Hace ya algunos años, también en un solsticio de invierno, cuando
el sol comenzaba a esconderse detrás del horizonte salino, aquellas playas del
sur fueron testigo de algo mágico y maravilloso.
La Luna y el Mar, en una de sus eternas danzas de amor, dieron a
la luz un hijo. Surgió del mismo fondo de ese vasto océano. En él se conjugaba
la pureza y la luz de su madre, con la fuerza y el temple de su padre.
Un día, cuando era ya grande, supo de un antiguo tesoro. Uno que
no era formado por piedras preciosas ni monedas de oro, pero el cual todas las
criaturas de la Tierra deseaban. No era fácil lo que se proponía, pero no por
ello dejaría de intentarlo. Se sumergió y comenzó su búsqueda, sin darse cuenta
que la Luna se ensombrecía dando inicio a una feroz tormenta. El mar estaba tan
agitado, que las olas se alzaban y rompían con una fuerza descomunal. Fueron
ellas las que lo llevaron a lo más profundo, allí donde todo era oscuro pero
extrañamente calmo. Y, contrariamente a lo que se podría pensar, él se sintió
sereno; el Mar lo estaba acunando y enseñándole el complejo lenguaje del
silencio. La Luna lo observaba desde el alto con su sabio mutismo y cuando
creyó que él ya estaba listo, besó al Mar que tanto amaba y con la alta marea
hizo que él volviera a la superficie.
Cuenta la leyenda, que desde ese día, cuando las tormentas son demasiado destructivas, él se sumerge, buscando en lo más profundo, la luz en la oscuridad del abismo, la serenidad de un latido.
Cuenta la leyenda, que desde ese día, cuando las tormentas son demasiado destructivas, él se sumerge, buscando en lo más profundo, la luz en la oscuridad del abismo, la serenidad de un latido.
...dedicado a mi querido amigo Demian en su cumpleaños.
(Este relato pertenece a los "52 retos de 'El libro del Escritor'".
Es el número 33: Realiza una historia que tenga lugar en el fondo del mar.)