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lunes, 28 de marzo de 2011

El Ducado de Cádiz


El Ducado de Cádiz es el título concedido por Fernando V a Rodrigo Ponce de León (1484-1492), III Conde de Arcos, II Marqués de Cádiz, de la Casa de Arcos. Su nombre se refiere a la ciudad andaluza de Cádiz.



Bandera de la ciudad de Cádiz


Una vez muerto el primer duque, los Reyes Católicos negociaron con su heredera Francisca Ponce de León (1492-1493) la caducidad del marquesado y ducado de Cádiz, reincorporando la ciudad a la Corona tras la muerte de la segunda duquesa. El título permaneció en desuso hasta el siglo XIX.


Desde entonces el título de duque de Cádiz lo han ostentado varios miembros de la familia del rey: Francisco de Asís de Borbón, primogénito del Infante de España Francisco de Paula de Borbón y de Luisa Carlota de Borbón Dos Sicilias, y, tras su muerte en la primera infancia, su hermano (de igual nombre) don Francisco de Asís de Borbón, rey consorte por su matrimonio con Isabel II, quien apenas utilizó este título en vida, y a cuya muerte dicho título volvió a revertir a la Corona.


Rodrigo Ponce de León, 1r Duque de Cádiz por creación de los Reyes Católicos


Una vez Alfonso XIII asumió el trono en 1902, recibió el ducado su primo el Infante de España Fernando de Baviera y Borbón y él lo portó hasta su muerte en 1958, en que revirtió a la Corona. Por último, su descendiente don Alfonso de Borbón y Dampierre recibió el título por parte del abuelo de su esposa, el dictador Francisco Franco. Tras su muerte, el título volvió a revertir a la Corona una vez más.


Lista de Titulares


Primera creación por Fernando V e Isabel I de Castilla


I - Rodrigo Ponce de León (1484-1492)

II - Francisca Ponce de León y de la Fuente (1492-1493)


Segunda creación por Fernando VII


I - Francisco de Asís de Borbón y Borbón (1820-1821)

II - Francisco de Asís de Borbón y Borbón (1822-1902)

III - Fernando de Baviera y Borbón (1902-1958)


Tercera creación por Francisco Franco


I - Alfonso de Borbón y Dampierre 1972-1989




Francisco de Asís de Borbón y Borbón, 1r Duque de Cádiz por creación de Fernando VII


El último duque de Cádiz


Fue Alfonso Jaime Marcelino Manuel Víctor María de Borbón y Dampierre, rey titular de Francia como Alfonso II de Borbón (1936- 1989), nieto de Alfonso XIII de España. Fue pretendiente legitimista al trono de Francia entre el 14 de marzo de 1975, fecha de la muerte de su padre —Enrique VI, de iure— y su muerte, el 30 de enero de 1989.


Su padre renunció en 1933 a los derechos de sucesión al trono de España para él y sus descendientes por su limitación física, ya que era sordo-mudo, y por expresa orden del rey Alfonso XIII de España, su padre, que en aquel entonces ya se encontraba en el exilio debido a la proclamación en 1931 de la Segunda República Española. Además, Jaime de Borbón contrajo matrimonio, algunos años después, con Emmanuella de Dampierre, una mujer que, aunque de familia noble, no pertenecía a la realeza, un requisito para no quedar excluido de la línea de sucesión, que estuvo vigente en la monarquía española desde el reinado de Carlos III.




Don Alfonso, futuro Duque de Cádiz, en brazos de su abuelo, el rey Don Alfonso XIII.



Alfonso de Borbón sólo tuvo un hermano, Gonzalo de Borbón y Dampierre (1937- 2000), con quien tuvo muy buena relación. Sus padres se separaron muy pronto, y el infante Jaime se volvió a casar, esta vez con una cantante prusiana; mientras tanto, Emmanuella de Dampierre se casó con un empresario milanés. Los dos hermanos Borbón y Dampierre deambularon por internados suizos varios, y solían ir a Lausana, para visitar a su abuela, la reina Victoria Eugenia de Battenberg, que les profesaba verdadero afecto. Alfonso XIII nunca consideró a sus nietos Alfonso y Gonzalo miembros de la línea sucesoria debido a la renuncia de su padre. En 1954, tras el permiso del general Franco, volvieron los hermanos a España. Alfonso de Borbón se licenció allí en Ciencias Políticas.


Francisco Franco designó en 1969 al primo de Alfonso, Juan Carlos de Borbón y Borbón como sucesor tras su muerte. Años antes, Alfonso de Borbón había especulado en televisiones francesas con la posibilidad de ser rey de España. -"Hay tres condiciones: tener sangre real, tener 30 años y ser español, y obviamente yo cumplo esos requisitos" dijo entonces Alfonso de Borbón y Dampierre. Estas especulaciones tuvieron su origen posiblemente cuando su padre, Jaime de Borbón y Battenberg se retractó de su renuncia al trono y se autoproclamó Jefe de la Casa Real de los Borbones en sus ramas española y francesa, así como duque de Anjou. Cuando Franco designó al futuro Juan Carlos I como su sucesor, nombró a Alfonso de Borbón y Dampierre embajador de España en Suecia. Fue ahí donde conoció a su futura esposa, María del Carmen Martínez-Bordiú y Franco, nieta del propio Franco. El padre de María del Carmen, el marqués de Villaverde, Cristóbal Martínez-Bordiú, la llevó a un acto al que Alfonso de Borbón le había invitado.



La boda entre el nieto del rey Alfonso XIII y la nieta del General Franco


Después de que Alfonso de Borbón y Dampierre contrajese matrimonio con Carmen Martínez-Bordiú en mayo de 1972, los rumores de una posible alteración de la línea sucesoria reaparecieron. El matrimonio recibió el ducado de Cádiz, título que ella sigue utilizando pese a no ser la poseedora legal del mismo. Algunos familiares y personas del entorno de Francisco Franco y Jaime de Borbón y Battenberg, querían que esta unión significase que Alfonso de Borbón y de Dampierre fuese designado sucesor de Franco con el título de rey, en lugar de su primo hermano Juan Carlos de Borbón y Borbón. Franco sentía verdadera aversión hacia Juan de Borbón y Battenberg y desde algunos sectores se especulaba que dicho cambio tendría lugar. Sin embargo, el Generalísimo no alteró los planes de sucesión de la Jefatura del Estado previstos desde 1969 y Juan Carlos de Borbón fue proclamado Rey de España, tras su muerte, el 20 de noviembre de 1975.


Tras la boda Borbón - Martínez-Bordíu, los recién casados se trasladaron a Estocolmo, donde Alfonso siguió desempeñando las labores de embajador durante todo su mandato. Estando en Suecia, el matrimonio anunció que estaban esperando su primer hijo: Francisco de Borbón y Martínez-Bordíu nació en 1972 en Madrid. Tuvo como padrinos a su bisabuelo Francisco Franco, y a su bisabuela, Vittoria Ruspoli. Dos años después, nació Luis Alfonso de Borbón y Martínez-Bordiú.



Los duques de Cádiz con sus hijos


En 1982 Alfonso de Borbón y Carmen Martínez-Bordiú se divorciaron. Dos años después, Francisco de Borbón, su hijo, falleció en un trágico accidente de automóvil, en el que estaban también su padre y su hermano Luis Alfonso. El nieto de Alfonso XIII sufrió un gran golpe psicológico tras saber del fallecimiento de su hijo mayor.


Su propia muerte, el 30 de enero de 1989, también tuvo características trágicas y misteriosas, en un accidente de esquí en Beaver Creek, Colorado. Fue repatriado posteriormente y enterrado en el Monasterio de las Descalzas Reales, donde descansan también los restos de su hijo Francisco y, desde el año 2000, los de su hermano Gonzalo, fallecido en Lausana, Suiza, a consecuencia de la leucemia.


Alfonso de Borbón y de Dampierre fue considerado por algunos sectores (muy minoritarios) del legitimismo francés como cabeza de la casa real francesa con el nombre de Alfonso II de Francia, al ser el supuesto descendiente más directo por línea paterna de Hugo Capeto y, por tanto, heredero de los antiguos reyes franceses según el derecho del Antiguo Régimen. Sin embargo, estas pretensiones jamás han obtenido ningún reconocimiento ni validez oficial, e incluso su misma base ha sido cuestionada debido a la explícita renuncia de derechos del padre de Alfonso, para sí y para sus descendientes.



Emblemática fotografía: el pretendiente legitimista al trono de Francia, con su heredero, en la residencia de los monarcas del Antiguo Régimen, el Château de Versailles



Desde la muerte del duque de Cádiz, su hijo Luis Alfonso de Borbón Martínez-Bordiú es considerado por algunos monárquicos franceses como Luis XX de Francia, virtual rey de dicho país, y titular de los ducados de Anjou, de Borbón y de Touraine, aunque oficialmente no se le reconocen tales distinciones, ni ninguna otra. En 1987, el gobierno español estableció que el título de duque de Cádiz no era hereditario al estar vinculado tradicionalmente a la Corona y Luis Alfonso no podría heredarlo, ya que no había sido otorgado por el jefe de la Casa Real. Tampoco le reconoce el tratamiento de Alteza Real pues no ha sido concedido por el Rey y, al igual que los ducados ya nombrados, no tienen validez en España.


sábado, 18 de diciembre de 2010

Las "joyas de pasar" de la familia real de España

A diferencia de Inglaterra, España no tiene Joyas de la Corona en sentido estricto. Sólo se guarda una sencilla corona y un cetro de plata sobredorada en el Palacio Real, que simbolizan el Reino, y que presiden sobre un almohadón algunos actos solemnes de la monarquía. Quizás por esto, una inglesa, la reina Victoria Eugenia, creó las llamadas "Joyas de pasar", para que las reinas de España las usen y disfruten, pero no se dispersen entre los herederos, como ha venido ocurriendo. Son pocas joyas en número, pero importantes y significativas. Fue la Condesa de Barcelona la que acuñó la expresión joyas "de pasar", cuando la reina Victoria Eugenia (nacida princesa de Battenberg) le entregó las piezas históricas al morir su esposo, el rey Alfonso XIII. Doña María de las Mercedes no quiso aceptarlas mientras su suegra viviera y la única vez que las lució todas fue, a petición de la propia Victoria Eugenia, en la coronación de Isabel II de Inglaterra, "porque yo aquí estoy como princesa inglesa y reina madre, mientras que tú estás como reina de España", le dijo a doña María.


Doña María de las Mercedes, Condesa de Barcelona, en la coronación de Isabel II de Inglaterra (1953)


Doña Sofía, atenta a este nuevo espíritu, cedió la diadema helénica a la Princesa de Asturias el día de su boda en 2004. Doña Letizia va luciendo progresivamente algunas joyas de familia de modo institucional. Los observadores piensan que la reina ha decidido "pasar" su diadema de princesa a la actual Princesa de Asturias, para incrementar este tipo de joyas personales pero históricas de la monarquía. Desde la boda de Don Felipe la reina no ha vuelto a lucir la joya y, según fuentes fidedignas, hoy se custodia en el Pabellón de los Príncipes, a disposición de Doña Letizia.

La llegada de Victoria Eugenia a la corte madrileña supuso todo un cambio en las costumbres y tradiciones palaciegas. La Princesa de Battenberg era titular de una dote de cierta entidad que, en lo referente sólo a joyas, ascendía a 1.147.286 pesetas, cifra importante para aquellas fechas. A esta cantidad habría que sumar las alhajas recibidas como regalo de bodas por parte de Don Alfonso XIII y que, según tasación realizada en 1906, con ocasión de sus esponsales, ascendían a 1.158.000 pesetas. La suma total de más de 2.300.000 pesetas era verdaderamente astronómica: teniendo en cuenta que el sueldo anual de un alto cargo de palacio en aquellos años ascendía a tres mil pesetas, las joyas de Doña Victoria Eugenia equivalían al trabajo de un año de mil funcionarios de esta índole.

Entre las alhajas que le regaló Alfonso XIII, las piezas son enormemente representativas, y muchas de ellas alcanzaron fama internacional:

–Una pequeña corona real, obra de Cartier, que en la parte baja lucía cuatro esmeraldas rectangulares, cuatro rubíes y ocho brillantes de regular tamaño y ocho ornamentos de brillantes más pequeños. De la base se elevaban ocho florones de los que partían otras tantas diademas que se unían en un orbe rematado con una cruz, todo ello cuajado de brillantes. Es la que porta la reina en el cuadro de Comba que durante años se conservó en el Palacio Real de Madrid. En los años siguientes, la reina solía utilizarla en las ceremonias de apertura de Cortes y con ella se retrató en un conocido lienzo de Álvarez de Sotomayor.

–Un medio aderezo compuesto por el collar de perlas de la Reina Mercedes (su suegra), al que se le habían retirado cuatro de ellas, y un colgante de lazo cuajado de brillantes, descrito en su momento como de estilo Luis XV, que lleva en su centro una gran perla casi esférica de 85, 25 gramos y del que pende otra gran perla, en forma de pera, cuyo peso es de 218,75 gramos. Esta última es la que la familia real española considera como la «Peregrina» y Ansorena modificó su engarce para que pudiese colgar del collar antes descrito o de un broche, con una perla rodeada de brillantes, que han lucido con frecuencia la Condesa de Barcelona y la Reina Doña Sofía.


-Una diadema de brillantes, algunos excepcionales, con tres flores de lis, realizada por la casa Ansorena.

-Un collar rivière con 30 grandes brillantes montados a la rusa -en chatones con garras esmaltadas a lima- sobre platino, también de la firma Ansorena.

-Unos botones de brillantes, denominación que en la época se daba a los pendientes que no cuelgan, igualmente debidos a los talleres de Ansorena.

A esta fortuna habrán de añadirse los regalos hechos por otros miembros de la familia real:

-Una diadema de brillantes y perlas de estilo rococó y un collar de gruesas perlas de seis hilos, regalo de la Reina Madre, Doña María Cristina.



-Un colgante y pendientes de rubíes y brillantes de la Infanta Doña María Teresa.

-Un colgante de zafiros y diamantes de la Infanta Doña Isabel.

-Un brazalete de rubíes y brillantes del Príncipe viudo de Asturias, Don Carlos.


Con la Diadema de las Flores de Lis, el collar de perlas de la Reina María Mercedes, las pulseras gemelas, el broche art-déco de Cartier y los pendientes de brillantes gruesos.


Al advenimiento de la República las joyas de la Reina abandonaron España con ella en el verano de 1934, en una operación en la que intervino el consulado británico en Madrid. Victoria Eugenia no sólo puso a buen recaudo su colección, sino que se ocupó de hacer llegar al rey las de su madre, que Don Alfonso no pudo llevar consigo en su precipitada huida de España desde Cartagena.


Ya en el exilio, la reina, a la que gustaba modificar el aspecto de las joyas de su propiedad, hizo desmontar la pequeña corona que recibiera como regalo de bodas de su marido, ya que estaba pasada de moda y resultaba claramente inapropiada para una soberana en el exilio. Con sus brillantes se fabricaron dos pulseras, que Victoria Eugenia hizo «pasar» testamentariamente a su hijo Don Juan. Efectivamente, un codicilo testamentario sitúa en primer plano las ocho piezas descritas al vincular su propiedad, ya por tres generaciones, al Jefe de la Casa.


El testamento de Doña Victoria Eugenia comienza así: “Dado en Lausanne, a 29 de junio de 1963. Yo, doña Victoria Eugenia de Battenberg y Windsor, Reina que fui de España por mi matrimonio con el Rey Alfonso XIII, de cuyo enlace subsistieron al presente cuatro hijos, llamados Don Jaime, Don Juan, Doña Beatriz y Doña Cristina, por el presente testamento ológrafo ordeno mi última voluntad según las siguientes cláusulas…”. Cuando se hizo público, se encontraron dos codicilos también ológrafos y escritos en papel con el membrete de “Vieille Fontaine”.

En el primero de ellos se lee:

Las alhajas que recibí en usufructo del Rey Don Alfonso XIII y de la misma Infanta Isabel, que son:
- Una diadema de brillantes con tres flores de lis
- El collar de chatones más grande
- El collar con treinta y siete perlas grandes
- Un broche de brillantes del cual cuelga una perla en forma de pera llamada “La Peregrina”
- Un par de pendientes con un brillante grueso y brillantes alrededor
- Dos pulseras iguales de brillantes
- Cuatro hilos de perlas grandes
- Un broche con perla grande gris pálido rodeada de brillantes y del cual cuelga una perla en forma de pera.
Desearía, si es posible, se adjudicasen a mi hijo Don Juan, rogando a éste que las transmita a mi nieto Don Juan Carlos.
El resto de mis alhajas, que se repartan entre mis dos hijas
”.


jueves, 22 de julio de 2010

Huéspedes y visitantes reales en el Vaticano


El padre José Apeles, en su encomiable libro “Historias de los Papas”, relata decenas de anécdotas chispeantes sobre los ocupantes de la Silla de Pedro, algunas de las cuales me atrevo a recoger aquí.

Una bocanada de aire fresco para Alejando VII

El Cardenal Fabio Chigi pertenecía a una rica e ilustre familia de banqueros sieneses, pero animado de una profunda y sincera religiosidad nunca había hecho prevalecer su rango y llevaba una vida más bien austera. Enviado como representante de la Santa Sede al Congreso de Paz de Münster –que pondría fin a la Guerra de los Treinta Años- hubo de asistir resignadamente a la derrota de la causa católica y a la consolidación de la ruptura religiosa de la Cristiandad. Su enfrentamiento con el Cardenal Mazarino, más preocupado por la gloria de Francia que por la de la Iglesia, de la cual era príncipe, le generó una gran antipatía al futuro ministro de Luis XIV que se la haría pesar de allí en más.

En el cónclave que siguió a la muerte de Inocencio X, Monseñor Chigi fue elegido como su sucesor, pese a un veto inicial pronunciado por Mazarino. Abrumado, el nuevo Papa quiso evitar la adoratio, pero los cardenales no lo permitieron y la ceremonia se llevó a cabo como era de rigor. Alejandro VII decidió sostener en su mano un crucifijo para expresar que el homenaje no era para sí sino para Aquel de quien era Vicario en la Tierra.


Alejandro VII


A acentuar su melancolía contribuyó el hecho de que Alejandro era de constitución enfermiza. Mandó a Bernini que le construyera un sarcófago y es fama que durmió en él muchas veces. También colocó una calavera en un lugar visible de su escritorio para acordarse de lo efímero y precario de la existencia mortal. Parece difícil entender cómo un hombre de carácter tan sombrío pudo ser el Pontífice del apogeo del barroco, arte de la exuberancia y la sensualidad por excelencia. Es que algo cambió la vida de Alejandro VII. La visita de una reina del Norte.


Cristina, hija del rey protestante Gustavo II Adolfo de Suecia, había heredado el trono de su padre en 1632. Habiendo recibido una educación masculina, se rodeó de los sabios de su época y los pensionó generosamente; hizo ir a Estocolmo al gran Descartes; respondió a sus inquietudes religiosas abrazando al catolicismo, aún a costa de su trono, pues Suecia era un reino oficialmente protestante. Su abjuración tuvo lugar en Innsbruck el 2 de noviembre de 1655.


Cristina en 1675


Algunos pusieron en duda la sinceridad de la conversión de Cristina, argumentando que en realidad quería deshacerse de una pesada corona que la obligaba a vivir en una corte poco brillante. Sin embargo, las costumbres libres de Cristina no cambiaron después de su abdicación. Pero el retorno al redil de aquella oveja perdida fue para Alejandro VII una gran alegría, por lo que preparó para ella un pomposo recibimiento en la Ciudad Eterna, donde la había invitado a residir.


Por encargo del Papa, Bernini remodeló la Puerta Flaminia que se abre sobre la Piazza del Popolo, dándole el carácter de arco triunfal y grabando una inscripción compuesta por el mismo Alejandro: Felici faustoque ingressui anno salutis MDCLV (“A la feliz y fausta entrada que tuvo lugar en el año de la salvación de 1655”). Por aquella época, los visitantes ilustres hacían su entrada solemne por este lugar y luego el cortejo discurría a lo largo de la Via Lata, hoy Vía del Corso. Cuando un viajero importante llegaba de incógnito no quedaba dispensado de hacer días más tarde el ingreso oficial. Éste fue el caso de la ex reina de Suecia, quien, después de dos días como huésped del Papa en el Belvedere del Vaticano, entró triunfalmente en suntuosa carroza el 23 de diciembre de 1655.


San Pedro en 1630


El día de Navidad Cristina tomó parte en las solemnidades de San Pedro y recibió la primera comunión de manos del Papa. Ese mismo día le fue impartida la confirmación, durante la cual añadió a su nombre el de Alejandra en honor de su padrino, el Sumo Pontífice. En el banquete que siguió, la princesa sueca desplegó sus encantos, mezcla de ingenuidad y desvergüenza, de juicio y despreocupación. El Papa, que por una tradición impuesta por su antecesor Urbano VIII comía solo en su mesa elevada sobre las demás, no quitaba la vista de esa criatura fascinante, que traía aires renovados sobre su severa corte. Todos advirtieron el cambio que experimentaba su expresión habitualmente mustia.


Instalada provisoriamente en el Palazzo Farnese por cortesía del Duque de Parma, Cristina Alejandra acabaría fijando su residencia en una antigua villa en la Lungara. Allí se construiría más tarde el Palazzo Corsini. Fue tanta la jovialidad que entró con ella en el Vaticano que un buen día Alejandro ordenó retirar de sus apartamentos el sarcófago y la calavera, señal de un saludable cambio de actitud del que Roma resultó beneficiada, pues durante este pontificado la Ciudad Eterna conoció su apoteosis.



Carrusel en el Palazzo Barberini en honor de Cristina de Suecia


Pío VII recibe a una madre prolífica


El pontificado de Pío VII, el Papa Chiaramonti, estuvo marcado por la actuación de Napoleón, verdadera águila imperial que hizo presa suya a toda Europa, sin respetar ni siquiera a los Estados de la Iglesia.


Sin embargo, el Gran Corso poseía un arraigado sentido de familia, producto de una herencia inequívocamente italiana, pese a ser el propulsor del nacionalismo francés. Cuando alcanzó el poder unió a su destino los de todos sus hermanos, sin olvidarse de ninguno. A José lo hizo sucesivamente rey de Nápoles y de España; a Luciano, príncipe de Canino; a Elisa, princesa consorte de Lucca y Piombino; a Luis lo casó con su hijastra Hortensia de Beauharnais y lo convirtió en rey de Holanda; a Paulina, la casó con el príncipe Camilo Borghese; a Carolina la dio por esposa al General Murat, primero Duque de Berg y de Clèves y luego rey de Nápoles; a Jerónimo, el menor, lo puso en el trono de Westfalia. Hasta el tío materno de todos ellos, Joseph Fesch, se benefició de la buena estrella de Napoleón, ya que, gracias a él, se convirtió en arzobispo de Lyon, primado de las Galias, y después en cardenal.


Tapicería con el águila y las abejas del escudo napoleónico


Orgullosa debió sentirse Donna Letizia Ramolino, matriarca del clan, al ver a todos sus vástagos bien colocados y recibiendo toda clase de honores. A ella, que en su viudez tuvo que sacarlos adelante a costa de inauditos sacrificios, se debió que permanecieran siempre juntos, lo que fue un consuelo en momentos de adversidad. Era una auténtica mamma italiana que en todo momento estuvo al lado de su hijo. En Francia se la conoció como Madame Mère, título cortesano muy adecuado para quien era el ángel tutelar de la nueva dinastía nacida de la Revolución: la de los napoleónidas.


Pasado el tiempo, después del destierro en Santa Elena, todos los Bonaparte cayeron en desgracia. La Restauración no quiso saber nada de ellos, mientras el Congreso de Viena se dedicaba a deshacer los estados creados por Napoleón para su familia. Donna Letizia, que ya contaba sesenta y cinco años, no sabía adónde ir. Su casa de Ajaccio, en la nativa Córcega, estaba abandonada, por lo que no podía obtener allí un asilo acorde con su dignidad. Sus hijos, ocupados por su propio porvenir, no se hicieron cargo. Francia nunca había acabado de gustar a la buena señora, que se sentía italiana en el fondo.


Letizia Ramolino, Madame Mère


De Italia, precisamente, le vino el auxilio. Pío VII había regresado a sus restaurados estados en 1814, tras la primera caída de Napoleón. En conmemoración de su liberación y de su entrada triunfal en Roma el 24 de mayo de ese año, instituyó la fiesta de María bajo la advocación de Auxilium christianorum (Auxiliadora de los cristianos). Era comprensible su regocijo por verse libre al fin de la amenaza del emperador, quien lo había humillado y hecho pasar un duro cautiverio, pero no le guardó rencor.


Conservó a su lado al cardenal Fesch, quien le habló de la situación de desamparo en que había quedado su medio hermana Letizia. El Santo Padre tuvo entonces el gesto de invitarla a Roma, donde viviría a expensas de la Cámara Apostólica. Donna Letizia aceptó, conmovida por la nobleza que demostraba el Papa Chiaramonti, quien era muy consciente de lo que significaba vivir en el destierro. Fue alojada en principio en el palazzo Corsini, en la Lungara, sobre la orilla derecha del Tíber, que no era extraño a los napoleónidas porque el cardenal Fesch vivió allí. De todos modos, la madre del ex emperador no pasó mucho tiempo en él, ya que se trasladó definitivamente al Palacio Aste, en Piazza Venecia, una edificación del siglo XVII acondicionada para ella.


Pío VII


Gracias a la generosidad de Pío VII (continuada por León XII, Pío VIII y Gregorio XVI), Donna Letizia pasó en aquel palazzo romano su vejez, apaciblemente y libre de cuidados materiales, turbada tan solo por las sucesivas muertes de sus hijos Elisa, Napoleón y Paulina, a quienes tuvo la pena de sobrevivir. En 1836 se extinguió la vida de esta verdadera Hécuba, madre prolífica de príncipes que acabaron siendo abatidos por la adversidad (aunque en varias ramas secundarias acabaron entrando en la realeza que los metamorfoseó en “pura sangres”). Donna Letizia contaba ochenta y seis años y era mirada por los romanos como una reliquia viviente de tiempos ya legendarios. Debido a su estancia allí, el Palacio Aste pasó a llamarse Palacio Bonaparte y se distingue fácilmente, en el comienzo de la Via del Corso, por su peculiar balcón cerrado pintado de verde, único en Roma.


Palazzo Bonaparte


El mal paso de la reina de España


Los Papas suelen recibir en audiencia a Jefes de Estado de diferentes credos, con quienes usan la tradicional cortesía vaticana que tanto les impresiona. Pero cuando los visitantes de Estado son católicos no se trata solo de una relación de poder a poder, sino que, como hijos de la Iglesia, tienen un trato más próximo.


En relación con España, una nación históricamente católica, el Vaticano y el Santo Padre siempre han recibido a sus soberanos con especiales muestras de deferencia.

Isabel II, reina de España


Isabel II de Borbón, por ejemplo, pese a su temperamento sensual y larga vida de desenfado erótico, hacía honor a su título de Majestad Católica. Su entorno y ciertas acciones políticas no estuvieron exentos de la presencia de la religión. Pío IX, conocedor de los desórdenes amorosos de Isabel, manifestó siempre una paternal benevolencia y comprensión hacia esa víctima de los hombres y las circunstancias. Fue padrino del príncipe de Asturias, el futuro Alfonso XII, y mantuvo una postura prudente en la delicada cuestión dinástica. Aunque la causa carlista, católica y antiliberal, era afín a sus sentimientos, prefirió evitar tomar partido para no destruir el precario equilibrio de la monarquía española. Y el 12 de febrero de 1868, como señal de buena voluntad, concedió la Rosa de Oro a Isabel II.


En 1873, exiliada la reina de España en Francia y prisionero el Papa en el Vaticano, los carlistas encendieron nuevamente en la proclamada República federal la mecha de la guerra. Como el clero español se mantuvo alerta pero en una posición políticamente neutral, el sector más reaccionario del tradicionalismo lo acusó de liberal, lo que hizo recelar a Pío IX. Entonces, por consejo del obispo Claret, Isabel II decidió partir a Roma para contrarrestar dichos rumores.



Pío IX


El Pontífice, que en el pasado se había mostrado bien dispuesto hacia esa hija descarriada, ahora se mostraba más reticente a recibirla, máxime cuando, lejos de corregir sus costumbres, la reina escandalizaba a la sociedad francesa. El entorno papal desaconsejaba la audiencia pero, al fin, el Santo Padre se resignó y decidiendo mostrarse grave y adusto aceptó recibirla para evitar desairar a una soberana católica.


Llegado el día previsto se presentó Isabel II en el Palacio Apostólico. El ceremonial vaticano imponía una triple genuflexión antes de inclinarse a besar el pie del Sumo Pontífice, quien aguardaba sentado en su trono al fondo de la Sala Clementina. Era un acto llamado adoratio, el beso al augusto pie del Papa que no era, sin embargo, un gesto que se prodigara.


La Sala Clementina, hoy


El visitante debía hincar la rodilla al entrar, al llegar a la mitad del trayecto y al pie del trono papal. Cuando la ex reina entró en la sala, asaltó a todos un involuntario sentimiento de sorpresa. Su corpulencia, unida a las blancas vestiduras y a la rica mantilla de encaje, la hacían parecer imponente. Ejecutó con notable dificultad –debido a su peso y a la larga cola de su vestido- las dos primeras genuflexiones. Al realizar la tercera, no pudo incorporarse bien y su pie se enredó en los bajos del vestido, haciendo que cayera pesadamente en el suelo con toda su humanidad.


Los camareros del Papa se apresuraron a ayudarla, pero la soberana se alzó sola con un gesto de gran desenfado que cautivó al Santo Padre y le hizo abandonar su gesto severo. Entonces, dirigiéndose a un cardenal cercano, le comentó en voz baja: “Puttana, ma brava!”. Y la audiencia transcurrió finalmente en un ambiente distendido y cordial… gracias al mal paso de la reina Borbón.

La Reina de España

Las perlas de doña Victoria Eugenia


Un incidente bastante peculiar ocurrió cuando Alfonso XIII y su consorte, Victoria Eugenia de Battenberg, acudieron a la solemne audiencia concedida por Pío XI el 20 de noviembre de 1923.


En mayo de aquel año, en el curso de una ceremonia que tuvo lugar en la Capilla del Palacio de Oriente, Doña Victoria Eugenia había recibido la Rosa de Oro de manos del nuncio. El Papa le había otorgado esta distinción –llevada a Madrid por el Marqués Sacchetti, Correo Mayor de los Palacios Apostólicos-, en reconocimiento a los méritos insignes que la reina había contraído al servicio de la Iglesia. La consorte de Alfonso XIII, pese a haber nacido princesa anglicana, se había tomado tan en serio su conversión que en todo momento hizo honor a su condición de soberana católica.

Victoria Eugenia, “Ena”, con sus célebres joyas y su mantilla blanca


Especialmente significativa fue su presencia en el acto de consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús que hizo el rey en 1919 y que le costaría la corona. Así que, uno de los principales motivos del viaje a Italia que emprendieron los reyes en 1923 fue precisamente agradecer al Santo Padre el homenaje brindado a Doña Victoria Eugenia.


La recepción de los monarcas españoles en la Corte vaticana revistió una esplendidez memorable. Pío XI recibió a sus augustos visitantes en la Sala del Consistorio, con capa pluvial y tocado con la tiara. Sendos tronos destinados a los reyes se habían dispuesto a ambos lados del solio papal. Alfonso XIII hizo su entrada vestido con uniforme de gran gala y, tras realizar las tres reverencias rituales y besar devotamente el pie del Sumo Pontífice, fue hecho levantar por éste y abrazado efusivamente.


El Rey y la Reina de España, con su séquito, el día de la audiencia pontifical


A continuación entró en la sala la reina, ataviada con un traje blanco provisto de larga cola y todo él recubierto de pequeñas perlas azul marino, lo que ofrecía una magnífica visión iridiscente. Doña Victoria Eugenia realizó, a su vez, las genuflexiones de rigor y subió las gradas del solio papal para besar el pie de Su Santidad.


Debido al considerable peso del vestido la operación resultó difícil, pero lo fue aún más el incorporarse, pues hubo de apoyarse con la mano. En este movimiento enganchó el hilo que sujetaba las perlas y lo rompió, rodando todas por el piso de la Sala del Consistorio. Los guardias nobles de servicio se abalanzaron sobre las perlas y el propio maestro de cámara del Papa se inclinó para recoger algunas. Pero lejos de ser devueltas a su dueña, quedaron en poder de los diligentes servidores, que pidieron conservarlas como recuerdo.


Pío XI


La audiencia continuó sin ningún otro inconveniente, pero fue la última muestra de esplendor del reinado de Alfonso XIII antes de la crisis que le haría perder el trono.



sábado, 29 de mayo de 2010

Las joyas de la Corona de España


Es sabido que en España, desde la Guerra de la Independencia, no hay joyas de la Corona, es decir, joyas vinculadas a la Institución. Todas las joyas que hoy poseen los Reyes son exclusivamente bienes privados. Únicamente perduran en palacio una corona tumular y un llamado cetro -en realidad un bastón de mando- que ha presidido la proclamación de los monarcas en las Cortes, desde Isabel II hasta Don Juan Carlos I.

Historia

Los reyes de Castilla, Aragón y demás reinos peninsulares no necesitaban joyas ni objetos ceremoniales, pues entonces –como hoy en España- no se coronaban ni se entronizaban, simplemente los proclamaban. Algunos (Sancho IV) se enterraban con la corona, otros (Martín el Humano) donaban sus preseas a la Iglesia. Isabel ‘La Católica’ donó alguna de sus joyas y piezas de orfebrería a la Capilla Real y el resto mandó que se vendiese. Queda claro que se consideraban propiedad personal de los Reyes.


Los Reyes Católicos

Algunos monarcas como Fernando III o Pedro I de Castilla acumularon fabulosas riquezas que no tardaron en ser dispersadas. Las crisis dinásticas y los crónicos apuros económicos por los que pasaron los reyes en el Medievo hacían inviable la formación de un tesoro patrimonial, contrario además a las costumbres de la realeza hispánica.

La llegada de los Austrias no significó grandes cambios. Su etiqueta exigía el Toisón para reyes y príncipes, pero nada más. Precisamente para que la orden se luciera, el protocolo aconsejaba cierta austeridad: el negro terciopelo o el morado en época de luto era el fondo ideal para el oro de la joya. Con todo, esta dinastía intentó que algunas piezas pasasen de padres a hijos, de la misma forma que se inició una colección pictórica permanente. Pero tanto las joyas como los cuadros eran propiedad personal de los reyes. Por otra parte sucesivas bancarrotas volvieron a hacer inviable la creación de ese tesoro regio.


Felipe II con el Toisón pendiente de un cordón

Bajo los Austrias se documenta una costumbre que tal vez se heredase de la Edad Media. Se trata de colocar el cetro y la corona sobre el túmulo real y a veces sobre el sepulcro de forma permanente. Así se encontraban las tumbas reales de la Capilla Real Sevillana hasta 1948, por lo que se entiende que estos objetos no eran de un valor excesivo.

Barbara de Braganza aportó en su dote una colección fabulosa de joyas (en aquel momento Portugal se enriquecía con el oro, la plata y los diamantes del Brasil). Lamentablemente al morir sin descendencia la mayor parte de aquel patrimonio volvió a su país.

Bárbara de Braganza, infanta de Portugal, consorte de Fernando VI


Carlos III se vio en la obligación de encargar una corona tumular (esto es para presidir los funerales regios), pieza que aún se conserva y pertenece al Patrimonio Nacional.

La invasión francesa supuso la dispersión de las joyas y otras riquezas regias que hasta entonces se habían acumulado. El siglo XIX con sus revoluciones no se prestaba a reconstruir el tesoro. Isabel II se hizo famosa por sus joyas, pero el exilio y las larguezas de la reina acabaron con la colección real.

La Corona

Las “joyas de la Corona” como tales, puede decirse que fueron las piezas de joyería vinculadas a la Corona por Carlos II de España en sus disposiciones para la sucesión. Sin embargo, se disgregaron como conjunto y algunas desaparecieron con motivo del expolio al que fue sometido el Palacio Real de Madrid durante la Guerra de Independencia de España por orden del rey impuesto por Napoleón, su hermano José Bonaparte.

Julia Clary, reina consorte de España, con su hija mayor, junto a la corona real


Se conoce con precisión la colección de joyas gracias a dos inventarios: el primero de fecha 8 de mayo de 1808 (entregado a Francisco Cabarrús por Juan Fulgencio, y que estima su valor en más de 22 millones de reales) y el segundo de 30 de julio del mismo año (conservado en los Archivos Nacionales franceses, y que responde a las joyas recibidas en París por Julia Clary, consorte del rey).

Mucho antes, la víspera de Navidad de 1734, un número indeterminado de joyas reales de España fueron destruidas en el incendio del Alcázar de Madrid, aunque la parte más importante se salvó, centrándose los daños en las joyas que se encontraban en la Real Capilla. Otro importante conjunto de joyas, las que Felipe V había traído desde Francia y conocidas como Tesoro del Delfín, estaban en el Palacio de la Granja y no se vieron afectadas.


El Tesoro del Delfín


Las dos piezas más famosas de las joyas reales estaban montadas en el llamado Joyel de los Austrias, y eran la perla Peregrina y el diamante Estanque. La perla Peregrina ha sido objeto de muchas especulaciones, considerándosela perdida y recuperada en varias ocasiones. Desde Mesonero Romanos (autor costumbrista de mediados del XIX, que la considera perdida desde el incendio) hasta Luis Martínez de Irujo, duque de Alba (que proclama en 1969 que la Casa Real española dispone de la Peregrina verdadera y que la de Elizabeth Taylor, obsequio de Richard Burton, no lo era). También era notable la cruz que habían tenido en sus manos al morir Carlos I y Felipe II.

Cada uno de los reinos cristianos peninsulares tuvo diferentes ceremonias de coronación, proclamación o jura al comienzo de los reinados o como reconocimiento de cada uno de los diferentes territorios que los componían. Para el caso de los territorios vascos y del reino de Navarra, el soberano era alzado sobre un escudo por los ricoshombres.

Isabel II durante la firma de la Constitución de 1845


Ya en la Edad Moderna, todos los reyes de la Monarquía Hispánica, así como los reyes de España de la Edad Contemporánea, tanto en el Antiguo Régimen como en el régimen liberal, han recibido la dignidad real por proclamación, no por coronación, aunque una corona real estuvo siempre presente en estas ceremonias.


Corona de Alfonso VIII

El diseño de la corona de Alfonso VIII de Castilla, que se conserva en el Monasterio de Santa María la Real de Las Huelgas (Burgos) era de corona mural, con castillos en vez de hojas de acanto, como tuvo la posterior corona real (paradójicamente, la corona mural fue la elegida posteriormente para el escudo republicano).

Se ha destacado el uso solemne que Alfonso XI de Castilla hacía de la corona, especialmente en un acto en Sevilla en 1340, en el que fue colocada en un estrado junto a una espada, para simbolizar al reino y asimilar el hecho de honrar la corona al de honrar la tierra, expresiones que aparecían en el Código de las Siete Partidas.


Juan I de Castilla


El último rey que fue solemnemente coronado fue Juan I de Castilla, el 24 de agosto de 1379. Juan I (1358 - 1390) era el segundo rey de la dinastía de Trastámara, hijo de Enrique II el de las Mercedes y de Juana, hija de Juan Manuel de Villena, cabeza de una rama más joven de la casa real de Castilla (la Casa de Borgoña). Después de él, los monarcas asumían la dignidad real por proclamación y aclamación.


Corona de Alfonso XII

La corona ordenada por el rey Alfonso XII en 1874, desaparecida durante la Guerra civil española, correspondía a la representación heráldica de la corona real. Esto es: un anillo de base con 8 florones, engastado con piedras preciosas. Cada florón es de oro, engastado de diamantes y con una gran perla en la parte central. Bordeando toda la parte superior de dicho anillo hay una onda de oro con una perla en vértice de cada una de ellas entre cada par de florones. De cada uno de los ocho florones se desprende un arco decorado con una fila de perlas rebordeada de lado y lado por una fila de diamantes. Confluyen todos los arcos en la parte superior central de la corona. Al remate de los ocho arcos se encuentra un orbe con una cruz. Al interior de la corona hay un gorro de terciopelo rojo.


Alfonso XII con su corona apoyada a un lado

Desde Isabel II

Desde Isabel II, las mismas joyas han presidido las juras en las Cortes (la de su hijo Alfonso XII, su nieto Alfonso XIII, y el nieto de éste, el rey actual, Juan Carlos I):
  • La corona conmemorativa del funeral de Isabel de Farnesio, consorte de Felipe V, viuda por entonces (10 de julio de 1766). La corona es de oro y plata chapada en oro y piedras no preciosas, con los escudos de los reinos de Castilla y de León. Fue confeccionada por orden del rey entonces reinante, Carlos III.
  • Un cetro, regalo de Rodolfo II (proclamado Emperador del Sacro Imperio el 12 de octubre de 1576) a su primo el rey de España Felipe II. Proveniente de Viena, es una joya del siglo XVI. Otras fuentes lo identifican con un bastón de mando labrado en oro, esmaltes, rubíes y cristal de roca, de origen ruso del siglo XVII, regalado a Carlos II.
  • Un crucifijo de plata, de la colección del Congreso de los Diputados.

La corona

La última vez que esta corona fue vista en público fue en 1981, durante el funeral de estado con motivo de la llegada de los restos del rey Alfonso XIII para su definitivo enterramiento en la Cripta Real del Monasterio de El Escorial.


Joyas del Patrimonio y joyas privadas

Las joyas exhibidas solemnemente en las proclamaciones reales y otras colecciones tradicionalmente vinculadas a la Corona Española, como el Tesoro del Delfín (que actualmente se exhibe en el Museo del Prado) u otras custodiadas en distintos lugares, forman parte del Patrimonio Nacional.

Las joyas que lucen los reyes de España, los príncipes de Asturias u otros miembros de la familia real española en la actualidad (diademas, collares, condecoraciones, etc.) son estrictamente privadas, no están vinculadas a ninguna institución, y se las considera propiedad personal del miembro correspondiente (sea éste el rey como persona particular, o algún otro pariente). En esa condición fueron llevadas con ellos al exilio en 1931 (proclamación de la Segunda República Española) y se mantuvieron fuera de España hasta 1975.


La familia real de gala en una recepción de Estado


Victoria Eugenia heredó joyas de su familia y la de su marido, aparte de recibir un sustancioso legado de Eugenia de Montijo, emperatriz de los franceses, quien era su madrina de bautismo. Además Alfonso XIII le regalaba exclusivas piezas. La reina demostró una pasión por las piedras preciosas que entra dentro del gusto de las casas reales de aquel entonces por la pedrería más ostentosa, pero contrasta con su dedicación a las obras benéficas y con la triste realidad social del país.

La República en sus inicios tuvo algunas deferencias con los miembros de la Casa Real. Una de ellas fue enviar a la reina sus joyas en sus correspondientes estuches, pues al fin y al cabo eran propiedad suya. Durante su exilio la reina vendió algunas de sus más preciadas pertenencias, otras las repartió entre sus hijas y nueras, reservando algunas para ‘las futuras representantes de la realeza española’.

Victoria Eugenia con la Tiara de la Flor de Lis


El codicilo testamentario de Victoria Eugenia sitúa en primer plano las ocho piezas descritas al vincular su propiedad, ya por tres generaciones al Jefe de la Casa. Efectivamente, don Juan recibió aquellas joyas que, tras la renuncia a sus derechos históricos, pasaron a Don Juan Carlos y que hoy lucen doña Sofía y doña Letizia en las ocasiones más solemnes. Como hemos visto, la mayoría de ellas proceden de la herencia de Alfonso XIII salvo el collar de perlas, que es de María Cristina, y el broche de perlas que sería de la Infanta Isabel, la «Chata».

Fernando Rayón y José Luis Sampedro, autores del libro "Las joyas de las reinas de España", sostienen que, aunque muchas joyas, como la famosa ‘Perla peregrina’ o la ‘Esmeralda de Alfonso XIII’, no están en propiedad de la Corona, se les ha seguido el rastro y se han conservado. “Queda constancia de que se han salvado muchas joyas. En el caso de la ‘Perla Peregrina’ actualmente pertenece a Elizabeth Taylor. La Esmeralda fue vendida por Alfonso XIII cuando estaba en el exilio. Hay que decir que el Rey, efectivamente, está intentando recuperar joyas perdidas de alto valor económico. Don Juan Carlos, en ocasiones, las ha comprado a alguno de sus parientes que habían recibido las joyas en herencia”.



La Reina con diadema heredada y juego de joyas obsequiadas


Aunque Ansorena ha sido la joyería tradicional proveedora de la Casa Real y actualmente se ocupa de la conservación de las joyas que proceden de su taller, hay otros joyeros españoles que surten a la Familia Real, como Suárez, que hizo el anillo de compromiso del Príncipe de Asturias para Doña Letizia, o Carrera y Carrera, que ha trabajado igualmente alguna joya para la princesa.

viernes, 28 de mayo de 2010

El protocolo real en la época borbónica


Con la llegada de los Borbones irrumpe una renovadora concepción del protocolo. Felipe V, junto con sus consejeros franceses, se encuentra una España endogámica, una corte encerrada en sí misma, inundada de enanos y bufones y un pueblo vestido de luto, por lo que decide cambiar el sistema de gobierno y, con él, también a las personas. La Corte francesa giraba en torno a un sistema de actos y continuidad de la vida política impulsada por el Soberano, donde la ceremonia y la precedencia eran ya muy importantes. La modernización del sistema de administración del Estado, a manos de Felipe V, trae a España el incipiente organigrama del Estado con la creación de los Secretarios de Estado.


Asimismo, la figura del Introductor de Embajadores, que entonces llegó a España y que hoy es el cargo más antiguo de la administración española, fue tomada por Felipe IV con el modelo del Maestro de Ceremonias de Enrique II de Francia.

La Bandera rojigualda elegida por Carlos III


Con Carlos III se produjeron nuevos cambios en el ámbito del ceremonial y el protocolo, creándose, por ejemplo, la Bandera y el Himno Nacionales. El Himno actual fue una Marcha de Pífanos convertida en Marcha de Honor por Carlos III y no reglamentada como Himno Nacional hasta mucho después. Fue Alfonso XIII el que convirtió esta marcha real, que se había conservado en palacio, en Himno Nacional por una disposición de 1908. Por otra parte, en 1785, en un momento en el que toda Europa mediterránea estaba en manos de los Borbones y se empleaba la bandera blanca con las armas del soberano de cada país en los buques de la Armada, Carlos III creó una bandera que diferenciara en la mar a sus buques y fuera fácilmente identificable. Escoge entonces los colores rojo y amarillo, que son los que mejor se distinguen en la distancia.


Esta bandera pasaría después de los buques de la Armada a los ejércitos de tierra, convirtiéndose finalmente en la Bandera Nacional. Esto no ocurrió sino hasta 1860, en la Guerra de África. Los diez mil soldados españoles que intervinieron en dicha guerra llevaban en sus mochilas la bandera roja y amarilla con que serían posteriormente enterrados. La bandera pasa entonces al pueblo, sin ningún decreto ni ningún otro reglamento, convirtiéndose en la Bandera Nacional (Alfonso XIII dispondrá en 1908 que la Bandera Nacional bicolor ondee en los edificios públicos los domingos y los días de fiesta, cuando hasta entonces sólo había ondeado en las fuerzas del ejército de tierra y del mar).

Joseph Bonaparte, en vestimenta de coronación como José I de España

Con José Bonaparte se innovó el protocolo español. En 1809, el rey intruso introdujo las llamadas “Etiquetas”, donde se establecía quiénes iban a ocupar cada una de las siete salas del Palacio Real, siendo reglamentadas posteriormente por la Orden Real de 1908 de Alfonso XIII.


Curiosamente, el Palacio Real de Oriente, situado en el occidente de Madrid, recibe este nombre por el “rey intruso”. Fue un homenaje de los afrancesados a José Bonaparte, que era el Gran Oriente de la Masonería Española, por lo que el Palacio Real era llamado el Palacio del Gran Oriente y así ha permanecido hasta hoy en la Plaza de Oriente.


José Bonaparte suprimió las órdenes existentes en la época de Carlos III y creó una serie de disposiciones de carácter protocolario: creó la Orden Real de España, copiando la Legión de Honor, cambió el Escudo del reino (que tenía el águila imperial) e introdujo por primera vez en él las armas de Navarra.

El palacio y la plaza de Oriente en época de José I


En el siglo XIX van a surgir las primeras disposiciones escritas sobre protocolo promulgadas en la Gaceta de Madrid. Así, durante el reinado de Isabel II, se escribe un organigrama del Estado en el que aparece reflejado por primera vez el poder civil. En una disposición de 1856, la soberana establece una alternancia del poder civil y militar, de modo que en los actos presididos por un representante del poder civil, el militar estará a su derecha y viceversa.


El reinado de Alfonso XIII, con el que se inaugura el siglo XX, representa uno de los momentos más importantes del protocolo español. Con la Orden del Rey de 1908 firmada por el Jefe Superior de Palacio y refrendada por el Presidente del Consejo de Ministros, se recogen las Etiquetas de José Bonaparte. En ella se establecen las siete grandes categorías de precedencias en el organigrama del Estado Español que van a ocupar las siete salas del Palacio Real. Sería la última ocasión en que estas categorías serían ordenadas según el Uso de Borgoña: un orden que no atiende a la posición de las personas sino a la de sus antepasados.

Ceremonia de boda entre Alfonso XIII y Victoria Eugenia de Battenberg (1906)


La Orden del Rey dispone el “orden que para la entrada en el Salón del Trono y desfile ante Su Majestad debe regir en todas las recepciones reales”, dando primacía a los Grandes de España, frente a las autoridades políticas y militares. La “Orden” se inclina claramente por situar por delante en esa precedencia, para la entrada en el Salón del Trono, por las autoridades religiosas, los Títulos del Reino, los Caballeros de las Órdenes Militares, los de las Reales Maestranzas de Caballería y los Caballeros Hijodalgos de la Nobleza de Madrid.

Fue la Segunda República la que provocó una ruptura definitiva con el Antiguo Régimen y con las normas protocolarias existentes. Se cambió el Himno, la Bandera y el Escudo; se abolieron las Órdenes del Toisón de Oro, de Carlos III y de María Luisa; se derogaron los Títulos de Grandes de España. Esto no significa que la Segunda República fuera antiprotocolaria: creó la Orden Honorífica de la República, además de la nueva Bandera y Escudo. En el Salón del Trono se dio forma a una solemne ceremonia de Presentación de Credenciales de los Embajadores extranjeros ante el presidente de la República, que hoy día se ha perdido (Actualmente, el Rey recibe a los Embajadores en la Cámara en presencia del Ministro de Asuntos Exteriores o de su representante).

El rey recibe las cartas credenciales del Embajador de Colombia en España, Carlos Enrique Rodado, durante el acto celebrado en el Palacio Real (2008)


El General Franco no estableció ninguna disposición de protocolo hasta el final de su gobierno en 1968, cuando promulga un reglamento llamado de Precedencias y Ordenación de Autoridades y Corporaciones, en el que establece un organigrama de Estado con objeto de perpetuar la situación política, propiciando una mayor presencia del estamento militar sobre el de las autoridades políticas o civiles de la época. Este Reglamento establece ya una moderna clasificación de actos y autoridades públicas, pues delimita el ámbito de aplicación a los actos oficiales (excluyendo los actos privados, sociales, deportivos o religiosos) y a los cargos públicos. El reglamento debió ser modificado dos años más tarde, en 1970, para dar entrada en ese ordenamiento a la figura del Príncipe de España, que asumió el actual Rey, Don Juan Carlos de Borbón. En 1975, con la Transición Española, perdió vigencia dado que habían desaparecido gran parte de las autoridades de la época del General Franco y se han definido otros nuevos cargos no contemplados en él.

El caos protocolario de la época evidencia la necesidad de crear un nuevo ordenamiento, pues emerge una de las premisas que así lo estipulan: el pasaje del régimen autoritario de Franco a una nueva monarquía parlamentaria.

S.M. el Rey firma de la Constitución de 1978

Hoy día siguen vigentes en España 16 disposiciones legales que establecen normas de protocolo y que nacieron con la Constitución perfilándose en menos de diez años. El Ordenamiento General de 1983 es básicamente constitucional y así lo recoge su prólogo, donde se reconocen unos principios básicos referidos al establecimiento del nuevo Estado social y democrático de derecho, bajo la forma política de una Monarquía Parlamentaria. Reconocía así la nueva estructura de poderes, culminados por el Tribunal Constitucional, órgano máximo al que corresponde la interpretación última de la Constitución.

Se aporta aquí el reconocimiento y consideración del poder de las Comunidades Autónomas, llegándose a definir dos precedencias diferentes, para su aplicación bien en actos celebrados en Madrid, como capital de España y sede de las Instituciones Generales del Estado, bien en el resto de las Autonomías. Existe un Real Decreto de fecha 6 de noviembre de 1987, la disposición de protocolo más importante después de la Constitución, donde se establece el uso de los Tratamientos, Títulos y Honores Oficiales que tanto interés suscitan.


Cena de Estado en el Palacio de Oriente


A pesar de no existir en la actualidad Corte, por ser una monarquía parlamentaria, todavía siguen vigentes algunas ceremonias, escritas siguiendo los pasos del antiguo protocolo borgoñón. Continúa vigente la figura del Primer Introductor de Embajadores, el ceremonial protocolario de la Presentación de Cartas Credenciales, la entrada en el Salón del Trono en actos oficiales y la etiqueta en las cenas de Palacio con motivo de visitas de Estado.


En época de la monarquía Austríaca y Borbónica, los actos se organizaban para centenares de personas. Hoy, millones pueden ver acontecimientos como las bodas reales gracias a los medios de comunicación. Lo importante entonces y ahora es el mensaje que la Casa Real quiere transmitir a partir de la institución que lo organiza.

S.S.M.M. Los Reyes