Tres años después del fracaso del Gran Salto Adelante, estuve en China. Nadie hablaba del asunto. Era secreto de estado.
Vi a Mao rindiendo homenaje a Mao. Parado en las alturas del pórtico de la Paz Celestial, Mao presidía el inmenso desfile que la inmensa estatua de Mao encabezaba. Mao, el de yeso, alzaba la mano, y Mao, el de carne y hueso, le respondía el saludo. La multitud ovacionaba a los dos, desde un océano de flores y globos de colores.
Mao era China, y China era su santuario. Mao exhortaba a seguir el ejemplo de Lei Feng y Lei Feng exhortaba a seguir el ejemplo de Mao. Lei Feng, el joven apóstol del comunismo, de existencia más bien dudosa, pasaba los días dando consuelo a los enfermos, trabajando para las viudas y regalando su comida a los huérfanos, y en las noches leía las obras completas de Mao. Cuando dormía, soñaba con Mao, que en los días guiaba sus pasos. Lei Feng no tenía novia ni novio, porque no perdía el tiempo en frivolidades, y ni se le pasaba por la cabeza la idea de que la vida pudiera ser contradictoria y la realidad, diversa.
Espejos, Eduardo Galeano
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martes, 31 de enero de 2012
El emperador rojo - El emperador amarillo (17/17)
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