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Un mensajero, o sea.
Árboles del espacio los llamó el poeta (de Ory, creo, aunque pudo ser
Juan Larrea), trocando ramas por alas. Los nombres cambian (Hermes, Iris, démones, ángeles, extralurtarras —y hasta Yog-Sothoth, la Puerta, y Nyarlathothep, el Caos Reptante) pero la misión y las alas (en los pies o la espalda) permanecen.
Psicopompos, psicótropos, los ángeles entregan órdenes y avisos desconcertantes. Siempre yendo y viniendo, son las fuerzas de la excepción, el rostro amable (y terrible) del milagro. Se quedarían a tomar algo, pero desde aquella ocasión en Sodoma no beben si están de servicio —y toda su vida es un servicio, un hacer entre dos órbitas que los torna, quieran o no, agentes dobles, polinizadores, trasmisores de esporas.
Aquella idea de Terence McKenna de que los hongos psilocibios son un visitante extraterrestre, gentil y paciente, es tal vez su penúltimo rostro.
Llaves emplumadas, cerrojos alados, son el camino que recorren y vedan (Iris, su arco), senda heraclítea arriba y abajo, una y la misma. Lo que tiene ángel (esa
niña Virginia) no vence las dificultades: las obvia. Es aquel Grial de peso insoportable que, en la mano adecuada, cobra peso pluma, o ese otro andén 9 y ¾, que conduce a los niños a Hogwarts. Esporas, dije, y compruébese: plenos de
sex-appeal, no sólo son asexuados, sino que difunden la fecundación asexual, la inmaculada concepción, el parto virgen.
Si en Homero las palabras son aladas, no nos extrañaría comprobar en algún gnóstico que los ángeles son vocablos de resonancia eterna, no ya mensajeros sino mensajes de Dios, cratofanías del Verbo, armónicos de la Nota inaudible, ondas de la Piedra Inmóvil que el Tiempo (un niño) arrojó a la laguna. Mensajes, dije, pero tal vez fonemas, vocalizaciones (Om), vagidos, la gota más lejana de aquella gayola que (hágase la luz) encendió la Vía Láctea. (De Ory:
Los pájaros son pensamientos perfectos.)
Entrevistos, traslúcidos, más imprevistos que invisibles, los ángeles juegan con nuestros niños (amigos imaginarios, imágenes amigas, migas, genes) y montan guardia ante el Paraíso (el parque) que las hormonas y los adultos destruirán sin derecho a réplica. (De Ory, de nuevo:
Ángeles, ángulos, angustia.)
Aquella época sin alma soñó con ángeles de diseño, señas en cierto modo de aquella era anterior (la psicodélica) que se había esfumado sin dejarlas. Son ángeles de mofa o de peluche, pero vuelan y muerden, traicioneros. Eurythmics compuso
la oda por excelencia, pero siempre he preferido esta otra. La perpetraron en 1983 unos australianos,
Real Life, justamente condenados al accidente angélico: tocar una vez la gloria (Stella Matutina) y caer en el olvido —lo que es lo mismo, recaer sin pausa en su único éxito.