Mostrando entradas con la etiqueta Antonio Martín. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Antonio Martín. Mostrar todas las entradas
martes, 1 de noviembre de 2016
La Rosa Por Defecto 3 (octubre 1995)
Con la fiebre del descubrimiento, no fueron uno ni dos, sino tres, los números del fanzine que aparecieron a lo largo de 1995. Este, el tercero, salió en octubre y renueva considerablemente la lista de colaboradores. Abre un autor consagrado, Tomás Segovia (al que por entonces visitábamos con frecuencia en su 'oficina' del Comercial), y repiten dos clásicos del fanzine: Rafael Herrera y Antonio Hernández, Aker. También yo cuelo algo (el inevitable editorial y un par de poemas). Pero, oh sorpresa, este es el único lugar donde podrás encontrar dos poemas de Antonio Martín, arquitecto de Cálamo y Cran, mucho más dado a la narrativa que al verso, pero que se lanza aquí a trovar con elegancia y acierto impares. Las otras dos voces, femeninas, son también frescas y novedosas: Luli trae una de sus canciones cientovolanderas y Maica Martín (hermana de Dani), dos textos en prosa.
Del postripi de Maica que cierra el fanzine, Secreto, procede la línea para mí mejor de todo el número, y quizá del fanzine en toda su historia: La cerveza debe ser buena para el alma, porque con ella uno se siente más ligero, llega antes a los sitios y ve la luna más grande. Sépase y óbrese en consecuencia.
jueves, 27 de octubre de 2016
La Rosa Por Defecto (en la boca del asno)
Era 1995 y yo comenté con mi amigo Antonio que sería lindo editar un fanzine de poesía. Como tantas veces en el curso de nuestras vidas, lo que en mis labios era solo un deseo, seguramente condenado a vivir y morir como tal, se hizo tangible en pocos minutos en cuanto el chache se puso a ello y desplegó esa magia que le ha hecho justamente célebre como domador de procesadores de texto, programas de edición y cualquier otro software capaz (en sus manos, claro) de hacer virguerías.
Pensando sin duda en la novela de Umberto Eco, que aún quedaba cercana, le puse al fanzine La Rosa Por Defecto (con la coletilla 'en la boca del asno' se convirtió luego en el título del programa de radio que hice con otro amigo, Alfonso, en Onda Verde, un empeño que alguna vez habrá que rescatar también).
Mi idea es subir todos los números del fanzine que se publicaron. En este que enlazo, digitalizado en formato PDF, hay, por orden, textos de Agustín García Calvo, Sergio Herrero, Ricardo Pérez, Daniel Martín, yo mesmo, Eva Fernández Rodríguez, Marta Fuentes, Rafael Herrera, Antonio Hernández Marín (aka Aker) y dos anónimos del siglo XVI recopilados por Alfonso García Pecharromán.
Respecto al contenido, por la parte que me toca habría tanto por lo que excusarse que prefiero ni intentarlo. Tengan Vds. paciencia —y, por qué no, también buen provecho.
Etiquetas:
Agustín García Calvo,
Aker,
Alfonso García Pecharromán,
Antonio Martín,
Dani,
Eva,
Fanzine,
La Rosa Por Defecto,
Marta Fuentes,
Poesía,
Rafael Herrera,
Ricardo Pérez Martínez,
Sergio Herrero
jueves, 1 de noviembre de 2012
Agustín has left the building
Con el maestro Agustín, que acaba de morir en su Zamora, la vida me lleva arrancados tres hermanos y dos padres (aunque vivan aún, por muchos años, los que me dieron el ser, y esos pocos amigos sin cuenta que han sido y son más que eso). No soy un ingrato. Agradezco haberlos tenido, haberlos querido tanto, y que ellos (pienso) tuvieran constancia de ello. 'Era un hombre y te quiso mucho' —y 'mucho', llorando, digas.
Cada una de esas pérdidas ha sido un mazazo, una pared que se caía de repente en mi pequeño mundo, dejando entrar a traición la pena y el frío. Uno se las ve como puede con eso. Aunque nunca puede darse tal cosa como una recuperación, cabe al menos que el dolor del vacío no se lleve toda la presa, y la alegría de seguir sabiendo de ellos, a través de lo mucho que han dejado en marcha (no ya hecho, sino siempre mutante, vivo), haga también lo suyo.
Como el de mucha gente, supongo, mi primer contacto con Agustín fue a través de Fernando Savater, que lo cita con una mezcla de amor y odio en sus primeros libros. En La piedad apasionada, de 1977, después de citar el Sermón de ser y no ser de Agustín como el ejemplo más bello del discurso piadoso que ha intentado exponer en su libro, aclara que ni todo lo que allí dice se corresponde con el discurso del maestro ni lo pretende —aclaración, dice, que parece ociosa, pero que la experiencia le obliga a hacer explícita.
Cuando llegué a la Facultad de Filología de la Complutense en los 90 no sabía que allí mi camino se iba a cruzar con el de aquel maestro de mi maestro (pues eso fue el primer Savater para mí: el único filósofo que leí en los años en que la lectura nos constituye). Creo que lo vi por primera vez en persona con mi amigo Antonio Martín en un congreso de poesía y psicoanálisis que los del Grupo Cero (que siempre han tenido muy buena mano con las autoridades) habían organizado a todo trapo en la sede del Poder de Moncloa.
Antonio y yo soportamos muchas charlas lacanianas aquel día, casi todas autocomplacientes, llenas de jerga mal traducida y jueguecitos de palabras. Cuando le tocó el turno al maestro, subió a las tablas y sonrió. Antes que nada, dijo, quiero felicitar a los organizadores de este Congreso. Les felicito, porque hace falta mucho valor para organizar un encuentro para hablar de dos cosas como estas, de las cuales una no la hay, y de la otra solo sabemos que no se puede, sin mentir, decir nada.
Con el tiempo, me familiarizaría inevitablemente con esta peculiar captatio benevolentiae con que el maestro solía marcar distancias con el tinglado más o menos cultural en que se hubiera dejado atrapar, pero aquella tarde sus palabras me parecieron una verdadera revelación.
Poesía, sí, designaba algo que hubo una vez, pero que había dejado de vivir, devorada por la persona de los poetas y por la escritura, cementerio de aciertos y asentadora de nimiedades que nunca hubieran resistido el reto de la tradición oral. El papel se deja escribir cualquier cosa, me diría después Anita Leal que decía su abuelo, y aquel otro maestro inolvidable, Antonio Hernández Marín, le daba la vuelta a Bécquer con la misma música: en este mundo nuestro podrá haber poetas, pero ya no habrá poesía.
En cuanto al inconsciente, su conversión en un ítem más o menos mayúsculo del que se podían decir innúmeras pavadas (unas cuantas las llevaba yo oídas aquel mismo día) constituye en efecto uno de los tocomochos más indignantes de la modernidad. De no lo sabido cabe apenas, si uno no se resigna a hacerlo ser otra cosa que lo que no es, ensayar cierta teología negativa, a la que Agustín era muy aficionado. Renunciando al cultismo, en sus últimos años hablaba sin más de lo desconocido, que en su discurso es un suerte de océano incógnito que rodea a la Realidad, del que esta emerge y en el que siempre se está hundiendo.
Como muestra de lo que poesía pudo querer decir alguna vez, Agustín declamó ese día un poema inédito, que formaba parte, nos dijo, de la obra de teatro que estaba componiendo, Baraja del rey don Pedro. Si lo que llevaba dicho hasta entonces me había despertado del sopor, aquellos versos me sumieron en un encantamiento del que no llevo trazas, más de veinte años después, de despertar. Con él les dejo:
¿Quién contó las olas de la mar?
¿Quién le puso números al sueño?
Por tener lo que volaba,
llenó su jaula de pájaros muertos.
Por tener lo que soñaba,
su sueño trocó por joyeles de hielo.
Ese fue el rey Midas de los frigios,
que una vez, se dice, halló en su huerto,
medio asno, sudoroso,
peludo todo, borracho, a Sileno;
y lo ató con correyuelas
en flor y con hiedras llevóselo preso.
Pero luego al padre Dïoniso
le entregó su bruto tembloriento.
Conque el dios, en su sonrisa
le dijo: «Elige qué quieres en premio».
Y él pidió: «se trueque en oro
sin más cada cosa que toquen mis dedos».
¿Quién dirá los días que ha vendido?
¿Quién es quien las rosas puso a rédito?
Por saber lo que tenía,
perdió tesoro sin cuenta ni dueño.
Por saber lo que soñaba,
en mármol y nombre volviósele el sueño.
Esa fue la blanca niña Alma
que por celos de la misma Venus
hubo de tomar esposo
sin nombre, y nunca tenía que verlo.
Cada noche la abrazaba
y el gozo era sombra florida de besos.
Pero no bastó lo mucho y tanto:
todo quiso Alma, todo el tiempo;
y una noche que él dormía,
sacó la antorcha, la alzó sobre el lecho:
era Amor: su nombre supo;
lo vio y lo perdió: era amor, era ciego.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)