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domingo, 20 de noviembre de 2011

Felicidad Batista - Los espejos que se miran

Los espejos que se miran
By Felicidad Batista


Lucila Díaz y Graciela Aguiar eran hermanas gemelas y se las diferenciaba porque una tenía la expresión apagada y la otra risueña.  Odiaban poseer el mismo cuerpo en dos seres.
Su deseo más recóndito consistía en ser reconocidas en su individualidad. 
Esa lucha constante por establecer distancias las llevó a cambiar el orden de los apellidos y así cada vez que se presentaban causaban cierto revuelo. Por determinación pero sin ponerse de acuerdo representaban los polos opuestos. Si Lucila adoraba la luz sombría del otoño o la lluvia arrastrándose mimosa por los cristales, Graciela era una devota de los días deslumbrantes y los cielos azulados. Cuando las conversaciones políticas surgían, pese a que la Dictadura imponía el toque de silencio en aquellos oscuros años cuarenta, Lucila blandía su cruzada conservadora y monárquica y Graciela enarbolaba la bandera jacobina y republicana. Quiénes asistieron como testigos a sus furibundas dialécticas irreconciliables tuvieron que intervenir en más de un ocasión imponiendo armisticios a diestro y siniestro. 
A Lucila le gustaban los turrones, los dulces de almendra y las frutas escarchadas; por el contrario, la otra hermana disfrutaba con las toronjas, el chocolate negro y el refresco de quinina. Pero a pesar del esmero que pusieron en ser consideradas la una sin la otra siempre fueron para Bórcor las gemelas de don Martín.
La grieta de odio que se abrió en la niñez se volvió una zanja en la edad adulta. 
Y esa  distancia les impidió aunar sus fuerzas para  combatir la tiranía del padre que las recluyó para salvaguardar la honra y el buen nombre de su linaje. 
Sus vidas lentas transcurrían bordando y leyendo en el interior de una hacienda rodeada de una extensa plantación de plataneras. Sus paseos vigilados discurrían por un camino ancho flaqueado de palmeras altas y bamboleantes  que conducía a la ermita. Nada conocían del mundo exterior más allá de Bórcor. Solo sus ávidos ojos distinguían a Gran Canaria al otro lado del mar y en los días de Graciela el horizonte paría la silueta entre algodones de la isla de La Gomera y con suerte la de El Hierro.
Sin preverlo su padre introdujo la semilla de la unión entre las gemelas cuando contrató al nuevo capataz Ezequiel Reyes, al que todos llamaban El Inglés. 
Bordeaba la treintena, de piel asoleada, el pelo del color de las dunas y los ojos eran fondos de mar para Lucila y verdes como retamas en primavera para Graciela.  
Pronto organizaron una estrategia para esquivar la mirada atenta de la madre y en cronometrados turnos se escapaban de la casa en busca del hombre con aspecto extranjero. Al principio fue un juego, obtenían la libertad condicional y en solitario se adentraban entre las plataneras hasta localizar a Ezequiel y observarlo desde su escondite. El hombre diez años mayor que ellas y experimentado en las artes de seducción no tardó en tenderles las redes tramposas de su sonrisa en las que cayeron una detrás de la otra. Pero fue un secreto, como tantos otros, que no compartieron. Mientras una pensaba que la otra acechaba, las dos creían ser la única amante de Ezequiel. Graciela paladeó por primera vez el sabor dulce cuando la besó y Lucila conoció la amargura al sentir la ausencia durante días de los labios del capataz. Perdieron la honra a gusto bajo verdes y amarillos racimos de plátanos.
Pero las habladurías se extendieron  por Bórcor como se expande el veneno de serpiente por la sangre. Y antes de que el padre pidiera cuentas, el capataz huyó a su isla natal. Las gemelas acostumbradas a urdir en la sombra averiguaron por el servicio que Ezequiel Reyes había embarcado para La Palma. Diseñaron un proyecto que de resultar abriría las puertas del paraíso solo a una.
Lucila y Graciela no dudaron en sus posibilidades y se lanzaron sin demora. Construirían un velero en una cala oculta y accesible con sogas. Cada verano la familia pasaba una temporada larga en la casa de la playa, era el momento. 


Trabajaron duro y con sigilo. Todo valía, sábanas rotas, manteles robados, cuerdas de tender la ropa, tablas vomitadas por el mar, barriles de agua,  plátanos disecados y un sin fin de objetos que hicieran navegar aquella chalupa.
Una madrugada de agosto las hermanas se despertaron con el rugido de los alisios, saltaron de la cama y se orientaron con las estrellas hasta llegar a la barquilla y no tardaron en hacerla a la mar. La corriente fue favorable pero una vez abandonaron la costa norte de Tenerife las olas se alzaron y rasgaron las velas, partieron el mástil mal improvisado, saquearon las provisiones y desmantelaron la embarcación. Cuando un pesquero avistó a una mujer desmelenada tumbada sobre unas tablas junto a un mantel de calados ondeando al viento, creyeron que por fin se les había aparecido una sirena. 
La rescataron y aunque las preguntas caían sobre ella como arpones, no habló en cubierta, ni en tierra firme, ni después reveló el menor detalle sobre aquella travesía.

Mi padre Ezequiel nunca supo si mi madre era quien decía ser o si Graciela se escondía detrás de Lucila.

Publicado por Felicidad Batista 


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