Recuerdo que mi calle
tenía otro nombre rotulado
y sobrevenido
que nadie pronunciaba,
pero le llamábamos de la Fuente
y ahora es nombre propio.
Era muy empinada
y el suelo era de piedras.
En mi infancia las piedras
estaban muy a mano,
de ahí esta jura
como segunda coronilla.
Las fachadas eran de piedra y barro,
pero muy gruesas
y enjalbegadas de un blancor impoluto,
donde el tesón de las madres
daba el do de pecho.
Las puertas eran un artificio,
siempre abiertas y,
por las noches,
las sillas se sacaban a la calle
en amena asamblea abierta.
En un tiempo de escasez,
mi calle olía a pan
y era encuentro recreativo
donde se jugaba infinitamente.
Habían pocas cosas que guardar,
de ahí lo de las puertas sin oficio,
pero la felicidad corría calle abajo
como corría el agua
los días de lluvia por entre los guijarros.