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jueves, 25 de octubre de 2007

Ésta fue mi casa

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Allí viví yo. En el segundo piso, encima de los ventanales. Y me sentaba en ese balconcillo a hablar, por las noches, con mi compañera, una mujer menuda, es(tré)pitosa, apasionada, a la que le entraba el nervio a las tres de la mañana y con la que miraba la luna y el edificio de la UNED, con sus arcos ojivales y sus gárgolas.

Allí viví yo hace siete años. Me salvaron la vida tres hombres (un soldado, un sindicalista, un anarquista). Me llevaban diez años, los dos primeros, y dieciocho, el último. No es una frase hecha: me la salvaron de verdad. Hubo otros, porque en Melilla hubo mucha gente. Entre ellos, un tipo leal, con nombre de escritor, que me regaló el único anillo que no me quito jamás y la capacidad de no escuchar las habladurías que llevaran mi nombre. Pero también un periodista loco, que cruzó en coche el Parque Hernández y que me llamaba para ir a romper el ayuno en Ramadán. Y un chaval de quince años, internado en un centro de menores, con el que miré los dibujos que hacía la sangre del cordero en el sacrificio de Aïd El Kebir.

Melilla fue también un grupo de gente desperdigada, de amigos contingentes a los que da igual el tiempo que hace que no veas. Fue el descubrimiento, la madurez, el aprendizaje a base de problemas, problemas y más problemas, el desarraigo, la búsqueda, los amigos. Fue la supervivencia, porque es una ciudad sin ley y allí cada uno se hace las leyes como puede. Hubo otras ciudades después, pero ninguna que recuerde tanto como ella, ninguna que me haya conformado tanto -salvo Sevilla y quizá-, ninguna tan determinante. Porque allí estaban Ángel Castro y sus obras de teatro maravillosas para sus niños de La Salle; Vicente Moga pidiéndome libros descatalogados y el director de cierta institución, de la que no voy a decir el nombre, dando órdenes de que me llevaran a la Biblioteca para que cogiera cuanto quisiera porque era yo y le gustaba leerme.

Melilla fue el té con hierbabuena, que los cristianos no sabemos hacer; fue aprovechar el día de inicio del Ramadán para tomar, con dos amigas mías musulmanas, todo el cerdo y todas las cervezas del mundo; fue un niño perdido que siempre estuvo ahí en la sombra, para que yo me diera cuenta, meses más tarde, de que había estado ahí siempre, con los brazos prestos, el abrazo grande, el beso y la caricia; fueron los viajes de Los Cuatro Carreteros hacia los acantilados de plata de Aguadú, el lugar más hermoso de la Tierra, los cortados donde se matan los inmigrantes que llegan por mar o donde aparece algún cadáver de ajustes de cuentas de vez en cuando; fueron el faro del Hospital del Rey, los jeringos de Los Arcos, los desayunos en el Tropical Rudy; las tapas del Casino; el Palacio de la Asamblea y sus sillones; la frontera de Farhana y su hachís; las coreografías con Arwen en La Vaca; mil canciones que siempre me recordarán ciertos momentos; un mercado con especias olorosas y cien calles que no he vuelto a pisar.

Y ellos dos. Una vive ahora en mi misma ciudad. Otro está en Granada y ya he contado nuestra historia en este lugar. A él suelo verlo en las crisis, cuando acudo. Hace tres años que no ha hecho falta. De allí me los traje y se quedaron.

Hoy he visto la foto de mi casa y se me ha agolpado un año en dos segundos.

La primera imagen se la he robado a Arwen, que sí que ha vuelto a casa.


La otra imagen es de Ángel RM.

martes, 31 de julio de 2007

Caballero, legionario II

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Iba todos los días allí, al bar de altos mandos de la Comandancia General de Melilla, prohibida la entrada a civiles solos excepto a mí, que me tomaba un café de lunes a viernes y algún día festivo de servicio, de guardia.

Él iba a mi trabajo una vez por semana, a redactar el Puerta de Santiago, varias páginas de periódico militar, una noticia tras otra con fotos y artículos. Venía con dos compañeros, los tres de uniforme, callados, serios -tímidos, eso lo supe después-. Un día pregunté quién llevaba Prensa en la Comandancia, yo había pedido Defensa para evitar que se ocupara de esas noticias cualquier exaltado promilitarista, y mi compañera Pilar se rió: "Mira, te voy a presentar a mi marido, Paco". No me fijé en él hasta entonces. Pelo castaño rojizo, alguna cana, ojos azulísimos, 34 años -yo, 23-, labios carnosos, bien dibujados, dientes perfectos, una sonrisa estupenda. Una semana más tarde lo llamé, pásate por aquí, y no sé cuánto tiempo transcurrió, pero fue poco, hasta el rito de los cafés diarios. Paco, Ricardo y Jáuregui fueron mis tres hombres de Melilla, los que me salvaron la vida aunque me llevaran once y 19 años, y fueron importantes y definitivos.

Hubo más, pero hoy les toca el turno a ellos dos.

Le tengo cariño a dos Cuerpos del Ejército. Uno es Caballería, el Regimiento de Caballería Acorazado Alcántara número 10, Francisco Sánchez Nicolás, primero alférez, después teniente, la voz de tela, los ojos azules y grandes, el cuerpo preparado para el abrazo cuando yo quería, y sólo cuando yo quería, porque el contacto físico nunca ha sido el fuerte de ningún soldado. El teniente Nicolás, murciano, ordenado, serio, cariñoso, dulce y el hombre más bueno que he conocido.

En su departamento había cinco o seis más. El capitán Salas, otro teniente del que no recuerdo el nombre -con la cantidad de cafés que me he tomado con él- y un sargento de la Legión, que había escogido a Jesús para Prensa porque es capaz de acertarle a un gorrión entre los ojos a 500 metros. Nunca vi la relación, pero me alegro, porque ahora no está en mi vida, ni sé qué ha sido de la suya, pero si recuerdo su cara y su manera de mirarme, descubro que sigo sintiendo lo mismo, el mismo amor, la misma admiración rendida y sin condiciones.

Le tengo cariño a dos Cuerpos del Ejército. Uno es Caballería. El otro es la Legión. El Tercio Gran Capitán I de la Legión, porque la Legión es Jesús. Un armario empotrado, el primer premio en tiro en cualquier concurso, casado, dos niñas, 27 años -yo, 23-, rudo, muy serio, muy tímido, muy perfeccionista. El emblema legionario y la bandera de España como salvapantallas del ordenador, la concentración plena en el trabajo y una insignia, el cetme, la ballesta, cruzados, que me regaló el día de Nochebuena del año 1999. Jesús es el silencio. Jamás me he trabajado a nadie como a él, ni he defendido a nadie como a él, porque era callado, porque era serio, porque nadie comprendía cuál era mi relación con ese tipo grande que era el arquetipo de soldado bruto y porque no me entendía, pero me escuchaba.

Me escuchan muchos. Me han escuchado muchos. Pero nunca nadie con ese esfuerzo, con la misma clase de concentración que utilizaba al disparar, al maquetar una página, al dibujar un escudo. Los ojos abiertos, sin preguntas, yo hablando, un apretón en el brazo, una mirada. Jesús no iba a ser nunca, yo lo sabía, un discurso acertadísimo y articulado, pero era unos oídos, un gesto tímido de cariño, unos ojos casi negros, una atención constante y un dejar de trabajar cuando yo aparecía por la puerta. Y después fue un desahogo lento, un qué te pasa, media hora de silencio hasta que comenzaba a hablar, una caricia en el hombro y muchas palabras entrecortadas porque la palabra nunca fue su terreno.

Desde que me fui y les perdí, sueño con Paco y Pilar cada tres, cada seis meses. Y, cuando despierto, vuelvo a acordarme, siempre, de Jesús.

Fotos: La primera es de Alfaraz. La segunda es de Aliena. La tercera también es suya.

lunes, 30 de julio de 2007

Caballeros, legionarios

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Cuando vi Los Persas, me descubrí tarareando El Novio de la Muerte (que no es el himno de la Legión, pero como si lo fuera) y con la piel de gallina. No lo escuchaba desde hacía siete años, pero me sé estrofas de memoria. Con el ejército me pasa lo mismo que con la Iglesia: no comprendo la institución, pero sus hombres, tomados de uno en uno, y no todos, me gustan.

La primera vez fui al Regimiento de Caballería Acorazado Alcántara número 10. Cuando me pidieron el carnet por vez tercera, me puse en medio del patio y grité mi nombre completo y mi DNI. A los gritos salió el suboficial, que era mi contacto para llevarme a otro superior y así hasta llegar al comandante Colubi, los ojos más azules del mundo, que me paseó por el patio de armas, todos desfilando, creo que tocaba recordar el desastre de Annual, y allí estaba yo, viendo carros de combate (que no son tanques: que son carros de combate), algún caballo que otro, y mirando de refilón al comandante, un cuarentón largo, con un porte de los que ya no he vuelto a ver y guapo hasta hacer daño.

La segunda vez fui a una fiesta gorda en el Tercio Gran Capitán I de la Legión. 20 de septiembre del año 1999. Después de mirar el desfile, los soldados, las cabras y los jabalíes, pedí agua y un cabo, negro como el tizón, me llevó a la cocina, al patio de armas, me dio una vuelta por todo el acuartelamiento (y os juro que es grande grande grande) y me explicó todo lo que se le pasó por la cabeza. En una puerta, había un grupo de tres o cuatro chicos, de gala, y esa conversación sí la recuerdo: "¿Y vosotros quiénes sois?" "Somos gastadores... Los que hacemos virguerías con el cetme". Pasó un capitán, que me vio delante de la puerta y me dijo: "Eso es un museo que normalmente no ven los civiles: ¿quieres entrar?".

Joder, joder, joder. Fotografías, diarios de campaña, misiones en el extranjero, documentos de la Guerra Civil a mansalva, de las batallas en Marruecos... El capitán, un hombre culto y un encanto, me iba explicando mil aspectos de nuestra historia reciente, me enseñaba partes de guerra, me dejaba libros, me hacía fijarme en determinadas fotos. Después, cuando me despedí, volví a encontrar a mi cabo negro como el tizón, nos fuimos a las casetas, me tomé dos tubos de leche de pantera y uno de Bailey's, vi a un legionario de unos sesenta años con todo el cuerpo tatuado, en la espalda una Virgen María inmensamente grande que tengo grabada en la retina, se acercó uno con un porro hecho con cinco cigarros y hay una foto que atestigua todo eso...

La tercera vez, durante uno de esos vinos de honor,
el comandante general, el máximo cargo militar de la ciudad autónoma, se paró a mi lado: "Me leo tus artículos tres veces antes de dormir. ¿Tú no podrías hablar de un bocadillo de chorizo? Porque no me entero de nada. Ahora en serio: me gustan mucho". Desde entonces tuve carta blanca en todos los cuarteles y les fui diciendo a todos y cada uno de los mandos que eran unos pelotas.

Entre esas tres veces, me chupé varias fiestas más, muchas fiestas más, y procesiones del Cristo de la Buena Muerte y más de un himno de la Legión y alguna conmemoración de Annual, de la campaña del Rif y de no sé cuántas batallas más.

Y, en medio, llegó un momento en que, cuando entraba en la Comandancia General de Melilla, no me pedían el nombre ni el carnet. Llegó un momento en que entraba sola en un bar en el que hay un cartel que prohíbe la entrada a civiles si no están acompañados por un militar. Comí de rancho alguna vez. Pasé allí mi primera Nochebuena y salimos de madrugada, por la noche y por la puerta principal, por la que nadie puede pasar a no ser que vista los más altos galones. La primera vez que lo intenté, me apuntaron con el cetme, me dijeron que ésa era la entrada reservada al comandante general y yo le respondí al soldado: "Vaya gilipolleces que tenéis". Iba todos los días allí, a ese bar, sin faltar ni uno, hasta que me fui de la ciudad. De lunes a viernes y cuando él tenía guardia.

No pasan tres meses sin que le sueñe, porque le perdí la pista y el sueño me recuerda que tengo que encontrarla...