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viernes, 1 de octubre de 2010

Excusas

Luego de una semana de muertes famosas —en diversos grados de estrellato—, he recopilado una serie de explicaciones sobre la muerte que hacen que, otra vez, en medio de la tristeza siempre haya lugar para la violencia. Este es el podio de los consuelos más idiotas:

Puesto N° 3: "No se sientan mal, porque desde hoy hay un nuevo ángel en el Cielo".
Pregúntenle al nuevo ángel si le interesaba esta metamorfosis. Además, si supuestamente el Cielo está lleno de esos seres sin espalda —nunca entendí ese dicho—, la incorporación de un nuevo integrante sólo aumentaría la superpoblación de criaturas celestiales.

Puesto N° 2: "Dios lo llamó para que estuviera a su lado"
¿Desde cuándo a uno lo llaman para trabajar para un puesto tan lejano a su perfil? Aun cuando haya sorpresas, siempre surgen en ámbitos cercanos al que nos desempeñamos: no habría razón para que a alguien que trabaja como vivo lo llamen para ocupar una vacante de muerto. Por lo pronto, sólo quiero saber cuál es la consultora que trabaja con Dios, averiguar su número de teléfono y poner un detector de llamadas en mi casa.

Puesto N° 1: "Era demasiado bueno para este mundo"
Un castigo a la bondad que es realmente inaudito. ¿Entonces los deudos del demasiadobueno son mala gente, deshonesta, mentirosa e indigna de tal sanción? ¿Los que nos quedamos somos todos una basura? ¿El que fue tan bueno debe arrepentirse de haber obrado bien con su entorno? Me parece que no hay incentivo mayor para la maldad que esta excusa de la muerte que sólo abona el egocentrismo ajeno —y extinto, por otra parte.

Estas elaboraciones irreflexivas e irritantes las encontré, en su mayoría, en foros virtuales. Tengan cuidado, consuelólogos entusiastas, porque el retwiteo motiva el reputeo. No se excedan.

miércoles, 3 de octubre de 2007

Simultaneidad

Salí de la muestra de Bodies rumbo a Lanús, donde me esperaban unos mates maternales.
Cuando llegué al barrio (pleno barrio, ése con casitas cincuentonas con jardincito, perros callejeros y gente charlando en la vereda), la monotonía que caracteriza a Río de Janeiro —como a todas las calles, una vez que se conocen bastante— se había visto suspendida por un móvil policial, un carro de bomberos y una ambulancia. Como esas combinaciones ya no son tan extrañas en casi ningún lugar de Buenos Aires, entré a la casa familiar y pregunté dónde estaba la pava, porque no la veía sobre el fuego.
Mi mamá, que siempre se regodea con las buenas historias (sobre todo si son truculentas), me contó que un señor barbudo y solitario, que parecía no existir, que sólo se alimentaba con algunas pizzas traídas de tanto en tanto por un delivery, finalmente se había muerto —supongo, era lo que él más esperaba, dada su apuesta cotidiana—. Pero solo, sin dar aviso y hacía quince días.
En pocas horas más, casi por azar, tuve la oportunidad de verlo salir, en su cubierta negra y aún blando. El olor y la sensación de agobio daban la sensación de una defunción en cuotas, casi artesanal y autogestionada.
Al acercarme a la bella casa derruida, al divisar los montones de diarios viejos y cacharros podridos —que ya había visto en algún hogar muy querido por mí—, me maravillé de que la vida de todos los días demostrara, una y otra vez, que las exposiciones de plástico de los shoppings, que los eventos que insisten en mostrarte lo que nadie vio, pecan de obsoletos, zonzos y ofician de cazabobos. Que a la vuelta de tu casa, en cualquier momento, puedas encontrarte con una muestra original, única, coyuntural y tremendamente simbólica de cuerpos, andantes o desfallecientes, parados o acostados, fuertes o devastados, irrepetibles y estremecedores.