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viernes, 28 de mayo de 2010

Malezas

—¿Hacemos cavado también?
—Eh, no, creo que no es necesario. Pierna entera nomás.
—Ah.

Si hace mucho que no conversás con esa persona que te tira bajo el tren en cada comentario, un turno con la depiladora puede ser sumamente terapéutico. No importa si te acostaste en el jardín más cercano para que alguien te pase la podadora, si creés que tenés ciertas zonas con piel de bebé (eso no me pasa) o si pretendés afiliarte, con toda la razón, a la moda pilosa europea. La depiladora siempre te verá como el Yeti, y tratará de convertirte al ideal lampiño que nunca sabemos si ella misma sigue, dado que los pantalones forman parte de su uniforme laboral.
Hace algunos días, incursioné de nuevo en su maldita sala de espera. Compartía los sillones con un travesti gigante, musculoso, al que miré con atención sin encontrarle un solo pelo en las piernas ni en los antebrazos. Presa de la envidia, me hundí en una de esas maravillosas revistas de chismes y, justo cuando estaba en lo mejor, me llamaron para la faena. La sesión incluye un repertorio de temas vanos para pasar el rato, la invención de un interés propicio por conocer cómo es la familia de la depiladora y dónde pasará sus vacaciones, así como la paciencia para contarle por enésima vez —en el caso de que vayas siempre al mismo lugar— si vivís con tu novio y hace cuánto. Como si todo esto fuera poco, cuando creía haber sobrevivido una vez más a ese inolvidable momento, me hace dar vuelta para el remate de crema hidratante y me sugiere:

—¿Nunca te depilaste los glúteos?
—¿Eh? ¿Por qué tendría que depilarlos?
—No, bueno, no es nada, una pelusita que tenés, nada más.

Casi voy a llorar a los pies del compañero travesti, si hubiera sabido en qué cuarto estaba. Las depiladoras son la gran trampa de la insatisfacción capitalista: cuando te parece que lograste algo por demás, ellas te indican que te falta lo peor. En Europa esto no pasa.

sábado, 9 de enero de 2010

Galán

En este sábado de calor, cumplo con una visita periódica a Lanús para darle de comer a las gatas de mis padres. Paso una vez cada 2 ó 3 días, para corroborar que se las pueden arreglar muy bien solas y que comen mucho menos de lo que les dejo. Pero de eso no iba a escribir.
Para llegar hasta la casa de mis padres, debería caminar las 12 cuadras que separan su morada de la Estación Lanús. Pero en días de horno como hoy, tomo el colectivo. El 45, para más datos, que viene del tumulto del centro, hace su última parada ultra-urbana en la estación —donde nos subimos los últimos pasajeros— y luego recorre calles internas, de barrio, en los que pareciera olvidar que pasó por Costanera, Maipú, Chacabuco o cualquier otra calle totalmente embotellada, para aplicar velocidad crucero y disfrutar del asfalto desierto. Pero de eso tampoco quería escribir.
Sucede que, a bordo del 45 —cuyo viaje tan corto no es apto para leer—, miré el trayecto por la ventanilla. En la calle Carlos Gardel, que nunca termino de saber si es agradable o un asco de anodina, se besaba una pareja de 18 años aprox. Él, contra la pared, vestía la prenda que me remontó a los muertos en el placard que todas tenemos. Y, borrando referencias, no obstante me acordé de un hito que, todas las que fuimos adolescentes en los 90, seguramente vivimos: el novio que sólo usaba jogging. Verano o invierno, entrevista laboral o día de pileta, el pibe siempre lucía un asqueroso pantalón de gimnasia color gris oscuro, de ésos que también usan los octogenarios —sólo que a esa edad lo combinan con una camisa a cuadros. Sus camperitas de moda, adidas o símil, jamás pudieron compensar la horrible elección de indumentaria, y aún así se daban el lujo de pasar a buscarnos por nuestra casa o de esperarnos en una esquina.
Por eso, en este infernal sábado de 35° C a la sombra, quiero rendir un homenaje a esos soldados del mal gusto, que en días como hoy soportaban la friza sobre sus piernas y aledaños como si fuera la más sutil de las sedas. Tributo brindado, sí, pero a una prudente distancia. Puaj.

sábado, 13 de junio de 2009

Música

Cuando llegás tarde, es viernes y estás cansado/a, a veces no queda otra opción que exponer el hígado en una fonda de Flores, a cambio de un exiguo menú y precios algo discutibles (pero no mucho, dado el remanente de energía con el que se cuenta).
Si bien pensaba que tendría que afrontar:
el aceite con el que se fríen los alimentos,
la insuficiente ventilación del lugar,
la posibilidad de que no hubiera nada de lo pedido por lo avanzado de la noche,
la certeza de que caería a regañadientes sobre una milanesa a pesar de mi pretendida renuncia cárnica,
la tardanza con la que nos iban a servir en virtud de lo tarde que llegamos,
la ensalada mustia que me iba a comer,
lo rápido que nos íbamos a ir
y lo solos que nos íbamos a quedar en la parte menos glam de Av. Rivadavia, no tuve en cuenta la siguiente variable:

—¿Se escucha, se escucha? Uno, dos, tres, probando.

Un grabador en la estantería del bar (grande como cualquier comedor en un departamento de 2 ambientes), tres grupos de personas que, en sendas mesas, esperaban con júbilo y un pseudo cantante vestido con pantalón náutico (bien '90) que probaba un micrófono maula que, pese a mis plegarias, decidió funcionar.
La tiranía del cantante de bodegón o fonda se hizo presente en su versión más cruda. Tuvimos que escuchar una selección de Cacho Castaña, Sandro y Nino Bravo, matizada con estribillos escuchados en el programa de Tinelli (uf), la exhibición del hueco donde debería haber un diente —realizada por el artista, a modo de gracia—, la dramatización de un encuentro hot entre el recién mencionado y una señora en llamas que había decidido raptar al cantor (ojalá se hayan ido lejos), una original sugerencia sexual consistente en ubicar el micrófono en diagonal a la altura de los genitales y un estribillo de murga, entonado por una comensal murguera (ya charlamos sobre esto), con la melodía de Café La Humedad.

Encima, los que pagamos fuimos nosotros.
La tiranía del cantante de bodegón, que amerita transformarse en categoría, es una de las plagas que asolan a Buenos Aires de noche. En cada restaurant que parece ameno, familiar y económico, el tercer tenedorazo hambriento sufre el embate de un acorde de guitarra que anuncia la pesadilla. Después de eso, Naranjo en flor a los gritos en el oído, Si te agarro con otro te mato en clave seductoragresiva o Libre a la hora del flan, son sólo formas de un mismo fenómeno espeluznante.

miércoles, 11 de junio de 2008

Chicle

En un día harto penoso y que no parece terminar (todavía tengo que bañarme, sí, a las 2 de la mañana), tengo por lo menos 2 afirmaciones para registrar aquí:

1. Sentir que, entre todas las responsabilidades domésticas de la jornada, encender el lavarropas y prepararme para colgar las prendas mojadas no me disgusta casi nada, me hace una traidora a mi etapa histórica femenina.
2. Cuando descubro, frente al espejo, que tengo cara de muerta ya desde el mediodía, es señal de que hay que regresar a casa a dormir y a comer. Nada bueno puede salir de esa jornada. Y lo he comprobado más veces de las deseables (hoy, por ejemplo).

domingo, 24 de febrero de 2008

Estela

Llegan con camisitas claras y tienen espaldas estrechas.
Con voz suave y pausada, solicitan un ejemplar remoto.
Esperan algo ansiosos y suelen olvidarse sus lapiceras.
Quieren una fecha exacta, fotocopian y se van con la hoja en mano.

Pero justo cuando una va a compadecerse de su vida gris y se pregunta si en esa fecha murió su novia de la adolescencia, salió Platense campeón o su perro peludo ganó un concurso de coquetería, llega el vaho.
Y toda idea piadosa corre espantada al medio de la calle.
Entonces, a mí no me queda otra elucubración que la siguiente:

¿Por qué no se bañan antes de venir a la hemeroteca del Congreso de la Nación a pedir la edición de La Prensa del 11 de mayo de 1937?

Un grito desesperado por la convivencia llevadera en un espacio público.
Se aceptan firmas de apoyo (de quienes no se olviden el bolígrafo y usen desodorante corporal por lo menos algunas veces por año).

martes, 11 de septiembre de 2007

Modernidad

Hay que cambiarle ya la cara a este blog. Basta de posts tristes (y basta de tristezas).
Haré un intervalo con este fragmento tan delirante:

—Sabéis, los grillos y las cadenas tienen funciones en la vida moderna que jamás debieron imaginar sus febriles inventores en una época más simple y antigua. Si yo fuera un constructor de casas lujosas, instalaría por lo menos un equipo de cadenas, fijadas en las paredes de todas las nuevas casas amarillas de ladrillo tipo rancho y de todos los chalets duplex de Cabo Cod. Cuando los residentes se cansasen de la televisión y del ping pong o de lo que hiciesen en sus casitas, podrían encadenarse unos a otros un rato. Les encantaría a todos. Las esposas dirían: "Mi marido me encadenó anoche. Fue maravilloso. ¿Te lo ha hecho a ti tu marido, últimamente?". Los niños volverían corriendo del colegio a casa, a sus madres, que estarían esperándoles para encadenarles. Esto ayudaría a los niños a cultivar la imaginación, cosa que la televisión les veta. Y habría una reducción considerable en el índice de delincuencia juvenil. Cuando el padre volviera del trabajo, la familia unida podría agarrarle y encadenarle por ser tan imbécil como para estar trabajando todo el día para mantenerles. A los parientes viejos y revoltosos podría encadenárseles a la puerta del coche. Sólo se le soltarían las manos una vez al mes para que pudieran firmar los cheques de la seguridad social. Las cadenas y los grilletes podrían asegurar una vida mejor para todos. Tengo que conceder un espacio a esto en mis notas y apuntes.

La conjura de los necios, John Kennedy Toole.