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viernes, 11 de marzo de 2011

"Sevilla tiene un sabor especial"


La condesa de Romanones (nacida Aline Griffith), escribió estas vívidas estampas del entorno de los Alba en su libro “Sangre azul”. Me permití realizar estos extractos, ya que son un inmejorable y cálido registro de la visita de una noble española a Sevilla durante las fiestas típicas de la Feria de Abril.

Sevilla, 1966

“Llegamos a Las Dueñas. Con su habitual sonrisa de bienvenida, Juan, el guarda, abrió la enorme verja doble. Nuestro coche avanzó por el sendero de arena, flanqueado por hileras de naranjos en flor, en dirección al bello palacio del siglo XV de estilo arábigo. La fachada y los balcones estaban cubiertos de buganvillas de un intenso color rojo. A un lado, frente a los establos, aguardaban dos carrozas, un landó y una calesa. Los caballos, perfectamente emparejados, pura sangre cartujanos, estaban adornados con borlas y cintas de seda. Los cocheros vestían trajes de la época de Goya. Tanto la carroza como los caballos de los Alba lucían los colores de la familia, azul y amarillo. Al mirar el otro carruaje, cuyos colores eran azul y blanco, me di cuenta que había venido un antiguo conocido: Tomás Terry. Los invitados traían a veces sus propias doncellas o ayudas de cámara, pero Tomás había llegado con su propia carroza y su cochero.


El encanto del viejo palacio empezaba a ejercer su influjo sobre mí. Salí del coche, ansiosa por volver a ver el hermoso patio central, con sus altas y esbeltas columnas y las majestuosas arcadas. Al pasar bajo el arco de entrada me quedé embelesada, disfrutando de su perfecta simetría, de los exquisitos artesonados y, en la tranquilidad que se respiraba, del caprichoso y mágico rumor del correr del agua y del canto de los pájaros. Las palmeras, rectas y delgadas, destacaban por encima del balcón de piedra esculpido con filigranas, de donde se alzaba un surtidor de gran colorido formado por claveles rojos, buganvillas rosadas y rosas rojas que se elevaba hasta alcanzar el cielo. A mi alrededor las plantas verdes y los primorosos lirios inundaban el jardín del patio. La antigua fuente proyectaba hacia lo alto delgados chorros de agua que centelleaban al sol y creaban una sutil melodía al caer.

(…)

Al cabo de unos minutos, me obligué a abandonar ese paisaje hipnotizador y me dirigí hacia una escalera lateral que conducía a las habitaciones de los invitados, en el segundo piso. Al oír el sonido de mis tacones en el viejo suelo de baldosas, pensé en su historia. Hacía casi quinientos años, a su regreso del Nuevo Mundo tras la conquista de México, Hernán Cortés había subido aquellas escaleras cuando visitó ese palacio para ver a su hija. Mucho después, y en repetidas ocasiones, la emperatriz Eugenia de Francia, de origen español, había ascendido por aquellos peldaños cuando iba a ver a su hermana, la duquesa de Alba.

Sabía que Juan, el portero, habría avisado a Cayetana de mi llegada y que ella me buscaría a su debido tiempo, de modo que fui directamente a mi dormitorio. Mi ropa ya estaba colgada en el anticuado armario y las botas y las zahonas habían sido lustradas y reposaban junto al sofá que había a los pies de la cama con dosel. Desde el balcón abierto miré hacia el jardín repleto de flores y aspiré la fragancia del azahar. La vida podría ser maravillosa si…

(…)

- ¡Aaaandaaaa! – Del jardín que se extendía al pie de mi ventana llegó la voz gutural de un cochero y el restallido de un látigo.




Me precipité hacia el balcón. La rubia y encantadora Cayetana, radiante con la peineta y la amarillenta mantilla de encaje, estaba en la carroza lista para ir a los toros con dos de sus cinco hijos. Me llamó, al tiempo que se colocaba una mano a modo de visera para protegerse los ojos del sol.
- Temía que no fueras a llegar a tiempo para la corrida. El coche de Tomás saldrá dentro de unos minutos. Vístete rápido para que no tengan que esperarte. Tienes asiento de barrera y la señora Kennedy no llegará hasta más tarde.

Las palabras de Cayetana me devolvieron a la realidad. (…) Mientras me vestía a toda prisa para no llegar tarde a los toros, pensé en la anfitriona, una duquesa de Alba que probablemente sería más célebre que su antepasada, la otra Cayetana pintada por Goya. Mi amiga tenía una tupida melena, larga y sedosa, del color de la miel, una piel dorada, la nariz algo respingona, unos cálidos ojos pardos, una figura esbelta y un carácter a la vez tímido y valiente, a veces temerario. Bailaba flamenco mejor que las gitanas profesionales, era un ama de casa experimentada, experta en bellas artes, aficionada a los toros, una duquesa que mantenía las costumbres y tradiciones españolas y que comprendía y amaba a su pueblo. Su marido era alto, moreno, muy atractivo y elegante. Con sus cinco hijos varones y su hija recién nacida, constituían una familia impresionante.

Me coloqué una peineta en el moño y la sujeté con pinzas para que no se moviera. Además me envolví la cabeza con una larga mantilla negra de encaje que me llegaba a las rodillas y empleé una horquilla para engancharla al pelo por delante de la peineta, de modo que el encaje cubriera el peinado con unos pliegues convenientemente distribuidos. Con un alfiler sujeté la mantilla a los hombros del vestido. Aquello descargaba la coronilla del peso del tocado y hacía más fácil volver la cabeza a los lados sin derribar la peineta. A continuación cogí un broche de diamantes, con el que trabé varios pliegues en la parte posterior de la peineta, ya colocada. Aquello también me daba un aspecto brillante vista por detrás. Tomé tres claveles rojos de la cómoda y me los sujeté sobre la oreja izquierda. Cuando me levanté, el color rojo de mi vestido realzaba el primoroso diseño de las flores del encaje, que además enmarcaba mi rostro. Los claveles rojos contrastaban con la mantilla negra y con mi cabello, también oscuro. El efecto era exótico y gracioso. Casi sin aliento, me precipité escaleras abajo preparada para el paseo en la hermosa carroza descubierta.

Era una sensación espléndida ir en el landó de Terry con los cascabeles tintineando y resonando por las hermosas, estrechas y tortuosas calles de Sevilla. Los cascos de los caballos repiqueteaban en los adoquines a un ritmo cadencioso. La gente saludaba a nuestro paso, disfrutando de la visión de la majestuosa carroza con los cinco caballos andaluces de pura raza emparejados a la perfección. Los cocheros también despertaban la admiración de los transeúntes: iban sentados en sus respectivos pescantes, muy erguidos y educados, soberbios con sus bufandas de seda coloreadas, las chaquetillas multicolores y las botas y las zahonas relucientes. Los caballos que iban en cabeza eran esbeltos y de color gris oscuro y los tres de varas eran casi idénticos. Este tipo de distribución del tiro era típica en el sur de España, y la llamaban “media potencia”, términos y costumbres que ya no existen en ningún otro lugar de Europa, pero que aquí, durante la Feria, crean un ambiente de nostalgia por los tiempos perdidos.

A la entrada de la plaza de toros, Tomás, Angelita Almenara, Bunting Teba y yo hicimos cola detrás de otros carruajes magníficos y saboreamos el ambiente que nos rodeaba; saludábamos con la mano y hablábamos con los amigos de los coches cercanos. Los caballos, nerviosos e impacientes, se agitaban y piafaban constantemente, haciendo tintinear los cascabeles en millares de tonos diferentes. La gente que se agolpaba en las verjas de la entrada rezumaba excitación y expectación. Las castañuelas sonaban por doquier, los buhoneros anunciaban a gritos su mercancía, las mujeres que vendían claveles rojos gritaban desaforadamente. Y como hacía mucho calor, los puestos improvisados estaban haciendo su agosto vendiendo abanicos pintados a mano y agua helada, que vertían en vasos de papel desde unos anticuados botijos de arcilla. Los hombres que vendían almohadillas para los duros asientos de la plaza no daban abasto para satisfacer la demanda de los asistentes. La tensión del ambiente presagiaba una gran corrida.

(…)




Con el tiempo justo, segundos antes de las seis en punto, entramos en la Maestranza. La arena del ruedo resplandecía como si fuese oro en polvo bajo el cálido sol cuando llegamos a nuestros asientos. Extendí mi mantón de manila, que llevaba enrollado en el brazo, encima de la barrera y luego contemplé la plaza en todo su esplendor. ¡Qué espectáculo tan fascinante! Bordeando el ruedo y sosteniendo un corto tejado, había un círculo de encantadoras columnas de granito, muy viejas, junto a las que se sentaban, en pequeños palcos, hermosas mujeres de todas las edades, deslumbrantes y espectaculares, con peinetas y delicadas mantillas de encaje, blancas o negras; todas lucían claveles en el pelo y agitaban sus abanicos primorosamente decorados. Los chales de seda doblados en artísticos pliegues sobre las vistosas barandillas de rejas daban esporádicas notas de color. Detrás de las mujeres estaban los hombres de pie, atractivos y vestidos de oscuro, que saludaban con la mano y llamaban a sus amigos mientras bebían jerez. La plaza estaba a rebosar y la atmósfera era electrizante. En breves instantes saldrían al ruedo los matadores más famosos de la temporada y se comentaba que los toros pesaban más de quinientos kilos.




La atención del público se centraba en los palcos.

- Todos quieren ver a la princesa Grace –nos explicó Tomás. Mi obsesión por el trabajo me había hecho olvidar que ella y Rainiero asistían aquel año a la Feria.

Junto a nosotros estaba Lola Flores, acompañada por su marido: hablamos apenas unos segundos. Más abajo, también en asientos de barrera, se encontraban Audrey Hepburn, arrolladora, con un vestido blanco y sombrero de paja, y Mel Ferrer. Ella agitaba un abanico negro de encaje genuinamente español y abarcaba con la mirada toda la plaza; era evidente que disfrutaba tanto como yo del pintoresco escenario. (…) Los toros eran bravos y Antonio Ordóñez tuvo una tarde espléndida, aunque la muerte siempre estaba presente en estos casos. Sus pases eran valientes y elegantes y las embestidas del toro, cuyos cuernos rozaban su cuerpo a cada instante, absorbieron por completo mi atención.

(…)

Ya en el yate de los Fribourg, hicimos planes para encontrarnos después de cenar en la caseta de Ybarra, donde según los rumores se celebraría la mejor sesión de flamenco de la noche. No tenía sentido llegar al recinto de la Feria antes que el flamenco estuviera en su apogeo. Solíamos abandonar el palacio alrededor de la una y regresar cada uno por su cuenta entre las cuatro y las ocho de la mañana, y luego dormíamos hasta el mediodía. Mientras estábamos en los toros había llegado Jackie Kennedy, de Madrid en un avión oficial, acompañada por el embajador americano, Angie Duke, y Robin, su bella esposa. La puerta de doble hoja que comunicaba nuestras habitaciones estaba cerrada, por lo que supuse que la señora Kennedy estaba descansando con el fin de recuperar fuerzas para la larga noche que se avecinaba, y decidí hacer lo mismo.





Cayetana me había pedido que la ayudara con Jackie Kennedy, una de sus invitadas de aquel año y a quien no conocía. Antonio Garrigues, el embajador español en Washington, le había propuesto a Cayetana que invitara a la Feria a la ex primera dama norteamericana para hacerle olvidar el trágico asesinato de su esposo hacía solo dos años y medio. Cayetana me había llamado antes que yo saliera de Madrid para preguntarme si tendría inconveniente en que Luis ocupara otra habitación, puesto que llegaría hacia el fin de semana, y así alojaría a la señora Kennedy en la habitación contigua a la mía. “La señora Kennedy no conoce a nadie por aquí. No quiero que se sienta desorientada. Si tú estás cerca, ella tendrá a alguien que le solucione los problemas”.

Le había dicho a Cayetana que me parecía bien. No podía decir mucho más. Añadí que había incluido en mi equipaje ropa de montar para Jackie. Me dijo que Fermín Bohórquez, el rejoneador, había enviado a Nevada, su caballo más espectacular, para que lo montara ella en el desfile diario, y que entre los veintidós huéspedes de la casa estarían algunos de los hombres más guapos de España. Había hecho todo lo posible por asegurarle a su ilustre invitada una feliz estancia.



Alrededor de las doce menos cuarto, vestida con un traje rojo de lunares blancos y con el mantón de Manila que había pertenecido a la abuela de Luis, recorrí la amplia galería del segundo piso para reunirme con los demás en el salón rojo. Mi falda gitana de volantes, rígidamente almidonada, producía tanto ruido con el roce que no me di cuenta de que Jackie me seguía hasta que se colocó a mi lado. Estaba arrebatadora, con un traje de shantung blanco de Oleg Cassini y una torera bordada en rojo, blanco y azul. Se había colocado dos claveles blancos a ambos lados de su reluciente pelo castaño oscuro. Cuando llegamos a la escalera principal, subían Luis Miguel Dominguín y Antonio Ordóñez. Después de las presentaciones, nos dirigimos todos juntos al salón. Las paredes estaban cubiertas de damasco rojo antiguo y dos hileras de retratos de familia circundaban la habitación. Había una chimenea de leña encendida. Hablamos de caballos, toros y flamenco hasta que, poco después de la medianoche, Gregorio, el mayordomo, anunció que la cena estaba preparada.

En el comedor, la mesa ovalada de caoba, bañada por la vacilante luz de cuatro candelabros de plata maciza, estaba preparada para veinticuatro personas. De la pared colgaba un retrato ecuestre de Cayetana con una de sus tías, la duquesa de Santoña. A Jackie la sentaron entre Luis de Alba y el conde de Teba, que pronto se quedaron prendados de ella. La atención de todos estaba centrada en aquella mujer.



(…)


Cuando nos levantamos de la mesa, todos los varones estaban bajo los efectos de su encanto, mientras las mujeres intentábamos descubrir cómo lo habría conseguido. No sólo era hermosa, acordamos todos, sino que además, y más importante, era muy circunspecta. (…) Una vez finalizada la cena, como Jackie declaró que estaba demasiado cansada para ir a la Feria, yo me marché con los primeros invitados que se dirigían al recinto.

Por encima de las callejuelas que albergaban las casetas, el cielo brillaba con un millón de luces de colores. A ambos lados de la calzada sin asfaltar, los farolillos japoneses iluminaban las pequeñas terrazas de los tenderetes de lona donde resonaba la música de las guitarras y el zapateado. Caminamos despacio bajo la arcada de globos luminosos de papel, entremezclados con una multitud de matronas sevillanas ataviadas con sus mejores galas, jovencitas con largos trajes de volantes, niños retozones disfrazados y gitanos que tocaban ritmos embriagadores golpeando en recipientes de lata. A esa hora, las fiestas flamencas estaban en su mejor momento. Durante toda la semana, Sevilla se dedicaría al jolgorio.




La caseta estaba atestada, pero Antonio Ybarra nos vio y nos hizo señas para que nos acomodáramos en las sillas de la parte delantera. En el pequeño estrado, un gitanillo de unos ocho años bailaba y zapateaba al compás de la guitarra como un auténtico profesional. Uno tras otro, los artistas y algunos invitados que eran bailaores experimentados subieron a la plataforma a bailar por bulerías, fandangos y rumbas gitanas. Para todos los presentes en aquella caseta, el tiempo se detuvo…

(…)

Unas cuatro horas más tarde, todo el mundo se despertaba. Las botas estaban siendo lustradas, las zahonas anudadas, las ropas planchadas. Las mujeres que tenían intención de montar a caballo al estilo amazona iban de una habitación a otra, pidiendo a sus amigos que las ayudaran con las anchas fajas de montar y llamando a las peluqueras para que les hicieran el moño. Los hombres luchaban con las alas de sus sombreros cordobeses de fieltro, que se habían deformado durante el viaje. En las escaleras resonaban las espuelas de acero al raspar las baldosas. En el patio tintineaban los cascabeles de los caballos. Los cocheros estaban todavía sacando brillo a los arreos o poniendo bien las borlas. Todos se encontraban en alguna fase de los preparativos para el desfile de caballos y jinetes de aquel día. (…)



Fuimos al recinto ferial en la carroza de los Alba. El aire era húmedo y caliente y yo sudaba bajo mi chaquetilla de terciopelo verde. Jackie llevaba mi chaqueta de montar de terciopelo rojo, pantalones a rayas y zahonas recamadas; tenía un aspecto magnífico. Cuando Jackie montó a Nevada, el majestuoso caballo blanco, fue todo un espectáculo. Con los sombreros negros de ala ancha inclinados sobre un ojo, el cabello recogido en grandes moños, las chaparreras bordadas coquetamente anudadas por detrás de los muslos, una manta blanca a rayas para el caballo cruzada sobre la perilla de la silla de montar andaluza, iniciamos la marcha con el lento y solemne trote español. Después pasamos a un medio galope cadencioso.

- Aline, este caballo español es una preciosidad –Jackie estaba radiante de alegría-. Tan fuerte, y sin embargo tan dócil.





Montaba como la excelente amazona que era, algo que los sevillanos reconocían mejor que la mayoría de la gente. Los transeúntes se detenían para contemplarla y algunos bajaron a la calzada para verla más de cerca.

- Dime cómo se hacen esos pasos tan elegantes que le han enseñado a este caballo – me dijo Jackie, intentando no prestar atención a la creciente muchedumbre-. Esos pasos largos y esos giros a cámara lenta. Se los he visto en Viena a los caballos lipizzanos, pero nunca había montado uno que estuviera entrenado para hacerlos.

Me incliné hacia un lado y oprimí el flanco de mi montura con las espuelas y a continuación hice lo mismo en el otro costado. El caballo empezó a trotar, levantando mucho las patas delanteras. En cuanto Jackie se puso a hacer lo mismo, los fotógrafos y los admiradores se acercaron más todavía, hasta empujar a nuestros caballos, de modo que todos sus esfuerzos resultaban inútiles.

- ¡Oh, cómo odio las aglomeraciones! –exclamó con desesperación- ¡Y estoy hasta la coronilla de fotógrafos! Vaya donde vaya, me hacen la vida imposible.




El espectacular carruaje del marqués de Atienza, tirado por cuatro parejas de caballos blancos con uno más en cabeza enganchado por una soga de nailon invisible, avanzaba justo detrás de nosotros. Normalmente, la muchedumbre se echaba atrás y se quedaba mirando con reverencia, pero aquel día, en cambio, todos querían estar cerca de la famosa señora Kennedy. La multitud nos rodeaba, empujándose y agobiándonos cada vez más. Nuestras monturas se pusieron nerviosas y empezaron a caracolear. Para empeorar las cosas, hacia nosotros avanzaban, también con dificultad, Audrey Hepburn y Mel Ferrer. Ambos montaban a horcajadas en caballos de la cuadra de Ángel Peralta, el rejoneador más famoso del país. Me di cuenta que Audrey estaba asustada. Había sido arrojada del caballo en una película, pocos años antes y se había roto una vértebra lumbar. De modo que tampoco se estaba divirtiendo, precisamente.

Avanzamos entre el gentío en dirección al estrado de los jueces del desfile. Cualquier fallo en el vestido o en la postura era advertido y los premios se concedían a los que cumplían las normas. Nadie, ni siquiera la primera dama de los Estados Unidos de América, ganaría un premio si había el menor fallo en su indumentaria. Nuestros pantalones a rayas eran un error: mi doncella los había incluido en mi equipaje accidentalmente en lugar de poner los negros pero, afortunadamente, Jackie no lo sabía (…)




El desfile de carrozas y jinetes fue todo un espectáculo. Detrás de algunos jinetes iban chicas sentadas al estilo amazona en la grupa del caballo, con claveles en el pelo, con las largas faldas gitanas de volantes y lunares extendidas artísticamente sobre los lomos del animal. Varios de aquellos atractivos jinetes eran toreros que se habían convertido en las estrellas de la semana, lo que hacía que el desfile fuera más seductor y emocionante para todos. Sobre el respaldo de los asientos de las carrozas se sentaban unas niñas vestidas con trajes de algodón de vivos colores. De un vehículo a otro pasaban las copas de jerez muy frío y de vez en cuando llegaban a algún jinete cercano. La música de las guitarras sonaba procedente de las casetas y, en su interior, grupos de chicas con trajes multicolores bailaban sevillanas. La gente se reía, charlaba animadamente y saludaba a los amigos desde lejos, los claveles volaban por el aire.

La muchedumbre que rodeaba a Jackie terminó por impedirle avanzar. Aquello era muy peligroso. Como caballeros andantes de armadura cabalgando en sus corceles, aparecieron Fermín Bohórquez y Álvaro Domecq y la salvaron milagrosamente del tumulto. Yo sabía que pensaban llevarla al parque de María Luisa, donde podrían montar en paz, lejos del gentío (…)




Hacia las cuatro de la tarde, subimos a la carroza de Cayetana para volver a Las Dueñas a comer. No había hora fija. Uno de los lujos de hospedarse allí era que cada invitado podía llegar cuando le pareciera. Aquel día, sin embargo, los camiones de la televisión y la prensa obstruían las calles que rodeaban el palacio y cuando logramos entrar eran casi las cinco. Los criados nos habían preparado un delicioso bufé, que aguardaba dispuesto sobre la larga mesa del comedor: gazpacho, pescado del Mediterráneo, langostinos y minúsculas gambas del Puerto de Santa María, chanquetes, diminutas angulas de Málaga, gruesos espárragos frescos de Aranjuez, jamón ahumado de Montánchez, lonjas de ternera fría de Salamanca, dulces y fruta. Sin embargo, los que pensábamos asistir a las corrida apenas tuvimos tiempo de probar un bocado.

(…)



Jackie bajaba las escaleras cuando yo salía al vestíbulo. Los caballos estaban inquietos y muchos de los huéspedes ya habían partido en dirección a la plaza de toros. Cuando finalmente nos pusimos en marcha, nuestra carroza tuvo problemas para pasar por la estrecha calle bloqueada por los camiones de la televisión y los periodistas. Afortunadamente, llegamos justo a tiempo. El público se puso en pie para contemplar a la señora Kennedy cuando subió al palco que íbamos a ocupar aquella tarde. La princesa Grace, arrebatadora con su mantilla blanca, estaba en otro palco, un poco más allá. Como la vez anterior, Cayetana y yo desplegamos nuestros chales de Manila bordados sobre la barandilla. Aquello tenía un efecto decorativo sobre la plaza, pero también una finalidad más práctica: los de abajo no podían vernos las piernas (…)





Antonio Ordóñez hizo dos grandes faenas y obtuvo una oreja por cada una; la primera se la dedicó a Grace y la segunda, a Jackie. No se permitía a los fotógrafos tomar fotos durante la corrida, pero cuando salimos de la plaza nada les impidió intentar sacar más fotografías de nuestra famosa invitada, ni siquiera un accidente de coche, en el cual una mujer fue atropellada cuando intentaba cruzar la calle. Los sevillanos hacían apuestas sobre cuál de las dos norteamericanas era la más popular. Los huéspedes de Las Dueñas decidieron que la ganadora era Jackie y aunque el día anterior se habían sentido muy halagados por estar bajo el mismo techo que una celebridad internacional de tanta envergadura, empezaban a sufrir los inconvenientes.

Por la noche, en lugar de ir al recinto ferial, nos fuimos a un gran baile que se celebraba en la Casa de Pilatos, otro magnífico palacio arábigo propiedad de la duquesa de Medinaceli (…)"



La Duquesa de Alba y la ex primera dama norteamericana en la Casa de Pilatos

viernes, 23 de julio de 2010

Privilège du blanc

Privilège du blanc (en francés en el original) es un privilegio que tienen las soberanas católicas, así como las consortes de soberanos católicos, por el que les está permitido comparecer vestidas de blanco en una audiencia con el Papa.



Elena de Italia (nacida princesa de Montenegro), 1929



María José de Italia (nacida princesa de Bélgica), 1946



Fabiola, Reina de los Belgas, con Juan XXIII, 1960

Tradicionalmente, este privilegio aplica, o ha sido aplicado, a la Emperatriz de Austria (y Reina de Hungría), las Reinas de Francia, Baviera, Bélgica, España, Francia, Italia, Portugal y Polonia, las Grandes Duquesas de Luxemburgo y Lituania y las consortes de los soberanos de principados alemanes. No está muy claro el origen de este privilegio papal, aunque se piensa que fue a principios del siglo XIX por Pío VII, con una dispensa a la reina de España que luego se extendió al resto de las reinas católicas de Europa.



Doña Sofía de España con Pablo VI, 1977



Doña Sofía con Juan Pablo I, 1978



Doña Sofía con Juan Pablo II, 1981


El protocolo formal para el atuendo femenino durante las audiencias papales en visitas de Estado requiere vestido largo negro de mangas largas y mantilla del mismo color. Estas normas buscan evitar la eventual competencia entre los ajuares femeninos para presentarse ante el Sumo Pontífice lo más engalanada posible, destacando la modestia y la sobriedad. Tanto el negro, como luego la excepción del blanco, no admiten tonalidades, ambos son colores simples y cumplen el mismo objetivo de sobriedad. En el caso de una audiencia privada se admite el vestido corto, negro o de otra tonalidad discreta, y la libre opción de llevar cabeza cubierta (con mantilla o sombrero de ala corta) o descubierta.



Las Reinas de Bélgica y de España en la Misa de Inauguración de Juan Pablo I (1978)


Sin embargo, desde la década del ’80, los códigos vaticanos de vestimenta formal (caballeros de frac, damas de negro y cabeza cubierta) han sido opcionales, no obligatorios, al extremo de que en la entronización de Benedicto XVI en 2005, muchos invitados oficiales tales como diplomáticos y jefes de Estado usaron simples trajes antes que fracs. Incluso varias líderes políticas femeninas han desechado los atuendos tradicionales cuando se han encontrado con Papas, como las dos Presidentes de Irlanda (Mary Robinson usó verde oscuro y Mary McAleese blanco y negro) cuando visitaron a Juan Pablo II, al igual que la Primera Dama soviética Raisa Gorbachova (que prefirió el rojo).

2005: La Reina Doña Sofía, en el funeral de Juan Pablo II, de negro.



2005: La Reina Doña Sofía, en la Misa de inauguración de Benedicto XVI, de blanco.


Al tratarse de un privilegio y no de una obligación protocolaria, el uso del blanco en la vestimenta femenina no es estricto, sino que queda a la libre decisión de la soberana. Por ejemplo, aunque Sofía de España asistió al funeral de Juan Pablo II de negro, pudiendo haberlo hecho de blanco, se reservó este color para la entronización de su sucesor, al igual que María Teresa de Luxemburgo. Esta última vistió de negro cuando la familia gran ducal al completo visitó a Juan Pablo II en julio de 2000 siendo consorte, en aquel momento, del heredero del Gran Ducado. En aquella misma audiencia la Gran Duquesa Josefina Carlota, su suegra, pudiendo haber vestido de blanco (como hizo en la Misa de Inauguración de Juan Pablo II en 1978), acudió de negro y sin mantilla.

1978: Josefina Carlota, de blanco, en la Misa inaugural de Juan Pablo II



2000, Audiencia con Juan Pablo II: Josefina Carlota, Gran Duquesa (reinante) de Luxemburgo, de negro y María Teresa, Princesa heredera, de negro.



2005: María Teresa, Gran Duquesa de Luxemburgo, de blanco, en la Misa inaugural de Benedicto XVI


Actualmente, si eligieran usar el tradicional estilo de vestimenta, el privilège du blanc es seguido solo por las Reinas de España y Bélgica y la Gran Duquesa de Luxemburgo, estados cuyos monarcas fueron designados como Católicos (Apostholicus, Catholicus, Christianissimus o Fidelissimus) por la Iglesia en el pasado. Las consortes de los pretendientes al trono de Francia también han aparecido en épocas anteriores vestidas de blanco ante el Papa. Hoy, en 2010, lo siguen Doña Sofía de España, Paola y Fabiola de Bélgica y María Teresa de Luxemburgo.



La Gran Duquesa de Luxemburgo (María Teresa), con Benedicto XVI, 2006


La Reina de los Belgas (Paola), en visita a Benedicto XVI, 2009



lunes, 17 de mayo de 2010

Títulos Reales II: Conde de Barcelona



El condado de Barcelona corresponde al territorio regido por los condes de Barcelona entre el siglo IX y el siglo XVIII, desde donde se formó históricamente Cataluña como una entidad política.

Originalmente el título era comes Barchilonensis en latín y posteriormente comes Barchinone, en catalán comte de Barcelona desde al menos 1194 y en español conde de Barcelona desde 1458.

Armas: En campo de oro, cuatro barras de gules. Son las armas de los condes de Barcelona a partir de Alfonso II de Aragón (1152-1196).


Sus orígenes se remontan al siglo VIII, cuando con motivo de la Invasión musulmana de los dominios del Reino visigodo y su posterior expansión sobre la actual Francia, la confrontación entre el los francos y las fuerzas musulmanas condujo a una respuesta defensiva de los monarcas carolingios, consistente en la creación de la la denominada Marca Hispánica. Esta se realizó mediante la dominación de los territorios del sur de Francia y del norte de la Península Ibérica y derivó en la formación de un conjunto de pequeños condados. La dominación franca se hizo efectiva tras la conquista de Gerona (785) y principalmente, cuando en el año 801 la ciudad de Barcelona fue conquistada por el rey de Aquitania Luis el Piadoso (o Ludovico Pío) y es incorporada al reino franco, estableciéndose en ella el Condado de Barcelona, con dependencia del rey franco.

Inicialmente, la autoridad condal recayó en la aristocracia local, tribal o visigoda, pero la actitud independentista que inmediatamente mostró ésta obligó a los Carolingios a sustituirlos por condes de origen franco. Pese a todo, los lazos de dependencia de los condados catalanes con respecto a la monarquía franca se fueron debilitando. La autonomía se consolidó al afirmarse los derechos de herencia entre las familias condales. Esta tendencia fue acompañada de un proceso de unificación de los condados hasta formar entidades políticas más amplias. El conde Wifredo el Velloso, último conde nombrado por los reyes francos, representó esta orientación. Consiguió reunir bajo su mando una serie de condados y transmitirlos en herencia a sus hijos. A su muerte en 897 la unidad se rompió, pero el núcleo formado por los condados de Barcelona, Gerona y Vic se mantuvo indiviso.


Wilfredo el Velloso, primer conde de Barcelona

El condado independiente

Durante el siglo X, los condes de Barcelona reforzaron su autoridad política y se fueron alejando poco a poco de la influencia franca. En el 985 Barcelona, entonces gobernada por el conde Borrell II, es atacada e incendiada por los musulmanes, liderados por Almanzor. El conde se refugia entonces en las montañas de Montserrat, en espera de la ayuda del rey franco, pero no aparecen las tropas aliadas, lo que genera un gran malestar. En el año 988, en el reino franco termina la dinastía Carolingia y es sustituida por la dinastía Capeta. Borrel II es requerido para prestar juramento de fidelidad al nuevo rey franco, pero no consta que el conde barcelonés acudiese a la llamada, pues el rey franco tuvo que acudir al norte a resolver un conflicto. Esto ha sido interpretado como el punto de partida de la independencia de hecho de lo que posteriormente se llamará Cataluña.


Posteriormente, el Condado de Barcelona va creciendo en importancia y en territorio con los sucesivos condes. Va absorbiendo otros condados de la Marca Hispánica y se expande hacia el sur gracias a las batallas contra los árabes. Así, por ejemplo, Ramón Berenguer III se casa con Dulcia de Provenza, por lo que parte de ese condado se une al de Barcelona, formando progresivamente un espacio territorial muy similar al de la actual Cataluña.




La creación de la Corona de Aragón


Sin embargo, otro matrimonio, el de Ramón Berenguer IV y Petronila de Aragón crea una unión dinástica compuesta por el condado de Barcelona y el reino de Aragón, que siglos después se conocerá como Corona de Aragón. Ramón Berenguer IV fue hasta su muerte conde de Barcelona y príncipe de Aragón. El hijo de ambos, Alfonso II, fue el primer rey de Aragón que a su vez fue Conde de Barcelona, títulos que heredarán a partir de entonces todos los reyes de la Corona de Aragón. Ambos territorios mantendrán sus cortes y derecho propios.

Durante los siglos XIII y XIV, el condado seguiría siendo regido por los condes de la casa de Barcelona, pero con motivo del Compromiso de Caspe, la titularidad del mismo pasó a la dinastía Trastámara, originaria de Castilla, mediante la coronación de Fernando I de Aragón. Posteriormente, la unión dinástica entre las coronas de Castilla y Aragón comportaría la inclusión del condado en los territorios regidos por los Austrias.


Ramón Berenguer IV y Petronila de Aragón


Cronología

· Condes Carolingios (no hereditarios)
Desde 801, en que se crea el Condado como parte de la Marca Hispánica, hasta 897, con Wifredo I el Velloso.


· Condes Carolingios (hereditarios)
Desde 897, con Wifredo II Borrell, hasta 947, con Suñer I.


· Condes Carolingios (independientes)
Desde 947 (Borrell II) hasta 1154 (Ramón Berenguer IV el Santo).



Alfonso IV de Aragón

A partir de aquí, el título queda ligado a la Corona de Aragón, lo poseen los Reyes Católicos, y, desde Carlos I, queda ligado a la Corona de España, salvo el período de 1641 a 1652 en que durante la Guerra de los Segadores la Generalidad nombra a Luis XIII de Francia Conde de Barcelona, título que hereda su hijo Luis XIV, volviendo el título a la Corona de España con el Tratado de los Pirineos en 1659.


Durante la Guerra de Sucesión española, entre 1702 y 1714, el título de Conde de Barcelona recayó en Carlos III, el archiduque de Austria y aspirante al trono español, y luego emperador de Austria como Carlos VI del Sacro Imperio Romano Germánico. Tras el Tratado de Utrecht volvió a Felipe V de España.

La extinción del condado de Barcelona

A pesar de la vinculación del condado a la monarquía hispánica, el Derecho propio del condado de Barcelona se mantuvo intacto hasta que se abolieron en el 1714 con los Decretos de Nueva Planta, tras la Guerra de Sucesión española. Desde entonces, el condado ya no sería nunca más una entidad política y el espacio político de la actual Cataluña sólo volvería a definirse como tal mediante los estatutos de autonomía de 1932, 1979 y 2006.

Don Juan de Borbón

El heredero del trono español, Juan de Borbón, que estaba exiliado en Portugal, usó el título de conde de Barcelona durante el gobierno de Franco. Parece ser que era el título español más próximo al de rey de España que podía tomar sin ser coronado. Tras la restauración monárquica en 1975, Juan de Borbón no fue nombrado rey, sino que lo fue su hijo Juan Carlos I. En 1978 el rey concedió oficialmente el título a su padre, que lo mantuvo hasta su muerte en 1993, revirtiéndose a los títulos de la Corona, pues es un título Real.

El título es ostentado actualmente por el titular de los derechos a la Corona española, o sea, Juan Carlos I.

Don Felipe, Don Juan Carlos y Don Juan

martes, 11 de mayo de 2010

Su Majestad La Reina Consorte

De las veinticuatro esposas de Rey desde que España existe como nación consolidada (Isabel la Católica, Juana la Loca e Isabel II fueron soberanas por propio derecho), sólo una, María de las Mercedes de Orleáns, casada con Alfonso XII, ha sido española de nacimiento.
En la lista de Reinas consortes de los monarcas de España figura también el Consorte de la reina Isabel II (solo se encuentran las esposas de los reyes de la España unificada y no de los reinos anteriores a la Reconquista).

Casa de Habsburgo

  • Isabel de Portugal (1503–1539); Infanta de Portugal, Consorte de Carlos I (como reina de España) o Carlos V (como Emperatriz del Sacro Imperio Romano Germánico).
  • María I de Inglaterra (1516–1558); Reina de Inglaterra, primera Consorte de Felipe II
  • Isabel de Valois (1546–1568); Princesa de Francia, segunda Consorte de Felipe II
  • Ana de Austria (1549–1580); Archiduquesa de Austria, tercera Consorte de Felipe II
  • Margarita de Austria-Estiria (1584–1611); Archiduquesa de Austria, Consorte de Felipe III.
  • Isabel de Borbón (1602–1644); Princesa de Francia, primera Consorte de Felipe IV.
  • Mariana de Austria (1634–1696); Archiduquesa de Austria, segunda Consorte de Felipe IV.
  • María Luisa de Orleans (1662–1689); primera Consorte de Carlos II
  • Mariana de Neoburgo (1667–1740); segunda Consorte de Carlos II

Isabel de Valois

Casa de Borbón
  • María Luisa Gabriela de Saboya (1688–1714); primera Consorte de Felipe V
  • Isabel de Farnesio (1692–1766); segunda Consorte de Felipe V
  • Luisa Isabel de Orleans (1709–1742); Consorte de Luis I
  • Bárbara de Braganza (1711–1758); Infanta de Portugal, Consorte de Fernando VI
  • María Amalia de Sajonia (1724–1760); Consorte de Carlos III
  • María Luisa de Borbón-Parma (1751–1819); Princesa de Parma, Consorte de Carlos IV

María Luisa de Parma

Casa Bonaparte
  • Julia Clary (1771–1845); Princesa Imperial francesa, Consorte de José I.
Julie Clary
Primera Restauración Borbónica
  • Isabel de Braganza (1797–1818); Infanta de Portugal, primera Consorte de Fernando VII.
  • María Josefa de Sajonia (1803–1829); segunda Consorte de Fernando VII.
  • María Cristina de Borbón-Dos Sicilias (1806–1878); Princesa de Nápoles, tercera Consorte de Fernando VII.
  • Francisco de Asís de Borbón (1822–1902); Duque de Cádiz, Consorte de Isabel II.

María Josefa de Sajonia

Casa de Saboya
  • María Victoria del Pozzo (1847–1876); Consorte de Amadeo I.

María Victoria del Pozzo

Segunda Restauración Borbónica
  • María de las Mercedes de Orleáns (1860–1878); Princesa de Orleáns, primera Consorte de Alfonso XII.
  • María Cristina de Habsburgo-Lorena (1858-1929); Archiduquesa de Austria, Princesa de Hungría y Bohemia, segunda Consorte de Alfonso XII.
  • Victoria Eugenia de Battenberg (1887-1969); Princesa de Battenberg, Consorte de Alfonso XIII.

Tercera Restauración Borbónica

  • Sofía de Grecia (1938- ); Princesa de Grecia y Dinamarca, Consorte de Juan Carlos I.

Reinas consortes que se encargaron de la regencia del reino por distintos motivos son:

  • Isabel de Borbón; durante 1640 pues su esposo Felipe IV se encontraba encargado de la Guerra de Cataluña.
  • Mariana de Austria; diez años a partir de 1665 hasta 1675 por la minoría de edad de su hijo Carlos II.
  • María Luisa Gabriela de Saboya; en 1702 durante la Guerra de Sucesión Española.
  • María Cristina de Borbón-Dos Sicilias; desde 1833 y hasta 1840 por la minoría de edad de su hija la reina Isabel II.
  • María Cristina de Habsburgo-Lorena; a partir de 1885 y hasta 1902, por la minoría de edad de su hijo Alfonso XIII.
Mariana de Austria

Las reinas consortes del siglo XX

De veinticuatro consortes dispares, las tres últimas reinas han tenido peso y presencia en la Historia española.

MARÍA CRISTINA DE HABSBURGO. En la Historia de España hubo sólo una reina consorte que alumbró un rey: María Cristina de Habsburgo, quien dio a luz a Alfonso XIII, el hijo póstumo de Alfonso XII. Esta reina hubo de asumir la carga de superar, con su buen hacer, el peso de la memoria de la infortunada María de las Mercedes, primera esposa de Alfonso XII. Con María Cristina, el pragmatismo sucedía al romanticismo en la vida del Rey.

La futura reina de España había nacido el 21 de julio de 1858 en Gross Seelowitz (Austria), con el rango de archiduquesa de Austria-Este-Módena. La viudez prematura de Alfonso XII llevó a la Corte a poner la vista en ella, como candidata idónea para un segundo matrimonio del monarca. La boda se celebró en 1879 en la Basílica de Nuestra Señora de Atocha. Al año siguiente María Cristina dio a luz a su primera hija, María de las Mercedes, Princesa de Asturias, malograda al poco de nacer. En 1882, vino al mundo María Teresa, quien falleció joven. Sólo habían transcurrido seis años de matrimonio cuando Alfonso XII muere en El Pardo, hallándose la reina encinta. La situación sucesoria era muy delicada y la nación temió que se desbordasen los acontecimientos en una España que había sufrido las Guerras Carlistas y en la que también emergían facciones republicanas.

Sin embargo, la reina, después de dar a luz a Alfonso XIII, mantuvo firme el pulso como regente y supo arbitrar una etapa de estabilidad apoyada en la alternancia de los Gobiernos liberales de Sagasta y los conservadores de Cánovas del Castillo. Con la coronación de su hijo en 1902, la reina abandonó el primer plano de la política nacional. Murió en 1929.



VICTORIA EUGENIA DE BATTENBERG. La dignidad y la categoría intelectual y humana de Reina Victoria Eugenia queda desdibujada por la sombra de la hemofilia, la enfermedad de carácter hereditario que Ena (sobrenombre con el que se la conocía en familia) llevó a la dinastía. La hija de la Princesa Beatriz de Inglaterra y del Príncipe Enrique de Battenberg nació en Balmoral Castle, en Escocia, el 24 de octubre de 1887. Alfonso XIII la conoció en Londres en la primavera de 1905.

Los acontecimientos no se hicieron esperar y a los pocos meses se anunció oficialmente el compromiso. El 31 de mayo de 1906 se celebró el enlace en la madrileña iglesia de San Jerónimo el Real. La boda, sin embargo, tuvo un broche funesto y bien conocido: la bomba del anarquista Mateo Morral. Pese a estos negros augurios, Ena hizo un esfuerzo de integración en su nueva patria, aunque su impecable labor pública tuvo el revés en su vida familiar, en la que la hemofilia causó estragos. Su primer hijo, Alfonso Pío, Príncipe de Asturias, nació en 1907 afectado por la enfermedad, y lo mismo ocurrió con el menor de sus vástagos, Gonzalo Manuel, nacido en 1914. El 14 de abril de 1931, día de la proclamación de la República, Victoria Eugenia marchó, con el Rey y sus hijos, rumbo al exilio, primero en París y después en Fontainebleau. Más tarde, viuda ya, se estableció en Lausana, donde murió el 15 de abril de 1969.



SOFÍA DE GRECIA. La Reina actual es para todos los españoles un referente inequívoco, por la talla humana e institucional que viene demostrando, día a día, desde que en 1962 contrajo matrimonio con el Príncipe Juan Carlos. Sofía Margarita Victoria Federica Schleswig-Holstein Sonderburg nació en la localidad griega de Psychiko, cerca de Atenas, el 2 de noviembre de 1938. Fue la primera hija de Pablo I de Grecia y de la Reina Federica.

Su infancia fue muy azarosa, pues cuando contaba con sólo dos años Mussolini invadió Grecia, lo que obligó a su abuelo Jorge III, y a sus padres a exiliarse durante cinco años. Pudieron regresar a su país en 1946 y un año después Pablo de Grecia fue proclamado Rey. Doña Sofía estudió primero en una pequeña escuela pública, austera y sin ningún tipo de privilegios, y su formación prosiguió en Alemania. Cursó puericultura, bellas artes y arqueología, estas últimas dos de sus grandes pasiones.

Sofía conoció al príncipe Juan Carlos de Borbón en 1954 durante un crucero por las islas griegas, pero fue en 1960, en una fiesta organizada por los duques de Württemberg cuando surgió el mutuo interés y comenzó el noviazgo. En 1961 tuvo lugar la petición de mano en Lausana, lugar de residencia de la Reina Victoria Eugenia y la boda se celebró en Atenas el 14 de mayo de 1962. De su unión con Don Juan Carlos, la Reina ha manifestado que «somos compañeros de viaje».



Apartado especial

Hija del Infante don Carlos de Borbón y Borbón, Príncipe de las Dos Sicilias (viudo de una hermana de Alfonso XIII), nació el 23 de diciembre de 1910 María de las Mercedes de Borbón-Dos Sicilias y Orléans, quien nunca fue reina consorte ni reina madre, pero sí madre de rey.

Infanta de España por concesión de Alfonso XIII y Princesa de las Dos Sicilias por su nacimiento, María de las Mercedes contrajo matrimonio en Roma con el entonces Príncipe de Asturias, Don Juan de Borbón, el 12 de octubre de 1935. Ambos vivieron los años de exilio en Cannes, Roma y Lausana, ciudad esta última donde residieron durante la Segunda Guerra Mundial. Al finalizar la contienda se trasladaron a Estoril (Portugal) y allí decidieron junto con el General Franco que su hijo Juan Carlos residiera en España para proseguir su educación.

Una fractura de cadera y diversos problemas de salud le obligaron a permanecer sus últimos años en una silla de ruedas, hecho que no impidió su asistencia a determinados actos oficiales, así como a las corridas de toros, de las que fue gran aficionada. Don Juan y Doña María de las Mercedes tuvieron cuatro hijos, fuente de duras tragedias, como el nacimiento de su tercera hija ciega y la muerte prematura de su cuarto hijo, un adolescente, a raíz de un accidente. A estas tragedias hay que añadir los ataques llenos de insultos, difamaciones e infamias que desde el Régimen se prodigaban contra su esposo, el conde de Barcelona, a quien Franco engañó en reiteradas ocasiones. De todo fue silente testigo Doña María, siempre a la sombra de su esposo, callada y sufridora.

Doña María de las Mercedes falleció el 2 de enero de 2000 rodeada de toda la familia real durante las vacaciones en Lanzarote. Nada hacía presagiar tan repentino final de una de las vidas de trayectoria más dramática no sólo sobrellevada, sino superada, con una admirable dignidad. El 4 de enero fue enterrada en el Monasterio de El Escorial con Honores de Reina de España.