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15.5.13

Dos poetas a poniente
















 Tenía curiosidad por ver cómo había retratado Pedro Gato a dos poetas que tengo por fotogénicos: José Antonio Zambrano y Santiago Castelo, las dos últimas incorporaciones de la colección Luna de Poniente (De la Luna Libros). No me han defraudado las fotografías. Ese hombre ha logrado arrancarles, con toda naturalidad, su alma, del que la cara es, según dicen, espejo.
El primero publica Tonás de los espejos. En una, dedicada precisamente a Castelo, escribe: "Al espejo de mi casa / le voy a poner dos velas, / para que cuando me mire / el otro no sienta pena". 
La afición del poeta de Fuente del Maestre (1946) por el flamenco no es nueva. En esta misma editorial publicó en 2004 Soleares. A cantar las doce.
La toná es uno de los palos matrices del flamenco. Un cante de gitanos. Poco cultivado, al parecer, por los cantaores actuales. Cayetano Ibarra, que de eso sabe, lo explica en el prólogo. "La toná flamenca es un hombre solo, sembrado de angustia, frente al misterio de la existencia", dice. Vienen de antiguo, como el silencio y la pena.
El libro incluye treinta tonás: quince en cada una de las dos partes de que consta y que se abren con sendas citas de los hermanos Machado, Antonio y Manuel. Suelen ser, en lo estrófico, cuartetas asonantadas. En la "Nota" final, Zambrano agradece a Miguel Ángel Lama su "empeño para que las suyas Tonás de los espejos apareciese como es de razón: desde el sitio que corresponde a la poesía". De suyo va también que remiten a lo jondo. Juanramonianamente, podríamos decir. Sus letras son variadas y atienden a los asuntos de los que se suele ocupar la poesía: el amor, la vida, el tiempo...
El segundo, Castelo (Granja de Torrehermosa, 1948), da a la imprenta Esta luz sin contorno. Consta de una poética (en forma de soneto, que no deja de ser otra poética: "Buscar exacta la verdad certera, / hallar la sed de la palabra viva...") y de dos partes: "Poemillas para las noches de agosto" y "Memorias y otras melancolías". Los primeros, tan breves como su título indica, nos acercan al Castelo más genuino, el de Cuaderno del verano. Ya se ve que el poeta viene de librar una batalla cruenta con la vida. A costa, claro, de la muerte. La de dos de sus seres más queridos: su padre y su hermana. La cita inicial de Gil de Biedma es elocuente: "Y que la vida / todavía es posible, por lo visto". Con todo, escribe, "Quiero seguir soñando / más allá de la muerte".
Los de la segunda sección son poemas muy diferentes. Creí al principio que todos serían de ocasión, circunstanciales: dedicatorias, prologuillos líricos, compromisos varios... Pero no. Los hay, sí, y podría haberse prescindido de ellos, pues, al fin y al cabo, no son tantos; sin embargo, también encontramos ahí poemas de cuerpo cierto: hondos, emocionantes. Así, "Paseo", "Juegos", "Nostalgia de Buenos Aires" (el viaje es una constante del libro), "Añoviejo romano"...
Dos poetas amigos, coetáneos, extremeños de dentro y de fuera (aunque Castelo sea más de aquí que nadie, como vienen a constatar estos versos). Dos libros que aportan solidez, desde lo popular y lo clásico, a la colección Luna de Poniente, que sigue afianzándose.

13.12.12

Yo menos yo

En el tema 5 del libro de texto de Lengua que uno maneja con sus alumnos de 6º de Primaria se explica la Lírica. Para empezar, les digo a los muchachinos que se olviden de tan pomposo término y que hablen, hablemos, de Poesía. En la primera línea les dicen que comprende todas "las obras escritas en verso", por lo que vuelve uno a enmendarles la plana a los de Santillana para afirmar que también hay obras en prosa que son poesía, y no sólo los denominados "poemas en prosa". Viene esto a cuento de otro libro, Yo menos yo, de Antonio Sáez Delgado (Cáceres, 1970) que si bien está escrito (aparentemente) en prosa (con tres excepciones: los poemas "Dogma", "Mordaza" y "Erosión") es, como me aseguraron los editores (de la luna libros) antes de que lo leyera, pura poesía. Vamos, que tiene más poesía que mucha de la que pasa por serlo; escrita, ésta sí, en renglones cortos, que no en verso. Por si hiciera falta aclararlo, ASD escribe en un capítulo final de "Deudas y agradecimientos", refiriéndose al suyo: "Quiere ser un libro, no un género". Y eso es, sin lugar a dudas Yo menos yo. Sí, aunque exagero, ya sabemos que algunos siguen considerando poesía sólo al soneto (lo que le ocurriría, por lógica, al abuelo del poeta). Otros ya demostraron hace tiempo (y no con teorías) que eso de los géneros, en sentido pedagógico y estricto, es cosa de otros siglos. Este libro es buena prueba de ello.
A la memoria (esa "tierra de nadie") remite el brillante y enjundioso epígrafe que abre el volumen, letra G de la Colección Luna de Poniente, de Manuel António Pina. Porque de recuerdos y olvidos ("somos aquello que olvidamos") va lo sustancial de este libro. Además, otro guiño que también subraya otra de las esencias del mismo: lo portugués, que se une al mismo asunto de la memoria: de la infancia (viajes con sus padres a Portugal) y de ahora mismo (ASD es profesor de la Universidad de Évora), por no hablar de autores y libros del país vecino que ahorman la poética (y la ética, me atrevería a decir) del escritor cacereño. 
La primera parte, "Ácido", relata en seis fragmentos, a modo de diario, lo que acontece desde la ventana de una casa que da a un vertedero donde un hombre malvive. Entre medias, ya se dijo antes, se reflexiona (se ensaya): sobre la pobreza, sobre la escritura (lo metapoético es otra constante del libro: un volver sobre la escritura desde la escritura)...
La segunda, "La identidad sustantiva", que consta de ocho fragmentos (lo fragmentario va más allá de la forma adoptada), es, según ASD, "un pequeño libro de familia hecho astillas". Allí, el presente: los vivos (su madre -"siempre mi madre: un testigo"- y su hermano) y el pasado: los muertos (su padre y su abuelo). Más allá, el Alentejo (sus "susurros") y el suicidio de Aura. Y los hijos, que aúnan presente, pasado y futuro.
"Me gusta leer cualquier libro como si fuera una biografía", escribe, algo que es imposible no hacer cuando nos ponemos delante de estos fragmentos donde aparecen los citados personajes: la madre y sus belenes; el padre, carpintero de madera, hierro y aluminio, sucesivamente, pequeño empresario a favor de los tiempos; el abuelo, poeta -ya se comentó- de otro siglo, el de los "animales melancólicos", en feliz expresión de su hermano, más bien del XIX, quien alumbró el mote familiar por llevar la luz a Casas del Monte: los luceros, y el tío que llevaba su nombre y al que no conoció, como ese hermano muerto a destiempo, que para su madre nunca ha dejado de existir. Si, como dicen, la poesía es sobre todo emoción, esta parte del libro justifica lo que uno afirmó al principio: que aquí la poesía luce como una inequívoca presencia.
Emoción y palabras, conviene añadir, algo que reitera Sáez Delgado constantemente en su "escribir para explicar el pasado": "El trabajo son las palabras", con las que, confiesa, "intento ser severo". Así, "Óxido" la sección que cierra la obra, comienza con la traducción de "El embalse", un relato de João de Melo. A partir de ese ejemplo ASD aborda un ensayo acerca de la traducción que se mezcla, otra marca de Yo menos yo, con reflexiones y experiencias a propósito de la lectura. Escribir y traducir, "dos formas de leer". La traducción como literatura en sí misma. La traducción como poética: "traducir es vivir entre líneas", "escribir sin imaginar". Son muchas las páginas que dedica, insisto, a ensayar sobre este apasionante asunto del que él, como traductor (ahora, pongo por caso, de la obra de Lobo Antunes), tanto sabe. Por eso no falta la mención a un texto clave, para él y para cuantos lo hemos leído, Te me moriste, de José Luís Peixoto.
Yo menos yo termina de la mejor forma posible, con un capítulo hondo y deslumbrante en el que empieza con las palabras: "Escribo estas páginas contra mí mismo". "Escribo y corrijo (elimino), dice también y luego menciona la "contención" (la obra, nos explica, es fruto de la poda y del adelgazamiento). También de la eliminación de todo resquicio de odio o rencor. "Contra aquello que he escrito. Contra la tentación de escribir contra otros", añade. "Para atacarme, para no dejarme tranquilo". Y aparecen entonces la felicidad ("paso mucho tiempo feliz", "me empeño en pensar que soy afortunado") y el amor (el libro está dedicado a Susana: "amo y soy amado"). Libro y capítulo concluyen con la frase: "Sí, creo en la palabra alma".
No me cabe duda de que Antonio Sáez Delgado ha escrito, "tal vez para resistir", un libro magnífico, no sé si el mejor de los suyos, qué importa eso. Su voz suena aquí, entre silencios (que señalan los espacios en blanco), clara, muy nítida. Desnuda, diría. Es obvio que ha cumplido con su máxima de "eliminar, como regla general, todas las palabras deshabitadas". Un libro que consolida el espíritu de la colección extremeña Luna de Poniente. Que la hace de verdad plural. Libros así justifican que cualquier lector persevere en su trabajo gustoso. Que en tiempos aciagos, uno resista.

10.4.15

LdP: Un balance

Ha dedicado uno numerosas entradas a la colección de poesía Luna de Poniente, de la emeritense de la luna libros. Para ser exactos, de los 27 volúmenes que la componen, tantos como letras del alfabeto, he reseñado, si no me equivoco, 24. Dejé tres libros en el camino. Uno no me parecía que tuviera suficiente entidad (el de Ramírez Lozano, lo que desmiente que, como él dice, se presente a premios porque no tiene más remedio: aquí tuvo una clara oportunidad perdida), de otro hablé por delegación (di al autor, Daniel Casado, la palabra, convencido de que yo no podría decir nada mejor sobre El creador del espejo) y un tercero, en fin, porque era mío. 
El empeño, que se ha desarrollado entre 2012 (la letra A fue para La mirada desnuda, de Jesús García Calderón) y 2015 (la letra Z corresponde a Hay un rastro, de Elías Moro), ha sido obra de dos escritores, poetas también: Marino González y el citado Elías Moro. Este último relataba cómo se gestó el proyecto, que ha contado con el patrocinio, justo es decirlo, del Ayuntamiento de Almaraz, pueblo natal del editor (motivo por el que, según tengo entendido, se descolgó de la propuesta, debido a razones ideológicas que tienen que ver con la ecología y la energía nuclear, José Manuel Díez, que bien pudo figurar en esta nómina de poetas extremeños o vinculados a Extremadura aún vivos). Ya que lo menciono, en el análisis de esta colección, digamos, canónica no se puede obviar la cuestión de las ausencias. Tampoco la de las presencias, pero eso vendrá luego. Es verdad que faltan nombres si contemplamos críticamente nuestro panorama (una convención, ya se sabe: la extremeña no es sino poesía en español, del inmenso territorio de la Mancha; otra cosa son los autores). ¿Cuáles? Por ejemplo, Pureza Canelo, José Luis García Martín, Manuel Neila, Ada Salas, Irene Sánchez Carrón, Basilio Sánchez, Javier Rodríguez Marcos, Elena García de Paredes, Antonio Méndez Rubio, Carlos Medrano, Luciano Feria, Serafín Portillo, Rosa Vicente, Jesús María Gómez y Flores, Santos Domínguez, María José Flores, Juan María Calles y Diego Doncel. Y seguro que me olvido de alguno; si es así, lo siento. Por poetas...
Acerca de las presencias me remito a las señaladas recensiones. Salvo en un caso, ya dije, todas me parecen pertinentes. Me gusta, además, que se hayan incorporado poetas jóvenes, si bien echo ahí de menos a Víctor Martín. Puestos a ponerse exquisitos, no me hubiera disgustado ver en la nómina libros de Andrés Trapiello y de Eduardo Moga, tan distintos, pero ambos vinculados a esta tierra, sobre todo el primero. También se echan en falta un mayor número de mujeres poetas. Me consta que los directores lucharon lo indecible para que hubiera más presencia femenina, pero...
Ya sé que la decisión de figurar no estuvo sólo en manos de los promotores. De los nombrados por no estar, casi todos renunciaron voluntariamente a participar por diferentes motivos. Respetables, qué duda cabe. Uno de ellos, nada baladí, la condición de inédito que se exigía al original aportado.
En lo que a mí respecta, decliné publicar Plasencias con mi editor habitual por sentido de la amistad, es cierto, pero también porque consideré que eso aportaba un granito a arena a la credibilidad de la empresa. Al planteamiento que la justificaba, quiero decir. Ya lo hice en el pasado con la Editora Regional, a instancias de Fernando Pérez, un editor con un gran sentido del catálogo.
No está de más subrayar otra virtud de la colección: la de las cubiertas de Pedro Gato, que ha retratado a todos y cada uno de los poetas y ha proporcionado una deseable unidad al conjunto. Las ediciones, por añadidura, han estado a la altura: limpias, cuidadas y sin molestas erratas.
Conviene recalcar también, en negativo, el alevoso silencio que ha pesado sobre los libros de Luna de Poniente, por parte del diario Hoy, el de máxima difusión en Extremadura (lo que no aparece en él, sí, da la impresión de que no existe). Se ocultaron deliberadamente y se omitió cualquier información sobre sus respectivas presentaciones, que han sido numerosas, por toda la geografía regional y nacional. Tampoco se publicaron reseñas. Sólo un par de obras lograron traspasar esa espinosa valla, por obra y gracia de Pecellín Lancharro, con mando en Trazos
En Plasencia, con motivo del encuentro Centrifugados, donde se podían ver agrupados todos los volúmenes de la colección en el puesto ubicado de la antigua Plaza de Abastos, le sugerí a Marino González que se la ofreciera, ya armada, a instituciones, bibliotecas y centros educativos. No sé si convenientemente embutida en una bonita caja. Más si tenemos en cuenta, por encima del valor literario, que han sido muy pocos los suscriptores. 
Se felicita uno, en fin, por la feliz idea y, lo que es más importante (una ocurrencia la tiene cualquiera), por su materialización. El tiempo establecerá su verdadero alcance. Desde la inmediatez de los acontecimientos, no parece que haya sido una apuesta fallida. Veremos. 

28.5.16

Lunas de Oriente

En la estela de Luna de Poniente, la editorial emeritense De la Luna Libros inicia un nuevo proyecto, la colección Lunas de OrienteSi allí se pretendía recoger libros inéditos de poetas extremeños vivos y establecer, digamos, un canon, aquí el planteamiento es similar, pero con narradores. También veintisiete, tantos como letras del alfabeto. Las letras A y B se corresponden con las obras El mundo sumergido, de Alonso Guerrero, y Te tendré que matar, de Nicanor Gil. En lugar de poemas, relatos. Más o menos largos. No se ponían de acuerdo anoche en la presentación placentina del Verdugo, donde intervinieron, además de Marino González, uno de los directores de la colección (el otro, sentado en la sala, es Elías Moro), Gonzalo Hidalgo Bayal, Alonso Guerrero y Nicanor Gil, decía que no se ponían de acuerdo a la hora de decidir si El mundo sumergido era cuento largo o novela corta. Guerrero, el autor, era el único que defendía la primera opción. Poco importa eso si los textos alcanzan la altura literaria debida. Parece ser el caso y digo parece porque uno aún no ha tenido ocasión de leerlos. Por las palabras de GHB, presentador a su pesar (y a gusto de toda la concurrencia, que no deja de celebrar su perspicacia lectora), podemos deducir que la cosa empieza bien y quienes conocemos la pasión que los editores han puesto en la nueva empresa nos congratulamos de que así sea. 
Gil ha elegido continuar, a su manera, los crímenes ejemplares de Max Aub y Guerrero, en la misma línea de imaginación y de exigencia que le caracteriza, por encima de modas y modos al uso, pone en acción a Pepe Nirvana y "contesta a una cuestión que todo el mundo se ha planteado: por qué cuanto más nos elevamos hacia el absoluto, más caemos en el ridículo". 
Si en el caso de Luna de Poniente me tomé la licencia de opinar sobre cada uno de los títulos (salvo contadísimas excepciones), en esta ocasión me limitaré a leer esos libros con el interés que a buen seguro habrán de suscitar. Me consta que la lista de invitados es digna de elogio. Ojalá, en fin, les salga bien esta jugada a Marino y a Elías. Lo merecen. Están haciendo lo mejor que se puede hacer por esta pobre tierra: que quede escrita. 

12.3.21

Tierra

Aunque Carmen Hernández Zurbano nació en Salamanca (1976), su infancia fue extremeña. Verata y placentina. En la actualidad, su casa está en Cáceres.
Es médico pediatra, antropóloga y ha estudiado Teoría de la Literatura en Argentina, México y Brasil. Sí, es una mujer inquieta y viajera.
Se dio a conocer como poeta en 2011 con Géiser, un libro que publicó la Editora Regional de Extremadura, especialista en descubrir nuevas voces. Le siguieron La felicidad lingüística (De la Luna Libros, colección Luna de Poniente, Mérida, 2013), ¿eres okupa? (Ediciones Liliputienses, Cáceres, 2013, Premio de Poesía El Buscón) y Trucha vagabunda (Le Tour 1987, Mérida, 2016).
La editorial chilena Ril publica ahora Esa flor parece un pájaro. Es un libro, lo diré pronto, sorprendente. Como todo lo de Zurbano, respira frescura y naturalidad. No hay rebuscamiento ni falsa retórica. Da gusto leerlo.
Aludí antes a su niñez. Nos explica que se crió en el precioso pueblo de Guijo de Santa Bárbara, de la comarca altoextremeña de La Vera, al pie de la Sierra de Tormantos, en las estribaciones de Gredos, de donde baja la Garganta Jaranda. Ese lugar está muy presente en el libro. Puede que conocer esos paisajes ayude al lector a sacarle aún más partido a los poemas sin título que lo componen, aunque no sea imprescindible. En la solapa se explica que son fruto de un regreso temporal a ese sitio. “A multitud de memorias y sensaciones ligadas al lugar”, precisa.
Pocas veces ve uno tan claro que Torga tenía razón: que lo verdaderamente universal parte de lo local. Y que una cosmopolita sin fronteras como Zurbano no le hace ascos a sus orígenes ni a lo rural, por desprestigiado que esté para los modelnos.  Y no será porque ella no lo sea. Moderna, digo. Es ley de vida. Ni puede ni quiere evitarlo. Su modernidad no está en los motivos, sino en el lenguaje. El de Zurbano juega con la sintaxis y la tipografía. Siempre en pos, o eso nos parece, del ritmo, de la música perseguida. Son poemas, sí, que se sostienen en voz alta.
Lenguaje que juega también con las palabras. Quiero decir con términos de la flora y la fauna que no pocas veces se nombran por el gusto de ser pronunciados. Retahílas de palabras enumeradas que, por el mero hecho de existir, evocan tiempos pasados, miedos ancestrales, fiestas estacionales o religiosas (como el Miércoles de Ceniza o el Día del Corpus), ritos celebratorios en el vasto templo de la Naturaleza. Y dice: hiedra, rosa, ortiga, geranio o hierba de las praderas. Y “manzanilla poleo menta orégano”. Y “jaras, cantuesos, madroños, / brezos, durillos, retamas”. Se aprecia muy bien en el poema “Acebo menor achibarba”.
Voces científicas que convocan también el misterio, como “prodigiosina” (“pigmento / rojo en el pan / segregado / por una bacteria”) y “fernandezias” (un tipo de orquídeas).
Y hay moreras y hogueras, tías (las mujeres de los pueblos todas lo son –o lo eran–, como los hombres tíos) y conjuros. Y “truchas junto a nuestras piernas”. Y luciérnagas y periquitos (dondiegos de noche) que desprenden su perfume por aquellos valles al caer el sol. Y ya que hablo de ello, los olores (a pino, a leña) y el vistoso cielo nocturno (la luna, las estrellas, los eclipses…) son una constante de esta larga evocación con tintes románticos (en su más genuino sentido).
Porque es médica, son frecuentes las referencias a remedios naturales y caseros. Porque es antropóloga, a costumbres (los quintos), bailes, trajes folclóricos (“los zapatos bordados y el mandil florido”), dulces, canciones y otras lindezas del perdido (o casi) mundo rural; más en un pueblo con firmes tradiciones. Lo popular es aquí un tono, como “granos de graná”.
No faltan los árboles, como el roble o el cerezo. Ni la nieve (“Salimos” es un poema precioso). Tampoco el verano. Ni las amigas, asociadas al agua, como las lavanderas. Ni encinas y bellotas. Ni siquiera las cabras, tan abundantes en esas montañas donde siempre han pastoreado tratables cabreros que ignoran las ofensas de poetas contemporáneos como Cernuda o Gil de Biedma. Y del ocurrente Umbral, que llegó a decir que Extremadura era como la luna, pero con cabras.
Estuve tentado de titular esta nota “Sentido y sensibilidad”, por todo en general y por casos particulares como el poema que comienza “Una chica tiene su primera menstruación”.
Porque, como escribe, la vida es “igual, en todos los lugares de la tierra”, de pronto Zurbano menciona la India, China o los polos sin que nada se altere.
El libro está dedicado a su madre (“que era todas las flores y todos los pájaros”) y el emocionante poema “Lo llevaba”, sobre uno de sus vestidos, no puede cantarla mejor. Allí leemos: “Lo llevaba / estando embarazada / de mí // en la mañana helada cerca del lavadero”. Y: “madre, desde su pueblo, emigró a la ciudad para estudiar / padre, desde su pueblo, emigró a la ciudad para estudiar”.
Otro poema logrado es el final, “El huerto está lleno de pimientos”, donde la melancolía vence definitivamente a la nostalgia y el deseo se pide en silencio.
En la línea de poetas extremeñas como Pureza Canelo, Ada Salas o Irene Sánchez Carrón  –cada una con su poética y en su respectiva generación de edad–, Carmen Hernández Zurbano demuestra con este libro su capacidad para trasladar al verso una verdad que nos parece invulnerable. Poesía que “me mira / con ojos como pozos”. Poesía en estado de gracia.
 
Esa flor parece un pájaro
Carmen Hernández Zurbano
Ril Editores. Ærea |carménère. Barcelona, 2021. 64 páginas.

NOTA: Esta reseña se ha publicado en la revista EL CUADERNO

15.4.15

Tesoros, islas

Con ese título tan sugerente y metaliterario se edita la segunda novela de Juan Ramón Santos (Plasencia, 1975), tras su magna Biblia apócrifa de Aracia, en el sello de la luna libros. "Habría que empezar celebrando que Juan Ramón Santos haya vuelto a las «palabras mayores»", como dijo Gonzalo Hidalgo Bayal al principio de su flamante presentación de la novela. Los azares editoriales (que han propiciado una ayuda precipitada de la Editora Regional, que no del Plan de Fomento de la Lectura, quien publica el libro "en colaboración") han hecho que aparezca muy poco después de su primera incursión lírica con Cicerone, que forma parte de la colección Luna de Poniente de la mencionada casa emeritense.
El propio autor ha relatado que se trata de una novela juvenil para adultos, de una aventura de piratas de secano. Pero el libro, con ser ambas cosas, es mucho más. Con La isla del tesoro al fondo, Santi Alcón o Jim (Jim Hawkins) o Estepario y Juan Plata o el Largo (John Silver) protagonizan una historia que son muchas historias donde lo fundamental acaso sea el paso decisivo que el primero da al convertirse, en el último verano de su infancia, en un verdadero lector. Su vida, desde entonces, será otra. 
Son muchos los guiños literarios -los homenajes- y, sobre todo, la nómina de obras que tienen cabida en esta novela de iniciación. Libros capitales de autores imprescindibles que cambian la existencia de cualquiera. La metamorfosis, El extranjero, El lobo estepario, Moby DickEl desierto de los tártaros, El corazón de las tinieblas, Pedro Páramo, El Aleph, El Gatopardo... "Todo se puede escribir, muchacho", le dice el Largo (que lleva en el brazo un tatuaje con la palabra Yoknapatawpha) a Jim en San Cipriano, donde se halla la biblioteca soñada. "La literatura no tiene límites", añade a continuación. 
A pesar de que está escrita con un estilo menos marcado que en otras ocasiones (Santos pertenece a la estirpe de los escritores benetianos, por decirlo de algún modo, que bien podría ser bayalianos, defensores del "estilo propio" a que hacía alusión en un memorable artículo Fernando Aramburu, otro que tal baila), adaptado tal vez a un público lector más amplio y de distintas edades, no faltan en El tesoro de la isla juegos, humoradas, ironías y mil y un recursos característicos de alguien que ama y conoce su lengua. Tampoco, aunque en menor grado, insisto, los largos párrafos, como en el capítulo 28, próximos en la intención y en el resultado a la famosa hipotaxis ferlosiana. No quería Santos, según propia confesión, que los lectores se asustaran al ver, cuando abrieran el libro, grandes manchas de tinta sin apenas puntos y aparte.
La novela tiene para los lectores placentinos un plus (o varios) pues transcurre en lugares conocidos de una ciudad, Pomares (que viene a ser ésta, cerca de Labriegos y de la desaparecida Aracia, a la que aplica la máxima rusa de que "al contrario que las familias, todas las ciudades de provincia se parecen en su desdicha"), presa de la degradación y el abandono, instalada en los terribles años ochenta del siglo pasado que fue cuando perdió el ferrocarril y el cuartel (lo que en la novela da lugar a una escena muy divertida a causa del duelo entre el alcalde provisional Sarmiento y el teniente coronel Marcial Guerra), por donde campeaban a sus anchas yonquis como el Eddie del relato y se paseaban y pasean (por la Isla, por ejemplo) personajes bien conocidos por los de aquí, como la bibliotecaria Marisa.
De entre los ficticios, digamos, destaca, a pesar de su aparente levedad, el del padre de Santi, dueño del bar Pacífico, la prima Beatriz (cómplice lectora) y Constante (ese tío que tenemos todos, raro hasta el punto de leer poesía), ambos "proscritos familiares" de Labriegos.
Algo digno de ser tenido muy en cuenta es el final (o acaso finales: hay más de una sorpresa), sutil, certero y acertado, bien resuelto, que sobreviene sin que el lector esté avisado, porque lo presuponga. 
Uno, desde su deformación didáctica, intuye que esta novela podría ser una lectura apropiada para los alumnos de los institutos. Puede que de algunas obras mayores de las letras sólo conozcan lo que los apasionados lectores Santi y Plata transmiten de ellas, pero también cabe la posibilidad de que pasen de esas conseguidas pinceladas (que animan, sin duda, a leer) a los libros en sí con lo que habríamos ganado para la causa a algunos adolescentes. Por otro lado, no está nada mal traída la lista, un auténtico botín de libros, tan alejada de la que se suele manejar en nuestros IES, plagada de pésimas novelas dizque "juveniles". Al fin y al cabo estamos ante un libro que no deja de ser una apasionada y apasionante defensa de la lectura y de la literatura, como expresa en la página 210, en unas líneas escritas a propósito de la citada El desierto de los tártaros, donde descubre, entre otras cosas, que "los libros, además de una fantástica forma de entretenerse, eran una poderosa herramienta para acercarse al mundo y a la vida, para contemplarlos y tratar de comprenderlos".
En el epílogo, el narrador explica los motivos que le llevaron a escribir esas páginas. Dos ante todo: "para afianzar la huidiza memoria del verano que cambio el rumbo de mi vida" y "para que mi hija (...) pueda leer un día en ellas cómo vivíamos entonces, quienes fueron sus abuelos, qué fue de la infancia de su padre". Objetivos logrados gracias a una espléndida novela que le quita a uno de encima la constante sospecha contra las dichosas novelas "juveniles" y que le confirma en su condición de adulto con alma de lector, no sé si adolescente.

NOTA: Esta reseña se publicó ayer en mi sección Plasencias de planVe.

19.3.15

La poesía de Bernal

Profesor de Literatura Española del Departamento de Filología Hispánica y decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la joven Universidad de Extremadura, reconocido bibliófilo y estudioso de la literatura de Vanguardia, la poesía del 900 y del Veintisiete, así como de la obra de Cernuda o Gerardo Diego (fue premio 'Gerardo Diego de investigación poética' por un ensayo sobre su conocida obra Manual de espuma) José Luis Bernal Salgado (Cáceres, 1959) publica su tercer libro de poesía, Tratado de ignorancia, en la colección Luna de Poniente (de la luna libros). Hasta aquí nada parece extraordinario, salvo la parquedad bibliográfica en lo que a la literatura de creación se refiere para un poeta cincuentón. Lo que el lector debe saber es que, desde que publicó su segunda entrega poética, El alba de las rosas, hasta ahora, han transcurrido veinticinco años. Esto, lejos de ser un hecho anecdótico, da a los poemas reunidos aquí un sesgo y una intensidad llamativas, por más que sean el tono conversacional, los modales clásicos y la elegante discreción rasgos principales de su estilo. Un estilo, permítanme recurrir al tópico, que, en este caso al menos, es el hombre. Doy fe. Conoce uno de antiguo al autor. Formé parte del jurado (junto a Juan Manuel Rozas y Ángel Campos, entre otros) que le concedió el primer Premio Constitución a su ópera prima, Primavera invertida (1984). Poco o nada tienen que ver estos versos con aquellos, aunque el que los escribió sea el mismo. En cierto modo, leído lo leído, éste podría parecer un primer libro si no fuera por la carga de experiencia y la solvencia expresiva, digamos, que contiene. Desde la madurez, sí, que no se oculta, nos tememos que más allá de la mitad del camino de la vida, Bernal entona su íntimo canto, de carácter elegíaco, que, en efecto, no puede sustraerse, de una parte, a la melancolía y, de otra, a la celebración de este vivir en un tiempo acaso de descuento si consideramos el balance. Tal vez por eso se nota tanto que el poeta no necesita epatar, ni hacerse el interesante, ni recurrir a coheterías y otras retóricas para hacernos llegar por medio de la voz, apacible y meditativa, su pequeña verdad. Lo genuino, que diría Moore.
Los poemas de Tratado de ignorancia, líneas rescatadas a la memoria y al olvido, se alzan uno a uno con la debida autonomía, sí, pero formando a la vez un corpus unitario; libro concebido como tal, a la postre. Por el tono, claro, armónico en lo diverso, y por lo que todos tienen de reflexión en torno a un eje central que se sustenta, a mi modo de ver, entre las enseñanzas de la edad (con su amargo rimero de pérdidas, derrumbes, frustraciones y derrotas) y la serena aceptación del inestable presente, pródigo en alegrías por el sencillo hecho de que al fin y al cabo se vive. Por ahora, pues Bernal nunca pierde de vista el inevitable, fatídico futuro, que está escrito.
Comienza Bernal con "Breve tratado de ignorancia" (dedicado a Carnero, otro poeta profesor o viceversa), donde leemos (con Gracián): "He destinado algunos de mis trabajos al juicio, / este se lo dedico a la ignorancia". Su último verso alude al que "ha mudado el alma".
Le siguen poemas espléndidos como "Insomnio" ("hasta este misma edad en que mi Padre / comenzó su batalla con la muerte"), "Vidas paralelas" ("la edad me está enseñando / a ver mirando a ciegas"), "La osadía" ("-una historia de estragos-"), "Recuerdos", "Certidumbre de la muerte" (que termina: "menos la muerte misma / la muerte es tan hermosa / por cernernos la vida, / que merece la pena / vivir por merecerla"), "Certezas ("El color del amor / es el olvido. / El color de la muerte, la memoria"), "Aniversario" (un hermoso poema de amor), "Emaús" (con el franciscano Pacífico y sus amigos al fondo, toda una escuela de ética que, como en el caso de Basilio Sánchez, ha dado en estética)...
Uno de los poemas más emocionantes (y duros) de un libro donde la intensidad, ya se ve, cunde es, sin duda, "Otoño", dedicado a Elías Moro y a la Cosecha del 59: "Pensé que debería decir a mis amigos / que ha llegado la hora de dar un golpe seco..." (...) "Decirles que nos queda poco tiempo y maltrecho / para dar las respuestas a todas las preguntas / que la edad nos escupe con obstinada furia." Da, me parece, la medida justa del volumen y, como paradigma, precisa la poética de José Luis Bernal. A los amigos dedica también otros poemas: a Castelo uno donde se cruzan Pedro de Lorenzo y Eliot. "Agenda", a Fernando T. Pérez y Ángel Campos. O "P. D. C.", esto es, Paco Díaz de Castro, otro de la misma estirpe de "poetas profesores".
Como buen filólogo, las palabras -el lenguaje- son fundamentales aquí, Esas que, como explica en el poema que cierra el ciclo, "Las palabras", tanto se le han resistido estos años: "Las palabras han tardado como las lluvias." "He esperado paciente, / tras años de silencio", continúa. Con todo, se abrieron paso y salieron, que es lo que importa. "Ellas saben de mí / algo más que yo de ellas, / conocen los olvidos y los dones, / la precisa razón que me empuja a vivir, / y a recordar que vivo / contra viento y marea."
Este era para algunos un libro muy esperado. Me alegro de que se integre al fin en una simbólica colección llamada a perdurar. Pocos versos ha dado José Luis Bernal a la imprenta, es evidente, pero eso no impide que se le considere uno de los poetas esenciales de la poesía extremeña y española de su época. Sobre todo, cierto es, por este libro. 

24.12.14

Cicerone

Juan Ramón Santos (Plasencia, 1975), licenciado en Derecho por la Universidad de Salamanca y funcionario del Excmo. Ayuntamiento de su ciudad natal (desde hace unos años, como eficiente gestor cultural), era hasta ahora un narrador que había publicado cuatro volúmenes de cuentos en pequeñas editoriales de Extremadura y Asturias: Cortometrajes, El Círculo de Viena, Cuaderno escolar y Palabras menores, y, también aquí, la novela Biblia apócrifa de Aracia. Sus cuentos y microrrelatos aparecieron, además, en antologías como Relatos relámpago y Por favor, sea breve 2.
Con Cortometrajes y Cuaderno escolar resultó finalista del Premio Setenil al mejor libro de relatos publicado en España ese año. 
Sí, esto era así hasta que Santos dio en poeta y publicó su primer libro de verso, Cicerone, de la mano de uno de sus editores habituales, De la Luna Libros, y en una colección de referencia en las letras extremeñas, Luna de Poniente, una suerte de canon lírico ("La Generación de los 27", por las letras del alfabeto, al decir del ocurrente Marino González) donde no están todos los que son, pero sí (o eso supongo) todos los que están.
No debería extrañarme: recuerdo al jovencísimo estudiante que era tomando cañas con sus amigos en el Rialto con un libro negro de Visor bajo el brazo.
Llegados a este punto tal vez convenga aclarar que no puedo ser imparcial, sino decididamente subjetivo a la hora de comentar mi lectura de la obra. Es, por otra parte, lo que pretendo siempre. La objetividad, amén de imposible, es muy aburrida, más si se trata de crítica literaria. Otra cosa es que uno deje de lado el rigor y mienta, algo que ni ha ocurrido ni va a ocurrir mientras uno mantenga abierto este humilde rincón. Pequeño, sí, pero limpio.
Para empezar, y no es que lo diga yo, este libro autónomo, faltaría más, no se entiende del todo (o no del todo bien) sin la existencia de otro publicado en la misma colección hace poco más de un año: Plasencias. De hecho, a las explicaciones que da su autor en "Agradecimientos, dedicatorias" (una preciosa y lúcida poética escrita por el impecable narrador que Santos es), habría que sumar la cita o epígrafe que lo abre: "Habito una ciudad de la memoria". A partir de ahí, las casualidades, encuentros y desencuentros, ya son obra de Juan Ramón Santos que construye un libro sólido que alza el trazado de una ciudad propia, la de su infancia y primera juventud. Mirada y memoria, de nuevo los dos reinos del poeta, en torno a una vida cualquiera.
Al parecer sin pretenderlo, el libro comienza a la manera de Aníbal Núñez, con una "Descripción de la ciudad" (tal en Alzado de la ruina), y hay un poema que se titula, como allí, "Ab urbe condita". A uno esa involuntaria casualidad le gusta. Pocos libros sobre una ciudad mejores que ése. 
Santos echa mano de un viejo recurso (forma parte de su carácter): la ironía. También del humor. Es lo que prima. Al fondo, eso sí, como suele ocurrir, un poso de melancolía tiñe el conjunto. Se aprecia a veces un tono, digamos, desolado. No en vano alude a “la gris cofradía de los tristes”, numerosa, ay, por estos lares. Una sensación que me trasladó aquí atrás nuestro cura más culto, don Rafael, en una breve conversación sobre Cicerone en una "calle secreta" de Plasencia.
La "feliz mediocridad", los "sueños sin grandeza" (títulos, a su vez, de poemas), la resignación, las frustraciones, pero también el buen conformar, forman parte de la personalidad del personaje poético que narra sus felices o no tanto peripecias ciudadanas. Y digo "narra" porque hay mucha narrativa en esta poesía, algo que este lector aprecia, sobre todo, y más allá de las historias que se cuentan (alguna ya escrita previamente en forma de relato, como "La medida de todas las cosas"), en los largos párrafos o estrofas (que no lo son) que menudean en sus poemas. La escasez de puntos y la numerosa ristra de versos que "dicen" la mayor parte de los poemas. En eso tiene a quien parecerse. Hablo, por ejemplo, de Gonzalo Hidalgo Bayal, en cuyo Taller Literario Santos veló sus primeras armas. 
Por otra parte, sorprende al lector el dominio métrico (abundan los endecasílabos y los heptasílabos) que proporciona a los poemas un ritmo y una musicalidad dignas de elogio. 
El citado GHB, ha mencionado en su texto "Guía y métrica de la ciudad", la "deriva inversa" que supone esperar a la madurez para convertirse en poeta, que no es lo que suele pasar. Coincido con él, cuando afirma que "No se ha acercado, por tanto, a la disciplina poética ensayando balbuceos líricos de poeta en ciernes ni como medio inicial de aprendizaje retórico o sentimental".
Se preguntaba uno en la presentación ("Cicerone à trois") si es ésta una ciudad literaria. No lo sé, pero llama la atención que la “plaga poética placentina”, a la que se ha unido Santos, saque a la calle en poco más de dos meses cinco libros de poemas de autores nacidos aquí: Víctor Peña (que se estrena), Álex Chico, Francisco Fuentes, Pérez Walias, el mencionado Santos y uno mismo.
"Una ciudad es todas las ciudades", escribí. Y él: “En solo una ciudad / caben muchas ciudades.”
El último verso resulta elocuente: “esta ciudad que adoro y aborrezco”. De ahí que uno no deje de darle vueltas al viejo asunto del ir o quedarse. Por esa maldición o ese destino del que reside en un determinado lugar.

18.2.16

Dos libros de Elías Moro

En 2015, Elías Moro (Madrid, 1959, pero afincado desde su juventud en la romana ciudad de Mérida), ha dado dos títulos a la imprenta. Un libro de poemas y otro de aforismos. Porque creo que, ante todo, Moro se considera poeta, como cualquiera que escriba o haya escrito versos, empezaré por Hay un rastro, que cierra con la letra Z la colección Luna de Poniente, de la editorial emeritense De la luna libros. No se podía haber elegido un mejor colofón. Lo sabemos ahora, claro, después de leer el libro de uno de los codirectores de esa muestra canónica de la poesía escrita por autores (vivos) extremeños o vinculados a Extremadura de la que uno, ya que lo menciono, ha tenido ocasión de hacer balance en su blog. 
Elías Moro no ha sido un autor prolífico. Tampoco temprano. Ni siquiera como poeta. Empezó a publicar tarde (si no tenemos en cuenta Contrabando, una plaquette que apareció en la colección La Centena –de la Editora Regional de Extremadura– dirigida por Antonio Gómez, en 1987), para lo que es usual, y, ya digo, con lentitud. Uno, no me importa confesarlo, que le invitó a publicar en la citada Editora una antología de sus versos, estaba esperando de él un libro así. ¿Cómo? Una obra sólida, fraguada, digna de la dedicación, el rigor y las lecturas que le caracterizan. Sin que lo anterior desmerezca, al revés, este libro da la verdadera medida que el poeta es. O eso creo.
Con la guerra, el dolor y el miedo al fondo, Moro construye un intenso, emocionante poema fragmentado (sin títulos ni puntos) en el que se insertan, además, otros poemas que lo complementan. "Hay un rastro", "Tiro de gracia", "Derrota y hambre" y "Los muertos hablan" serían partes de ese poema único al tiempo que múltiple donde la guerra, protagonista de estos versos, orienta una reflexión sobre la verdad y la mentira, la memoria y el olvido, la muerte y la vida, por precaria y frágil que resulte. La unidad viene dada, sobre todo por el tono, el mayor acierto del libro, y, sí, por la temática bélica que recorre ese rastro. "Interludio animal" ("Cuervos", "Moscardas", "Gusanos") y "Trilogía de los trenes tristes" (donde estaría el germen de la obra, tres poemas dedicados a otros tantos europeos derrotados: Hrabal, Zweig y Levi) completan o arman del todo este memorial del sufrimiento que pone voz a quienes ya la perdieron (y están, por ejemplo, en las cunetas) o nunca pudieron alzarla; lo que deja fuera, claro, a los tres escritores citados. Y todo en un tiempo sin fechas que se sitúa en lugares indeterminados donde personas anónimas luchan por sobrevivir. En guerras mundiales o civiles. El vocabulario, que se ajusta a la perfección a lo cantado, logra trasladar al lector una determinada atmósfera intempestiva; a mi modo de ver, otro de los aciertos de Hay un rastro.
En medio del campo de batalla, entre la desolación y la mugre, perdedores, exiliados, supervivientes, hambrientos, perdidos, suicidas, muertos (en vida o ya definitivos), "hombres que ya no son nada, / hombres que ya no son nadie". Mientras, "En los casinos de pueblo, / en las salas de banderas, / en negociados ministeriales, / en embajadas y palacios, / en cerradas sacristías, // se brinda por el nuevo orden".
Elías Moro, que es como escribe y escribe como es, traza este rastro con nobles palabras de piedad. No hay ensañamiento. Tampoco regodeo. No digamos afán de venganza. Su mirada es tan implacable como limpia. Tan serena como testifical. De estos versos salimos más humanos. Tras reconocer, con el poeta, que "no hay dignidad en el silencio / si es para el olvido". O que, so pena de estar muertos, no debemos acostumbrarnos al dolor. 

Muy cercano a la pulsión del verso, el aforismo, ese híbrido entre el pensamiento y el impromptu, entre lo meditado y lo epifánico, se ha convertido, de un tiempo a esta parte, en un género, me atrevería a decir, à la mode. Elías Moro, que conste, no es un recién llegado ni, en consecuencia, alguien que se aproveche de ese viento de cola que a tantos parece empujar no sabemos bien dónde. En 2011 publicó 99 morerías, que es como él denomina, con gracia, a los aforismos o greguerías. Morerías, por cierto, que ha seguido practicando con frecuencia en su blog, El juego de la taba, y en distintas revistas; Estación Poesía, por ejemplo.
Ahora, de la mano de la que viene siendo su editorial habitual, La Isla de Siltolá, y en una nueva colección dedicada a esta línea literaria y filosófica, presenta Algo que perder. Aforismos (o así). Más de 140 páginas de sentencias dan para mucho. Sin perder de vista, eso sí, como señala con perspicacia Miguel Ángel Lama en la contracubierta, que la de Moro es una trayectoria “tendente a lo conciso, en la que los trozos más largos pueden descomponerse en trozos. Brevedad y agudeza. Concisión e incisión, de superficie y de hondura. De pensamiento”.
Al fin y al cabo, y porque vivimos en nuestro tiempo lo queramos o no, Moro adopta la forma del fragmento, santo y seña de modernidades y posmodernidades, piedra angular de una forma de proceder poco importa en qué género, ya sea el poético (con el que siempre lindan los fogonazos moronianos) o no.
Una de las características de su manera de proceder es el humor, indisociable de su carácter y, al cabo, de su escritura. En algunas ocasiones se le ha afeado que el aforismo diera en chiste, un peligro que a uno, como lector, me incomoda y que, por suerte, ha desaparecido en esta entrega. Sí, porque el humor es algo muy serio y el chiste no pertenece casi nunca a esa categoría. No al menos en su vertiente literaria, que es la que nos interesa.
Otro tanto se puede decir de la mera ocurrencia, que acecha en cualquier intento de este tipo. La línea aquí es muy delgada, más aún que en el caso anterior, y Moro ha logrado evitarla, lo que ha de ponderarse también. Creo, en suma, lo que no es poco, que ha salvado ambos escollos.
¿Además? Frases limpias, afiladas como cuchillos, que cortan la realidad y sus múltiples facetas. La vida en pleno. Con toda la riqueza de detalles que no le pasan desapercibido a un hombre que vive a la intemperie con todos sus sentidos en tensión. Un hombre, cabe añadir, íntegro, de ahí que el trasfondo moral de sus adagios está colmado de humanismo, compasión y dignidad. Frases paradójicas que dan cuenta de las contradicciones de cualquier existencia.
Aforismos que se deslizan delante de nuestros ojos, a través del pensamiento, y que vienen de la perplejidad y del asombro, como la poesía. Más en el caso de Moro, una persona que ha conseguido, a pesar de los pesares de la edad, permanecer en la verdadera inocencia de la infancia.
Más sensato que volatinero (sin que por ello deje de permitirse algún que otro juego de palabras), la melancolía es otro ingrediente fundamental de este puñado de aforismos que uno lee y vuelve a leer con la sensación de que merecen ser asimilados y comprendidos. Por triste que resulte a ratos.
Con estos dos libros, Elías Moro confirma su condición de escritor concienzudo y capaz. Poco a poco, sin estridencias, ha ido levantando un sólido edificio de sonido y sentido que sus lectores hemos hecho, gracias a él, habitable. Un pequeño gran mundo.

NOTA: Esta reseña ha sido publicada en la revista Nayagua, de la Fundación José Hierro, en su número 23.

26.12.17

En INSULA

Hace unos meses, Arantxa Gómez Sancho, editora de INSULA, me invitó a participar en la sección En sus propias palabras que cierra los números misceláneos de la revista, en la contraportada. Esta es mi colaboración. Comento un poema de mi nuevo libro, el que le da título. Ha aparecido en el número 852, diciembre de 2017. Por cierto, mantengo las notas, aunque en el texto publicado al final no figuren. 

EL CUARTO DEL SIROCO

Cuenta Leonardo Sciascia
que en las casas patricias
de la vieja Sicilia
había, desde el siglo XVIII,
un cuarto del siroco.
En él se refugiaban de ese viento
los días que soplaba con más fuerza.
Uno quisiera
que en las horas peores de la vida,
cuando todo se vuelve violento vendaval
y las cosas se ocultan tras un velo de polvo,
existiera una estancia semejante.
Un lugar recogido, a modo de refugio,
en el que cobijarse
del triste pensamiento de la muerte.
Aunque sea inevitable,
como el de Racalmuto revelara,
que, antes de que se le note en el aire,
el siroco se nos clave en las sienes;
que antes de que se anuncie
ya se le sienta, sin remedio,
en las rodillas.


Hace ya mucho, en 1995, que leyó uno en Verines, con motivo de los Encuentros que allí propiciaba Víctor García de la Concha –aquel año bajo el rótulo “Creación y enseñanza literaria”– un texto titulado “El anhelo de leer (Breve informe sobre la enseñanza de la literatura)” [1] donde, entre otras cosas, intentaba explicar por qué el tradicional método del comentario de texto le parece a uno el más disuasorio para fomentar lo que tal vez pretenda, esto es, la lectura de poesía. Y todo, cabría resumir, por el mero hecho de que traslada al alumno, potencial lector, la perversa idea de que todo poema es un complicado (no digo complejo) artefacto literario susceptible de ser desmontado, un artilugio o un rompecabezas que nunca expresa lo que aparenta. Cabe precisar que me refiero al método entendido rígidamente, según los manuales al uso, y no en sentido laxo, como ejercicio sensitivo e intelectual que cualquiera hace cuando lee una composición poética. Traigo esto a colación porque me piden que comente uno de mis poemas y quiero advertir cuanto antes que no lo haré al didáctico modo. Añado de inmediato que esta breve glosa es la de un lector, por más que estos versos sean de mi autoría, lo que no me confiere, antes al contrario, mayor autoridad sobre la frágil materia que tengo entre manos. “El mejor lector es siempre otro”, ha escrito José Antonio Llera en sus diarios [2]. Intentaré ser coherente hasta donde ello sea posible y ofreceré alguna información complementaria de orden íntimo o personal (de taller, digamos) que acaso desvele alguno de los presuntos misterios que cualquier poema, si de veras lo es, encierra.
El poema elegido se titula “El cuarto del siroco” y da nombre al libro que publicará Tusquets Editores en su colección Nuevos Textos Sagrados. En esa colección, que dirige Antoni Marí, han aparecido mis cuatro últimos libros [3], si dejamos aparte Plasencias [4].
El escritor italiano Leonardo Sciascia cuenta en El caso Moro [5] que en las casas patricias sicilianas había una habitación donde las familias nobles se guarecían mientras soplaba el temible siroco, impetuoso viento del sudeste que atraviesa el Mediterráneo procedente de los desiertos del norte de África. Un viento que tanto me recuerda al violento levante gaditano que airea los lentos veranos de mi memoria conileña. O el que orea mi querido Tánger.
A “la torma moresca dei venti” se refirió Lucio Piccolo, el primo poeta de Giuseppe de Lampedusa, en su poema “Scirocco” y a esa camera alude, entre otros autores, Gesualdo Bufalino en varias novelas.
La stanza dello scirocco, en italiano, era un refugio que uno interpreta también como metáfora de la poesía. Y de la vida, que es lo mismo. No en vano el escritor siciliano se preguntaba si ese cuarto no existía para “defenderse del pensamiento de la muerte”.
El novelista Luis Landero, de esta suerte de Sicilia sin mar llamada Extremadura, dejó dicho en El balcón en invierno que los libros son “los mejores y más seguros escondrijos”. Sí, “nada como esconderte en un libro”.
Desde la adolescencia, uno ha encontrado en el ejercicio de leer y de escribir versos la pasión y el consuelo necesarios para afrontar las sucesivas rachas que el viento furioso de la existencia bate contra cualquiera. Como quien, “en medio de la desolación” –diría Ricardo Piglia–, construye “pequeños resquicios para evitar la tormenta”; como alguien que “edifica, absurdamente, murallas”. Ojalá mis poemas sirvan también a sus presuntos lectores siquiera como precario cobijo ante la adversidad. Poemas como éste, del que intento, ya se dijo, comentar algo sin impertinente afectación. Por breve habrá de ser, y no por el escaso espacio que Insula me tiene reservado o por mis escasas dotes de perspicacia, sino porque el poema, me temo, se explica por sí solo, y hasta de sobras, siquiera sea porque uno es un declarado defensor de los poetas “que se hacen entender” y de la poesía que no juega la baza del hermetismo y la oscuridad, menos si es arbitraria.
Como descriptivo podría definirse. Al menos en lo que respecta a sus siete primeros versos. Ya expliqué de dónde vienen. A partir de ahí es uno quien toma la iniciativa y, vuelvo sobre lo dicho, entabla una comparación entre ese cuarto de los palazzi palermitanos y la poesía entendida como bálsamo para el espíritu. Pero, porque no hay alma sin cuerpo, evito omitir, ya al final, esa observación sobre el dolor, que, en el caso del siroco, relaciono, de la mano de Sciascia, con las sienes y las rodillas.
Por lo demás, no hace faltar recalcar el tono narrativo y hasta conversacional de este poema ni detenerse demasiado en la métrica y el vocabulario. Enemigo de la rima, que he usado en contadísimas ocasiones, nunca he evitado la medida; de versos pentasílabos, heptasílabos, endecasílabos y alejandrinos, que son, por cierto, los que más empleo.
Desde que la leí, y en lo que a las palabras utilizadas concierne, he hecho mía esta afirmación de mi paisano Javier Rodríguez Marcos: “Por lo que a mí respecta, he de decir que cada vez me da más vergüenza usar en los poemas palabras que nunca usaría en una conversación” [6].
Mi amigo Ángel Campos Pámpano tituló uno de sus libros Siquiera este refugio, palabras tomadas de una canção del portugués Luís de Camões: Sequer este refúgio. De eso al cabo se trata. Sobre todo, para huir del “triste pensamiento de la muerte”, lo que me lleva a mencionar una de mis obsesiones favoritas, inevitable, según creo, en la poesía (y en la vida): la de la muerte, haz y envés, un motivo que no ha dejado de asediarme desde que tengo conciencia y, más aún, desde que empecé a escribir poemas para intentar comprender y comprenderme, como vía de conocimiento. Por eso señalo otra característica propia de cuanto he escrito: la melancolía. Según el adagio de Wallace Stevens, “la poesía es una forma de melancolía”. A diferencia de otros poetas que la entienden como celebración de la vida y que, en consecuencia, escriben versos hímnicos y dichosos, uno, en esta época de búsqueda desesperada de eso que llaman felicidad, reivindica el pesimismo y la tristeza como fundamentos de la suya (“Es triste por naturaleza el ser humano”, sentenció Szymborska) y, así, asume la fatalidad de dar a la imprenta versos elegíacos y hasta dolientes. Y todo, tal vez, porque, como dejó dicho César Simón, ser poeta es al fin y al cabo “una cuestión de carácter”. Todo esto enlaza con esa poética que José Ángel Valente denominó meditativa o de la meditación [7], utilizada por maestros como Unamuno o Cernuda, y que, en un sano ejercicio de literatura comparada, reuniría, entre otras, la poesía de Manrique, san Juan de la Cruz y el Quevedo metafísico, por parte española, y la de Hölderlin, Leopardi, el Eliot de Four Quartets, Rilke o Zagajewski, por la extranjera. Estoy hablando de una poesía que sería el fruto o la consecuencia de aplicar la conocida fórmula unamuniana de “piensa el sentimiento y siente el pensamiento”, relacionada, según el autor de El Cristo de Velázquez, con la “tradición inglesa”.
Y ya que trae uno a colación sus obsesiones, no estaría de más fijar el foco en otra: la de noción de lugar. En torno, por ejemplo, al concepto de “resistencia íntima”, en feliz expresión del pensador Josep Maria Esquirol, que ha escrito: “la casa, la soledad, es un refugio y una resistencia”. O: “El sentido de la existencia es la intención de claridad y de cobijo” [8].
Formulo para terminar una pregunta retórica: ¿se nota demasiado que uno ejerce de maestro de escuela?




[1] https://www.mecd.gob.es/lectura/pdf/330.pdf
[2] Cuidados paliativos, Pepitas Ed., Logroño, 2017.
[3] Ensayando círculos (1995), Mecánica terrestre (2002), Desde fuera (2008) y Más allá, Tánger (2014).
[4] De la Luna Libros. Colección Luna de Poniente, Mérida, 2013.
[5] L'affaire Moro, Palermo, Sellerio, 1978. Edición española en Tusquets, 2011. Traducción de Juan Manuel Salmerón.
[6] “De la torre de marfil a la torre de control”, Poética y Poesía. Fundación Juan March. Edición no venal, Madrid, 2009.
http://recursos.march.es/culturales/documentos/conferencias/gc729.pdf
[7] En su ensayo “Luis Cernuda y la poesía de la meditación”, publicado por primera vez en 1962, con motivo del homenaje que dedicara al poeta sevillano la revista valenciana La caña gris y que recogió después en su libro Las palabras de la tribu, Siglo XXI de España Editores, Madrid, 1971. Se da noticia en él de Louis L. Martz, que define este modo de proceder en poesía como “mezcla particular de pasión y pensamiento”.
[8] La resistencia íntima. Ensayo de una filosofía de la proximidad. Josep Maria Esquirol. Acantilado, Barcelona, 2016.

20.12.12

El bestiario de Lourtau

Mario Lourtau (Cáceres, 1976) acaba de publicar La mirada del cóndor, volumen H de la colección Luna de Poniente y cuarto de los suyos. Se trata, sí, de un bestiario. Por eso lo abrí prevenido. En principio, no siente uno especial predilección por ese tipo de libros de tradición tan larga, o casi, como la historia de la literatura, aunque su popularidad comenzara en la Edad Media. Los bestiarios que se pusieron de moda en el siglo XII en Inglaterra y Francia procedían, por lo demás, de mundos antiguos: el grecorromano, el bizantino, el persa. Se nos cuenta que mezclaban mitología, magia y fantasía y encerraban un fondo de fábula. Por lo demás, ya digo, los animales han estado siempre presentes en la poesía, la narrativa y el teatro de todos los tiempos, ya sea en forma o no de bestiario. El de Lourtau es un bestiario particular, poco o nada pendiente, según creo, de la fidelidad al género. Y una apuesta arriesgada en materia poética. De la que sale, lo diré pronto, con bien.
Para empezar, los animales que lo pueblan son reales, no imaginarios. Conocidos o muy conocidos la mayor parte. No se atisba exotismo en este libro, a pesar de que se viaje a la sabana o a la selva. Al revés. Se aprecia una deliberada naturalidad, una manera de proceder que evita en todo la estridencia. La elección de animales e insectos humildes -la mosca, la hormiga, el escarabajo- (la tercera parte del libro, "Entomología de los sueños", se dedica por entero a ellos) marcarían el tono del libro, toda una declaración de intenciones.
La residencia familiar en el pueblo de Torrejoncillo, en plena dehesa extremeña, acaso dé otra pista fiable sobre la debilidad de ML por los más genuinos pobladores de la naturaleza, tan omnipresente, por cierto, en este libro como ya lo era en el anterior, Quince días de fuego.
Los poemas que componen La mirada del cóndor son discursivos, extensos, muy rítmicos. Se demoran en la reflexión y en lo descriptivo cuando hace falta. Son, en suma, cualquier cosa menos minimalistas, más allá de la ineludible economía a que todo poema aspira, algo más que un mero problema de número y medida.
Lourtau afirmaba hace un año en una entrevista: "Considero fundamental el ritmo y la musicalidad de los versos, cómo suena el poema al ser leído, y la manera en que las palabras se ofrecen al lector. Hacer que la lectura fluya de forma natural es una de mis mayores preocupaciones, para eso utilizo un tono cercano a lo conversacional, valiéndome de un vocabulario sencillo pero evocador". Dicho y hecho.
Hay en el libro, además, imaginación, pero no de esa fantasiosa o de estirpe surrealista, tan del gusto de ciertos prestidigitadores líricos. Al leer, insisto, no se deja de tocar suelo, vida, y hasta lo más alejado vuelve hacia nosotros con la familiaridad de lo visto o de lo conocido.
Ya se mencionó más arriba que la fábula suele ser inseparable de este tipo de obras, aunque uno ve más moral que moraleja detrás de cada una de estas pequeñas historias (donde lo narrativo no pierde nunca de vista lo poético, que es lo que prima). Es decir, al hablar de los animales, de sus usos y costumbres, de sus cualidades y sus afectos, de su aspecto o sus instintos, ML está hablando de nosotros, los seres humanos, animales también, racionales a veces. 
Consciente del lugar desde el que escribe, no faltan referencias a la literatura ("Haced literatura de los seres / que pueblan los paisajes de la noche"): Rilke, Samaniego, Atxaga (y su famoso erizo), Kafka o Walser son algunos autores citados a los que habría que añadir aquellos de los que toma los epígrafes. El primero, Canetti, certero: "[Un poema] es un animal desconocido cuya forma completa no podemos abarcar de una sola ojeada. La interpretación es una jaula, pero él no está nunca en el interior."
Tampoco falta el humor, inevitable en un poeta del siglo XXI, ni la ironía, por lo mismo. Así en "Ñus" o "La piel del cocodrilo".
Entre los buenos poemas de este libro, destacaría el que le da título y lo abre, "Gato", "Lince ibérico" ("Entre las zarzas secas y los pinos / fluye un perfume a jara y a resinas, / a flores destiladas y a cantueso"), "Pez de soledad", "Murciélagos", "Simpatía de las hienas", "León" (dedicado a su padre), "Rinoceronte de Durero" (un poema histórico), "Grillo", "Ciempiés", "Hormiga", "Mantis religiosa", "Abeja reina" (donde lo amoroso y lo sensual predominan), etc.
El que lo cierra, "El último animal", me parece un perfecto colofón: "como si al cabo fueses, entre las sombras puras, / el último animal sobre la tierra".

11.3.13

Veto

El extremeño diario HOY mantiene unas pocas páginas dedicadas a los libros. A la crítica y a la información. Se integran los sábados en el periódico y, en principio, atiende a obras de autores extremeños o publicados en la región. Se nota, con todo, que cada vez se publica menos aquí. No sé si también menos extremeños fuera. Lo de Carrasco y su Intemperie no deja de ser una excepción, en todos los sentidos. El caso es que raro es el día que García Fuentes o Simón Viola se ocupan de un libro de versos o de una novela, respectivamente, made in Extremadura.
Cualquier lector atento habrá echado de menos el silencio crítico que pesa sobre los libros de una de las dos o tres editoriales que tenemos. Y que por eso debería sonar más. Me refiero a de la luna libros, de Mérida. Más en concreto, a las obras que han ido saliendo -diez hasta ahora- de la colección Luna de Poniente, dedicada a autores extremeños vivos (sí, donde acaba de aparecer Plasencias). Una especie de canon que, poco a poco, va abriéndose paso de la mano de Elías Moro y Marino González, directores del invento. De ninguna se ha hablado en ese medio de comunicación regional.
Hace un par de meses se publicaba en el diario una extensa entrevista con el escritor y "especialista en cultura portuguesa" (?) Antonio Sáez Delgado. A propósito de la publicación de dos libros suyos, ya reseñados aquí. Digo dos deliberadamente. Bien sé que son tres. Al último, Yo menos yo, se le mencionaba y hasta se conversaba un poco sobre él, pero se le despachaba como de próxima aparición. En apariencia, todo normal: la entrevista se habría hecho antes de que el libro saliera de la imprenta. Me temo que no, que la cosa es un pelín más complicada. Ignoro la razón, nadie me la ha dado todavía, pero es un hecho que, de un tiempo a esta parte (años ya), en ese periódico la editorial de la luna libros está vetada y, en consecuencia, los libros que aparecen en el sello emeritense no son reseñados, ni comentados y a duras penas, como en la conversación con Sáez, citados (sin aludir a la procedencia, por supuesto). Con alguna excepción, por cierto. Así, Pecellín, que manda mucho, elogió en su peculiar sección la última novela de un escritor de esa casa, Alonso Guerrero (sin mención, eso sí, a la editorial).
Unos cuantos sábados atrás, García Fuentes utilizó el eufemismo "proyecto selenita" para aludir, sin ser notado, a otra colección de la misma editorial emeritense.
Si tenemos en cuenta que, en Extremadura, lo que no pasa en el HOY no existe... Llamativo. Y una pena, añado. O un sinsentido, no sé. Que cada cual responda.

4.12.11

De presentaciones















Y van dos viernes, casi seguidos. Anteanoche tocó, ya lo dije aquí, la de la Biblioteca de Gulliver, de Ediciones Liliputienses, en La Puerta de Tannhäuser, y la del nuevo libro de Juanra Santos, Palabras menores (De la luna libros), en la sala de la calle Verdugo. Una a las 7 y la otra a las 8.
Poca gente en la primera, pero más que en Cáceres. El entusiasmo contagioso de José María Cumbreño bastó para que los presentes pasáramos un buen rato y acabáramos convencidos de que los tres libros que abren la colección merecen la pena. Habló de su apasionante proyecto y desgranó, uno por uno, cada libro. Él y algunos espontáneos leyeron poemas de las respectivas obras de Luis Arturo Guichard, un mexicano que trabaja en la Universidad de Salamanca; Manuel del Barrio, un poeta de Úbeda con sentido del humor, y Rocío Cerón, a la que aún no conozco pero a la que habrá que leer cuanto antes, como recomienda Miguel Ángel Lama. Las cortas tiradas de 50 ejemplares por libro son algo más que una tentación para bibliófilos y coleccionistas. Por lo demás, se anuncian nuevos libros muy interesantes: de nuestro paisano Llera, por ejemplo, o del argentino Gambarotta. ¡Larga vida, liliputienses!
Corre que te corre nos fuimos Víctor Peña y yo hasta el Aula de Cultura. Fue él quien presentó, ante la inmensa -o no tanto- minoría verduguiana, el mencionado libro de Juanra y, como era de esperar, a carcajada limpia. Este muchacho... No cesaron las risas tras su intervención, que concluyó con "esto era todo lo que tenía que decir" al tiempo que hacía trizas los folios que había leído. Santos, otro tímido con gracia, habló poco del libro, pero bien, y leyó algunos cuentinos (por lo de cortos) que, cómo no, provocaron risas y sonrisas y nuevas carcajadas entre la concurrencia mientras su hija Mafalda, que no había dormido la siesta, correteaba por el hall y amenazaba, como él mismo dijo, con boicotearle la presentación. No hubo tal y todos salimos felices y contentos.
En lo social, la noche fue propicia. Conversé, pongo por caso, con dos políticos encantadores, miembros de la corporación municipal: Victoria Domínguez y Fernando Pizarro. La primera, que estaba en La Puerta tomando algo, había ofrecido por la mañana una rueda de prensa quejándose del maltrato que se nos da a los placentinos en Mérida (lo de siempre, ay). El segundo, hace tiempo correligionario de Domínguez, venía de tomar posesión como presidente de la Fempex extremeña (lo que no le impidió asistir al acto del Verdugo, un detalle). Eso y los acontecimientos del día (Dillana, la tercera vía socialista local, etc.) dieron para bastante.
Entre otros, volví a encontrarme, muchos años después, con Marino González, editor de Palabras menores, que me habló con el debido entusiasmo de otro proyecto: Luna de Poniente, que lleva adelante con Elías Moro -gracias al patrocinio del ayuntamiento de su pueblo, Almaraz-. Se trata de publicar 27 libros de poetas extremeños (que aparecerán bajo una letra del alfabeto); los mejores de entre los vivos, a su entender. Abrirá brecha en enero Jesús García Calderón, lo que no es un mal comienzo.
Dio de sí, ya se ve, la noche del viernes. Por un momento, incluso parecía que no estábamos sumidos en este pozo sin fondo en el que, sin duda, nos encontramos. Sobre todo, ay, para la pobre cultura.

15.12.15

Los 27

La revista la luna de mérida llega a su número 24 y aprovecha para reunir poemas de 27 poetas en una antología titulada Luna de Poniente, como la colección que agrupó los libros de otros tantos autores extremeños (a los que pertenecen, por cierto, a razón de tres por persona, los versos aquí recogidos) y que, en broma, los editores Marino González y Elías Moro, denominaron "la Generación de los 27". Cualquier parecido...
Le ha puesto un gracioso y ocurrente prólogo Enrique García Fuentes, crítico de poesía del diario HOY, aunque en ese periódico no pudiera publicar ninguna reseña de esos libros por causas que ni podría explicar ni seguramente vienen al caso. 
La cubierta y la contracubierta reproducen las fotografías de Pedro Gato con las manos de todos los poetas antologados. Puede resultar entretenido adjudicar a cada cual las suyas. 
Vista (y leída), la panorámica en poco o nada desmerece. Hablo de las presencias, que es lo que al cabo importa. De las ausencias ya se ha especulado bastante. Sí, en esta tierra, por poetas que no quede, más si tenemos en cuenta el laxo sentido crítico (las entendederas, mejor) de algunos. Con todo, cada cual es muy libre de sacar sus propias conclusiones.
Uno fue publicando en este rincón las reseñas de, prácticamente, todas las entregas.
Puede que, debidamente distribuida, esta muestra anime a los lectores de poesía de Extremadura o de cualquier parte (la poesía es universal) a acercarse a los libros completos de los autores incluidos. No estaría de más, si se me permite la apostilla, que los centros educativos y las bibliotecas se animaran también y pusieran a disposición de alumnos y usuarios este asequible repertorio, tan amplio como plural, de nuestra lírica reciente.