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Dos micro-relatos sobre Eousdryosaurus, el pequeño ornitópodo portugués


Hace unos meses pasaron desapercibidos estos dos micro-relatos sobre Eousdryosaurus publicados en el Tumblr "Somewhere in Cretaceous Utah". Dicho Tumblr trata sobre el tiranosáurido Lythronax y sus correrías en la Formación Kaiparowits (aunque se supone que este fiero dinosaurio terópodo proviene de la Formación Wahweap). Sin embargo, también hay sitio para las aventuras de otros personajes mesozoicos y una buena muestra de ello es la publicación de varios micro-relatos de ficción protagonizados por diferentes dinosaurios, entre los cuales encontramos dos dedicados al ornitópodo del Jurásico Superior portugués Eousdryosaurus. Ahí dejamos la adaptación al castellano de ambos:

Eousdryosaurus se despierta rodeado por la niebla. Esta se fue moviendo durante la noche, envolviendo las colinas en un manto de color blanco. Algo huye en algún lugar, probablemente un mamífero. Un fuerte grito asusta al pequeño ornitópodo a sus pies, y un Rhamphorhynchus se da a la fuga. En algún sitio, un Allosaurus está al acecho hoy.
Mejor tener cuidado.


Torvosaurus acaba de llegar a la ciudad. Eousdryosaurus ya no le tiene miedo a Allosaurus: el anterior rey de la charca cojea a lo lejos tras un violento encuentro con el visitante, la sangre gotea de una herida en su abdomen y apenas puede contener el dolor y el agotamiento.
El nuevo dictador está aquí. Los días oscuros están llegando.

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Más información:
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La leyenda de Lo Hueco


Todas las leyendas tienen un poso de verdad. Todas encierran misterios que escapan a la razón humana. Quizás por eso nos fascinan y atraen. Y, algunas, nos aterran.

Fuentes es un pueblo que ronda los quinientos habitantes, situado en las primeras estribaciones de la Serranía de Cuenca. Su término municipal es muy extenso. En primavera, los campos de trigo y cebada inundan con una marea de verde esperanza laderas y llanuras. Y en agosto, los girasoles desafían el calor abrasador del sol, tiñendo de amarillo el paisaje. Luego, cuando la cosecha termina, queda la tierra, fuerte, dura. A veces hueca.

Cada paraje tiene un nombre y algunos, como es el caso de Lo Hueco, hasta su propia historia.

Cuenta la leyenda que hace muchos años (aunque no tantos como para que el manto del olvido haya borrado su memoria) en ese lugar de Fuentes la tierra era fértil. A pesar de no estar en la ribera del río Moscas y gozar de los beneficios de la vega, los manantiales que por allí afloraban, y que todavía nos regalan su agua en primavera, hacían del paraje un territorio productivo. Sin embargo, los labradores no lo contemplaban con buenos ojos. Algunos había que hablaban de ruidos profundos que podían escucharse a plena luz del sol. Otros afirmaban que, cuando las caballerías tiraban fuerte del arado, el suelo sonaba hueco, como si debajo existiera una caverna gigantesca y recóndita, dispuesta a engullir cuanto hubiera en la superficie.

Aquella mañana no era diferente a otras del mes de Junio. La faena abundaba para los braceros que, desde el pueblo, madrugaban, dispuestos a empezar la cosecha antes de que el calor apretase. La fiesta de San Antonio había terminado y era hora de recoger los frutos que los campos prometían. Ya se sabe que, en esas fechas, una mala tormenta podía dar al traste con el trabajo y las ilusiones de los agricultores (igual que ahora).

El camino era largo pero, con pocos años a la espalda, se hacía llevadero: unos cantaban, otros hablaban de lo acaecido en la última verbena. Las mozas, entre risas y cuchicheos, miraban de reojo a los guapos muchachos que, con la hoz al hombro, marchaban delante.

Las parcelas no eran tan grandes como en la actualidad. Aún faltaba mucho tiempo para la famosa Concentración Parcelaria de los años sesenta. Pero el trabajo endurecía la piel y el alma de aquellos hombres: eran sus manos, manos de labradores curtidos, las que cosechaban el trigo y la cebada y las que luego cargaban los haces en los carros y los llevaban hasta las eras, donde el grano se ablentaba y trillaba.

Aunque estaba amaneciendo, el azul del cielo era tan intenso que parecía un trozo de mar suspendido en el aire. Haría calor sobre la tierra áspera.

El paraje de Lo Hueco se recortaba en el horizonte.
- Hoy me toca segar la mies de Lo Hueco -comentó Juan mirando aprensivo la ladera.
- ¡No me digas que te da miedo! -le respondió Abel entre risas.
- Pues a mí sí me lo daría. ¿Sabéis que el tío Pablo casi se cae con su mula en una sima que se abrió por allí cerca?
- ¡Cómo para no tener miedo! -exclamó Joaquín.
- ¡Bah! Eso son paparruchas -terció Abel.
- Paparruchas sí, pero tú bien que dijiste que no al tío Hilario cuando te ofreció que le segaras su parcela -sentenció Joaquín.
- ¡Y tú que sabrás! -respondió el aludido.

Y así, entre recelos y temores, risas y burlas, comenzó la jornada. Cada uno en su trozo de tierra, cada uno con el pañuelo en la cabeza y la mano en la hoz, doblada la espalda sobre el campo.

Hacia el mediodía era obligado parar a almorzar. Había que reponer fuerzas para seguir trabajando. Las mozas ya habían destapado las tarteras con la merienda y algunas otras llegaban desde el pueblo con la comida para sus padres y hermanos.

- No va mal la cosa -afirmó el tío Anastasio, uno de los más veteranos. - A este paso terminamos en dos días estas parcelas.
- ¡Quiah! -exclamó el tío Melquíades. –Quieras que no, aún nos falta lo peor. Esto está llano, pero por allí, en la ladera, se hace más difícil. Y está lleno de piedras.
- ¿Alguien ha visto a Juan? -preguntó María, una moza casadera que le tenía echado el ojo al mozo.
- Ese ni se ha enterao de que es la hora de almorzar -apuntó Abel. ¡O a lo mejor se lo ha tragao la tierra! -exclamó en mitad de una carcajada.
- ¡Muchacho, con esas cosas no se juega! -le cortó tajante el tío Melquíades. –Más te vale acercarte pa’llá y llamarlo pa que venga.

Por no llevar la contraria, Abel se terminó el trozo de pan con tocino que se estaba comiendo y, sin mucha convicción, caminó un trecho hasta lo alto de la ladera.

Desde arriba pudo ver el carro y la mula que llevaba Juan.

- ¡Juan! ¡El almuerzo nos lo estamos comiendo! ¡Y la María ha preguntado por ti! Yo pa’mi que la tienes loca. ¡Menudo estás hecho!

Al llegar a la altura de la mula, Abel vio la hoz de Juan. Estaba tirada en el suelo, pero ni rastro de su dueño. Una sensación de intranquilidad comenzó a adueñarse de él. Un poco más abajo se encontró con el pañuelo de su amigo. Sí, esa mañana se lo había visto anudado en el cuello, cuando habían discutido sobre Lo Hueco.

¡Lo Hueco! La intranquilidad que sentía dio paso al temor y luego al miedo. La mula, allí al lado, parecía inquieta. Y, de pronto, él también lo oyó. Surgía de las entrañas de la tierra. Era un quejido lastimero, profundo, que ascendía hasta la superficie envolviendo el ambiente. El suelo pareció temblar bajo sus pies. Se dio cuenta, con horror, que una grieta comenzaba a formarse entre los surcos de la parcela. Trató de gritar, pero no pudo. La voz se ahogó dentro de su garganta. El sudor le caía por la frente, al tiempo que su cuerpo temblaba. El terror le paralizaba. El crujido de la tierra, abriéndose en canal, le llegaba claro y nítido.

Y, por fin, cuando parecía que nada ni nadie le harían recobrar el movimiento, un empujón de la caballería le devolvió la fuerza y el impulso a sus músculos, a sus piernas, a su cerebro.
Por su mente sólo pasó una idea: correr ladera abajo, hacia donde los demás se encontraban. Y eso fue lo que hizo, tan rápido como pudo, con la cara blanca y desencajada.

Al llegar al grupo, el tío Melquíades fue el primero en percatarse del estado del joven.
- Pero ¿qué te pasa Abel? ¿Has visto un aparecido?
- ¡Juan! -fue lo único que acertó a pronunciar Abel.
- ¿Qué le pasa a Juan? ¡Ay, Dios mío! ¿Qué le pasa a Juan, dónde está? -preguntó Maria, con un hilo de voz.
- ¡La tierra se ha abierto! Lo he visto con mis propios ojos -exclamó Abel temblando. -¡Y se ha tragado a Juan!
- ¡Pero qué dices, muchacho! -arremetió el tío Melquíades mientras lo cogía por los hombros.
- ¡Sí, subid y lo veréis vosotros mismos! Se ha abierto una grieta en el suelo y Juan no está. Su hoz y su pañuelo están en el suelo, pero él no está. ¡Os digo que se lo ha tragado la tierra!

Algún tiempo después, las buenas y malas lenguas comentaron que el desaparecido Juan dio señales de vida desde Valencia. Al parecer, aquella mañana había visto claro que su porvenir no pasaba por empuñar una hoz y, ante el temor de que sus padres no le dejaran nunca abandonar el pueblo, se había ido caminando hasta la carretera de Valencia, que apenas distaba a unos kilómetros de Lo Hueco. Había huido de un futuro lleno de polvo seco…

Si es verdad que Juan terminó en la capital del Turia, sano y salvo, o que se lo tragó la tierra, sólo los más viejos lo saben. Lo que sí es cierto es que, muchos años después, gracias a las obras de Alta Velocidad Madrid-Valencia, en el paraje de Lo Hueco apareció uno de los yacimientos paleontológicos más importantes de Europa.

Aquellos quejidos que la tierra exhalaba seguramente eran movimientos de la corteza. Sí, seguramente. Al igual que las grietas y las simas que ocasionalmente se han formado en ese terreno. Pero lo cierto es que allí, a muchos metros de profundidad, estaban enterrados cientos de lagartos terribles, de aterradores dinosaurios, dragones de ficción… Nadie sabe cómo. Nadie sabe por qué.

Y esto último no es leyenda. ¡Ea!


Sonia Martínez Bueno


29.10.12 0 comentarios

El rastro


Desde la puerta miró tristemente aquel rastro. Ya casi no quedaban animales y era raro encontrar huellas alrededor del contaminado abrevadero. Sin embargo, ese rastro siempre había estado allí y sus huellas de tres dedos se resistían a desaparecer como si estuviesen impresas en la roca. Que extraño. Le recordaba al de los pájaros que existían cuando era niño, pero ninguno era tan grande. Además, el rastro parecía ser anterior a la desaparición de los pájaros. Probablemente, incluso anterior a que naciesen los ancianos que, cuando cuentan historias en las noches frente al fuego, las llaman icnitas y presumen de haber visto por aquí a esos animales.

SEÑORA PACA



Nuestro querido y, por que no decirlo, algo impertinente hermano pequeño Koprolitos, ha organizado su Segundo Certamen Literario y Señora Paca ha tenido a bien enviar un relato corto para que sirva de ejemplo a todos aquellos indecisos que todavía andan pensando su participación. Como podéis comprobar, cumple escrupulosamente las reglas que se mencionan en las bases: tiene 107 palabras, aparece la palabra icnita y es inédito (Señora Paca me lo ha jurado por Dior). ¡Animarse!

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La imagen es del yacimiento de icnitas de Los Cayos (Cornago, La Rioja).
20.9.12 0 comentarios

Vamos con un microcuento

PERFECCIÓN TÉCNICA
 
Última hora: 
El director de cine Steven Spielberg fallece durante el rodaje de la película “Parque Jurásico-13”
Se desconocen las causas del suceso y, sobre todo, se ignora cómo ha podido resultar su cuerpo tan mutilado. La policía sigue, al respecto, varias líneas de investigación. Parece ser que en su correo electrónico había un mensaje, dirigido a la empresa encargada de los efectos especiales, en la que les daba la enhorabuena por la perfección técnica de los últimos Velocirraptores. Lo curioso del caso es que, fuentes de la empresa, afirman que todavía no se había procedido a dicho envío. 
Seguiremos informando. 

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" Perfección Técnica" es un (micro)cuento de dinosaurios de Vicente García Oliva, autor (entre otros) de El Cielo de los Dinosaurios
21.8.12 0 comentarios

El Planeta de los Dinosaurios

Jorge cumplía doce años ese día. Su madre, que trabajaba en el Ayuntamiento de Fuentes, le había contado la importancia de los fósiles hallados en Lo Hueco, a pocos kilómetros de su pueblo. En realidad, había visitado la excavación varias veces, pero ahora los paleontólogos se habían ido y las obras del AVE estaban acabadas. A Jorge le apasionaban los dinosaurios. Soñaba con encontrar enormes huesos fósiles que él mismo pudiera estudiar.

Ilustración de Noelia del Pozo López

De manera que decidió montar en su bicicleta y explorar el yacimiento. La zona de Lo Hueco tenía un aspecto muy diferente del que recordaba. Apoyó la bicicleta contra una gran piedra y, con manifiesta impaciencia, comenzó a revisar la superficie de los sedimentos que contenían los fósiles. Multitud de puntos brillantes atraían su atención, pero sabía que eran cristales de yeso, no fósiles. Por fin vio un objeto inequívoco, un enorme fémur de titanosaurio, los grandes "cuellilargos" del Cretácico Superior. Mientras se deleitaba con su hallazgo Jorge escuchó un suave zumbido. Levantó la cabeza y se quedó impresionado por la presencia de una nave suspendida en el aire, justo encima de él.

Ilustración de Manuel Orenes Valladolid

Un destello verde intenso procedente de la nave iluminó el fósil. Entonces, algo imposible ocurrió. El fémur del dinosaurio pareció adquirir el aspecto que tendría en vida del animal. Se añadieron músculos, tendones y vasos sanguíneos. A continuación, se reconstruyó la totalidad del animal cubriéndose finalmente con una piel rugosa, dotada de preciosos tonos verdes. El enorme dinosaurio se levantó del suelo y dando un par de pasos, elevó su cabeza y profirió un formidable rugido. Jorge contemplaba incrédulo al animal cuando sintió que alguien le hablaba dentro de su cabeza. "No te alarmes, lo que estás viendo es una reconstrucción holográfica tridimensional de la anatomía, apariencia y patrones de comportamiento de un titanosaurio. Hemos realizado un escaneado completo del subsuelo de la zona y nuestros programas informáticos han reconstruido todos los organismos cretácicos que conservan fósiles en los sedimentos".

- "¿Quienes sois?", pensó (preguntó) Jorge.

- "Somos una civilización de científicos de otro planeta. Llevamos mil años estudiando el universo y formamos una gran confederación de planetas. Cada uno de ellos está dedicado a una ciencia. Nuestro grupo procede del Planeta de la Paleontología. Conocemos la historia de la vida de miles de mundos, incluido el tuyo".

- "Quiero ser paleontólogo" pensó Jorge.

- "Entonces lucha por ello. Tu profesión llenará tu vida y le dará pleno sentido" le contestó el habitante del Planeta de la Paleontología.

JOSÉ LUÍS SANZ



Cuento extraído del libro "Tierra de Dinosaurios" editado en 2009 por la Diputación Provincial de Cuenca y del que ya se habló por aquí.

14.8.12 0 comentarios

Buenas noches

Esta noche estoy preparado. Mi padre me ha traído a la cama, me ha arropado como todos los días y al calor de las mantas estoy empezando a quedarme dormido. Pero no debo hacerlo todavía, tengo cosas que hacer... y hoy no puede volver a pillarme desprevenido. Llevo mucho tiempo planeandolo.

Me pongo mi gorra y el pijama de camuflaje (creo que fue una buena idea pegarle estas hojas secas que recogí en el patio,  aunque piquen un poco). Tengo también la lanza que hice con el palo de la escoba, el cordón de las zapatillas de gimnasia y mi perro de peluche (hace ya tiempo que perdió un ojo, pero aún es capaz de seguir un rastro). Llevaré mi mantita, necesito algo que echárle sobre la cabeza para evitar ver el brillo frio de sus ojos. Su aliento fétido es insoportable, pero si soy rápido, no habrá problemas.

Si consiguiese atraparlo... me encantaría ver la cara de Berta. -Esos bichos no existen ¡y mucho menos con lunares morados!-, les decía ayer a todos en la escuela ¡Qué sabrá ella!. Si estuviese aquí estaría muerta de miedo, lloriqueando como siempre que se asusta.

No estoy muy seguro de que vamos a hacer con el, pero no importa. Científicos de todo el mundo vendrán a verle y espero que ellos tengan alguna idea. Supongo que necesitará muchísima comida..., y no creo que sirva la del gato. ¿Habrá que sacarlo a pasear todos los días como al perro de la vecina?

Tendremos también que pensar en un sitio donde instalarlo, es demasiado grande y a mamá no le gusta que le revuelvan la casa. A lo mejor podemos prepararle un sitio en el pueblo. Seguro que a la alcaldesa le encanta la idea... y supongo que los vecinos estarán orgullosos de tener un animal tan extraordinario viviendo en el parque.

Ilustración de Adrián del Pozo López

Llegó el momento. Estoy preparado. Me muevo sin hacer ruido. He ensayado esto cientos de veces. Poco a poco alcanzo la puerta del armario. Giro la manecilla con cuidado, lentamente.

-¡Dios mío!, es enorme-. Está de espaldas, muy cerca de la cesta de calcetines. Veo su cola amenazante moviéndose detrás de las mangas del abrigo. La cabeza debe estar por encima de la pila de jerseys.

Un animal así no puede seguir suelto. Tengo que atraparlo antes de que se dé cuenta de que estoy aquí, se gire y consiga desarmarme con su feroz mirada.

Me acerco sigiloso, levanto la manta y se la echo por encima. ¡Cuidado!, se revuelve. No puedo dejar que me alcance con sus garras, que me golpee con su enorme cola y mucho menos que me dé un mordisco con esos dientes enormes.
-¡Ya te tengo!, ¡te pillé! -.

La lucha ha terminado. Está debajo de la manta, creo que ya no se mueve... y puedo abrazarlo.

-¡Buena pelea!, ¿eh, amigo? Esperaba más resistencia por tu parte, pero creo que te estás haciendo viejo-.

Mamá grita desde la cocina: -¡Quieres dejar de hacer ruido y dormirte ya!, mañana tienes que levantarte temprano y todos los días tenemos la misma historia-.

Lentamente lo acomodo entre mis brazos. -Lo hemos pasado bien, ¿eh? Me encanta jugar a los cazadores de dragones contigo, pero es cierto... ya es tarde.

Buenas noches, dinosaurio.

FRANCISCO ORTEGA


Cuento extraído del libro "Tierra de Dinosaurios" editado en 2009 por la Diputación Provincial de Cuenca y del que ya se habló por aquí.

7.8.12 0 comentarios

El dinosaurio de mi abuelo

Mi hermano y yo tenemos suerte. Nuestro abuelo es especial. Es tan especial que fuma en pipa. En el pueblo es el único que lo hace. Y tiene un dinosaurio escondido en su carpintería.

Hoy, en el cole, la seño nos ha explicado que los dinosaurios desaparecieron de la tierra hace millones y millones de años y que los hombres nunca vivieron entre ellos. ¡Pobre seño! La verdad es que sabe un montón de cosas, pero de dinosaurios no tiene ni idea. No, ni idea. ¡Que pena!

Nosotros, al principio, tampoco lo podíamos creer. Todo comenzó una noche. Papá nos acababa de contar un cuento sobre Dinosaurio Belisario. Cuando apagó la luz, Peque y yo nos pusimos a hablar. Peque es mi hermano. Siempre hacemos lo mismo: hablar con la luz apagada y jugar hasta que mamá
llega enfadada y nos dice que al día siguiente tendremos mucho sueño y no nos querremos levantar y nos dormiremos en el cole... Mamá es buena, pero repite las mismas cosas todos-Ios días, ¿por qué lo hará?

Aquella noche, cuando ya estábamos casi dormidos, sucedió: la puerta de nuestra habitación se abrió lentamente, muy despacito... Peque y yo íbamos a gritar del susto pero no nos dio tiempo: ¡allí estaba! Primero vimos su cabeza grande y fea y luego todo el cuerpo y sus patas-garras. No era tan gigantesco
como los que salen en las pelis americanas, pero mi papá dice que los de Estados Unidos lo exageran todo. ¡No sé! A lo mejor lo hacen porque son muy pequeñitos y les gustan las cosas enormes.

Ilustración de Nerea Martínez Atienza

Teníamos miedo, aunque Peque y yo somos muy valientes. Además, como estábamos dentro de nuestras camas-fortalezas sabíamos que no nos iba a poder comer. Dio un paso... y luego otro... y otro más. ¡Estaba en el centro de la habitación! Y no, no tenía pinta de ser muy fiero. Entonces nos preguntó si le podíamos leer un cuento. Peque y yo nos miramos sin saber qué hacer. Cogí mi linterna, una que tengo guardada en un cajón y que es especial para leer cuentos por la noche. No queríamos dar la luz de la habitación o mamá vendría a explicarnos otra vez lo mismo. Sin hacer preguntas, le leí el cuento. Creo que le gustó, porque nos dio las gracias y se marchó despacito, sin hacer ruido. Por lo menos era educado.

Cuando estuvimos seguros de que ya no nos oía, Peque y yo nos pusimos a dar saltos de alegría, pero saltos pequeños y sin armar alboroto. Ya sabéis, por mi madre. No podíamos creer lo que habíamos visto ¡pero era cierto! ¡No era un sueño! ¡Era un dinosaurio!

A la mañana siguiente, cuando bajamos a desayunar, se lo contamos a nuestros padres y a nuestros abuelos. Me parece que no nos hicieron mucho caso, pero no es de extrañar, porque a veces, sólo a veces, nos inventamos historias. Como era sábado, no teníamos cale y el abuelo nos pidió que le ayudáramos en su carpintería. Allí abajo tiene un montón de trastos. Pero aquella mañana no nos dejó tocar ninguno: sólo nos enseñó un agujero en la pared. Cuando le preguntamos qué era y para qué servía, nos miró fijamente y nos explicó que aquella era la guarida del dinosaurio. Él sí nos había creído porque también lo había visto. Le daba de comer y lo cuidaba. En realidad, vivía allí, en su carpintería. Pero durante el día permanecía escondido, para no causar problemas. Nosotros sabíamos que era para que los científicos no lo estudiaran en sus laboratorios.

A partir de ese momento, Dinosaurio nos visitaba casi todas las noches. Sólo dejó de venir cuando los abuelos estaban de vacaciones. A lo mejor se iba con ellos. Siempre nos pedía que le leyéramos un cuento: una noche yo y otra mi hermano. Peque leyó tanto que aprendió a hacerlo muy bien. Seguro que cuando sea mayor es escritor.

Dinosaurio nos gusta. No hace preguntas extrañas ni nos dice que somos pequeños. Es feliz escuchando nuestros cuentos. ¿Seguirá con nosotros cuando seamos mayores y los abuelitos ya no estén?

SONIA MARTÍNEZ BUENO


Cuento extraído del libro "Tierra de Dinosaurios" editado en 2009 por la Diputación Provincial de Cuenca y del que ya se habló por aquí.

12.6.12 0 comentarios

De cómo se termina escribiendo relatos sobre dinosaurios


Todo el mundo sabe que hubo un tiempo en el que Mario Benedetti odiaba la poesía.

Doy fe de ello. Hubo una época, hace ya muchos años, durante su exilio acá en Guatemala, en la que Benedetti no escribía un triste verso, las rimas se le tropezaban como mosquitas torpes en la pluma, y los ritmos se le quedaban atascados en la lengua, antes incluso de pasarlos al papel.

Y no sólo eso: el simple sonido de un poema en la distancia de la boca de un amigo le revolvía las entrañas o le levantaba una jaqueca, dependiendo del día. Acudía Benedetti a los recitales de sus colegas y maestros por cortesía, pero sentado casi siempre en la última fila; con los oídos tapados y el puro en los labios, como si el humo caprichoso del tabaco pudiera convertirse en una cortina que le separara de los versos enemigos.

Ni siquiera cuando algún colega se acercaba a decirle alguna estrofa para que Benedetti le diera su experta opinión, era capaz el pobre hombre de soportar la poesía.

-No me torturés, Gelmán –decía, alejando de sí el papel con ambas manos- vos conocés el infierno que llevo adentro.

Lo que no todo el mundo sabía es que Mario Benedetti tenía un gran problema. Más que grande, inmenso, podríamos decir, si el colega me permite la ironía.

El problema era que cuando Mario Benedetti se dormía por las noches, en sus sueños se le aparecía un dinosaurio. No era siempre el mismo dinosaurio: algunas veces era un inofensivo brontosaurio que se le paseaba con sus andares lentos, extendiendo su larguísimo cuello en busca de comida. Otras, un diplodocus campaba a sus anchas en mitad del sueño de un prado, o tal vez un tricerátops le mordisqueaba haciéndole cosquillas hasta despertarle.

Al principio, Benedetti no le dio mucha importancia, incluso le resultaba, en cierto modo, divertido. Pero a las cuatro semanas de inevitables encuentros nocturnos con un saurio empezó a preocuparse; sobre todo porque los primeros pacíficos reptiles pronto dieron paso a los Tyranosaurus Rex y a los Pterodáctilos, mucho más sanguinarios y peligrosos, que convertían sus sueños en agudas pesadillas.

Todo el mundo sabe que Mario Benedetti, como todo escritor que se precie, es un hombre sensible y obsesivo que jamás podría vivir en paz con una situación semejante. Así que cuando me relató su problema le aconsejé, como buen ciudadano de nuestro siglo, que andara a contárselo a un psicoanalista.

No sirvió de nada. El psicólogo, por lo visto, comenzó hablándole del inconsciente colectivo, de la memoria genética que arrastramos de cuando éramos simples musarañas que huían de los rapaces, para terminar diciéndole que probablemente todo se debía a un problema de índole sexual. Yo, francamente, no daba crédito.

- Pero ¿qué os dijo exactamente el psicoanalista, Benedetti? – Le pregunté.

- Como os lo cuento, Augusto, que el doctor me dijo que yací con demasiadas mujeres…-

-No me jodás, Benedetti.- le grité. Porque como todo el mundo sabe, es oficio de poeta yacer con mujeres.

A pesar del intento del psicoanalista, Benedetti siguió soñando cada noche que un dinosaurio le reventaba las entrañas, o tal vez le perseguía por los montes y él, con el alma en un puño, terminaba tirándose por algún precipicio y se despertaba anegado en pánico y sudores.

Ya llevaba así tres meses cuando coincidió que pasó por Guatemala el maestro Oliverio Girondo, a quien todos teníamos gran respeto por su maestría y experiencia. Le sugerí a Benedetti que fuera a consultarle, y cuando se acercó efectivamente a contarle su problema, el maestro le preguntó cuánto hacía que no podía escribir.

- Maestro –respondió Benedetti- relatos escribo todas las semanas.

- ¿Y poemas? Porque vos sos poeta, tengo entendido.

Benedetti se quedó pensativo unos momentos y descubrió con sorpresa que no había escrito ni un solo poema en varios meses. Ni siquiera había hecho una triste tentativa de verso en mucho tiempo. Don Oliverio Girondo, maestro de poetas, supo al instante que aquel dinosaurio era una señal. “Benedetti” sentenció “ la poesía ya no os quiere, os abandona. Dejadla marchar en paz.”

Esa noche Benedetti vino a verme y me contó las malas nuevas: la poesía le odiaba. Yo le acogí en mi casa y estuvimos bebiendo ron cubano durante tres días con sus tres noches incluidas. Noches en las que Benedetti seguía soñando con su dinosaurio y retándole a viva voz, con esos gritos roncos de borracho sin esperanza que se te clavan en el pecho y te parten el alma en dos mitades.

Y así era: Mario Benedetti había perdido la esperanza. Pues, como todo el mundo sabe, todo escritor ansía en secreto llegar a ser algún día un buen poeta.

Cuando nos recuperamos al fin de tan sonora cogorza, mi buen amigo Benedetti había tomado una decisión que le honraba como escritor y como hombre.

-Jamás me rendiré, Augusto. No me verán vencido – me dijo.

Y le creí. Porque como todo el mundo sabe, los escritores somos, sobre todo, unos cabezotas de cojones. Entre otras cosas, porque si no fuera por nuestra cabezonería, seguramente llegaría un momento en el que desistiríamos de luchar contra los críticos y las editoriales y las librerías, y nos dedicaríamos a la pesca en ultramar o a vender zapatos.

Como buen escritor y como buen cabezota, Benedetti pasó meses luchando contra su destino y el de su poesía. Apuntaba todos los detalles de sus sueños; clasificó a sus dinosaurios: los pterópodos, carnívoros dentados, se le solían aparecer los martes y los jueves. Los saurópodos, herbívoros pacíficos entre los que se encontraba el Diplodocus, con frecuencia los soñaba los Domingos. Después de una borrachera siempre se le aparecía un dinosaurio de la rama de los ornitópodos, y le volaba por los sueños como un aeroplano beodo. El Tyranosaurus Rex, el más temido, le hacía las visitas los lunes, cómo no, y algunos viernes y sábados, sobre todo si Benedetti tardaba mucho en conciliar el sueño.

Después de algunos meses, los volúmenes y enciclopedias sobre reptiles y saurios se le amontonaban caprichosamente en la sala de estudio. No eran raros los días en que los arqueólogos y biólogos hacían cola en la puerta de su casa para pedirle consejo sobre tal o cual especie o sobre algún hueso aparecido en las excavaciones.

Meses y meses pasaron, y al pobre Benedetti se le seguía apareciendo cada noche un dinosaurio que le perseguía hasta la muerte, o le destrozaba a mordiscos, o incluso le recitaba versos que se le clavaban como flechas ardiendo en los ojos dormidos.

Meses y meses en los que Mario Benedetti rehuía la compañía de poetas y también la de estos intelectuales que gustan recitar trozos de poemas en las conferencias, cuando se les acababa lo poco que tienen que decir. “Sólo me quedás vos, Augusto: no te me hagás poeta”, me decía. Mandó construir un trastero para encerrar todos sus libros de poesía y mantenerlos separados de él por una gruesa pared de piedra. Durante meses y meses llevó gafas de sol cuando salía a la calle para no leer las inscripciones, frecuentemente en verso, que presiden las estatuas o los actos oficiales. Por no hablar de los ripios de los anuncios en las vallas publicitarias, que durante meses y meses le arrastraban al borde de la locura misma.

Cierto martes, aún lo recuerdo aunque hace muchos años, me telefoneó muy temprano para decirme que todo había terminado. Que ya no tenía problemas y que el verso le saltaba ágil de la pluma. Aún no eran las nueve y ya había escrito tres poemas de corrido.

Todo porque la poesía había vuelto a él, como una amante arrepentida.

Todo porque había recobrado la magia y el aliento.

Todo porque aquella mañana, cuando se despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

Augusto Monterroso, Guatemala, 1984.


Diana P. Morales




La autora de este relato, Diana P. Morales, lleva más de doce años como profesora de literatura creativa, en especial, a través de internet. Tras estudiar Filología Inglesa en la Universidad de Sevilla y Experto Universitario en Guiones Audiovisuales por la Universidad de Málaga, ha sido coordinadora y profesora de varios talleres literarios, tanto por internet (Librored, www.escritores.org, escribir.info, grupobuho.com…), como presenciales, para el Ayuntamiento de Sevilla. Actualmente es coordinadora de Portaldelescritor, donde además e imparte cursos de Poesía, Relato y Novela. Su primera novela, "Zaibatsu", será próximamente publicada por la Editorial ESPIRAL. Con el relato que hoy traemos a "El Cuaderno de Godzillín", Diana P. Morales consiguió el 2º Premio "Villa San Esteban de Gormaz" en 2001 y fue finalista del Primer certamen Worldonline de relato en 1999. Para conocer algo más a la autora, se puede visitar su web o su página en Portaldelescritor.

¡Muchas gracias Diana!



Fotografía tomada por Godzillin en el Museo Carmen Funes de Plaza Huincul (Argentina).
9.6.12 0 comentarios

Alerta de ultima hora! Dinossauros vivos


Atención, esto es un cuento de dinosaurios, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia

Quando todos os Paleontólogos, desde os mais profissionais (e arrogantes) aos simpáticos (e portanto, sem qualquer crédito) nos tinham já convencido que os dinossauros estariam já extintos há milhares de anos, eis que um simples e até agora desconhecido fotógrafo recém saído de um estágio profissional de fotografia científica, faz a descoberta do século: afinal, os dinossauros estão vivos!

Devido a esta rara emergência, pede-se a todos que abandonem as áreas circundantes ao Museu de História natural de Madrid, num raio de pelo menos 600km, porque tudo leva a crer que os ditos bichos, depois de tantos anos a dormir, acordaram um pouco mal dispostos, e talvez, com alguma fome.

Das cidades mais seguras onde se pode estar neste momento, podem-se contar Lisboa ou Torres Vedras. Isso porque não se crê que os dinossauros, (que existem em grande número naquelas zonas) venham a acordar, uma vez que estão todos muito divididos em lotes por diversas associações rivais, além de permanecerem eternamente guardados em caixotes escuros, à espera de um qualquer Museu Imaginário.

João Paulo Barrinha
Fotógrafo

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Nota explicativa:
Hasta hace unos días, João Paulo Barrinha ha estado por el laboratorio del Grupo de Biología Evolutiva de la UNED haciendo una estancia de fotografía científica… de hecho, trabajando con fósiles de dinosaurios portugueses.
Al despedirse, nos dejo este cuento para explicarnos su marcha …
Grande Barrinha

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Traducción:
Cuando todos los paleontólogos, desde los más profesionales (y arrogantes) hasta los más simpáticos (y, por lo tanto, completamente desacreditados) nos habían convencido ya de que los dinosaurios se habían extinguido hace millones de años, aparece un simple y hasta ahora desconocido fotógrafo recién salido de una visita profesional sobre fotografía científica y hace el descubrimiento del siglo: al final, ¡los dinosaurios están vivos! 

Debido a esta extraña situación se pide a todos que abandonen las áreas circundantes del museo de Ciencias Naturales de Madrid en un radio de 600 km, porque todo indica que estos bichos, después de estar dormidos tantos años, se despertaron de mal humor y puede que hasta con hambre. 

Entre las ciudades mas seguras en las que se puede estar en este momento se cuentan Lisboa y Torres Vedras. Esto es debido a que no se cree que los dinosaurios (que existen en gran numero en esa zona) vayan a despertarse, dado que están divididos en lotes distribuidos por distintas asociaciones rivales, por lo que permanecerán eternamente guardados en cajas oscuras a la espera de cualquier Museo Imaginario
23.10.09 1 comentarios

"Tierra de Dinosaurios", un libro de cuentos


El sábado 24 se inaugurará la nueva biblioteca pública de Fuentes (Cuenca). Esto no tendría más trascendencia para este blog si no fuese porque en el mismo acto se presenta el Libro de Cuentos: "Tierra de Dinosaurios".
La publicación ha sido editada por la Exma. Diputación Provincial de Cuenca y consiste en una serie de cuentos de temática dinosauriana ilustrados por los alumnos del taller de pintura de Emilio Morales en Fuentes. Los autores de los cuentos son de los más variopinto, pero en lo que a dinosaurios se refiere, han colaborado los paleontólogos José Luis Sanz y Francisco Ortega (intentaremos conseguir alguno para colgarlo).
Aprovechando la presentación del libro, José Luis Sanz dará una conferencia sobre la presencia de los dinosaurios en el cine y la literatura fantástica.
Desde el ayuntamiento nos transmiten el siguiente Programa del Actos (para los que estéis cerca de Fuentes el sábado 24 de Octubre).
  • 17:00 Recepción
  • 17:15 Presentación autoridades
  • 17:30 Conferencia “Los dinosaurios en el cine y la literatura fantástica”, a cargo de D. José Luis Sanz
  • 18:00 Presentación del libro “Tierra de Dinosaurios”
  • 18:30 Cóctel
  • 19:00 Teatro Infantil “El libro de la selva"
Seguiremos informando...
3.2.09 1 comentarios

Un nuevo cuento de Dinosaurios

Esto no es un artículo. No es una noticia. Es ¿solamente? un cuento sobre dinosaurios. Pero ¿acaso no nos es más necesario? Antes de los proyectos de investigación, de las matrices de caracteres, de las carreras por las publicaciones de impacto, de las competiciones, estaba el amor infantil por el pasado. Por lo desconocido. La emoción del aventurero. La novela. El cuento. Como el presente, escrito, de nuevo, por el clásico de la literatura asturiana Vicente García Oliva y que retorna a los dinosaurios al patio de la escuela, al recreo, a la sabiduría de los niños y a las manchas de tinta sobre el pupitre. Sólo nos queda agradecerle al autor este intento para que esa lucidez "de guaje" no abandone la paleontología.

Aquí va el cuento:
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VERBO


A Gianni Rodari, claro.


Levantó la vista del libro y allí, bajo la tarima en que se encontraba situada su mesa profesoral, se alargaba un bosque de brazos que se movían tratando de llamar su atención, de ser los escogidos, de participar en la actividad que, de vez en cuando, solía organizar con sus alumnos.
No pudo dejar de sonreir. Pese a que siempre era igual y el juego se repetía cada mañana de clase, de aquellas clases que venía impartiendo desde hacía muchos, pero que muchos años, no dejaba de sorprenderle la vitalidad de los niños, sus ganas de juego, de participación, de vida.
Sentía el murmullo del aula como un enjambre de avispas, como el roncón de una gaita:
-¡A mí, profe! ¡Pregúnteme a mí!
Los ojos abiertos, el pelo revuelto, las mejillas coloradas…
-¡A mí, profe! ¡Pregúnteme a mí!
¿Siete años? ¿Ocho?
Intentó recordar cómo era él con aquella edad. Estudiaba en los jesuítas. Jugaba al fútbol… Poco más. Hacía demasiado tiempo.
-¡A mí, profe! ¡Pregúnteme a mí!
-¡Está bien, está bien! ¡Bajad los brazos! A ver, usted, el señor Campa. Escoja una bonita palabra.
-¡… Hmmm…! ¡”Barco”! Escojo “barco”, profe.
-… ¡Vaya palabra más fea…!
-… ¡Sí, qué fea…!
-¡Que diga otra!
-Bien, ya vale. Respetemos la elección del Señor Campa. Tenemos, pues, una primera palabra. Vamos ahora por la segunda. A ver, señor Fidalgo.
Fidalgo, puesto en pie, con los ojos arrebolados, sintiéndose como el protagonista de una película por él interpretada.
-¡”Marica”! ¡”Puta”! ¡”Pene”!...
-¡………!
-Señor Fidalgo: todos le agradecemos mucho la clase de educación sexual que pretende darnos pero, en primer lugar, se trata de una sola palabra y, en segundo, ya dijimos que queríamos evitar las palabras polémicas. Vamos, diga una palabra normal.
-Pero, profe, esas son palabras “normales”…
-Fidalgo… normal.
-Está bien. ¡”Zapato”!... que tengo los pies fríos.
-El señor Fidalgo, gentilmente, nos acaba de dar una segunda palabra: Zapato. Bien, ya conocemos el juego. Ahora hay que inventar una pequeña historia con estas dos palabras: “Barco” y “Zapato”.
-¡Venga, profe, empiece ya…!
-Bien, primero yo y después vosotros. Pues… vamos a ver:
“Érase una vez un pequeño pueblo en la costa asturiana que se llamaba…
-¡Cuideiru!
-¡Xixón!
-¡Candás!
-Silencio, por favor... Que se llamaba… Bardales. Pues allí, en Bardales, había una vez un zapatero muy, pero que muy famoso. Corsino, era como le llamaban. Y tan grande era su habilidad y su fama que hasta el pueblo venían Reyes y Emperadores a encargarle zapatos nuevos, que él confeccionaba con cuidado y esmero. Casi con cariño…
“Pero el pobre, después de tantos y tantos años haciendo lo mismo, trabajando de la misma manera, estaba ya cansado de hacer zapatos. De encorvar la espalda sentado en su pequeño taburete y golpear con el martillo y los clavos sobre la dura piel que él transformaba en una lustrosa pieza de calzar.
“Así que un día se preguntó: “¿Vamos a ver, Corsino, (porque hablaba consigo mismo) a ti, en realidad, que es lo que te gustaría hacer? ¿A qué querrías dedicar el tiempo que te queda de vida?” Después de un buen rato de pensar y pensar, de barajar distintas posibilidades, de hacer desfilar todos sus sueños de niño, todas sus ilusiones de chaval, y todos los afanes de adulto, se dijo a sí mismo: “Navegar”. A mí lo que me gustaría sería navegar. Viajar de un sitio a otro, conocer mundo, paisajes distintos, gentes diversas... Eso es lo que me gustaría de verás.”
“Y por qué no lo haces”
“Cierto -se dijo- ¿por qué no lo hago? Y, dicho y hecho. Corso, el zapatero, se puso a la tarea de construir un barco. Un barco para navegar.
¿Pero qué ocurrió, niños y niñas que me escucháis?
Pues ocurrió que, como el pobre nunca había construido barcos, y todo lo que sabía hacer eran muy buenos zapatos, le salió un barco guapísimo pero, eso sí, ¡con forma de zapato! Un gigantesco zapato con dos mástiles, velas y un ancla.
“Pues a ver si esto flota”, se dijo el bueno de Corsino. Y se encaminó al puerto dispuesto a botar su peculiar barco.
“Ya imaginaréis, queridos niños y niñas, las burlas y pitorreos que la gente del pueblo le dedicó al pobre zapatero, la menor de las cuales era esa frase de:
-“Zapatero, a tus zapatos”.
“Pero a él no le importó. No les hizo el menor caso y, colocando su barco en el agua y desplegando las velas al viento, salió mar adelante en busca de aventuras… y las encontró, ¡vaya si las encontró!
Bueno, eso quedará para otro día que volvamos a dedicarnos a los cuentos…
-¡Oh, no…!
-¡Meca…!

Recogió los libros y papeles que tenía sobre la mesa y se dirigió a la salida.
A la puerta, el director hablaba con una compañera.
Cuando pasó por su lado le saludó con poca gracia. Desde que llegara al colegio, no sabía muy bien por qué, al director no le había caído bien. Quizás fuera porque no aprobaba sus métodos pedagógicos o, simplemente, porque era el profesor más popular del centro y los niños lo adoraban. Ya sé sabe, la envidia es mala consejera. En cualquier caso a él no le importaba demasiado. Cumplía su tarea lo mejor que sabía y conservaba la misma ilusión por la enseñanza que el primer día.
A lo mejor era eso lo que no se le perdonaba…
Llegó a casa y metió la llave en la cerradura.
En ese mismo instante, sin saber por qué, intuyó que algo raro pasaba.
Abrió.
Todo estaba en silencio. Pero, de pronto, oyó un pequeño ruido. Un ruido extraño, como de algo que se arrastrara por el suelo. Como si unas uñas rasparan la madera.
Cerró la puerta y avanzó pasillo adelante. Iba despacio, atento, con todos los sentidos alerta.
A medida que avanzaba, el ruido iba haciéndose más nítido, más fuerte.
Confirmó su primera impresión: alguien arañaba una puerta de madera. La puerta de la sala, más concretamente. De allí venían los ruidos.
Llegó hasta la puerta y sintió que algo se movía detrás de ella. Unos movimientos suaves, sigilosos. No era hombre cobarde, pero todo él estaba en tensión, con los nervios a flor de piel.
Cogió el pomo de la puerta y dio un fuerte tirón abriéndola de par en par.
Lo que vio le dejó completamente aturdido.
Allí, plantado a un par de metros de donde él se encontraba, había un enorme ejemplar de deinonychus que lo miraba con sus ojos fijos. Unos ojos inmóviles y enrojecidos. Ojos del cazador ante la presa.
No pudo gritar.
O no supo.
El asombro casi mayor que el miedo. El cerebro sin poder asimilar los datos, incapaz de comprender la situación, de responder a la parálisis que lo embargaba.
Y ya, por fin, cuando el dinosaurio avanza hacia él preparando su terrible garra como un puñal asesino, dispuesto a cobrar su presa, una posibilidad que le llega al cerebro, un sinsentido de explicación que golpea su mente como un fogonazo:
¿Y si él también fuera parte de una historia?
¿De una historia en la que alguien, en algún lugar remoto del universo escogiera, jugando, la palabra “Dinosaurio”, mientras otro, también jugando, hiciera lo mismo con la palabra “Profesor”.


FIN"
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Tres Cuentos de Dinosaurios

TRES CUENTOS DE DINOSAURIOS

Cuando despertó, el dinosaurio
todavía estaba allí.
A. Monterroso.

I

Estaba cansado y, aunque era ya septiembre, el sol de mediodía calentaba como en los mejores días del verano.
Se sentó sobre un pequeño promontorio de piedra y, mientras contemplaba el desolado paisaje recordó, una vez más, la vieja y triste historia que lo había llevado hasta allí.
Nunca supo el porqué de su desaforado interés por los dinosaurios, pero cierto fue que ello marcó su vida para siempre. No se trataba de esa dulce fascinación, compartida con millones de niños, que juegan con sus feroces animales de goma o disfrutan aterrorizados ante la inmensa presencia de esos enormes esqueletos del museo, mientras aprietan, hasta dejar sus deditos blancos, la confortable mano de su padre que les ofrece calor y seguridad.
No, no se trataba de eso.
Lo suyo no se trasmitía a nivel del sentimiento, sino de la inteligencia.
Él era consciente de la perfección de aquellos cuerpos inmensos, de su maravillosa diferencialidad, de las intrincadas razones de la madre naturaleza para conseguir crear, tras siglos y siglos de generaciones, aquel ajustado mecanismo de huesos y músculos sin parangón alguno en la historia de la creación.
Cómo habían podido obtenerse aquellos magníficos ejemplares, partiendo sólo de una cosa diminuta salida de la mar.
Desde niño, había tenido clara su vocación. Cuando fuera mayor se haría paleontólogo. Se dedicaría en cuerpo y alma al estudio de los dinosaurios, de los dinos, como él los llamaba con familiaridad, como si ya fueran un miembro más de su abundante parentela.
Y empeñaría su vida en la búsqueda de alguno de esos restos majestuosos que el tiempo y la destrucción habían sembrado por algunos lugares de la tierra. Como restos de un naufragio de dimensiones cósmicas.
Pero nada de ello fue posible.
La prematura muerte de su padre. La necesidad de sacar adelante a una numerosa familia, cambiaron su destino obligándole a empeñar su tiempo y sus esfuerzos en trabajos de todo tipo que sirvieran para alimentar y dirigir a aquella maltrecha tropa que, en una batalla desigual, habían intentado construir un destino propio sin contar con el otro Destino, el que viene escrito con letras mayúsculas.
Una infinita variedad de insignificantes ocupaciones, mientras el tiempo vencía por goleada a sus frustrados deseos de adolescente.
El tiempo.
Como testigo mudo de su fracaso.
Y allí estaba.
En un páramo de Castellón, camino de ninguna parte, capitaneando un autocar de alegres jubilados que quemaban sus últimos años aparentando un estado de ánimo que era imposible que sintiesen.
Y deteniéndose cada poco para que sus pequeñas vejigas y sus grandes prostatitis cumplieran su desagradable misión.
Se pasó una mano por la frente y la sacó empapada de sudor.
Por fin parecía que estaban todos.
Delante del autocar, algunos aprovechaban para sacar las últimas fotos con tecnología digital.
Se levantó de su improvisado asiento y se dirigió cansinamente hasta el lugar del conductor.
Con gesto mecánico, puso en marcha el vehículo que se bamboleó al pasar sobre algunas piedras.
Poco a poco, se alejó de aquel polvoriento lugar por el que, seguramente, nunca volvería a pasar.
Si hubiese echado una última mirada hacia atrás, todavía podía haber visto el enorme hueso de Stegosaurus semienterrado, sobre el que había estado sentado sumido en sus cavilaciones.

II
No recordaba como había comenzado aquel enamoramiento. Aquella, podría llamarla, locura. Esa profunda emoción de saber que, al fin, había hallado al ser complementario, a esa figurada media naranja con la que uno está dispuesto a pasar el resto de su vida.
Un día descubrí que me embargaba esa oscura sensación que no sabe muy bien de donde viene, pero que cuando penetra es capaz de romper todas las barreras.
Y ciertamente eran muchas las barreras. Y de todo tipo.
Yo era consciente de la dificultad de aquella relación, hasta entonces oculta, pero que cuando se hiciera pública provocaría, seguro, un escándalo, no sólo entre mis compañeros de claustro, sino también entre los propios alumnos.
Y lo entendía. Lo entendía perfectamente. La diferencia de edad, los distintos caracteres, yo sensible y cultivado, ella primitiva y expontanea... Pero eso es lo que tiene el amor, que cuando llega rompe todas las barreras (creo que eso ya lo dije antes), derriba todos los diques, salta por encima de todas las convenciones.
Ellos no podían comprenderlo, y yo lo aceptaba.
Pero eso no fue óbice para que me sentara tan mal la frase despectiva del portero de aquel hotel que me dijo con los ojillos apretados y la voz envenenada:
-Usted nunca entrará aquí acompañado de esa hembra de Velocirraptor.

III
Siempre supe que yo era un eslabón más de la cadena. Quizás el último de todos, el más insignificante. Pero tampoco estuvo bien esa marginación, ese pase olímpico hacia mi persona. Ese ninguneo que no parecía haber sido involuntario. Yo no era nadie, de acuerdo, pero hasta el último eslabón, el más pequeño, hace que no se rompa la cadena.
Durante muchos meses limpié sus huellas en aquel sótano insalubre, a donde no llegaba el rumor de la calle, ni siquiera un rayo de sol extraviado que se hubiera podido escapar del cristal de una ventana.
Una bombilla escasa de luz y el percutor con el que trabajaba, eran los únicos instrumentos que me acompañaron durante aquel tiempo en que, con amor de madre primeriza, contorneaba las enormes pisadas del Rex procurando despojarlas de toda “ganga”, pero cuidando, a la vez, de no herir su quebradiza figura.
Después, cuando ya mis ojos se empezaban a resentir de tanta oscuridad y mis gafas se empañaban con las esquirlas del barro cuando, por fin, todas las huellas estuvieron limpias y presentables, llegó el traslado al Museo. A ese nuevo Museo, a cuya inauguración asistieron autoridades políticas y universitarias. El mundo de la ciencia y de la cultura. Becarios y contratados. Profesores y sus equipos de trabajo. Todo el que tenía algo que ver con el tema. Todos... menos yo, que no fui invitado.
Yo, que tanto amor y tanta dedicación había puesto en mi trabajo y cuyo resultado se veía en las preciosas huellas que ahora relucirían en una sala especial, junto a la enorme figura del Tyranosaurus, para ser contempladas por niños y mayores.
Así que, entonces, decidí no ir nunca.
¿No me querían en la inauguración?
Bueno, podría soportarlo. Pero entonces nunca entraría en el museo.
Era una revancha estúpida, lo sé. Pero quizás era la única forma que tenía de mostrar ante mí mismo aquel rechazo.
Ellos me rechazaban a mí, pues yo los rechazaba a ellos.
Así, la promesa de no entrar nunca en el museo, me daba una especie de autoridad moral ante su desprecio.
Esa era la idea.
Y la mantuve durante muchos meses. De veras. Pero, al fin, la curiosidad pudo más que la promesa. Tenía unas ganas enormes de ver el resultado. El resultado de tantas horas de trabajo y dedicación. Quería ver el contexto en el que se mostraban “mis huellas”. Las que yo había limpiado y preparado. Mi obra anónima.
Y decidí ir un día de incógnito.
Me puse unas gafas de sol, una gorra de béisbol y un abrigo largo, y me introduje en el museo mezclado con un grupo de jubilados de la cuenca y una guardería de niños de Villaviciosa.
Me moví a la largo de las salas hasta que, ya de lejos, pude distinguir su enorme mole, como siempre rodeado de pequeños que lo miraban con sus ojillos asustados, casi sin poder hablar.
El fiero rostro de la fiera.
Su gigantesco tamaño.
El gesto airado del que, un día, fue el verdadero Rex de la creación.
Me acerqué casi sin fijarme en él, buscando las estanterías donde deberían estar sus huellas. Mis huellas. Nuestras huellas.
Y estaba ya bordeando su colosal estructura cuando, al llegar justo delante de él, oigo al niño alborozado gritar a su padre:
-¡Mira, papá, mira! ¡Se está riendo! ¡Se está riendo!
Me detuve frente a él y miré hacia arriba.
El que en cualquier otro momento debería haber sido el rostro terrible y amenazador del Tyranosaurus rex, ahora, mientras me miraba fijamente con sus cuencas vacías, mostraba una divertida sonrisa contemplando a aquel pequeño personajillo escondido tras unas gafas de sol, una gorra de béisbol y un abrigo dos tallas mayor, al que, con su olfato de gran cazador, acababa de reconocer.

FIN



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Nota editorial
Sin demasiadas esperanzas de éxito, pedimos al autor un cuento de dinosaurios !y nos regaló tres!. Durante un tiempo estuvieron colgados en el blog como "anónimos", huérfanos de padre, dado que no estabamos seguros de que el autor no fuese a arrepentirse.
A estas alturas, y dado que no sólo no parece estar arrepentido, si no que emite desde su propio blog, queremos agradecer a Vicente García Oliva estos tres cuentos.
Por último, para que conste, ese día yo tambien estaba allí y vi sonreír al tiranosaurio.