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miércoles, 21 de junio de 2017

Hace ya algunos años, también en un solsticio de invierno, cuando el sol comenzaba a esconderse detrás del horizonte salino, aquellas playas del sur fueron testigo de algo mágico y maravilloso.

La Luna y el Mar, en una de sus eternas danzas de amor, dieron a la luz un hijo. Surgió del mismo fondo de ese vasto océano. En él se conjugaba la pureza y la luz de su madre, con la fuerza y el temple de su padre.

Un día, cuando era ya grande, supo de un antiguo tesoro. Uno que no era formado por piedras preciosas ni monedas de oro, pero el cual todas las criaturas de la Tierra deseaban. No era fácil lo que se proponía, pero no por ello dejaría de intentarlo. Se sumergió y comenzó su búsqueda, sin darse cuenta que la Luna se ensombrecía dando inicio a una feroz tormenta. El mar estaba tan agitado, que las olas se alzaban y rompían con una fuerza descomunal. Fueron ellas las que lo llevaron a lo más profundo, allí donde todo era oscuro pero extrañamente calmo. Y, contrariamente a lo que se podría pensar, él se sintió sereno; el Mar lo estaba acunando y enseñándole el complejo lenguaje del silencio. La Luna lo observaba desde el alto con su sabio mutismo y cuando creyó que él ya estaba listo, besó al Mar que tanto amaba y con la alta marea hizo que él volviera a la superficie.

Cuenta la leyenda, que desde ese día, cuando las tormentas son demasiado destructivas, él se sumerge, buscando en lo más profundo, la luz en la oscuridad del abismo, la serenidad de un latido.

...dedicado a mi querido amigo Demian en su cumpleaños.



(Este relato pertenece a los "52 retos de 'El libro del Escritor'".
Es el número 33: Realiza una historia que tenga lugar en el fondo del mar.)


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