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miércoles, 23 de noviembre de 2022

Una entrevista sobre «Casa heredada»





‘Casa heredada’ se fue gestando en un período de tres décadas. Así que, aunque vivo este libro como un acto inaugural, la narrativa siempre me ha parecido relevante como género de escritura. Es similar a la apertura de un umbral de una casa que fui montando, de forma subterránea, con escombros y materiales que me acompañaron durante años en mi vida.

Para mí no deja de ser un desplazamiento hacia otro lugar, un lugar donde intentar respirar mejor. Quizás sea otra forma de seguir imaginando resquicios en medio de la asfixia. Esa tarea interminable, al igual que la práctica poética, quizás no sea más que un movimiento centrífugo, de un margen a otro: remitirse a la ficción como el espacio de una verdad esquiva…

 

Fragmento de la entrevista realizada por Ximo Rochera, para Makma. Para leer la entrevista completa pulsa aquí

viernes, 8 de febrero de 2008

«La construcción» - Arturo Borra



Los libros están desparramados por el suelo de la habitación, tal como quedaron unos días atrás. Entre las sábanas, hay un cuaderno viejo con el que me dormí anoche. También hay unos lápices sin punta, una tarjeta de navidad sin estrenar, una escuadra quebrada que sigo usando en mi proyecto.
Las paredes despintadas y la humedad ambiental intensifican el frío. Hasta las cosas están expectantes, atentas a cualquier movimiento que derrame su luz sobre el vacío eterno de esta cama, de esos libros, del cuaderno postrado que mi mano cada tanto resucita con una proyección que otros presagian inútil.
Mi labor sigue su curso y es indistinto que el espacio elegido sea la habitación inhóspita o esta cocina sucia en la que preparo café por las noches.
Lo cierto es que los planos están casi terminados. Tras una o dos jornadas nocturnas, mi imaginación podrá recorrer cada rincón diseñado, deteniéndose en la calidad de las terminaciones, en la distribución de los espacios, en la ubicación precisa de las puertas y la altura de las ventanas, en las conexiones entre cada uno de los ambientes e incluso en las formas de las escaleras multiplicadas que tanto me atraen.
Después habrá que llenar cada habitáculo con un mobiliario escogido con propiedad -de manera de aprovechar hasta el último recodo-, sin olvidar la elección previa de las cerámicas y las alfombras que cubrirán los pisos. Cuando ya ultime estos detalles y disponga de una cuadrícula completa del interior, necesitaré unos días todavía para rediseñar la fachada. Entonces podré disponer de los planos maestros y descansar por algún tiempo, antes de ponerme a edificar hasta la culminación de la obra.

No puedo dormir. Quizás sea por la ansiedad constructiva. Permanezco algunas noches sin descanso, con la esperanza de terminar el diseño. Aunque me duerma sobre el tablero, estoy seguro que si me esfuerzo luego podré gozar contemplando la construcción. Pero una sospecha me sobrecoge: estoy muy lejos del final.
Es verdad que dispongo de las previsiones mínimas para ponerme a edificar. Además, puesto que seré yo mismo quien construya la casa, no hay riesgo de que algún albañil desprevenido se extravié con las indicaciones que decidí realizar en los planos mismos o en los anexos que adjunté para facilitar el trabajo. También es verdad que hay dibujos de cada uno de los recintos, a escala reducida, que me permiten identificar las peculiaridades planificadas y detectar los fallos más evidentes. Supongo que un arquitecto elogiaría mi meticulosidad.
Sin embargo, no me satisface la resolución de algunos sitios; en especial, las salas centrales, si es que tiene sentido todavía hablar de eso. No estoy seguro cuál es el problema. Podría ser que hay demasiadas puertas que unen unas habitaciones con otras, generando un sentimiento de confusión más que de libertad. Tampoco estoy convencido del diagrama que los planos delinean. De hecho, cada habitáculo hexagonal forma una celda regular que junto a otras componen una atractiva colmena. El problema quizás sea que las paredes exteriores no respetan la forma hexagonal, a menos que acepte reducir la funcionalidad de los espacios interiores. Aun tomando esa decisión, seguiría malogrando la simetría que quiero lograr en cada habitáculo, sin contar con el riesgo jurídico por invasión de la vía pública.
Pero quizás no sea esa la cuestión principal, sino una menos difícil de determinar, como es la de los accesos previstos a las plantas superiores. Aunque sea absurdo construir un alojamiento infinito, las escaleras permiten trazar un itinerario ilimitado en el que residir, cobijando nuestra finitud. De ahí que haya decidido poblar con escaleras en forma de espirales cada uno de los habitáculos, sin distinguir entre lugares principales y secundarios, o incluso entre centro y margen.
Todo debe estar dispuesto para que cada espacio conecte con los demás. Y si bien esta intención sigue sin realizarse plenamente, al menos puedo especular con incluir nuevos accesos a partir de las escaleras. Detrás del serpenteo de escalones hay un trazado de puentes, sin término ni llegada: sólo un recorrido abierto, anudado por graderías que vaticinan un movimiento incesante, siempre más allá de sí mismas. Dependerá de uno determinar si la dirección es ascendente o descendente.
Pero lo importante no es eso. Me extravío en los detalles otra vez, perdiendo de vista los planos generales. Lo importante quizás sea la imposibilidad de llegar a un espacio último: siempre habrá un peldaño que siga invitando al desplazamiento.
No estoy seguro cuál es el problema. Los días calculados para terminar el proyecto se han prolongado de forma amarga. Como apenas salgo de la casa para comprar algunas provisiones, ni siquiera puedo constatar cuánto tiempo ha transcurrido más allá de lo pensado. Y lo cierto es que apenas si avancé en el diseño.
Cada croquis trazado me plantea al menos tantos yerros como aciertos. Y aunque a veces creo detectarlos con claridad, apelar a otras alternativas no resulta fácil, sobre todo, porque siempre traicionan la intencionalidad.
Imagino a veces una morada con más de cuatro plantas de altura. En el primer piso, dispongo espacios públicos, como un jardín de interiores en el cual todos los habitantes podamos entrecruzarnos en los tiempos libres; o el comedor común, para celebrar reuniones cotidianas; en la segunda planta, además de una biblioteca –que me figuro tan extensa como para no poder abarcarla-, imagino un estudio en el que poder diseñar nuevos proyectos; en el tercer piso, las habitaciones y un escritorio en el que sentarse a disfrutar la intimidad de la penumbra; en el cuarto, un observatorio techado que da a una terraza que permite observar el mar o la noche.
Cuando estoy próximo al final, reviso los reglamentos de construcción y me decepciono confirmando que mis previsiones infringen normas básicas de seguridad; o algo mucho más decepcionante: cuando no violo ninguna normativa, caigo en la cuenta de que mi presupuesto total es mucho más reducido de lo que la obra requiere. Entonces rehago los planos generales desde una perspectiva más modesta. En vez de cuatro plantas, me conformo con construir dos.
La decepción es indisimulable: me obliga a excluir ambientes que hacen al buen habitar. Y aunque en ocasiones creo resolver todas las dificultades, el resultado final dista de lo añorado.
Por eso vuelvo a comenzar. Si me limito a las posibilidades actuales, tendré que renunciar a gran parte de mi proyecto. Si, en cambio, opto por desanudar mi deseo, postergo la posibilidad misma de edificar en lo inmediato. Sin embargo, esta segunda alternativa tiene la ventaja de señalarme el conjunto de la edificación ideal (admitiendo que puedo identificarla). Por lo demás, en los últimos días estoy pensando que la construcción puede escalonarse. Así, en los primeros tiempos tendré que acomodarme para vivir en las primeras plantas y de forma gradual, iré construyendo las restantes, siguiendo un riguroso esquema de etapas.
Más tarde se me hacen obvias las limitaciones de este enfoque. Como no sé cuándo podré obtener el presupuesto para completar la obra, es probable que deba permanecer en las plantas inferiores por un lapso indefinido, lo que me plantea serios problemas funcionales. Podría sacrificar mi bienestar presente, renunciar incluso a espacios más íntimos en mis próximos años y confortarme con la idea de que la obra, a largo plazo, se adecuará a mis deseos. Pero postergar la terminación de la obra es arriesgarse no sólo a que cambien las reglamentaciones oficiales –lo que me obligaría a rediseñar de forma global el proyecto-, sino a que mis anhelos mismos se alteren drásticamente, sea ante la imaginación de nuevas posibilidades constructivas como ante la percepción de defectos serios de lo edificado.
El enfoque contrario no me parece mejor. Si me limito a lo factible es seguro que tendré la casa terminada, pero no será nunca mi hogar. Podría suponer que a medida que vaya ampliando mis recursos, iré reformando los espacios acorde a mis necesidades. En vez de un proyecto ambicioso debería rediseñar el actual para hacerlo más viable. Prescindiría incluso de planos maestros, limitándome a usar algún boceto que me permita ir avanzando por partes.
Sin embargo, ese proceder me conduce a la ceguera. Al modificar la función de cualquier espacio, es evidente que deberé modificar los restantes. Con ello, lo edificado hasta ese momento se tornaría inapropiado, malgastando mis esfuerzos. Además, al no contar con una visión de conjunto, no podría evaluar por anticipado si la obra responde satisfactoriamente a mis aspiraciones. Las evaluaciones siempre serían tardías y cualquier error me obligaría a destruir al menos parte de lo edificado.
Lo único que después de tanto tiempo de proyecciones tengo claro es que mis planos proliferan sin poder avizorar un término: ya no estoy seguro que haya alguna vez obra. En definitiva, el problema no parece ser de escala, porque errores grandes o pequeños seguirían siendo errores.
El punto es más radical. Quizás por esa razón haya tomado hace unos días una decisión más rotunda: cambiar de método. Ya no puedo fiarme de los proyectos rígidos. Tendré que aventurarme con alguna guía, que me ayude a tomar decisiones ante las irregularidades del terreno. No sé cuándo se me ocurrió, pero ahora tengo la certeza de que debo diseñar y edificar de manera simultánea. Una vez que haya avanzado en la obra, deberé revisar los bocetos y corregirlos en caso que lo considere conveniente. A la inversa, cuando la construcción esté en un estado mayor de avance, tendré que cotejar lo realizado con los bocetos, y así readecuar los espacios para que respondan a una visión global.
Más tarde, me hieren otra vez las dudas. No estoy seguro que la elasticidad del nuevo método conduzca a mejores resultados. Corro un doble riesgo: no saber cuál es el diagrama ideal de mi morada y, en consecuencia, no terminar nunca de edificar. Además, de esa forma me expongo a la inestabilidad de mis deseos, haciendo que el resultado final, si lo hubiera, no sea mucho mejor que lo existente. Me han sugerido, incluso, que alcanzaría con refaccionar mi hábitat presente. Es indudable que esa otra acción me evitaría incontables problemas. Ni siquiera tendría que decidir si hay que derrumbar la estructura actual o conservarla con modificaciones; si hay que alzar nuevos pilares o si ya hay suficientes; si hay que desarrollar zonas de máxima accesibilidad o si hay que respetar la privacidad de los espacios. Me evitaría incluso tener que trazar bocetos generales o pensar en una alternativa más apropiada. Bastaría con demoler algunas paredes que sobran, cubrir los boquetes por los que se filtra el frío invernal, pintar las paredes atiborradas de humedad, rehabilitar el depósito donde se acumulan los trastos y remodelar algunos ambientes por demás de antiguos. Podría aun intentar levantar una habitación para alojar a algún visitante o compartir mi cama si fuera necesario. Sería, después de todo, un lugar aceptable, menos hostil que la calle.
También podría encerrarme en mi habitación y ordenarla de una buena vez por todas. Abrir una ventana y llenar de luz mi cama, acomodar en la estantería los libros desparramados en el suelo, guardar de una vez mi cuaderno viejo y dedicarme a disfrutar, desconectado de toda vida exterior. Pero de esa forma no me aproximaría realmente a un hogar: seguiría atrapado en los límites de la casa heredada, con compartimentos y desniveles tan prominentes que resulta difícil no tropezar. Quizás por eso elija, pese a las flagrantes contrariedades, encarar las irresoluciones a las que me enfrenta la nueva obra, aunque nunca se pueda estar seguro en qué puntos concretos residen.

Es verdad que llevo bastante tiempo edificando una morada con planos engorrosos que me veo obligado a alterar de forma sistemática. Tampoco niego que los materiales antiguos se pueden recuperar en cierta medida, haciéndome desistir de la tentación de descartarlo todo de una vez. No me permitiría esa vanidad. Tienen razón mis detractores cuando me reprochan que estoy embarcado en una empresa interminable, que plantea demasiados imprevistos y escasas gratificaciones.
Sigo sin avizorar el porvenir de este proyecto inconcluso, pero tengo la remota referencia de lo que esta casa fue en el pasado y no es del todo infructuoso hacer algunas comparaciones, tal vez como forma de reflotar una promesa vacilante.
Pero otra vez habré errado. ¿Quién podría vivir en la más radical de las soledades? ¿Cómo puedo imaginar la quimera de una morada propia, sin la presencia de los seres añorados e incluso de los seres temidos? Me siento iluminado: deberé encadenar mis más íntimos deseos al diálogo interminable con los demás; reintentarlo sin esperanza de un final.
Mi entusiasmo se desvanece de la misma forma súbita en que llegó. Apenas si es probable que podamos construir una casa que nos conforme.

En los días tristes, me consuela mirar el mar mientras vuelvo a rehacer los planos.
Arturo Borra, del libro La reinvención del mundo (2005)

jueves, 2 de agosto de 2007

«Las polillas», de La reinvención del mundo, Arturo Borra

Salvo para nuestras ropas invernales, las polillas son una presencia inofensiva, aunque realmente molesta. Hasta su vuelo parece lastimero: irregular, errático, sin elegancia ni simetría. Pero hay que ser poco observador para quedarse con esas apariencias: simulan una torpeza que no tienen. Esquivan los manotazos sin dificultades, y se escabullen con agilidad. Ni siquiera en el momento de la cópula –quizás el momento donde más inermes se hallan- resulta fácil aplastarlas.
Las polillas comenzaron a multiplicarse. Irrumpían en cualquier parte de la casa. No sólo en nuestra habitación: en la cocina, en la biblioteca, en los pasillos, en el living, aparecían de forma repentina y desaparecían con la misma premura. Casi siempre reposaban en el techo, de modo que tanto a mi esposa Ana como a mí nos resultaba imposible alcanzarlas.
Ana compró un insecticida. Al principio, ni siquiera lo usábamos todos los días. Nos sobrevolaban sin temor. A cualquier hora, especialmente por la mañana, las podíamos ver justo sobre nuestras cabezas.
Lograban escapar con frecuencia. Nos quedábamos obnubilados, mirando su vuelo a la deriva. Circulaban por nuestros espacios, revoloteando sin alegría ni tristeza: solamente el vuelo derrelicto, la imposible línea de un movimiento sin gracia, de una vida sin más nutriente que el que puede robar de una lana cualquiera. Eso significaba abrigos deshilachados, agujeros súbitos, pullóveres estropeados a destiempo.
Empezamos a usar el insecticida de forma cotidiana. Por unos días, la fórmula funcionó bastante bien. No es que desaparecieron completamente. Por algunos rincones más deshabitados, revoloteaba alguna, indiferente a nuestra presencia. Entonces me apresuraba en rociar esa zona con veneno de intensa fragancia a lavanda.
Justo cuando estábamos convencidos de que las habíamos exterminado, aparecieron dentro de la alacena. Nuestra hijita Irma las observaba con encanto. Las señalaba exclamando: “¡Otra mariposa!”. Intenté explicarle que no se llamaban así. Pero ella insistía. Finalmente, tuve que darle la razón: también se las conoce como «mariposas negras», aunque en varias ocasiones descubrí algunas anaranjadas.
Irma no parecía tener ninguna aversión por estos deslucidos insectos. No es que a Ana y a mí nos parecieran especialmente desagradables, pero nos perturbaban cuando giraban bajo alguna lámpara. Irma en cambio celebraba cada aparición abriendo sus ojos más de la cuenta. Encontraba una belleza que para nosotros pasaba desapercibida. No conseguimos que entendiera que se alimentaban de nuestros abrigos.
Nos resignamos a esa otra percepción, sin desistir de la fastidiosa labor de exterminarlas. Encontrábamos nuevas polillas en los lugares más insospechados. Su vuelo seguía siendo igual de grotesco, pero esta vez eran más grandes, de colores más opacos y se desplazaban con rapidez, trazando pequeños círculos.
El insecticida que usamos hasta ese momento perdió eficacia. “Se han inmunizado” me explicó Roberto, amigo de infancia convertido en biólogo. “Es la selección natural: las que sobreviven, retransmiten su inmunidad a sus descendientes”.
-¿Y cómo las mato?- pregunté. Roberto se echó a reír. No me tomó en serio. Se fue sin contestarme.
Por mi parte, cargué con la tarea de acabar con ellas. Busqué nuevos insecticidas y procuré variar de producto para evitar que terminen adaptándose.
En los meses de verano, intenté matar cada polilla que se me cruzaba. No es que se multiplicaran tan marcadamente como antes, pero seguían ahí, dando vueltas sobre nosotros, en busca de luz y de alimento. Por mi parte, me complacía viéndolas agonizar.
Pero a la mañana siguiente, en una especie de relevo, aparecían otras. Mi pasión no daba tanto como para ponerme a estudiar sus modos de reproducción, pero era fácil sospechar que sus ciclos de gestación eran tan rápidos como para equilibrar mis esfuerzos por eliminarlas.
Infatigablemente las polillas estaban ahí. Si no fuera por la resistencia que ofrecen y su capacidad para devorar cuanto se les pusiera enfrente, me hubieran resultado carentes de interés. Pero Irma, con su mirada de asombro, seguía informándome de su presencia.

No importan los intentos que uno haga; seguirán reproduciéndose, indiferentes a nuestros abrigos. Seguirán viviendo de nosotros, en los descuidos, en la penumbra, en cada habitación que permanece cerrada, en los rincones inadvertidos de nuestra casa. Al fin y al cabo, tener que matar varias polillas al día no parece una tarea difícil. Se acerca el invierno y eso nos da una ligera esperanza. Puede que por unos meses desaparezcan. O quizás permanezcan imperceptibles, subrepticias, esperando algún habitante desprevenido para hechizarlo con sus vuelos de falsa torpeza.