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sábado, 4 de agosto de 2007

Lo que se come, se sueña (I)


I. Cuestión tonta: milenios fumando cáñamo y qué poco psicodélicos resultan nuestros vecinos norteafricanos. Más tonta aún: le damos a una sustancia el nombre de enteógeno, la cualidad de despertar lo que de divino pueda haber dentro de alguien, y asistimos después a la evidencia de que son muy pocos quienes vuelven del viaje a todas partes con algo de valor que comunicarnos.

La primera parte me resulta bastante opaca. Puede haber ceguera en mi juicio (qué sé yo de los magrebíes, a quienes tan poco he tratado), aunque no completa. Sé que algunos hippies acudieron al norte de África atraídos por lo que de análogo pudiera haber allí a su estética (música hipnótica, sobre todo). Creo que no hallaron gran cosa, pero puedo equivocarme. Ilumínenme.

Sobre la segunda parte, algo se me alcanza. Está ya en Aristóteles que los que asistían a los misterios de Eleusis (una experiencia que, se ayudara o no de enteógenos, resulta llamativamente análoga al viaje psicodélico) no aprendían allí nada; experimentaban, sentían.

La pista es válida, pero creo que despista también bastante. Anima a pensar que la experiencia psicodélica es inefable (media verdad); y que consiste sólo en un baile de los cinco sentidos —lo cual es falso. Sería imposible que la palabra quedara al margen de la sinestesia ampliada en que se resume el viaje. Muy al contrario. Todo lo que se dice, se piensa, parece haber recuperado un sentido profundo que estaba empañado en el uso habitual, como cuando uno toma unas piedras del camino y las saca, brillantes como gemas, de un simple barreño de agua. Wondering and dreaming / the words have different meanings. / Yes, they did.

Media verdad, sin embargo: lo sucedido es inefable en el mismo sentido en que otras muchas experiencias importantes lo son. El ejemplo tópico (prueben a explicarle un orgasmo a quien nunca lo ha sentido) es perfectamente válido. Añado otro: si dejamos a varias personas mirar por un caleidoscopio, ¿cuántas sabrán describir lo que han visto de modo que el oyente llegue a experimentar en su mente una visión razonablemente cercana?

Cabe esperar, pues, que el que regresa del viaje tenga más que contar —pero no que la experiencia le haya enseñado a contarlo. Quien desdeña el tartamudeo torpe del drogota olvida que son precisamente las experiencias más significativas las que nos suelen dejar sin palabras.

2. La capacidad de relacionar lo es todo. No hay otra magia ni otra revelación que la de una nota que, inesperadamente, hace vibrar otra a distancia. Ciencia y arte se resumen en la búsqueda de articulaciones, proporciones, nexos. En ambos la invención encubre el descubrimiento —y a ambos ha de exigirse el acierto.

Dado que los aciertos científicos tienen su protocolo reglado, convendría detenerse en los del arte. Su exigencia no es menor. Una imagen que no establece una relación a la vez significativa y secreta es, por banal, imperdonable. La arbitrariedad (un vínculo que no funciona) y el cliché (una obviedad sin sorpresa) hunden una obra con la misma fatalidad de un error de cálculo (de hecho, no son otra cosa).

domingo, 8 de octubre de 2006

Sinestesia


Para Grifo

La flecha, escribió el filósofo griego, no se mueve en el sitio en el que está, ni tampoco en el que no está. Pensar el libro sobre la mesa, el pájaro en la rama, es concebir, igualmente, dos entidades discretas. En rigor, el pensamiento niega el contacto, el entrometimiento: por cercano que esté a otra cosa, cada objeto permanece aislado dentro de las fronteras que lo definen.

La sinestesia niega esta mentira necesaria. Es el descubrimiento de una continuidad entre objetos y percepciones que el pensamiento pretende distintos y distantes. Desde esa perspectiva, podemos repasar las definiciones parciales del fenómeno y recobrar lo que tengan de útil.

Es, desde luego, un don infrecuente de unas pocas personas, capaces por ejemplo de ver cómo, sin intervención de su voluntad, las palabras escritas en uniforme negro sobre blanco de una página cobran color según su significado o sonido.

Es, también, una de las bendiciones que otorgan los enteógenos, acaso la esencial: todo recupera un valor primigenio que consiste en su relación, vivamente sentida, con todo lo demás. Tomo un vaso de plástico con agua y es, alternativamente pero también a la vez, el vaso que el dentista nos da para enjuagarnos, el agua tónica que bebía nuestra abuela (y que alguna vez resultaba ser una espantosa aspirina efervescente), el granizado de limón que no acaba de disolverse, el agua de la eterna juventud, el agüilla de una herida, el vino enfermo del Grial...

Es, aún, rasgo de escuela de aquellos poetas que, tal policías de la Naturaleza, pretendían sorprender y leer en voz alta la correspondencia secreta de colores y perfumes, timbres y tactos —y antes y después de ellos, un efecto especial añadido a la caja de trucos de la retórica (no hay que ser poeta para hablar del futuro negro o resplandeciente de la República, o del cante jondo de unos pies sudados).

En su libro El pensamiento salvaje Claude Lévi-Strauss expone otra faceta de la sinestesia menos obvia. Como antropólogo, reivindica el pensamiento concreto de los hombres llamados salvajes, su conocimiento exhaustivo de las especies naturales que forman su entorno. Este saber les lleva a asociar entre sí, por ejemplo, las cerezas y la vainilla, el ajo y el rábano. La Ciencia descubre siglos más tarde la clave de este parentesco: las unas tienen aldehidos, los otros ocultan azufre. ¿Cuántas otras sinestesias válidas esperan que alguien las pase a limpio?

Si uno toma en serio la descripción del poeta como profesor de los cinco sentidos que dio Lorca, está claro que la sinestesia es, lejos de un tropo ocasional, el fundamento de la asociación poética, que no lo es sólo entre conceptos afines, sino entre el valor conceptual de las palabras que forman el verso y todo lo demás: la resonancia que da a cada término su uso anterior en otros contextos, el timbre de los fonemas tal como aparecen combinados, la cadencia rítmica de los acentos e incluso la forma que el texto adquiere precipitado sobre un papel. La sinestesia explica, un suponer, que el padre de la Bastarda del romance sea, en sus diversas versiones, de Angalaterra, de Roma o de Europa, emperador o presidente, pero siempre dotado de erres broncas. Seguir la lógica de la sinestesia es el único camino hacia la comprensión de lo que el poema es y hace (y el legado fundamental de Dámaso Alonso y Bousoño, indispensables y ya olvidados). Métrica y retórica no pasan de ser capítulos de esa asignatura, absolutamente inútiles si no se establece entre ellos esa misma comunicación sinestésica de la que estamos hablando.

La sinestesia, en fin, es el arquetipo oculto de la interdisciplinareidad, la configuración multimedia, la Conspiración eterna. Sospecharla no sólo complace al intelecto: es un calambrazo que despereza la sensibilidad, una caricia feroz de la flecha que avanza y nos traspasa. Entender la sintonía es entrar, aunque sea pasajeramente, en ella. A quienes la hemos probado, por indignos que seamos de su roce, ¿qué pueden ofrecernos para desintoxicarnos?