosas no son ni parecidas.

Un lector de periódicos no un gran navegante. Relato

En este turno del Blogguercedario, la frasecita que me dejaron (y que debe ser forzosamente el título de mi post) se las traía. No le encontraba ni pies ni cabeza. Finalmente esto es lo que salió:

Un lector de periódicos no un gran navegante

Sí, soy un lector de periódicos, un espectador de televisión, adorador del sofá y arriesgado jugador de naipes. No, no soy un gran navegante, ni escalador, aventurero o explorador. Y por supuesto, tampoco piloto, policía, astronauta o futbolista. Todas mis fantasías infantiles, todos los sueños que, cuando niño, parecían posibles e inflamaban con grandes aventuras mi imaginación, se habían perdido en algún rincón del camino.

Como todos los críos, soñaba con grandes hazañas, con increíbles y arriesgadas aventuras de las que, por supuesto, siempre resultaba vencedor. Al final de cada sueño, salvado el mundo, y por supuesto, liberada de los malos “la chica”, que caía rendida ante mí y me contemplaba con arrobo, dejaba yo perderse mi mirada en el infinito, con gesto cansado e indiferente, con alguna ligera herida, nada grave, y cuyo dolor ignoraba despectivamente. Aventura tras aventura, vencidos los piratas, derrotados los pieles rojas, cautivos los nazis, eliminados los mafiosos, desarmados los espadachines, derribados los aviones y ya fuese con espada, pistola, rifle, arco, lanza o mis invencibles puños, siempre el final era el mismo.

Quizá por esa vívida imaginación me convertí en un voraz devorador de libros. Todos los clásicos, Scott, Verne, Salgari… los leí, una y otra vez, y siempre con prisa, con ganas de acabar la aventura para, inmediatamente, embarcarme en otra. Las junglas exóticas, los infinitos mares, las grandes llanuras, los hielos perpetuos, las inalcanzables cumbres y las impenetrables selvas eran los territorios sobre los cuales reinaba sin discusión. Los caballos, carretas, cuadrigas, automóviles, aviones, lanchas, helicópteros, barcos, motocicletas no tenían ningún misterio para mí.

Una época maravillosa, la literatura abonando mi fértil imaginación, unas vivencias ficticias pero al mismo tiempo ¡tan reales! que conseguían acelerar mi corazón hasta latir al ritmo de la aventura. La realidad, ya en aquellos tiempos, era gris y palidecía ante lo que mi mente vivía y disfrutaba con aquellas infinitas posibilidades.

Pasado el tiempo, incorporé al repertorio los agentes secretos, espías, grandes científicos, descubridores y las “chicas” pasaron a ser hermosas mujeres, admiradas por todos, y cautivas de mi arrebatador arrojo.

Siempre ese mundo ha sido más hermoso y atractivo que el que llamamos real. Cada vez pasaba más tiempo, hasta el último minuto que podía robar, viviendo en esos universos que yo creaba y de los que era el único, total y absoluto protagonista. Ninguna adversidad, ningún problema eran demasiado para mí.

¿Era bueno tener esa imaginación? Ningún oficio, trabajo o dedicación podría en el futuro proporcionarme las salvajes y adictivas sensaciones de mis aventuras. Jamás chica alguna podría ser tan bella, inteligente, valiente y estar tan enamorada de mí como mis heroínas. Ningún amigo sería tan fiel como mis camaradas imaginarios.

¿Qué podía proporcionarme la realidad que no me dieran mis ensoñaciones? Nada encontraba. El día a día de madrugar, los estudios, los deberes… no me satisfacía. No hice amigos, pues ninguno se parecía a los que yo creaba. Ninguna chica conocía pues la enseñanza era segregada, en colegio de curas, y el otro sexo algo ignorado y distante, imposible. La religión te oprimía y asustaba prohibiendo todo, convirtiendo en pecaminosa cualquier sonrisa y culpabilizándote de todos los males.

Pero en mi mente yo era libre. Las únicas normas, nobles y justas, eran las que yo creaba. Reconocido, aclamado, en contraste con el anodino día a día que, anónimo, vivía.

Creo que puedo entender la locura Quijotesca, pues la realidad, jamás me pudo proporcionar lo que mi mente me daba. El contraste cada año era mayor y la insatisfacción crecía en mi interior. No sé cómo pude finalizar con aquello, cuando conseguí apagar la imaginación para poder centrarme en la monótona, gris, triste, aburrida realidad.
O quizá nunca escapé de allí.

martes

Un médico certificaba mi muerte.- Relato

Como en otras ocasiones os dejo el relato que he publicado en el blogguercedario. Ya sabéis, la frase final de un artículo es forzosamente el título del siguiente. Y menudo título me "regaló" Montse...


Un médico certificaba mi muerte

Abrí lentamente los ojos e intenté moverme. Casi no podía y mi postura era bastante extraña. Estaba desconcertado y no sabía donde me encontraba. Evidentemente aquello no era mi habitación, ni mi casa. Era…, sí, era mi coche, pero visto desde una perspectiva diferente. Estaba bocabajo con todo el contenido del vehículo revuelto y tirado por encima.

Intenté salir del vehículo como pude a través de la ventanilla de la puerta del conductor y al fin me pude incorporar y observar toda la escena. Mi coche, un precioso 4×4 nuevo, rojo brillante, estaba en la cuneta hecho un amasijo de hierros apenas reconocible y empotrado, casi fundido, con una furgoneta blanca en la que a duras penas se podía leer el rótulo de “Fontanero”. A su alrededor bomberos y policías se afanaban sobre los vehículos y el ruido de las sierras y los separadores, aunándose con las sirena de los vehículos de emergencias, era ensordecedor. ¡El accidente debía haber sido espectacular! Y yo, sin un rasguño. Ni siquiera un ligero dolor de cabeza. Parecía un milagro.

Finalmente, después de un rato pareció que lograban liberar a alguien de entre los hierros. No recordaba el accidente, ni quien había tenido la culpa, pero esperaba que el pobre diablo de la furgoneta se encontrara bien. Le subieron a una ambulancia que salió a escape abriéndose paso plena de luces y sirenas. Cada vez iban llegando más vehículos. El atasco que se debía de estar formando debía ser considerable. Más de uno se iba a acordar de mis muertos. Entre los vehículos recién llegados estaba una segunda ambulancia y un vehículo del anatómico forense. ¡Vaya! Eso significaba que había habido algún cadáver. Afortunadamente yo iba solo en mi coche.

Poco a poco me fui acercando para identificarme, ya que extrañamente nadie se había dirigido a mí, ni preguntado nada. En un momento dado, entre todos los que pululaban alrededor de la chatarra en la que se habían convertido los coches, pude ver al fallecido. Me resultó extrañamente familiar.

¡Dios mío! ¡Pero si, si… era yo! Sí, yo mismo. Pude ver cómo un médico certificaba mi muerte. ¡Estaba muerto! Pero si yo me encontraba perfectamente. Intenté explicarles a todos ellos que debía de haber un error, que yo estaba bien. No me oían, no me hacían caso. Y allí estaba yo. Muerto. “Vive deprisa, muere joven y compón un bonito cadáver” Algo había fallado en todo esto. Me faltaba mucho, tanto, por vivir…

Curiosamente, al igual que sentía la ausencia de dolor, también sentía ausentes todas las demás emociones. No estaba triste, ni desesperado, ni preocupado. No tenía sensación de pérdida o ansiedad… Solo tenía curiosidad. Una inmensa curiosidad.

Estaba muerto y, desde luego, esto era una experiencia nueva. Comencé a recordar todas las películas que trataban sobre este tema. La primera que me vino a ¿la mente? fue “Ghost”. Enseguida “El cielo puede esperar”, “El fantasma y la señora Muir”, ¿Era yo ahora un fantasma? Técnicamente sí que lo era. Y tampoco sentía nada al pensar en ello. También recordé todas las “noches de los muertos vivientes” y similares e intenté examinarme a ver si tenía pinta de zombie, pero lo único que conseguí fue verme normal, pero con una ropa distinta a la que llevaba en el accidente. Vestía mi ropa favorita. Curioso.

¿Entonces? Vamos a ver. Ahora debería ver un túnel con una luz blanca al final ¿no?. Busqué entorno mío y no vi nada parecido. Allí estaba sólo yo, con los operarios de emergencias que no parecían verme, ni oírme, el médico que se había empeñado en decir que estaba muerto, y mi otro yo. El cadáver. Pero ni rastro de túneles o luces blancas.

¿Y ahora qué? Pues no tenía ni idea. Si nadie viene a buscarme es que no hay nada ni luces, ni cielos ni llamas, después de la vida. Como yo sospechaba. ¡Cuánto tiempo perdido…! Pero entonces, esto debería estar lleno de gente (de fantasmas, pensé) de los que habían muerto antes que yo. Y allí no había nadie. ¿Dónde estaban las instrucciones? ¿Qué debía hacer? Nadie, nada, vino a explicarme o darme indicaciones con lo que me consideré en libertad total para hacer lo que me diese la gana. No sabía cuando iba a durar esto, así que… De todas formas, el tiempo tiene una dimensión distinta. Antes del accidente era media mañana, y yo me dirigía a… ¿a dónde iba yo? No recuerdo dónde iba. Ahora era casi de noche y sin embargo ese tiempo, varias horas, para mí había transcurrido en un instante.

Pues salvo que haya huelga de recogedores de almas, esto tiene pinta de durar bastante, pensé. Si sintiese algo, quizá habría sido alivio al evitarme otro juicio, este bastante serio, y pena de no reencontrarme con mis antepasados fallecidos. Pero allí seguía. Solo. Algo habría que hacer. No iba a estar allí plantado hasta ¿hasta cuando?

Creí que lo más lógico era irme a casa. No sabía para qué, pero no se ocurría ningún otro sitio. ¿Y cómo ir? Recordando nuevamente el cine, ¡que gran fuente de inspiración! comprobé mi incorporeidad. Efectivamente no era sólido y podía atravesar los objetos a voluntad. Bien. Probé el teletransporte. Tampoco hubo problema. Al momento de pensar en un sitio aparecí en él. No se cómo pero allí estaba. En casa. Pero no había nadie. Recordé que mi mujer había tenido que salir de viaje el día anterior y habíamos dejado a la niña con sus abuelos.

Al pensar en la niña aparecí junto a ella, en casa de mis suegros. Estaba viendo una película infantil en la TV mientras los padres de mi mujer lloraban en la cocina. Supongo que por mí, pues siempre me habían querido. La niña estaba tranquila y a su corta edad o no le habían comunicado la noticia o desde luego no había sabido valorarla. Mejor para ella.

Pensé en mi mujer. De nuevo el teletransporte (no sé como se llama esa cualidad y siempre he sido un fan de Star Trek, así que seguiré llamándolo así) me llevó a su lado al instante. Ciertamente no era lo que esperaba. Estaba, juguetona, retozando en la cama con su jefe en la habitación de un hotel. Quizá no se había enterado de la noticia. Oí que brindaban a mi salud y por una larga nueva vida juntos. Sí que se había enterado. Recordé que la había amado y había pensado que era correspondido. Nunca sospeché. Afortunadamente tampoco sentía nada porque en caso de pillarles cuando estaba vivo la que se hubiese podido armar era buena.

¿Y a dónde voy ahora? ¿Qué hago? Tenía que comprobar mis posibilidades de interacción con la materia, de hacerme visible, de poder emitir sonidos… tenía que aprender a ser un fantasma. ¿Y qué podía hacer? Pensé en los sitios y situaciones en los que me hubiese gustado estar cuando estaba vivo. Por supuesto en el cuarto de Angelina Jolie, en un Consejo de Ministros secreto, en una reunión entre el presidente USA y el Ruso, localizar a Bin Laden…

Pero nada de todo eso me apetecía. Quizá porque el apetito, el físico y el emocional eran sensaciones y de eso, ahora, ya no tenía. ¿Qué hacer? ¿Dónde ir? ¿Para qué? … ¿Cómo iba a entretener una eternidad?

Maruja y Miguel. Relato (Blogguercedario).

Alguna vez os he comentado mi participación en el Blogguercedario. Se trata de escribir un texto, extensión y tema libres, cuya única condición es que su título sea la última frase del relato anterior. Este es el mío de esta semana. Espero que os guste:


Porque nunca me había manejado bien en esas situaciones. Me consideraba un “torpe social”. Conseguir decir los tópicos adecuados en embarazos, bodas, entierros, bautizos, cumpleaños y demás situaciones, se me hacía muy cuesta arriba. En mi mente las planteaba bien, claramente, pero la lengua luego se me tornaba torpe y terminaba balbuceando bajito y atropelladamente, la mitad de lo que había planeado.

Una mujer desconocida, vestida de negro de la cabeza a los pies, me abrió la puerta y me cedió el paso. Me interné, a través de un largo pasillo, hacia la habitación que se abría al fondo y de la que surgía un murmullo monótono, femenino, escalofriante. Me quedé plantado en la puerta recogiendo, absorbiendo lentamente la escena. Un corro de mujeres, ataviadas de similar manera a la que me había abierto la puerta, sentadas en sillas, musitaban lo que supuso era una oración, que se veía interrumpida con frecuencia por sollozos, hipidos y ayes desgarradores. En el centro, y entre cuatro grandes velones que llenaban el aire de olor a cera, se encontraba el féretro, abierto, en cuyo interior reposaba el cuerpo de un varón como de unos ochenta años. Ataviado con traje negro -¿sería el de su boda?- camisa blanca, y corbata negra, conservando aún una buena mata de pelo todo blanco, y con una expresión adusta que desdecía el cliché de la placidez de la muerte, le habían colocado alrededor de la cabeza, como si le pudiesen doler aún las muelas, un pañuelo blanco para sujetarle la mandíbula. Miguel.

Rápidamente eché un vistazo buscándola y allí, semiescondida entre las plañideras, la localicé. Maruja. Pequeña, frágil, más anciana que nunca, con un pañuelo oscuro en la cabeza, era la única que no lloraba, que no rezaba. Simplemente miraba, con inmensa pena a Miguel. A su marido durante tantos años…

Recordé la primera vez que les vi. Hace muchos, muchísimos años. Iba yo con mis padres de visita, de esas visitas que antes se hacían los domingos, a casa de unos familiares lejanos. Nunca conseguí ubicarme en el parentesco que supuestamente nos unía (¿he dicho ya que soy un torpe social?). A pesar de tener una edad similar a las de mis progenitores, él, ella, eran algo así como tíos segundos de mi padre. Por aquello de las familias extensas que hace tiempo existían, él era el hermano pequeño, mi abuela la hija mayor de dos primas o no se qué. Noté alegría en mi padre al saludar a Miguel, al que para facilitarme las cosas, me dijeron que llamara simplemente tío. Mi tío Miguel. Me presentaron a Maruja, su mujer. Nunca supe cuál era realmente el nombre de Maruja. Simplemente era Maruja para todos.

Yo estaba convencido de que mis padres se querían. De hecho, en aquella época estaba convencido de que todos los matrimonios se querían, pues estaban casados ¿no? Que sencillo y claro es el mundo cuando eres pequeño… Sin embargo en esta pareja noté algo especial, algo distinto que por supuesto no supe definir. Estaban permanentemente pendientes el uno del otro. Sonreían mucho. Se sonreían mucho el uno al otro. Miguel, alto, fuerte, poderoso, con voz de trueno, le gastaba bromas continuamente a Maruja, riendo con ganas, con unas carcajadas que luego, años más tarde, cuando Papá Noel desembarcó en España, le copió. Ella, Maruja, pelirroja en una época en que ese color era desconocido, le protestaba las bromas riendo aún con más ganas. Era fácil sorprender una mirada brillante, cómplice, entre ellos.

Me sorprendió mucho que él se levantara para poner la mesa con ella para la merienda que íbamos a tomar. Le hablaba de una forma especial, no supe cómo explicar, pero era distinto de lo que yo veía en todas las casas. Muy dulce.

Él, Miguel, a pesar de tener, como he dicho, la edad de mi padre, era un estupendo compañero de juegos. Era la primera vez que encontraba a un adulto, esa rara especie incomprensible, que de verdad sabía jugar. Y lo pasé en grande. Además, tenía un palomar y me enseñó cosas muy interesantes y ¡pude coger una! Maruja nos había preparado una merienda riquísima. Y me daba conversación haciéndome participar, y sabía preguntarme, además de “¿Qué tal en el cole?”, cosas que me permitían explayarme, algo desacostumbrado en mi.

A lo largo de los años todas las veces que les vi saqué la misma conclusión. Eran un matrimonio feliz, les gustaban los niños, se encontraban muy a gusto el uno con el otro. Lo único que me extrañaba era que no tenían hijos en una época en que la cifra normal eran, al menos, tres.

Un día le pregunté a mi padre, el cual, quizá considerándome ya mayor para entender algunas cosas me explicó:

- Miguel y Maruja son primos. Primos carnales. Y para poder casarse han tenido que pedir un permiso especial al mismísimo Papa, que le autorizó a contraer matrimonio con la condición de no tener hijos, porque como son primos y tienen la misma sangre, pueden nacer tontos.

En su día aquella explicación me dejó bloqueado, ya que no dejaba de estudiar en el colegio, en Religión, que el objetivo primordial del matrimonio era criar hijos para el reino de los cielos.

Los años fueron pasando, todos fuimos envejeciendo, pero nunca se apagó el brillo de la mirada que se regalaban el uno al otro. Siempre haciendo las cosas juntos, con una naturalidad que hoy en día todavía perseguimos. Pasaron épocas malas pues el dinero no abundaba y la enfermedad se cebó en ellos. Miguel había trabajado en una cantera y el polvo de mármol, el maldito polvo, se había infiltrado poco a poco en sus pulmones. Pero también eso pudieron superar juntos y sin perder la sonrisa.

Hoy, me parece una putada inmensa haber tenido que vivir en esa época. Haber vivido bajo el yugo de una religión que te imponía, por la fuerza, sus convicciones. Con un régimen político que te obligaba a comulgar con esa iglesia. Con una sociedad acomodaticia y miedosa que obedecía sin revelarse. Me da pena por unos niños que nunca nacieron y que hubiesen tenido unos padres maravillosos.

Miré de nuevo a Maruja. La única que vez que había comentado el tema con ella, me había reconocido que su vida había sido feliz, muy feliz, con Miguel y que la única pena que tenía en su vida era no haber tenido hijos. Solamente esa vez vi lágrimas en sus ojos.

Allí estaba. Despidiéndose de Miguel. Mirándole como siempre. Sintiéndose sola por primera vez en su vida. Me acerqué hacia ella para intentar abrazarla y musitar alguna condolencia mientras en mi fuero interno albergaba la sensación de que ella no iba a tardar en seguirle. Creo que Maruja no iba a saber, no iba a querer vivir sin él.

miércoles

Triste tarde de enero.Relato

Paseaba lentamente por la espaciosa calle. Iba ensimismado en sus pensamientos sin ver el entramado retorcido que las ramas de los árboles formaban sobre su cabeza, a modo de paraguas que hubiese perdido la tela como consecuencia de una ráfaga furiosa de viento. No notaba el aire frío que le golpeaba en la cara provocando que dos rosetas de color tintaran sus mejillas ni parecía consciente del agua que poco a poco le había calado la ropa. Simplemente su cuerpo estaba allí. Él, su consciente, se encontraba lejos, abrumado por pensamientos e ideas grises, tristes, sin brillo alguno, ni capacidad para motivar su reacción.
El sentimiento que le embargaba, que le había invadido totalmente hasta rezumar por sus poros, era de pena, una sensación de pérdida inminente, de terrible desastre inevitable, de algo atroz que se cernía sobre él y que sin remedio caería sepultándole bajo un peso insoportable en algún lugar desconocido de su propia mente, del que no podría salir.
Si alguien, desde el exterior, pudiese hacer un balance imparcial de su vida, no comprendería la génesis de su situación. Su mujer le quería, al menos, lo normal para quince años de matrimonio. Verdad que se había apagado el ardor y la ferocidad de los primeros tiempos, pero habían sido sustituidos por una buena camaradería y, en general, por una complicidad hacia el mundo, que convertían su hogar en una guarida cómoda, confortable, aunque sin pasión. Tenían los rifirrafes habituales de cualquier pareja, siempre centrados en los pequeños desacuerdos del día a día. Nada serio, y mucho menos importante, y sin embargo producían un desgaste que con el tiempo iba dejando huella. Tenían dos hijos, eso que siempre le había repateado que llamaran la parejita. También normales. Ni buenos ni malos, sólo dos críos de catorce y doce años que vivían en su mundo de amigos, consolas, internet y colegios, del cual él se sentía absolutamente excluido. Los quería, los quería mucho, pero en abstracto dado que, de hecho, además del “buenos días” de cada mañana y del “qué tal en el cole” de cada cena, respondidos casi siempre entre dientes y con desgana, poco más interacción tenían.
En el fondo era un romántico, enamorado del amor, que recordaba sus pasiones adolescentes y sus años iniciales de matrimonio con nostalgia, y amante del concepto hijo independiente y separado de los nombres que lo encarnaban.
Tenía su trabajo, cuasi funcionarial, en una paternalista multinacional en la que, después de dieciocho años de presencia, detentaba un cargo eufemísticamente denominado mando intermedio por los organigramas y jefecillo por su suegra. Piso, coche, hipoteca, trabajo, mujer, hijos, algún viajecito ocasional, alguna cena robada al sueño… Su vida se podría calificar simplemente de normal. O vulgar. O aburrida. Pero sin nada que le permitiera explicarse cuándo y cómo se había subido a ese tobogán por el que ahora se deslizaba, cada vez más rápido hacia simas desconocidas, inhóspitas, y de una asfixiante soledad.
En aquella tarde triste, lluviosa, oscura y fría de enero, paseaba por la ancha calle sin rumbo y sin explicación, hacia algún lugar desconocido. Cada vez más lejos, cada vez más solo.

martes

Relato."Escribe tu historia". Ya la escribí.

A través del blog Cicuécalos y rengífaros , Montse y Manumorata idearon un divertido juego: "Escribe tu historia"; Sobre una fotografía realizada por el segundo, había que inventarse un relato corto, de no más de treinta líneas. Ha sido divertido. Y ha sido curioso ver qué historias tan distintas pueden surgir de la imaginación al ver la misma imagen. Aquí os dejo mi relato sobre el tema y la imagen que era el eje de las historias. Espero que os guste:

Hola Montse. Gracias por venir y perdona las prisas. Es que, verás, quería enseñarte una cosa. ¿Tomas algo?... Ten.

Bueno, te pongo en antecedentes. Esto fue ayer domingo, por la mañana. Me dirigía a trabajar en una plaza del centro en la que todos los festivos se celebra un mercadillo. Esta vez el encargo era de una revista y menos mal que me había llegado, porque estamos a fin de mes y estoy pegado.

Vale voy al grano…En fin, que el encargo era de una revista pseudo esotérica, y querían que fotografiara la plaza porque, según me explicaron, en ella se aparece, a veces, los días de mercado, un espectro que sólo se puede ver a través de las fotos. Si, sí, ya sé, no te rías por favor. A mi también el trabajo me pareció una imbecilidad, pero si ellos pagan, yo lo hacía. No están los tiempos para andarse con tonterías. Bueno la historia, o leyenda, o lo que sea, según me contaron, dice que el espectro es de un varón, mayor, que hace tiempo vendía un poco de todo en ese mercadillo; y falleció, al parecer de muerte natural. Desde entonces se le puede ver, de vez en cuando y únicamente a través de las fotos, con mirada triste, y como infinitamente cansado, al lado de alguno de estos puestos. Y justo después, cuentan, fallece alguien relacionado con ese puesto.

Vale, que sí, pero es una leyenda, que no lo digo yo. Ya me sentí como un tonto tirando fotos a mansalva a…a la nada. No sabía dónde apuntar, pero hice, al menos doscientas fotos, ellos pagan. El caso es que cuando llegué a casa y descargué la cámara en el ordenador, apareció este tío que, te juro, no estaba allí cuando hice la foto. Mira… ¿Verdad que es curioso? Coincide con la descripción, pero lo inquietante, lo que más me ha intrigado es que esta vez no está al lado de ningún puesto. Parece que está tranquilamente sentado en un banco con la mirada perdida… Pero… verás, fíjate, amplía la foto…


¿Ves? ¡Me está mirando a mí!


Fotografía: Manuel Morata. http://m-morata.blogspot.com/

sábado

Relato.Gabardina blanca de recuerdos.

¡Si la culpa la tengo yo! ¡Siempre dejando las cosas para el final!

Por eso me veía ahora, a punto de que cerraran, corriendo para llegar al videoclub y recoger el DVD que había reservado la semana pasada. Tenía unas ganas enormes de ver esa película. Se me escapó en el cine y había planificado verla esa noche en mi habitación, solo, tranquilito pues mis padres habían salido, con unas palomitas, en pijama y chancletas.

Pero iba a llegar tarde. La céntrica calle estaba bastante transitada, y la nube de paraguas me impedía avanzar a buen paso.

Esperando pacientemente en el semáforo a que la figura roja dejara su sitio a la verde que me permitiría pasar, una imagen fugaz, al otro lado de la calle, atrajo mi atención.

"Pero... me había parecido... sí, yo creo que era ella"

Incrédulo, busqué esa sombra entre la gente, pero no conseguía centrar de nuevo la vista sobre la figura. Los paraguas, ya todos cercanos al gris dada la hora, creaban una uniforme pared en la que me resultaba imposible localizar aquella a quien mi imaginación había creído ver.

Al fin, mi turno de tomar posesión de la calzada llegó y me lancé como pude en la dirección que creía que ella había seguido. Empujones, disculpas, gruñidos y algún que otro insulto, coreaban mi avance, nada educado. Espaldas, rostros iguales medio cubiertos por capuchas y difuminados por la lluvia. ¿Dónde estará?

De nuevo, allá, unos metros por delante de mí, localicé su silueta. Sí, esos andares airosos, el trenzado del pañuelo gris en el pelo, la gabardina blanca bien ceñida y altas botas negras. Es ella. Sí, ¡tenía que ser ella!

La había conocido, o mejor, reconocido, un par de meses atrás. Ella salía de la boca del metro mientras yo me disponía a entrar. Nos cruzamos y nuestras miradas se detuvieron un instante en el otro. Avancé un par de pasos… Esa cara… esa cara me suena. Me detuve y me giré hacía atrás. Ella había hecho lo mismo. Nos aproximamos lentamente.

-¿Te conozco?

- Mmm,… si, creo que sí, tu cara me resulta conocida…

Afortunadamente ninguno recordamos, en ese momento, dónde y cuándo nos habíamos encontrado por primera vez. Empezamos a repasar nuestras respectivas vidas y no dábamos con ningún punto común. La situación empezaba a intrigarnos y el fresco de la tarde a dejarse notar.

-¿Tomamos un café? Ambos decidimos, en silencio, aplazar los planes inmediatos y bucear en busca de ese lazo común que por algún sitio debía esconderse.

Era una situación extraña. Dos completos desconocidos tratándose con la confianza de unos viejos amigos. Estábamos relajados, a gusto. Mientras tanto, seguíamos contándonos, a borbotones, nuestras vivencias. Transcurrieron un par de horas y, al fin, el nombre de un lugar casi anecdótico, creó el puente que buscábamos. Aún así nos costó recordar el incidente que nos había puesto, por primera vez, cara a cara.

Afortunadamente, para entonces el presente y la confianza creada en base a unos recuerdos mutuos inexistentes fue más fuerte que un hecho que, de haber aflorado al principio, nos hubiese hecho mirarnos con desagrado.

Continuamos charlando, sonriendo, fumando, mirándonos a los ojos y tomando café, mientras nos conocíamos realmente por vez primera hasta que el camarero, cómplice mudo durante toda la tarde, decidió dar por finalizada nuestra conversación, excusándose en la hora.

Despedirnos nos costó bastante. Seguimos, de nuevo en la boca del metro, conversando y sonriendo, hasta que de nuevo el frío impuso su realidad. Decidimos vernos de nuevo al día siguiente, en esa misma boca de metro.

Supongo que fui yo el que se equivocó. Toda la noche soñando, imaginando, dejando crecer la ilusión. Pero me equivoqué de hora. Cuando llegué a nuestra boca de metro esperé. Primero lo normal. Luego lo prudente. Después extrañado y a continuación, desesperado. Finalmente decidí entrar en la cafetería de la noche anterior, busqué al camarero y le pregunté. Me confirmó que la había visto allí, de pie, esperando. Que había pasado a entrar en calor y se había despedido con los ojos húmedos.

Como yo.

No tenía nada. Ni dirección, teléfono, lugar de estudio. Ni siquiera apellidos. Sólo su nombre, un hermoso nombre, en una ciudad inmensa y hostil.

Hasta hoy, que allí, en algún lugar bajo la lluvia, la había encontrado. Pero se escapaba nuevamente. Seguí corriendo, pero la masa informe, triste y gris de gente, lluvia y paraguas la ocultaba.

Finalmente ya no logré ver la sombra fugaz de su gabardina. ¿Era ella? Estoy seguro de que sí.

Pero la había perdido otra vez.