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sábado, 31 de julio de 2010

La Guardia Pontificia


El Cuerpo de Guardia Suiza Pontificia (alemán: Schweizergarde, italiano: Guardia Svizzera Pontificia, latín: Pontificia Cohors Helvetica, o Cohors Pedestris Helvetiorum a Sacra Custodia Pontificis) es un pequeño ejército mantenido por la Santa Sede y encargado de la seguridad personal del Papa, así como del Palacio Apostólico. Sirve, además, de facto como el cuerpo militar de la Ciudad del Vaticano. En la actualidad, con alrededor de 110 soldados, conforma el ejército profesional más pequeño del mundo.




Antiguos Cuerpos de Guardia Pontificios


  • Guardia Noble
  • Guardia Palatina
  • Zuavos Papales
La Guardia Suiza

La Guardia Suiza fue fundada por el Papa Julio II en 1505, ante la necesidad de que existiera un cuerpo militar siempre disponible para proteger al Papa. Su historia ejemplar de lealtad guarda el honor y el orden en la Ciudad del Vaticano. Fue creada el 21 de enero de 1506, tres años después de que el Papa Julio II ocupara la silla de San Pedro y pidiera a los nobles suizos, soldados para su protección, formando una compañía de 150 hombres. En ese momento, la elección lógica fueron los mercenarios suizos, debido a la reputación que se habían labrado en las Guerras de Borgoña. La fecha oficial de su fundación es el 21 de enero de 1506. Julio II les otorgaría más tarde el título de “Defensores de la libertad de la Iglesia”.


Diversos hechos de armas han inmortalizado la bravura de estos soldados, pero el más memorable ocurrió en 1527 cuando se enfrentaron a un millar de soldados alemanes y españoles durante el saqueo de Roma por parte de las tropas del emperador Carlos V. Lucharon ante la Basílica de San Pedro y siguieron combatiendo mientras retrocedían hasta los escalones del altar mayor. Sobrevivieron sólo 42 de los 150 guardias suizos; estos formaron un círculo alrededor del Papa Clemente VII y lograron que escapara por un callejón que conduce al Castillo de Sant'Angelo. Rememorando este hecho, cada 6 de mayo los nuevos alabarderos juran sus cargos ante el Papa y los ascendidos toman posesión.




La bandera está dividida por una cruz blanca en cuarteles. En la parte inferior derecha aparecen las armas del Papa Julio II; en el cuadrante superior izquierdo las del Papa reinante; en los otros se despliegan los colores de la Guardia y en el medio aparece el escudo del propio comandante.


En las ceremonias vaticanas, cada vez que el Santo Padre pasa frente a ellos, el llamado «Ejército más pequeño del mundo» le saluda de rodillas, en señal de profundo respeto y máximo honor.





La Guardia Suiza hoy

No se considera que la Guardia Suiza pertenezca a ninguna otra organización: su función exclusiva es la de ejército del Estado soberano de Ciudad del Vaticano. Está compuesta por unos ciento treinta soldados: el Comandante, con el rango de Coronel, el Vicecomandante, un capellán Teniente Coronel, un oficial con el grado de Comandante, dos oficiales de rango Capitán, 23 mandos intermedios, 99 alabarderos y 2 tamborileros.

Se les entrena en procedimientos y manejo de armas modernas, aunque también se les enseña a manejar la espada y la alabarda. Reciben lecciones de autodefensa, así como instrucción básica en tácticas defensivas de guardaespaldas similares a las utilizadas en la protección de muchos jefes de Estado. Actualmente cada guardia suizo trae oculto en su uniforme un pulverizador de gas lacrimógeno y, a partir del grado de sargento, una pistola y dos modernas granadas.





Desde el punto de vista ceremonial, compartían deberes en la corte pontificia con la Guardia Palatina y la Guardia Noble. Pero desde que estos cuerpos fueron abolidos en 1970 bajo Pablo VI, la Guardia Suiza ha pasado a ocupar los roles ceremoniales de las anteriores unidades.


Uniforme

El uniforme oficial de la Guardia es azul, rojo, naranja y amarillo con una brillante apariencia renacentista. El actual fue diseñado por el Comandante Jules Répond (1910-1921) a partir del modelo que aparece en una pintura de Rafael, donde se aprecia a la Guardia Suiza de la época transportando al Papa Julio II sobre una litera. Por mucho tiempo se atribuyó el diseño a Miguel Ángel, pero la Santa Sede se encargó de aclarar que éste no tuvo nada que ver, sino que fue influenciado por Rafael, como influyó con toda la moda italiana renacentista, a través de sus pinturas.




Este diseño, realizado en los colores azul y amarillo de la Casa Della Rovere, a la que pertenecía Julio II, es considerado una de las vestimentas militares en activo más antiguas del mundo. Resulta mucho más vistoso, alegre y brillante que el que tenían ya bastante degradado en el siglo XIX: el yelmo, ornado con una pluma roja o blanca, según la graduación; los guantes blancos, la coraza, que aún tiene una reminiscencia medieval, y el casco morrión, negro (o plata para las ocasiones de gala), que es una copia del que llevaban los soldados españoles en el siglo XVI. El color rojo fue introducido por el Papa León X, en referencia al escudo de los Médicis.





El uniforme bermejo de los oficiales está basado en el que usaban los guardias españoles del Imperio durante el reinado de Felipe II. Van armados de alabarda y espada ropera, aunque en su prestación de servicio añaden para el uso armas modernas de infantería, pistola, ametralladoras y subfusiles y fusiles de asalto, además de explosivos con los que realizan un alto entrenamiento profesional y táctico militar.

El uniforme de diario es más funcional, consistente en una versión de azul sólido, más simple que el colorido uniforme de gran gala, usado con un simple cinturón marrón, un collar blanco y una boina plana negra. Para los nuevos reclutas y la práctica de rifle se usa un simple conjunto de color azul claro con cinturón de color café. Durante el tiempo frío o inclemente, una capa azul oscuro se lleva sobre el uniforme regular.



Los guardias suizos no usan propiamente botas altas, aunque sí calzas a las piernas, sujetas a la altura de la rodilla por una liga dorada y cubiertas por polainas según la ocasión y clima. Este uniforme expresa la alegría de ser soldado, de combatir y de estar al servicio del Papa. Aunque también el color rojo simboliza la sangre derramada en defensa del Papado.





Yo, [nombre del nuevo guardia], juro mantenerme fiel diligente y fervientemente a todo esto que me ha sido leido; que sea el Todopoderoso y Sus Santos mis testigos.”


Guardia Noble

La Guardia Noble (italiano: Guardia Nobile) era una de las unidades de guardia de la Santa Sede. Fue creada por Pío VII en 1801 como un regimiento de caballería pesada, fusionando en ella la antigua Guardia de los Caballeros Ligeros (fundada en 1485 por Inocencio VIII) y el Cuerpo delle Lance Spezzate (fundado por Pablo IV en 1527). El nuevo cuerpo recibió el nombre de "Guardia Noble del Cuerpo de Nuestro Señor". En 1968 Pablo VI la rebautizó como "Guardia de Honra de Su Santidad".


En un principio, el regimiento tenía como principal tarea escoltar al Romano Pontífice y a otros grandes Príncipes de la Iglesia, así como en las misiones a lo ancho de los Estados Pontificios a las órdenes del Papa. Una de sus primeras grandes misiones fue la escolta de Pío VII a París para la coronación de Napoleón Bonaparte como Emperador el día 2 de diciembre de 1804. Con la unificación italiana y la confiscación de los Estados Pontificios en 1870, la Guardia Noble se transformó en una Guardia de Corps pedestre encargada de la custodia física de la persona del Papa.


Estaba conformada por soldados voluntarios, sus miembros no recibían paga por el servicio prestado e incluso debían pagar su propio equipamiento. El comandante del cuerpo tenía título de Capitán. Uno de los puestos intermedios de la Guardia Noble era el de Portaestandarte Hereditario, quien portaba el Estandarte Papal. El oficial de servicio de la Guardia Noble era el jefe de todos los cuerpos militares de la antecámara pontificia, incluida la Guardia Suiza y los gentilhombres.



La Guardia tenía un capitán general comandante, que tenía la representación del Cuerpo y era ayudado por un coronel ayudante. El comando militar era competencia del oficial ayudante mayor. A continuación dos brigadieres generales, que comandaban la brigada de servicio y la brigada de honor. Tras ellos había nueve oficiales y los guardias, subdivididos a su vez en diversos grados.


La Guardia Noble hacía su aparición en público sólo cuando el Papa tomaba parte en funciones públicas. Durante el período de Sede Vacante, el cuerpo permanecía al servicio del Colegio Cardenalicio. Durante la Segunda Guerra Mundial, la Guardia Noble compartió la responsabilidad de la seguridad personal de Pío XII con la Guardia Suiza. Por ejemplo, cuando el Papa daba su paseo diario por los Jardines Vaticanos, dos Guardias Nobles le seguían a distancia.




La Guardia Noble tenía desde sus inicios la prerrogativa de no prestar juramento. El Papa Inocencio VIII que la estableció declaró que la fidelidad de la Guardia Noble no estaba en discusión.

Inicialmente sólo estaba abierta a los nobles provenientes de los Estados Pontificios, pero después de 1929 se amplió el ingreso a la nobleza de toda Italia. Hubo algunas excepciones a esta regla de la nacionalidad, como la del noble español Luis de Goyeneche.

Este cuerpo de guardia fue disuelto por Pablo VI en 1970 como parte de las reformas tras el Concilio Ecuménico Vaticano II.


Guardia Palatina

La Guardia palatina (italiano: Guardia Palatina d'Onore) fue una unidad militar de los Estados Pontificios y la Ciudad del Vaticano.

La Guardia palatina nació en 1850 bajo el pontificado de Pío IX de la fusión de dos unidades preexistentes en los Estados Pontificios. Dicho cuerpo estaba formado como una unidad de infantería y tomaba parte en la vigilancia de Roma, por lo que participó en diferentes batallas, incluyendo la defensa de la Ciudad Eterna contra los soldados piamonteses.

Después de 1870 y de la unificación de Italia, la Guardia fue confinada al Vaticano, donde prestaba un servicio de guarida. Hacían acto de presencia cuando el Papa aparecía en la Plaza de San Pedro o cuando un Jefe de Estado visitaba el Vaticano. En este tipo de ocasiones formaban una banda militar y ejecutaban los himnos nacionales.

Los miembros de esta unidad eran voluntarios que no recibían pago por su servicio, aunque sin embargo recibían cierta cantidad para la reparación de sus uniformes (Las tropas vestían uniforme azul y un quepis emplumado).

La Segunda Guerra Mundial tuvo un papel incidente en la historia de la Guardia Palatina. En setiembre de 1943, cuando las tropas alemanas ocuparon Roma, la Guardia tuvo la responsabilidad de proteger la Ciudad del Vaticano, varias propiedades vaticanas en Roma y la villa de verano papal en Castel Gandolfo. Sus miembros (principalmente comerciantes de Roma y empleados de oficina), cuyos servicios estaban anteriormente limitados a permanecer de pie y presentar armas en las ocasiones ceremoniales, ahora debían patrullar los muros, jardines y patios del Vaticano y vigilar las entradas a los edificios pontificios alrededor de la Ciudad Eterna. En más de una ocasión este servicio terminó en violentas confrontaciones con las unidades de la Policía Fascista italiana que trabajaba con los alemanes arrestando refugiados políticos que estaban escondidos en edificios protegidos por el Vaticano.


Al comienzo de la Segunda Guerra en septiembre de 1939 la Guardia Palatina nucleaba unos quinientos hombres, pero para la liberación de Roma en junio de 1944, el cuerpo había crecido hasta los dos mil.


Fue disuelto el 14 de septiembre de 1970 por Pablo VI como parte de las reformas de la Iglesia. Sus antiguos miembros fueron invitados a formar un nuevo grupo llamado Asociación Santos Pedro y Pablo (Associazione SS. Pietro e Paolo), cuyos estatutos fueron aprobados por el Santo Padre en abril de 1971.


Zuavos Papales

Zuavo es el nombre que se dio a ciertos regimientos de infantería en el ejército francés, que normalmente sirvieron en el Norte de África entre 1831 y 1962. Originarios de Argelia, tanto el nombre como el uniforme distintivo de los Zuavos se extendió por las fuerzas armadas de Estados Unidos, Estados Pontificios, España, Brasil y el Imperio otomano. La etimología es del francés zouave que por su parte deriva de la palabra bereber zwāwī la cual es el gentilicio de la tribu zwāwa, que aportó soldados mercenarios.


Los Zuavos Papales fueron creados para la defensa de los Estados Pontificios y evolucionaron a partir de una unidad formada en 1860, los Tiradores Franco-Belgas. El 1º de enero de 1861 la unidad fue renombrada como Zuavi Pontifici. Estaba integrada principalmente por hombres jóvenes, solteros y católicos, quienes voluntariamente asistían a Pío IX en su conflicto contra la Unificación italiana. Usaban un estilo de uniforme similar al de los zuavos franceses, pero en color gris con adornos rojos. Un quepi gris y rojo fue sustituido por el fez nor-africano.


Todas las órdenes se daban en francés y la unidad era comandada por un coronel suizo, M. Allet. No obstante, el regimiento era verdaderamente internacional, y en mayo de1868 llegaban a 4592 hombres: 1.910 holandeses, 1.301 franceses, 686 belgas, 157 romanos y ciudadanos pontificios, 135 canadienses, 101 irlandeses, 87 prusianos, 50 ingleses, 32 españoles, 22 alemanes de fuera de Prusia, 19 suizos, 14 estadounidenses, 14 napolitanos, 12 modeneses, 12 polacos, 10 escoceses, 7 austriacos, 6 portugueses, 6 toscanos, tres malteses, dos rusos y un voluntario de cada una de las islas de los Mares del Sur, India, "África", México, Perú y Circasia.


Mil quinientos zuavos pontificios colaboraron en la notable victoria papal en la batalla de Mentana, librada el 3 de noviembre de 1867 entre las tropas franco-papales y voluntarios italianos dirigidos por Giuseppe Garibaldi. Los zuavos también jugaron un papel en los compromisos finales de septiembre de 1870, en los cuales las fuerzas papales superaban casi siete a uno. Después de la captura de Roma por Víctor Manuel en 1870, los ex Zuavos Pontificios sirvieron al gobierno de la Defensa Nacional en Francia durante la guerra franco-prusiana. La unidad fue disuelta después de la entrada de las tropas prusianas en París.


jueves, 29 de julio de 2010

La bendición "Urbi et orbi"



Urbi et orbi, palabras que en latín significan "a la ciudad [de Roma] y al mundo", era la fórmula habitual con la que empezaban las proclamas del Imperio romano. En la actualidad es el término usado para denotar la bendición más solemne que imparte el Papa, y sólo él, dirigida a la ciudad de Roma y al mundo entero.





La bendición Urbi et orbi se imparte durante el año en dos fechas, el Domingo de Pascua y el día de Navidad, ocasiones en que es transmitida a todo el mundo a través de European Broadcasting Union. También es impartida el día de la elección papal; es decir, al final del cónclave, en el momento en que el Santo Padre se presenta ante Roma y el mundo como nuevo sucesor de Pedro. Muy raras veces, la Urbi et orbi es usada como bendición de los peregrinos durante el Año Santo o Jubileo.



La característica fundamental de esta bendición para los fieles católicos es que otorga la remisión por las penas debidas por pecados ya perdonados, es decir, confiere una indulgencia plenaria bajo las condiciones determinadas por el Derecho Canónico (haberse confesado y comulgado, y no haber caído en pecado mortal). De acuerdo a las creencias de los fieles, los efectos de esta bendición se cumplen para toda aquella persona que la reciba con fe y devoción, incluso si la recibe, en directo, a través de los medios de comunicación de masas (televisión, radio, internet, etc.).




El Papa preside la ocasión desde el balcón central de la Basílica de San Pedro (llamado por eso Balcón de las bendiciones) adornado con el estandarte pontificio. Para las bendiciones de Coronación y de Navidad, el Pontífice solía revestirse con ornamentos solemnes (mitra, báculo, estola y capa pluvial). Hoy se recurre a esta vestimenta solo en la bendición navideña. En todas las ocasiones, el Sumo Pontífice va precedido de cruz procesional y acompañado de cardenales-diáconos y ceremonieros.

La Coronación de Pío XII (1939)


Antes de la bendición propiamente dicha, el Santo Padre da una alocución a la multitud, transmitida al mundo entero a través de la televisión en directo, con saludos especiales en varios idiomas.

Juan XXIII el día de su Coronación (1958)


Antigua práctica

Antes de la ocupación de Roma por el ejército del Reino de Italia (20 de setiembre de 1870), esta bendición era impartida más frecuentemente y en determinadas basílicas de Roma:


· Basílica de San Pedro: Jueves Santo, Pascua, las Fiestas de San Pedro y San Pablo y la Coronación Papal.
· San Juan de Letrán: Ascensión de Jesús (muchas veces pospuesta hasta Pentecostés) y la entronización de un nuevo Papa como Obispo de Roma.
· Santa María la Mayor: Asunción

El Balcón de las Bendiciones, en la fachada principal de San Pedro


Después de la ocupación, el papa Pío IX se consideró a sí mismo “Prisionero en el Vaticano” y en protesta cesó de dar la bendición. La práctica fue más tarde reasumida, aunque de una manera más limitada, siguiendo a la resolución de la llamada “Cuestión romana” (las relaciones entre el Vaticano y el gobierno de Italia).

El Papa Inocencio X en el Jubileo de 1650, en la Epifanía, Pentecostés y Todos los Santos, así como los veinte papas subsiguientes, incluyendo Pío IX (1846-1878), por especiales razones, dieron esta solemne bendición desde la balconada del Palacio del Quirinal.


El balcón principal del Palazzo Quirinale


Fórmula (latín)

Sancti Apostoli Petrus et Paulus, de quorum potestate et auctoritate confidimus, ipsi intercedant pro nobis ad Dominum.

– Amen.

– Precibus et meritis beatæ Mariæ semper Virginis, beati Michælis Archangeli, beati Ioannis Baptistæ et sanctorum Apostolorum Petri et Pauli et omnium Sanctorum misereatur vestri omnipotens Deus et dimissis omnibus peccatis vestris, perducat vos Iesus Christus ad vitam æternam.

– Amen.

– Indulgentiam, absolutionem et remissionem omnium peccatorum vestrorum, spatium veræ et fructuosæ penitentiæ, cor semper penitens et emendationem vitæ, gratiam et consolationem Sancti Spiritus et finalem perseverantiam in bonis operibus, tribuat vobis omnipotens et misericors Dominus.

– Amen.

– Et benedictio Dei omnipotentis (Patris et Filii et Spiritus Sancti) descendat super vos et maneat semper.

– Amen.


Pío XII (1939)



Pío XII (1952)


Bendición (español)

- "Que los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, en cuyo poder y autoridad confiamos, intercedan por nosotros ante el Señor".

- Todos: "Amén".

- "Que por a las oraciones y los méritos de santa María, siempre Virgen, de san Miguel Arcángel, de san Juan el Bautista, de los santos Apóstoles Pedro y Pablo y de todos los Santos, Dios todopoderoso tenga misericordia de vosotros y, perdonados todos vuestros pecados, os conduzca por Jesucristo hasta la vida eterna".

- Todos: "Amén".

- "Que el Señor omnipotente y misericordioso os conceda la indulgencia, la absolución y la remisión de todos vuestros pecados, tiempo para una verdadera y provechosa penitencia, el corazón siempre contrito y la enmienda de vida, la gracia y el consuelo del Espíritu Santo y la perseverancia final en las buenas obras".

- Todos: "Amén".

- "Y la bendición de Dios omnipotente (Padre, Hijo y Espíritu Santo) descienda sobre vosotros y permanezca para siempre".

- Todos: "Amén".




martes, 27 de julio de 2010

El protocolo vaticano: coronación e inauguración papal


La Coronación papal es la ceremonia en la que un nuevo Papa es coronado con la Tiara como líder de la Iglesia Católica en la Tierra y soberano del Estado de Ciudad del Vaticano (antes de 1870, también de los Estados Pontificios).

La primera coronación papal recordada fue la de Celestino II en 1143. Ochocientos años más tarde, luego de su coronación en 1963, el Papa Pablo VI abandonó la práctica de usar la Tiara. Ninguno de sus sucesores ha elegido regresar a la práctica y no ha habido una coronación papal como tal.


Ritual

Cuando un cónclave elige un nuevo Papa, el Pontífice asume todos los derechos y la autoridad del papado inmediatamente después de su aceptación de la elección; sin embargo, tradicionalmente nombran sus años de reinado a partir de la fecha de su coronación. Desde el pontificado de Juan XXIII, todos los cardenales deben ser obispos y por centurias los cardenales han elegido uno de ellos para ser Papa. Si un Papa recientemente elegido no es obispo, debe ser consagrado como tal.
De acuerdo a la tradición, el derecho de consagración pertenece al Decano del Colegio de Cardenales, en su ausencia al Subdecano y en la ausencia de ambos, al más antiguo Cardenal Obispo. Si el nuevo Papa ya es obispo, su elección es anunciada inmediatamente a la multitud reunida en la Plaza de San Pedro, a los que les da su bendición.


San Juan de Letrán (siglo XVII)

La entronización episcopal del Papa tiene lugar en su catedral, la Basílica de San Juan de Letrán, una ceremonia que estaba combinada con la coronación. Durante el papado de Aviñón, el Papa no podía ser entronizado en su catedral en Roma así que las coronaciones continuaron mientras que las entronizaciones debieron esperar un retorno a la Ciudad Eterna. Cuando regresó Gregorio XI, el Palacio de Letrán tenía necesidad de reparaciones, por lo que los papas hicieron del Vaticano su residencia y transfirieron las coronaciones a la Basílica de San Pedro. La Basílica de San Juan de Letrán sigue siendo la catedral de Roma y la entronización ocurre allí. Durante el período en que el Papa se declaró “prisionero en el Vaticano” (1870-1929), la entronización no tuvo lugar.


La Misa Solemne


La coronación se realizaba el primer domingo luego de la elección. Comenzaba con una solemne Misa Papal. Durante el canto de las Terceras, el pontífice se sentaba en su trono y todos los cardenales realizaban el “primer saludo de obediencia”, acercándose uno a uno para besar su mano. Luego arzobispos y obispos besaban su pie.

Acto seguido, el nuevo Papa era portado a través de la Basílica de San Pedro en la sedia gestatoria, bajo un baldaquín blanco, flanqueado a su izquierda y a su derecha por las flabellas papales (abanicos ceremoniales). En lugar de la tiara papal, usaba una mitra enjoyada (la mitra pretiosa episcopal). La procesión se detenía tres veces y un manojo de lino atado a un báculo dorado era quemado ante el Papa recién elegido, mientras el maestro de ceremonias declamaba: Pater Sancte, sic transit gloria mundi (Santo Padre, así pasa la gloria del mundo), como una advertencia simbólica a dejar de lado el materialismo y la vanidad.

Una vez frente al altar mayor, celebraría la Solemne Misa Papal con todo el ceremonial pontificio. Luego del Confiteor -conocido por su traducción al español "yo confieso" o "yo pecador”, donde se realiza el acto de confesión de los pecados-, el Papa se sentaba en su trono y los tres cardenales más antiguos, de mitra, se aproximaban a él; uno por vez ponían sus manos sobre el Santo Padre y rezaban la plegaria Super electum Pontificem (sobre el papa electo). Entonces el Cardenal decano colocaba el palio sobre sus hombros, diciendo:

Acepta el pallium, que representa la plenitud del oficio pontifical, para honor de Dios Todopoderoso, y la muy gloriosa Virgen María, Su Madre, y los Benditos Apóstoles Pedro y Pablo, y la Santa Iglesia Romana.

En los siglos XI y XII la immantatio, o concesión del mantum (una vestidura papal consistente en una larga capa roja sujeta con una elaborada hebilla), en el recién elegido Papa era considerado como especialmente simbólico de la investidura de la autoridad papal. Era conferido con las palabras: “Te invisto así con el papado romano, que domina sobre la ciudad y el mundo”.
Luego de la investidura (ya fuere con el pallium o el mantum) el papa recibía nuevamente la obediencia de cardenales, arzobispos y obispos mientras la Misa continuaba y se cantaba la Letanía de los Santos.


La Coronación


Luego de la Misa, el nuevo Papa era coronado con la tiara papal. Esto frecuentemente tenía lugar en el balcón de la Basílica de San Pedro, de frente a las multitudes reunidas en la Piazza. El Papa era sentado en un trono con las flabellas a cada lado; se le quitaba la mitra y el Cardenal decano le presentaba la tiara, con las palabras:


ACCIPE TIARAM TRIBVS CORONIS ORNATAM ET SCIAS TE ESSE PATREM PRINCIPVM, RECTOREM ORBIS IN TERRA, VICARIVM SALVATORIS NOSTRI IESV CHRISTI, CVI EST HONOR ET GLORIA IN SAECVLA SAECVLORVM (“Recibe la tiara adornada con tres coronas y sabe que tú eres el Padre de Príncipes y Reyes, Gobernador del Mundo, Vicario de nuestro Salvador Jesucristo sobre la tierra, a quien debemos honor y gloria por los siglos de los siglos”).


Entonces solemnemente colocaba la tiara sobre la cabeza del Sumo Pontífice y arreglaba las ínfulas (dos piezas de tela que parten de la parte trasera de la tiara) detrás de su cuello.

Luego, el Papa ya coronado pronunciaba la solemne bendición pontifical, Urbi et Orbi.


Posesión de la cátedra de Obispo de Roma

El último acto de la inauguración de un nuevo Papa es, todavía hoy, la toma de posesión formal (possesio) de su cátedra como Obispo de Roma en la Basílica de San Juan de Letrán. Esta es la ceremonia final mencionada en la Constitución Apostólica de Juan Pablo II luego del período de Sede Vacante y la elección de un Romano Pontífice.


El Papa es entronizado de la misma manera que otros obispos: es solemnemente conducido al trono episcopal y toma posesión sentándose en él. Luego recibe el beso de la paz y escucha la lectura de un pasaje de las Santas Escrituras, pronunciando entonces una alocución que se acostumbra llamar sermo inthronisticus. En tiempos antiguos, las cartas que el papa enviaba a los patriarcas en señal de estar en comunión con ellos en la misma fe eran llamadas litteræ inthronisticæ, o syllabai enthronistikai.


El escenario

Las primeras coronaciones papales ocurrieron en San Juan de Letrán. No obstante, por cientos de años se realizaron tradicionalmente en las proximidades de la Basílica de San Pedro, aunque algunas tuvieron lugar en Aviñón. En 1800 el Papa Pío VII fue coronado en la apartada iglesia del monasterio Benedictino de la isla de San Giorgio, después que su último precursor fue forzado al exilio temporal durante el período en que Napoleón Bonaparte capturó Roma.

Todas las coronaciones posteriores a 1800 ocurrieron en Roma. Hasta mediados del siglo XIX coronaron a los papas en San Juan de Letrán. Sin embargo la hostilidad pública al papa en Roma condujo a que la ceremonia fuese movida de San Juan de Letrán a la más segura Capilla Sixtina para la coronación del Papa León XIII, debido al temor de que las multitudes anticlericales, inspiradas por la unificación italiana, pudieran atacar la Basílica e interrumpir la ceremonia. Coronaron al Papa Benedicto XV también en la Sixtina en 1914. El Papa Pío XI fue coronado sobre el "dais" (una plataforma levantada en un cuarto para la ocupación dignificada) delante del Altar Mayor en la Basílica de San Pedro. Los Papas Pío IX, Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI se coronaron en público en el balcón de la basílica, frente a los feligreses situados debajo, en la Plaza de San Pedro.

En 1939, la coronación del Papa Pío XII fue la primera en la que se realizó una filmación y la primera coronación difundida en vivo por radio. La ceremonia, que duró seis horas, fue presenciada por altos dignatarios internacionales, como el heredero del trono italiano, el Príncipe de Piamonte (futuro Humberto II), los ex-reyes Fernando I de Bulgaria y Alfonso XIII de España, al duque de Norfolk (que representó a Jorge VI del Reino Unido) y el irlandés Taoiseach Éamon de Valera.


La coronación tras Pablo VI

El último papa que se coronó fue Pablo VI. Aunque él decidió dejar de utilizar la tiara papal a pocas semanas de su coronación, y puso la suya propia ante el altar de la Basílica de San Pedro en un gesto de humildad, su encíclica de 1975 Constitución Apostólica, Romano Pontifici Eligendo, requirió explícitamente a su sucesor tener una coronación, indicando: “el nuevo pontífice debe ser coronado por el más antiguo cardenal decano”.

Sin embargo, en medio de una considerable oposición dentro de la Curia Romana, su sucesor el Papa Juan Pablo I optó por no ser coronado, eligiendo en cambio, tener una “Misa solemne para marcar el comienzo de su ministerio como Supremo Pastor”, de características menos formales.


Coronación de Pablo VI


Los partidarios de la coronación asumieron que las semanas posteriores a la muerte repentina del Papa Juan Pablo I, a sólo seis semanas de la previa inauguración de un pontificado, no era la época de regresar al antiguo ceremonial, pero que la vuelta a una coronación tradicional era una opción para los papas futuros.

Las coronaciones papales durante los siglos XIX y XX fueron:

• 1800 –Pío VII, coronado por el Cardenal Antonio Doria Pamphili
• 1823 –León XII, coronado por el Cardenal Fabrizio Ruffo
• 1829 –Pío VIII, coronado por el Cardenal Giuseppe Albani
• 1831 –Gregorio XVI, coronado por el Cardenal Giuseppe Albani.
• 1846 –Pío IX, coronado por el Cardenal Tommaso Riario Sforza.
• 1878 –León XIII, coronado por el Cardenal Teodolfo Mertel.
• 1903 –Pío X, coronado por el Cardenal Luigi Macchi.
• 1914 –Benedicto XV, coronado por el Cardenal Francesco Salesio Della Volpe.
• 1922 –Pío XI, coronado por el Cardenal Gaetano Bisleti.
• 1939 –Pío XII, coronado por el Cardenal Camillo Caccia-Dominioni.
• 1958 –Juan XXIII, coronado por el Cardenal Nicola Canali.
• 1963 –Pablo VI, Coronado por el Cardenal Alfredo Ottaviani.


Ioannes XXIII, ya coronado (1958)


Inauguración papal

La Misa de Inauguración Papal es un servicio litúrgico (celebrado en el Rito Romano pero con elementos del Rito Bizantino) para la investidura eclesiástica del Papa y que hoy en día ya no incluye la milenaria ceremonia de coronación.

Pablo VI, el último Papa en ser coronado, donó su tiara personal a la Basílica del Santuario Nacional de la Inmaculada Concepción, en la ciudad de Washington como un regalo a los católicos de los Estados Unidos. Sin embargo, aún permanecen más de 20 tiaras en el Vaticano (una se sigue usando cada año para coronar simbólicamente una estatua de San Pedro en su día). El primer papa en siglos que inauguró su pontificado sin una coronación fue Juan Pablo I.


Reemplazo de la coronación

Aunque Pablo VI decidió no usar una tiara, la Constitución Apostólica Romano Pontifici Eligendo de 1975 continuó concibiendo una ceremonia de coronación para sus sucesores. Sin embargo, Juan Pablo I, elegido en el cónclave de agosto de 1978, quería una ceremonia más "simple" y encargó al maestro de ceremonias papal diseñar una nueva. Teniendo el contexto de una “Misa de Inauguración”, el punto principal de la ceremonia era la colocación del pallium sobre los hombros del nuevo Papa y la recepción de obediencia de los cardenales.


Juan Pablo I durante la Misa inaugural de su pontificado


Su sucesor, Juan Pablo II, mantuvo los cambios hechos por su predecesor, aunque con adiciones, algunas de las cuales se hicieron eco de las antiguas coronaciones. Él prefirió que la Misa se realizara durante la mañana y no al atardecer, como la de Juan Pablo I. Refiriéndose a su homilía de inauguración con la tiara papal, dijo: "El Papa Juan Pablo I, cuya memoria está tan viva en nuestros corazones, no deseaba tener la tiara, ni su sucesor la desea hoy. Este no es el momento de regresar a una ceremonia y un objeto considerados, erróneamente, como un símbolo del poder temporal de los Papas".

En 1996, con la Constitución Apostólica Universi Dominici Gregis, Juan Pablo II estableció una "Solemne ceremonia de inauguración de un pontificado" a tener lugar, pero no especificó qué forma debería tomar. En términos técnicos una inauguración papal y una coronación papal se podrían utilizar para inaugurar un pontificado: ambas ceremonias habían sido descritas en el pasado usando tal término. Al escribir sobre la “inauguración de un pontificado” antes que sobre una “inauguración específica de un papa” se deja a la decisión individual de los nuevos Papas la elección de la forma particular de tal ceremonia.

La inauguración moderna

La actual inauguración papal, desarrollada a partir de la de Juan Pablo I, tiene lugar durante la Misa (usualmente en la Plaza fuera de la Basílica de San Pedro) e incluye la imposición formal del pallium o palio, el símbolo de la jurisdicción universal del Papa, sobre el Pontífice recientemente electo por parte del más antiguo Cardenal Decano.

Hasta hoy han sido tres los Papas que han utilizado la nueva ceremonia de inauguración: Juan Pablo I, Juan Pablo II (ambos en 1978) y Benedicto XVI (2005).


La Misa de Inauguración de Juan Pablo II


Benedicto XVI mantuvo esos cambios e introdujo uno más: el juramento de obediencia, que todos los cardenales deberían hacer, uno a la vez, durante la Misa, fue reemplazado por un juramento simbólico de respeto prestado por doce personas (los cardenales ya habrían hecho sus juramentos de obediencia uno por uno al momento de la elección, de acuerdo a las reglas del Cónclave).

La ceremonia comienza con el Papa y los cardenales rindiendo plegarias de rodillas ante la Tumba de San Pedro, detrás del altar mayor de la Basílica. Luego salen en procesión a la Piazza para la Misa, mientras se entona la Letanía de los Santos, pidiendo su ayuda para el nuevo Santo Padre. Éste recibe entonces el pallium y el Anillo del Pescador. Como se ha dicho, en lugar del juramento de lealtad de cada cardenal de rodillas (cosa que ya habrían hecho luego del Cónclave), doce personas representativas, laicas y eclesiásticas, le juran obediencia: el más antiguo Cardenal Obispo, el más antiguo Cardenal Sacerdote, el más antiguo Cardenal Decano, un obispo, un sacerdote, un diácono, un hermano religioso, una monja benedictina, una pareja de Corea y dos jóvenes (de Sri Lanka y de República del Congo) recientemente confirmados.

Luego de la Misa, el Papa ingresa a la Basílica de San Pedro donde, frente al altar mayor, recibe el saludo personal de las delegaciones oficiales presentes, incluyendo monarcas y jefes de Estado.



Imposición del palio a Benedicto XVI durante la solemne inauguración pontifical


El futuro de esta ceremonia

Mientras que los rituales inaugurales usados por los Papas Juan Pablo I y Juan Pablo II eran ad hoc (provisionales), el usado por el Papa Benedicto XVI no lo fue. Bajo Juan Pablo II, la Oficina de Celebraciones Litúrgicas del Supremo Pontífice preparó una versión permanente del ritual, para ser sometida a revisión y a aprobación como un ordo definitivo por parte de su sucesor. Benedicto XVI aprobó ese nuevo ritual el 20 de abril de 2005. Entonces fue publicado como un libro litúrgico oficial de la Iglesia con el nombre Ordo Rituum pro Ministerii Petrini Initio Romae Episcopi (Orden de los Rituales para el Inicio del Ministerio Petrino del Obispo de Roma). Este nuevo ordo ha de ser una versión permanente del rito de la inauguración y, en una rueda de prensa que sostuvo poco antes a la inauguración de Benedicto XVI, el arzobispo Piero Marini, Maestro de Ceremonias Papal, lo describió como parte de la aplicación a los ritos papales de las reformas litúrgicas hechas tras el Concilio Vaticano II. Por supuesto, un nuevo Papa tendría completa autoridad para alterar este rito de la inauguración, si, por ejemplo, él decide incluir una ceremonia de coronación.


La Plaza y la Basílica de San Pedro durante la Misa Solemne de Inauguración de Benedicto XVI


El Ordo Rituum pro Ministerii Petrini Initio Romae Episcopi que fue aprobado en 2005 no solo contiene el rito de la Misa de Inauguración papal, sino también la misa de entronización del nuevo Papa en la Cathedra Romana (Cátedra Romana), en la Basílica de Letrán, catedral de Roma, que precede en importancia incluso a la basílica vaticana. Los Papas usualmente toman posesión de la Basílica de Letrán unos días después de la inauguración de su pontificado. Benedicto XVI lo hizo el 7 de marzo de 2005. Este rito, conocido en latín como incathedratio, es el último de los rituales que marcan la ascensión de un nuevo Sumo Pontífice.



jueves, 22 de julio de 2010

Huéspedes y visitantes reales en el Vaticano


El padre José Apeles, en su encomiable libro “Historias de los Papas”, relata decenas de anécdotas chispeantes sobre los ocupantes de la Silla de Pedro, algunas de las cuales me atrevo a recoger aquí.

Una bocanada de aire fresco para Alejando VII

El Cardenal Fabio Chigi pertenecía a una rica e ilustre familia de banqueros sieneses, pero animado de una profunda y sincera religiosidad nunca había hecho prevalecer su rango y llevaba una vida más bien austera. Enviado como representante de la Santa Sede al Congreso de Paz de Münster –que pondría fin a la Guerra de los Treinta Años- hubo de asistir resignadamente a la derrota de la causa católica y a la consolidación de la ruptura religiosa de la Cristiandad. Su enfrentamiento con el Cardenal Mazarino, más preocupado por la gloria de Francia que por la de la Iglesia, de la cual era príncipe, le generó una gran antipatía al futuro ministro de Luis XIV que se la haría pesar de allí en más.

En el cónclave que siguió a la muerte de Inocencio X, Monseñor Chigi fue elegido como su sucesor, pese a un veto inicial pronunciado por Mazarino. Abrumado, el nuevo Papa quiso evitar la adoratio, pero los cardenales no lo permitieron y la ceremonia se llevó a cabo como era de rigor. Alejandro VII decidió sostener en su mano un crucifijo para expresar que el homenaje no era para sí sino para Aquel de quien era Vicario en la Tierra.


Alejandro VII


A acentuar su melancolía contribuyó el hecho de que Alejandro era de constitución enfermiza. Mandó a Bernini que le construyera un sarcófago y es fama que durmió en él muchas veces. También colocó una calavera en un lugar visible de su escritorio para acordarse de lo efímero y precario de la existencia mortal. Parece difícil entender cómo un hombre de carácter tan sombrío pudo ser el Pontífice del apogeo del barroco, arte de la exuberancia y la sensualidad por excelencia. Es que algo cambió la vida de Alejandro VII. La visita de una reina del Norte.


Cristina, hija del rey protestante Gustavo II Adolfo de Suecia, había heredado el trono de su padre en 1632. Habiendo recibido una educación masculina, se rodeó de los sabios de su época y los pensionó generosamente; hizo ir a Estocolmo al gran Descartes; respondió a sus inquietudes religiosas abrazando al catolicismo, aún a costa de su trono, pues Suecia era un reino oficialmente protestante. Su abjuración tuvo lugar en Innsbruck el 2 de noviembre de 1655.


Cristina en 1675


Algunos pusieron en duda la sinceridad de la conversión de Cristina, argumentando que en realidad quería deshacerse de una pesada corona que la obligaba a vivir en una corte poco brillante. Sin embargo, las costumbres libres de Cristina no cambiaron después de su abdicación. Pero el retorno al redil de aquella oveja perdida fue para Alejandro VII una gran alegría, por lo que preparó para ella un pomposo recibimiento en la Ciudad Eterna, donde la había invitado a residir.


Por encargo del Papa, Bernini remodeló la Puerta Flaminia que se abre sobre la Piazza del Popolo, dándole el carácter de arco triunfal y grabando una inscripción compuesta por el mismo Alejandro: Felici faustoque ingressui anno salutis MDCLV (“A la feliz y fausta entrada que tuvo lugar en el año de la salvación de 1655”). Por aquella época, los visitantes ilustres hacían su entrada solemne por este lugar y luego el cortejo discurría a lo largo de la Via Lata, hoy Vía del Corso. Cuando un viajero importante llegaba de incógnito no quedaba dispensado de hacer días más tarde el ingreso oficial. Éste fue el caso de la ex reina de Suecia, quien, después de dos días como huésped del Papa en el Belvedere del Vaticano, entró triunfalmente en suntuosa carroza el 23 de diciembre de 1655.


San Pedro en 1630


El día de Navidad Cristina tomó parte en las solemnidades de San Pedro y recibió la primera comunión de manos del Papa. Ese mismo día le fue impartida la confirmación, durante la cual añadió a su nombre el de Alejandra en honor de su padrino, el Sumo Pontífice. En el banquete que siguió, la princesa sueca desplegó sus encantos, mezcla de ingenuidad y desvergüenza, de juicio y despreocupación. El Papa, que por una tradición impuesta por su antecesor Urbano VIII comía solo en su mesa elevada sobre las demás, no quitaba la vista de esa criatura fascinante, que traía aires renovados sobre su severa corte. Todos advirtieron el cambio que experimentaba su expresión habitualmente mustia.


Instalada provisoriamente en el Palazzo Farnese por cortesía del Duque de Parma, Cristina Alejandra acabaría fijando su residencia en una antigua villa en la Lungara. Allí se construiría más tarde el Palazzo Corsini. Fue tanta la jovialidad que entró con ella en el Vaticano que un buen día Alejandro ordenó retirar de sus apartamentos el sarcófago y la calavera, señal de un saludable cambio de actitud del que Roma resultó beneficiada, pues durante este pontificado la Ciudad Eterna conoció su apoteosis.



Carrusel en el Palazzo Barberini en honor de Cristina de Suecia


Pío VII recibe a una madre prolífica


El pontificado de Pío VII, el Papa Chiaramonti, estuvo marcado por la actuación de Napoleón, verdadera águila imperial que hizo presa suya a toda Europa, sin respetar ni siquiera a los Estados de la Iglesia.


Sin embargo, el Gran Corso poseía un arraigado sentido de familia, producto de una herencia inequívocamente italiana, pese a ser el propulsor del nacionalismo francés. Cuando alcanzó el poder unió a su destino los de todos sus hermanos, sin olvidarse de ninguno. A José lo hizo sucesivamente rey de Nápoles y de España; a Luciano, príncipe de Canino; a Elisa, princesa consorte de Lucca y Piombino; a Luis lo casó con su hijastra Hortensia de Beauharnais y lo convirtió en rey de Holanda; a Paulina, la casó con el príncipe Camilo Borghese; a Carolina la dio por esposa al General Murat, primero Duque de Berg y de Clèves y luego rey de Nápoles; a Jerónimo, el menor, lo puso en el trono de Westfalia. Hasta el tío materno de todos ellos, Joseph Fesch, se benefició de la buena estrella de Napoleón, ya que, gracias a él, se convirtió en arzobispo de Lyon, primado de las Galias, y después en cardenal.


Tapicería con el águila y las abejas del escudo napoleónico


Orgullosa debió sentirse Donna Letizia Ramolino, matriarca del clan, al ver a todos sus vástagos bien colocados y recibiendo toda clase de honores. A ella, que en su viudez tuvo que sacarlos adelante a costa de inauditos sacrificios, se debió que permanecieran siempre juntos, lo que fue un consuelo en momentos de adversidad. Era una auténtica mamma italiana que en todo momento estuvo al lado de su hijo. En Francia se la conoció como Madame Mère, título cortesano muy adecuado para quien era el ángel tutelar de la nueva dinastía nacida de la Revolución: la de los napoleónidas.


Pasado el tiempo, después del destierro en Santa Elena, todos los Bonaparte cayeron en desgracia. La Restauración no quiso saber nada de ellos, mientras el Congreso de Viena se dedicaba a deshacer los estados creados por Napoleón para su familia. Donna Letizia, que ya contaba sesenta y cinco años, no sabía adónde ir. Su casa de Ajaccio, en la nativa Córcega, estaba abandonada, por lo que no podía obtener allí un asilo acorde con su dignidad. Sus hijos, ocupados por su propio porvenir, no se hicieron cargo. Francia nunca había acabado de gustar a la buena señora, que se sentía italiana en el fondo.


Letizia Ramolino, Madame Mère


De Italia, precisamente, le vino el auxilio. Pío VII había regresado a sus restaurados estados en 1814, tras la primera caída de Napoleón. En conmemoración de su liberación y de su entrada triunfal en Roma el 24 de mayo de ese año, instituyó la fiesta de María bajo la advocación de Auxilium christianorum (Auxiliadora de los cristianos). Era comprensible su regocijo por verse libre al fin de la amenaza del emperador, quien lo había humillado y hecho pasar un duro cautiverio, pero no le guardó rencor.


Conservó a su lado al cardenal Fesch, quien le habló de la situación de desamparo en que había quedado su medio hermana Letizia. El Santo Padre tuvo entonces el gesto de invitarla a Roma, donde viviría a expensas de la Cámara Apostólica. Donna Letizia aceptó, conmovida por la nobleza que demostraba el Papa Chiaramonti, quien era muy consciente de lo que significaba vivir en el destierro. Fue alojada en principio en el palazzo Corsini, en la Lungara, sobre la orilla derecha del Tíber, que no era extraño a los napoleónidas porque el cardenal Fesch vivió allí. De todos modos, la madre del ex emperador no pasó mucho tiempo en él, ya que se trasladó definitivamente al Palacio Aste, en Piazza Venecia, una edificación del siglo XVII acondicionada para ella.


Pío VII


Gracias a la generosidad de Pío VII (continuada por León XII, Pío VIII y Gregorio XVI), Donna Letizia pasó en aquel palazzo romano su vejez, apaciblemente y libre de cuidados materiales, turbada tan solo por las sucesivas muertes de sus hijos Elisa, Napoleón y Paulina, a quienes tuvo la pena de sobrevivir. En 1836 se extinguió la vida de esta verdadera Hécuba, madre prolífica de príncipes que acabaron siendo abatidos por la adversidad (aunque en varias ramas secundarias acabaron entrando en la realeza que los metamorfoseó en “pura sangres”). Donna Letizia contaba ochenta y seis años y era mirada por los romanos como una reliquia viviente de tiempos ya legendarios. Debido a su estancia allí, el Palacio Aste pasó a llamarse Palacio Bonaparte y se distingue fácilmente, en el comienzo de la Via del Corso, por su peculiar balcón cerrado pintado de verde, único en Roma.


Palazzo Bonaparte


El mal paso de la reina de España


Los Papas suelen recibir en audiencia a Jefes de Estado de diferentes credos, con quienes usan la tradicional cortesía vaticana que tanto les impresiona. Pero cuando los visitantes de Estado son católicos no se trata solo de una relación de poder a poder, sino que, como hijos de la Iglesia, tienen un trato más próximo.


En relación con España, una nación históricamente católica, el Vaticano y el Santo Padre siempre han recibido a sus soberanos con especiales muestras de deferencia.

Isabel II, reina de España


Isabel II de Borbón, por ejemplo, pese a su temperamento sensual y larga vida de desenfado erótico, hacía honor a su título de Majestad Católica. Su entorno y ciertas acciones políticas no estuvieron exentos de la presencia de la religión. Pío IX, conocedor de los desórdenes amorosos de Isabel, manifestó siempre una paternal benevolencia y comprensión hacia esa víctima de los hombres y las circunstancias. Fue padrino del príncipe de Asturias, el futuro Alfonso XII, y mantuvo una postura prudente en la delicada cuestión dinástica. Aunque la causa carlista, católica y antiliberal, era afín a sus sentimientos, prefirió evitar tomar partido para no destruir el precario equilibrio de la monarquía española. Y el 12 de febrero de 1868, como señal de buena voluntad, concedió la Rosa de Oro a Isabel II.


En 1873, exiliada la reina de España en Francia y prisionero el Papa en el Vaticano, los carlistas encendieron nuevamente en la proclamada República federal la mecha de la guerra. Como el clero español se mantuvo alerta pero en una posición políticamente neutral, el sector más reaccionario del tradicionalismo lo acusó de liberal, lo que hizo recelar a Pío IX. Entonces, por consejo del obispo Claret, Isabel II decidió partir a Roma para contrarrestar dichos rumores.



Pío IX


El Pontífice, que en el pasado se había mostrado bien dispuesto hacia esa hija descarriada, ahora se mostraba más reticente a recibirla, máxime cuando, lejos de corregir sus costumbres, la reina escandalizaba a la sociedad francesa. El entorno papal desaconsejaba la audiencia pero, al fin, el Santo Padre se resignó y decidiendo mostrarse grave y adusto aceptó recibirla para evitar desairar a una soberana católica.


Llegado el día previsto se presentó Isabel II en el Palacio Apostólico. El ceremonial vaticano imponía una triple genuflexión antes de inclinarse a besar el pie del Sumo Pontífice, quien aguardaba sentado en su trono al fondo de la Sala Clementina. Era un acto llamado adoratio, el beso al augusto pie del Papa que no era, sin embargo, un gesto que se prodigara.


La Sala Clementina, hoy


El visitante debía hincar la rodilla al entrar, al llegar a la mitad del trayecto y al pie del trono papal. Cuando la ex reina entró en la sala, asaltó a todos un involuntario sentimiento de sorpresa. Su corpulencia, unida a las blancas vestiduras y a la rica mantilla de encaje, la hacían parecer imponente. Ejecutó con notable dificultad –debido a su peso y a la larga cola de su vestido- las dos primeras genuflexiones. Al realizar la tercera, no pudo incorporarse bien y su pie se enredó en los bajos del vestido, haciendo que cayera pesadamente en el suelo con toda su humanidad.


Los camareros del Papa se apresuraron a ayudarla, pero la soberana se alzó sola con un gesto de gran desenfado que cautivó al Santo Padre y le hizo abandonar su gesto severo. Entonces, dirigiéndose a un cardenal cercano, le comentó en voz baja: “Puttana, ma brava!”. Y la audiencia transcurrió finalmente en un ambiente distendido y cordial… gracias al mal paso de la reina Borbón.

La Reina de España

Las perlas de doña Victoria Eugenia


Un incidente bastante peculiar ocurrió cuando Alfonso XIII y su consorte, Victoria Eugenia de Battenberg, acudieron a la solemne audiencia concedida por Pío XI el 20 de noviembre de 1923.


En mayo de aquel año, en el curso de una ceremonia que tuvo lugar en la Capilla del Palacio de Oriente, Doña Victoria Eugenia había recibido la Rosa de Oro de manos del nuncio. El Papa le había otorgado esta distinción –llevada a Madrid por el Marqués Sacchetti, Correo Mayor de los Palacios Apostólicos-, en reconocimiento a los méritos insignes que la reina había contraído al servicio de la Iglesia. La consorte de Alfonso XIII, pese a haber nacido princesa anglicana, se había tomado tan en serio su conversión que en todo momento hizo honor a su condición de soberana católica.

Victoria Eugenia, “Ena”, con sus célebres joyas y su mantilla blanca


Especialmente significativa fue su presencia en el acto de consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús que hizo el rey en 1919 y que le costaría la corona. Así que, uno de los principales motivos del viaje a Italia que emprendieron los reyes en 1923 fue precisamente agradecer al Santo Padre el homenaje brindado a Doña Victoria Eugenia.


La recepción de los monarcas españoles en la Corte vaticana revistió una esplendidez memorable. Pío XI recibió a sus augustos visitantes en la Sala del Consistorio, con capa pluvial y tocado con la tiara. Sendos tronos destinados a los reyes se habían dispuesto a ambos lados del solio papal. Alfonso XIII hizo su entrada vestido con uniforme de gran gala y, tras realizar las tres reverencias rituales y besar devotamente el pie del Sumo Pontífice, fue hecho levantar por éste y abrazado efusivamente.


El Rey y la Reina de España, con su séquito, el día de la audiencia pontifical


A continuación entró en la sala la reina, ataviada con un traje blanco provisto de larga cola y todo él recubierto de pequeñas perlas azul marino, lo que ofrecía una magnífica visión iridiscente. Doña Victoria Eugenia realizó, a su vez, las genuflexiones de rigor y subió las gradas del solio papal para besar el pie de Su Santidad.


Debido al considerable peso del vestido la operación resultó difícil, pero lo fue aún más el incorporarse, pues hubo de apoyarse con la mano. En este movimiento enganchó el hilo que sujetaba las perlas y lo rompió, rodando todas por el piso de la Sala del Consistorio. Los guardias nobles de servicio se abalanzaron sobre las perlas y el propio maestro de cámara del Papa se inclinó para recoger algunas. Pero lejos de ser devueltas a su dueña, quedaron en poder de los diligentes servidores, que pidieron conservarlas como recuerdo.


Pío XI


La audiencia continuó sin ningún otro inconveniente, pero fue la última muestra de esplendor del reinado de Alfonso XIII antes de la crisis que le haría perder el trono.