El presente, el instante mismo en que un hecho ocurre, el hecho en sí, se escabulle entre los pronósticos meteorológicos del día siguiente y las preocupaciones por el hijo de la prima de la nieta de mi vecina que se encuentra con problemas de drogadicción. Otras veces, cuando no tengo nada por lo que amargarme, me pregunto por qué he vivido siempre a destiempo. Eso siempre ha sido así y lo seguirá siendo pero en esos tiempos, entonces, ese día en que Ezequiel cebaba el mate y preparaba el café, mis pensamientos volvían siempre sobre lo mismo: lo que hubiese podido ser y nunca fui. En ese maremoto de ideas escondía el cambio, la necesidad de hacer algo al respecto. En el presente, ese presente que es ahora pasado, era la vida que no era; era la insulsa realidad llena de miserias y preguntas que evitaba y escondía, día tras día, bajo mil excusas.
Y ahora allí estaba, con el mismo hombre de hacía más de cuarenta años, en una casa que ya no sentía como propia, por muy familiar que fuera y aunque mi nombre figurara en el registro de propiedad y allí hubiesen crecido mis hijas. Una casa es la extensión de nuestro cuerpo. Cuenta con los instrumentos que nos ayudan a realizar las tareas que nuestro cuerpo no puede por sí solo. Y, si hasta mi cuerpo parecía estar separado de mí misma, ¿cómo no sentir que la extensión también se alejaba de quien yo fuera? Yo fuera. Afuera. Adentro había poco; casi todo quedaba afuera, distante, extraño. Todo empezaba a ser recuerdos. Quizá la vida fuera eso: la construcción permanente de recuerdos.
"Allí donde el viento espera". Maia Losch.
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