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domingo, 2 de septiembre de 2012

Extraños juegos

Tuve la suerte de conocer este año, vía Facebook, a Bernardo Bonezzi, que ha muerto de manera inesperada hace unos días. Solicité su amistad sin muchas esperanzas, pero pronto comprobé que Bonezzi (adicto a las redes sociales, lo llama su amigo Diego Manrique) no era nada escrupuloso y abría la puerta lo mismo a ovejas que a lobos, sin solicitar santo y seña.

No diré que Bonezzi se publicaba completo, pero casi: hablaba a calzón quitado de sus proyectos y desengaños (muy ligados, por desgracia) y nos recomendaba cada día alguna canción, generalmente setentera, dándonos pistas valiosas sobre sus referentes.

Una tarde, me animé a escribirle en su tablón, para agradecerle una de las canciones que más me impresionaron de niño: Extraños juegos. Resultó que Bonezzi también prefería esta canción a su hit oficial, Groenlandia. Animado por su calor, le confesé que yo, aunque hice algunas concesiones puntuales, y he revisado mi criterio más tarde, por entonces crecí contra la Movida que él, queriéndolo o no, personificaba, arrimándome a destiempo a los discos de King Crimson y otros sinfónico-progresivos. Su respuesta me sorprendió: si había pasado mis horas escuchando a Fripp, Eno y cía., no me había perdido nada de bueno —ni de nuevo.

Aproveché también la ocasión para hacerle un guiño: en alguna de sus intervenciones, me había parecido detectar referencias a Aleister Crowley, el más pop de los magos de antaño. No me equivocaba. Recordamos el aire mágicko (sic) y pagano de algunos de los discos de entonces: las Canciones profanas de Dinarama, los tambores de Llegando hasta el final y su evocación de tiempos paganos, de ritos divinos, las galas irónicas de Isis, el ambiente fantasmal de De máscaras y enigmas... Bonezzi descartaba todo aquello como pura, aunque grata, frivolidad, concesión a la moda británica, pero dejó caer que por su parte sí había un conocimiento directo del tema. Extraños juegos, desde luego, es la canción más pagana, mágica, de esos años: en vez de hacer referencias culturales desde un escepticismo juguetón, como hacía (y muy bien) Carlos Berlanga, recoge el testigo de El pueblo blanco, de Arthur Machen, y revive de forma inolvidable (a la distancia de sus pocos años: Bonezzi era un adolescente, casi un niño, cuando compuso las primeras canciones de los Zombies) las sensaciones infantiles de asombro y de vértigo. Como en la canción, yo también había pasado buenos ratos cavilando cómo serían las casas y las plazas si el techo fuera el suelo y viceversa; y una de mis primas me contaba este verano que ella y su hermana estuvieron a punto de salir ardiendo cuando se vieron atadas a un palo en nuestro cuarto y los indios insistimos en encender una hoguera para darle más verismo al ritual.

Bonezzi tenía la mirada puesta en lo que iba a hacer en septiembre, cuando acabara la reforma de su estudio de grabación. No tengo ni idea de las circunstancias de su muerte, pero es un hecho que se ha librado del comienzo de curso: quedará en mi memoria como espíritu tutelar de este verano que ya nos deja.